Recuerdos de provincia/Fray Justo Santa María de Oro

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De entre aquellos sabandijas, vivarachos, turbulentos, y traviesos de los hijos de don Miguel, el mayor de todos, Justo, contrastaba por el reposo de su espíritu reflexivo y la blandura de su carácter. Era la víctima de la malicia inquieta de sus hermanos José y Antonio en la niñez; tirábanle con las almohadas cuando dormía, meábanle las botas cuando iba a levantarse, y a toda hora del día suscitábanle tropiezos, tendíanle asechanzas, y lo acusaban a su severa madre de diabluras que ellos hacían exprofeso para ponerlo en aprietos.


El niño Justo fue llamado así para perpetuar el nombre de fray Justo Albarracín, su tío, que era, cuando él nació, la lumbrera del convento de Santo Domingo y el timbre de la familia; y en aquellos tiempos en que las familias aristocráticas estaban debidamente representadas en los claustros, el primogénito de la familia Oro fue destinado a seguir bajo el hábito dominico la no interrumpida cadena de frailes sabios de la familia. Mostróse desde luego digno sucesor de sus antepasados, y en prosecución de sus estudios, fue enviado a Santiago, capital entonces de las provincias de Cuyo, donde distinguiéndose por su capacidad, desempeñaba cátedras de teología a la edad de 20 años; recibió las órdenes sagradas a los 21 años por dispensa de Pío VI, y pasó a la Recoleta Dominica luego en prosecución de la perfección monástica. Sus prendas de carácter, saber y costumbres, debían ser muy relevantes, puesto que los recoletos lo pidieron a pocos años de incorporado en su orden por director vitalicio, y que el general de la orden en España acordó esta solicitud.


El nuevo prelado se entregó desde luego al instinto creador de su genio. La hacienda de Apoquindo, perteneciente a la comunidad, debía transformarse en una sucursal de la Recoleta Dominica, y para obtener los permisos necesarios, o hacer adoptar sus planes al general de la orden, hizo un viaje a España, la Europa de aquellos tiempos, en donde le sorprendió la revolución de la independencia. Como Bolívar, como San Martín y todos los que se sentían con fuerza para obrar, voló a incorporarse a los suyos, desembarcó en Buenos Aires, aplaudió la revolución, vio de paso a su familia, regresó a Chile a su convento, y después de haber prestado su cooperación a los patriotas hasta 1811, emigró a las Provincias Unidas en el momento de la restauración de la dominación española. Nombrado diputado al congreso de Tucumán por la provincia de San Juan, con el ilustre Laprida, que fue electo presidente, tuvo la gloria de poner su firma en el Acta de la Declaración de Independencia de las Provincias Unidas, tomando parte en todos los audaces trabajos de aquel congreso; siendo suya la moción que adoptó el congreso de aclamar por patrona de la América y protectora de la independencia sudamericana, a Santa Rosa de Lima.


La reconquista de Chile abría de nuevo a su actividad el teatro de sus primeros honores, acrecentados ahora con el prestigio que daba la participación en las decisiones del congreso de Tucumán que a lo lejos inspiraba una especie de estupor a fuerza de ser solemnes y decisivas. En 1818 zanjó una de las más graves cuestiones que embarazaban la marcha de los negocios. Las órdenes religiosas, divididas en realistas y patriotas, dependían del vicario general de la orden, establecido en España, y la influencia popular del fraile podía echarse de través en la marcha de la revolución aún no bien asegurada. El provincial fray Justo de Santa María declaró la independencia de la Provincia de San Lorenzo Mártir de Chile en la Orden de Predicadores, como los patriotas chilenos habían declarado la independencia civil y política de la nación, como él mismo había firmado el acta de la emancipación de las Provincias Unidas. Al leer las actas capitulares del definitorio de la Orden de Predicadores, se reconoce que han sido inspiradas por el genio del Congreso de Tucumán. "Fray Justo de Santa María de Oro, dicen, Profesor de Sagrada Teología y humilde Prior y Provincial de la misma Provincia: Venerables padres y hermanos carísimos: conforme a los principios inmutables de la razón y justicia natural, declaró Chile su libertad dada por el Creador del Universo, decretada por el orden de los sucesos humanos, y confirmada por la gracia del Evangelio. A despecho de la ambición y del fanatismo del antiguo trono español, despedazó las cadenas de su esclavitud, rompió todos los vínculos que lo ligaban a la triste condición de una colonia, y declaró ser, según los designios de la Providencia, un Estado soberano, independiente de toda dominación extranjera. Reivindicando su libertad y en ejercicio de ella misma, constituyó los altos poderes que han de regular y dirigir la nación a su felicidad.


"La Iglesia en todos tiempos ha seguido los progresos de la civilización y engrandecimiento de los imperios para apoyar y sostener la independencia nacional... Desde que un Estado recobra su libertad, al punto caduca, al respecto del clero secular y del regular, toda la jurisdicción que ejercían en ellos los prelados de otro territorio. Esta se devuelve al Sumo Pontífice..." Sobre tan sólida base se declaró la independencia de la provincia de Santiago, quedando resumidas las atribuciones de vicario general de la orden en el mismo fray Justo, provincial de la Recoleta Dominicana.


El convento había dado, pues, todo lo que podía en honores, trabajos y títulos. El doctor fray Justo necesitaba un nuevo campo; una mitra sentaría bien sobre la cabeza del prior. León XII trabajaba por entonces en anudar las relaciones interrumpidas por la revolución entre la Sede Apostólica y las colonias americanas. Una buena política le aconsejaba congraciarse la América independiente para cohonestar el cargo que sobre la Sede Apostólica pesaba de complicidad y connivencia con los reyes de España. él, por tantos títulos digno diputado de uno de los congresos americanos, era, pues, un candidato para el episcopado que acreditaría aquellas buenas disposiciones de la Santa Sede. Sabíalo el padre Oro, y tenía sus agentes en Roma que le avanzaban la gestión de sus negocios. En 1827 le vine recomendado por su hermano don José, como un miembro de la familia; acogióme con bondad, y a la segunda entrevista me inició en sus proyectos, contándome todo lo obrado, a fin de que pudiese, a mi regreso a San Juan satisfacer plenamente la curiosidad de sus deudos. Sus bulas de obispo Taumacense no tardaron en llegar, en efecto. Consagrólo en San Juan el señor Cienfuegos en 1830, y poco después fue creado obispo de Cuyo por Gregorio XVI, que al efecto segregó esta provincia del obispado de Córdoba. Esta erección de un nuevo obispado dio motivo a que Oro volviese a tomar la pluma para desbaratar los obstáculos que a sus designios querían oponerle. Era por entonces vicario capitular en sede vacante de la catedral de Córdoba, el doctor don Pedro Ignacio de Castro Barros, antiguo diputado del congreso de Tucumán y cura titular de la matriz de San Juan, la misma que iba a ser elevada a catedral. Desde 1821 en que había sido nombrado cura, los gobiernos sucesivos de la provincia le habían prohibido entrar en funciones, por librarse de las malas artes de aquel caudillo del fanatismo, desempeñándolo, como cura sufragáneo, el presbítero Sarmiento, hoy obispo de Cuyo, y para quien venían bulas que lo elevaban a la dignidad de deán de la nueva catedral. El doctor Castro Barros, fuese ambición, fuese terquedad, se negó a reconocer las bulas pontificias, reunió el cabildo de Córdoba, y por una serie de irregularidades, poniendo aun en duda la autenticidad de los diplomas, elevó una representación a la curia para que desistiese de la segregación ya ordenada y consumada. El obispo Oro mandó imprimir a Chile un folleto [11.]. El doctor Castro Barros ha publicado su recurso al respaldo de un panegírico de San Vicente Ferrer [12.]. En los documentos publicados por el obispo Oro, nótase esta frase del oficio del gobernador de San Juan, dictado por el mismo obispo: "Por lo cual el gobierno advierte al señor don Pedro Ignacio de Castro que considera atentatoria a la religión, unidad de la Iglesia, obediencia al Romano Pontífice, y consideraciones debidas a este gobierno de San Juan, las pretensiones que promueve en la nota de 15 de agosto que se le dirige de Córdoba, y deja terminantemente contestada con la reserva en el archivo secreto de esta administración". Barros, por la nota así contestada, había querido sublevar la autoridad civil, como lo consiguió en Mendoza, a fin de oponerse a la decisión de la silla apostólica. El párrafo 31 de la impugnación del obispo Oro lo dice terminantemente: "Se ha puesto igualmente el reparo de faltar al breve de que se trata, el plácito de la autoridad temporal, y para ello se dice que éste es un asunto esencialmente nacional, que exclusivamente pertenece al congreso general ; se incita a los señores gobernadores de Cuyo a protestar contra la bula; se toca el influjo del Excmo. de Córdoba, encareciendo la eminencia del puesto que ocupa; y recordando a los demás Excmos. señores, hallarse constituidos en los mismos deberes". Por fin, en la nota (d) añade: "El señor Castro Barros escribió proponiendo una transacción entre aquella curia y el vicario apostólico, sin que cosa alguna se hiciera trascendental. En 6 de agosto propone el capítulo agenciar este negocio con los gobiernos de Cuyo (ésta no se ha remitido en copia); hace suspender la primera sobre el obedecimiento del cabildo en 25 de julio; con sus oficios de agenciamiento alarma a dichos señores gobernadores, provocándolos a un desobedecimiento a la silla apostólica; da al público impreso su dictamen de resistencia al Santo Padre..."


Estas intrigas del doctor Castro Barros fueron fatales a su ambición. Un año después recibió de Roma el aviso de estar su nombre inscripto en las notas negras de la curia romana, como sacerdote rebelde a la autoridad pontificia, y por tanto inhábil para desempeñar durante su vida función alguna eclesiástica. En vano, Castro Barros envió a sus expensas al clérigo Allende, su amigo, a Roma, a sincerar su conducta; todas las puertas se cerraban a la aproximación de Allende, quien tuvo que regresar a América sin una palabra de consuelo para su amigo, fulminado por los rayos de la Iglesia. Desde entonces el doctor Castro Barros se echó en el ultramontanismo más exagerado, gastó más de cinco mil pesos en reimprimir cuanto panfleto cayó en sus manos contra el patronato real, en defensa de los jesuitas, de la extinta inquisición y cuanto absurdo puede sugerir el deseo de congraciarse con la autoridad pontificia, a cuyo reconocimiento él había querido poner trabas, cuando aquel reconocimiento no convenía a sus intereses particulares. En 1847, cuando estuve en Roma, me preguntaron por Castro Barros personas que tenían ingerencia en la curia romana, repitiéndome la proscripción irrevocable que pesaba y pesaría sobre él hasta su muerte. Las principales obras expiatorias de Castro Barros son el Triario literario o tres sabios dictámenes sobre los poderes del sacerdocio y del Imperio, reimpreso en Buenos Aires, a expensas del doctor Castro Barros con el loable objeto de que se salve su recíproca independencia. -Restablecimiento de la Compañía de Jesús en la Nueva Granada, reimpreso a solicitud del doctor Castro Barros, con notas suyas , que dicen: "Los Papas, Inquisición, Compañía de Jesús, y todos los institutos religiosos, han sido siempre impugnados y zaheridos por los herejes, impíos y demás enemigos de la religión católica". "Con más razón los jesuitas serán los granaderos del Papa en la Nueva Granada...", equívoco ridículo, al que puede añadirse el verso de Béranger: les capucins sont nos casaques . "Nada de esto agrada a los filósofos del día, porque dicen que no hay Dios, cielo ni infierno. ¡Ah, bestias!" Estos y otros desahogos del ambicioso condenado por la Iglesia, le merecieron a su muerte en Chile los honores de santo, y uno de sus panegiristas exclamaba al fin: "Si no temiese anticiparme a los fallos de la Iglesia, yo solicitaría la protección de San Pedro Ignacio Castro". Pero, como no se hacen santos sin la beatificación de la Iglesia, podemos estar seguro, de no tener que doblar la rodilla ante uno de los majaderos que más sangre han hecho derramar en la República Argentina, por fanatismo, por ambición personal, por intolerancia y por hipocresía. Abandoné su biografía por no contrariar los propósitos de sus adoradores, pero aquí me permito estampar la verdad en asuntos que son puramente domésticos y que atañen a mi familia.


Después de consagrado y reconocido obispo, fray Justo se entregó a la multiplicidad de creaciones accesorias a la catedral que había levantado, y en esta tarea de todos los instantes de su vida mostró la energía de aquel carácter, y la pertinacia de designio que engendra las grandes cosas. En una provincia obscura, destituida de recursos, debía establecerse una catedral, un seminario conciliar, un colegio para laicos, un monasterio abierto a la educación de las mujeres, un coro de canónigos dotados de rentas suficientes; y todo esto lo emprendía fray Justo a un tiempo, con tal seguridad en los medios y tan clara expectación del fin, que se le habría creído poseedor de tesoros, no obstante que a veces y casi siempre faltábanle los medios de pagar el salario de los peones. Quería construir un tabernáculo y faltábale el modelo y el artista que debía ejecutarlo; pero él tenía todo lo demás: la idea y la voluntad, que son el verdadero plano y el artista. Llamábame entonces a mí, tenido por él y por su familia por mozo ingenioso, y a tientas y con mal delineados borrones, tomando de un libro un capitel de columna y aun consultando a Vitrubio, llegamos al fin a trazarnos nuestro tabernáculo sobre seis columnas dóricas y una cúpula a guisa de linterna de Diógenes, para que un carpintero, menos idóneo aún, realizase aquel imperfecto bosquejo. Pero ¡ah!, que el tabernáculo estaba destinado para servir de dosel a más humilde objeto de veneración. Estrenélo yo en el catafalco hecho en sus exequias, y en el cual simbolizando las dos grandes fases de su vida, se apoyaban la estatua de la libertad con el Acta de la Independencia en la mano y la de la Religión con la Bula que le constituía obispo, esfuerzos de voluntad más que de arte, hechos en honor de aquella vida tan llena, y, sin embargo, interrumpida tan a deshora. Todos sus trabajos estaban ya a punto de concluirse, cuando lo sorprendió la muerte; y en los momentos de expirar: "Dése prisa —decía al notario que le servía de escribiente—, dése prisa que quedan pocas horas y tenemos mucho que escribir". Y en efecto, en aquel momento Supremo daba disposiciones para la terminación de la iglesia del monasterio, la manera cómo debía enmaderarse, los recursos y materiales que tenía acumulados, sobre su correspondencia a Roma, idea de un adorno para la construcción del coro, el destino de algunas sumas de que le era deudora la Recoleta Dominica, detalles de familia, su testamento, su alma entera y su pensamiento prolongándose al través de la muerte; y, como se lo decía al señor deán que lo acompañaba en sus últimos momentos: "Mi corazón está en Dios, pero necesito mi pensamiento aquí para arreglar la continuación y terminación de mi obra..." ¡La muerte interrumpió aquel dictado, dejando cortada una frase!...


Su ilustración era vastísima para su tiempo. Había aprendido el francés, el italiano y el inglés; era profundo teólogo, esto es, filósofo, y de sus pláticas frecuentes pude colegir que sus ideas iban más adelante, sin traspasar los límites de lo lícito, de aquello que exigía su estado. La cualidad dominante de su espíritu era la tenacidad, tranquila a la par que persistente. Sabía esperar, aguantándose a palo seco sin perder camino, cuando las dificultades arreciaban. Si solicitaba una concesión necesaria, ensayaba su influencia para obtenerla; desesperanzado, pedía otra que conducía al mismo fin, y después la primera bajo una nueva forma. Diez años más de vida habrían dado a San Juan por conducto del obispo Oro, progresos que todos sus gobiernos no han sido parte a asegurarle. Quiroga le estorbó fundar un colegio, y la muerte terminar su monasterio docente; y como él debía toda su importancia a la extensión de sus luces y a la claridad de su ingenio, habría puesto toda aquella fuerza de voluntad, que hacía el caudal de sus medios de acción en generalizar la instrucción. El obispo Oro ha muerto, pues, prematuramente a los 65 años, habiendo gastado toda su vida en el penoso ascenso que de humilde fraile de un convento lo llevaba al obispado; mala estrella común a muchos hombres de mérito que tienen que levantar uno a uno todos los andamios de su gloria, crearse el teatro, formar los espectadores, para poder exhibirse en seguida. ¡Cuántas veces es destruida la obra, que es fuerza volver a comenzar! ¡Cuántos días y años pasados en presencia de un obstáculo que embaraza el paso!


El monasterio que intentó fundar revelaba la elevación de sus miras y los resultados de una larga experiencia, auxiliados y bonificados por el estudio de las verdaderas necesidades de la época. Los votos de las monjas no debían ser obligatorios sino por cierto número de años, concluidos los cuales, debían volver a la vida civil, si así lo tenían por conveniente, o renovar sus votos por otro período determinado. El monasterio debía ser un asilo, y además una casa de educación pública. Debía fundarlo una monja hermana suya que estaba en el monasterio de las Rosas en Córdoba y que hoy ha vuelto a San Juan... loca.


Algunos años después, yo emprendí con doña Tránsito de Oro, hermana del obispo, y digno vástago de aquella familia tan altamente dotada de capacidad creadora, la realización de una parte del vasto plan de fray Justo, aprovechando los claustros concluidos, para fundar el colegio de pensionistas de Santa Rosa, advocación patriótica dada por él al monasterio y que cuidamos de perpetuar nosotros. Hija única de doña Tránsito y de uno de mis maestros, era una niña que desde su más tierna infancia revelaba altas dotes intelectuales. Fray Justo, habiéndome conocido en Chile en 1827, y gustado mucho de hallarme muy instruido en geografía y otras materias de enseñanza, escribió más tarde a su hermana que me confiase la educación de su hija, y de mi aceptación y de los resultados obtenidos, salió entero el programa de educación, y el intento del colegio de pensionistas de Santa Rosa, que abrimos el 9 de julio de 1839, para conmemorar la declaración de la independencia, en que fray Justo había tenido parte, y hacer de los exámenes públicos del colegio una fiesta cívica provincial, puesto que Laprida, el presidente del congreso de Tucumán, era nuestro compatriota y aun deudo mío.


En el discurso de apertura del colegio, que se registra en el número 1° de El Zonda , dando cuenta de la escena, el malogrado joven Quiroga Rosas decía: "La primera voz que sonó, fue la del joven director, don Domingo Faustino Sarmiento, que leía el acta de la independencia, lo que el concurso escuchó con místico silencio. El mismo, en seguida, pronunció el siguiente discurso modesto por su forma, inmenso por el fondo: 'Señores, un día clásico para la patria, un día caro al corazón de todos los buenos, viene a llenar las expectaciones de los ciudadanos amantes de la civilización. La idea de formar un establecimiento de educación para señoritas, no es enteramente mía. Un hombre ilustre, cuya imagen presencia esta escena ( el retrato del obispo estaba colocado en la sala ), y cuyo nombre pertenece doblemente a los anales de la República, había echado de antemano los cimientos a esta importante mejora. En su ardiente amor por su país, concibió este pensamiento, grande como los que ha realizado, y los que una muerte intempestiva ha dejado sólo en bosquejo. Por otra parte, yo he sido el intérprete de los deseos de la parte pensadora de mi país. Una casa de educación era una necesidad que urgía satisfacer, y yo indiqué los medios; juzgué era llegado el momento y me ofrecí a realizarla. En fin, señores, el pensamiento y el interés general lo convertí en un pensamiento y en un interés mío, y ésta es la única honra que me cabe'".


El colegio aquel, cuya piedra fundamental pusimos entonces, vivió dos años, y alcanzó a dar frutos envidiables. ¡Oh, mi colegio, cuánto te quería! ¡Hubiera muerto a tus puertas por guardar tu entrada! ¡Hubiera renunciado a toda otra afición por prolongar más años tu existencia! Era mi plan hacer pasar una generación de niñas por sus aulas, recibirlas a la puerta, plantas tiernas formadas por la mano de la Naturaleza, y devolverlas por el estudio y las ideas, esculpido en su alma el tipo de la matrona romana. Habríamos dejado pasar las pasiones febriles de la juventud, y en la tarde de la vida vuelto a reunirnos para trazar el camino a la generación naciente. Madres de familia un día, esposas, habríais dicho a la barbarie que sopla el gobierno: no entraréis en mis umbrales que apagaríais con vuestro hálito el fuego sagrado de la civilización y de la moral que hace veinte años nos confiaron. Y un día aquel depósito acrecentado y multiplicado por la familia, desbordaría y transpiraría hasta la calle y dejaría escapar sus suaves exhalaciones en la atmósfera. ¿Es posible, Dios mío, que hayamos de hacernos una religión del conato de conservar restos de cultura en los pueblos argentinos, y que el deseo de instruir a los otros tome los aires de una vasta y meditada conspiración? Vuélvenme en los años maduros las candorosas ilusiones de la inteligencia en las primeras manifestaciones de su fuerza, y aún creo en todo aquello que la juvenil inexperiencia me hacía creer entonces, y espero todavía.


Fue solemne y tierna nuestra despedida. Seis u ocho niñas de dieciséis años, cándidas y suaves como los lirios blancos, agraciadas como los gatillos que triscan en torno de su madre, fueron a darme lección al último asilo que me ofreció mi patria en 1839, la cárcel donde me tenía preparado para arrojarme de su seno por la muerte, la humillación o el destierro; y en aquel calabozo infecto, desmantelado y cuyas paredes están llenas de figuras informes, de inscripciones insípidas, trabadas por la mano inhábil de los presos, seis niñas, la flor de San Juan, el orgullo de sus familias, la promesa del amor, recitaban a la luz de una vela de sebo, colocada sobre adobe, sus lecciones de geografía, francés, aritmética, gramática y enseñaban los ensayos de dibujo de dos semanas. De vez en cuando, una rata diforme que atravesaba el pavimento, tranquila, segura de no ser incomodada, venía a arrancar chillidos comprimidos de aquellos corazones susceptibles a las impresiones como la temblorosa sensitiva. Las lágrimas de la compasión habían arrasado al principio aquellos ojos destinados a suscitar más tarde tormentas de pasiones; y terminada la lección, y depuesta la gravedad del maestro, abandonáronse sin reserva a la charla interminable, precipitada, curiosa e inconexa, que hace santas y angelicales las efusiones del corazón de la mujer. Algunas golosinas enviadas al preso por las amigas, fijaron el ojo codicioso de alguna, y a la indicación de estarles abandonadas, echáronse sobre ellas como banda de avecillas, charlando, comiendo, riendo y estirando los blancos cuellos en torno del plato de cuyo centro salían por segundos dedos de marfil escapándose con un bocado. Cantáronme un cuarteto del Tancredo de que yo gustaba infinito, y despidiéronse de mí sin pena, y animadas de nuevo anhelo para continuar sus estudios. ¡No nos hemos vuelto a ver más! Ni volveré a verlas nunca cuales las tengo en mi mente a aquellas cándidas imágenes de la nubilidad abiertas a las castas emociones, como el cáliz de la flor que aspira el rocío de la noche. Son hoy esposas, madres, y el roce áspero de la vida ha debido ajar aquel cutis aterciopelado cual la manzana no tocada por la mano del hombre, y la perdida inocencia quitar a sus fisonomías la expansión curiosa y presumida que muestra por su desenfado mismo a veces, que ni aun sospecha que hay pasiones en su alma, a las que bastaría acercar una chispa para hacerlas estallar con estrépito.


Notas del autor[editar]

[11.] Defensa de la Vicaría Apostólica , etcétera..., impugnada por el provisor sede vacante de Córdoba. Impreso en Santiago de Chile, año de 1831, Imprenta Nacional, por M. Peregrino.

[12.] Bs. Aires, 1836. Imprenta Argentina.