Refranero

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I - Estar a tres dobles y un repique[editar]

Vitigudino en Castilla era allá en las mocedades del festivo poeta y señor de la Torre de Juan de Abad, un pueblo de mil vecinos con no pocos turrones de buen cultivo. Los vitigudinenses parecían de raza de inmortales: todos llegaban a viejos, y hacían la morisqueta del carnero lo más tarde que posible les era. Así es que el cura y el sacristán poco o nada pelechaban con misas de San Gregorio, responsos, entierros y cabos de año.

Luquillas, que así se llamaba el pazguato que servía a la vez los importantísimos cargos de sacristán y campanero con el pre de cuatro reales vellón a la semana, tan luego como vino nuevo párroco hizo ante él formal renuncia del destinillo, salvo que su merced se aviniera a aumentarle la pitanza, que con latín, rocín y florín se va del mundo hasta el fin, o como reza la copla:


 En el cielo manda Dios,
 los diablos en el infierno,
 y en este pícaro mundo
 el que manda es el dinero.


El curita, que era un socarrón de encargo, empezó por endulzar al sacristán con un par de cañitas de manzanilla y unas copas del tinto de Rota, y luego lo hizo firmar un contrato con arreglo al cual el párroco le pagaría semanalmente seis reales vellón por cada repique, pero en cambio el campanero pagaría al cura dos reales vellón por cada doble.

Como los vitigudinenses no habían dado en la fea costumbre de morirse, el contrato no podía ser más ventajoso para Luquillas. Contaba con la renta segura del repique dominical, sin más merma que la de uno o dos dobles por mes. El pobrete no sabía que quien hizo la ley hizo la trampa.

A mitad de semana díjole el cura:

-Luquillas, hijo, veme en el cuadernillo qué santo reza hoy la Iglesia.

-San Caralampio, mártir y confesor.

-¿Mártir dice?

-Sí, padre cura; mártir y confesor.

-Yo creo que a ti te estorba lo negro. ¿No te has equivocado, hombre? Vuelve a leer.

-Así como suena, padre cura; mártir y confesor.

-Pues hijo, si fue mártir hay que sacar ánima del purgatorio. Sube a la torre y dobla.

Y no hubo tu tía, sino doble en regla.

Y llegó el viernes, y el cura preguntó al sacristán:

-¿Qué día es hoy, Luquillas?

-Viernes, padre cura.

-¿Estás seguro, hombre?

-Sí, padre cura.

-Hombre, tú has bebido: no puede ser por menos. ¿Viernes hoy? Imposible.

-Sí, padre cura.

-Le juro por esta cruz de Dios, que hoy es viernes.

-Pues hijo, lo creo porque lo juras. Yo por nada de este mundo pecador dejo de sacar ánima en viernes. Conque está dicho, sube a la torre y dobla.

Y sucedió que el sábado, la parca, alguacilada por los rigores del invierno, arrastró al hoyo a un nonagenario o microbio del pueblo, víctima de un reumatismo que el boticario, el barbero y el albéitar de Vitigudino, reunidos en junta, declararon ser obra maestra de reumatismos.

El doble era de obligación, sin que el cura tuviese para qué recordárselo al sacristán.

El domingo, después del repique de misa mayor, se puso Luquillas a arreglar sus finanzas (perdón por el galicismo), y encontrose con que si era acreedor a seis reales por el repique, también resultaba deudor de seis reales por los tres dobles de la semana. Fuese con su coima a la taberna, que, como dijo un sabio que debió ser gran bebedor, el hombre ha nacido para emborracharse y la mujer para acompañarlo, pidió un tatarrete de lo fino, y cuando llegó el trance de pagar en buenos maravedises del rey, le dijo al tabernero:

-Compadre, fíeme usted hasta que Dios mejore sus horas; porque esta semana estoy a tres dobles y un repique.

II - Estar a la cuarta pregunta[editar]

En tiempos antiguos -digo, hasta que se desbautizó al pejerrey para llamarlo pejepatria-, había en los juzgados un formulario de preguntas al que, sin discrepar letra ni sílaba, se ajustaba el escribano cuando tomaba declaración a cualquier pelambre. Estas preguntas, después del obligado juramento, eran cuatro en el orden siguiente:

1.ª Nombre y edad.
2.ª Patria y profesión.
3.ª Religión y estado.
4.ª Renta.

Lo general era que los litigantes, respondiendo a la cuarta pregunta, declarasen ser pobres de hacha o de solemnidad, como hoy decimos: lo que les permitía emplear, para los alegatos y demás garambainas judiciales, papel del sello sexto, que era el más barato.

Sucedía que, entrando en el meollo de una declaración, hiciera el juez alguna pregunta que con el bolsillo del declarante se relacionara; y éste contestaba remitiéndose a lo ya dicho por él al responder a la cuarta pregunta. Así el escribano redactaba en estos o parecidos términos, por ejemplo: Preguntado si era cierto que en la nochebuena de Navidad gastó en esto y lo otro y lo de más allá, dijo no ser cierto, por estar a cuarta pregunta, y responde. Preguntado si se allanaba a satisfacer en el acto los veinte pesos, motivo de la demanda, dijo no serle posible por estar a la cuarta pregunta, y responde.

Estar a la cuarta pregunta era como decir estoy más pelado que una rata; soy más pobre que Carracuca; no tengo un ochavo moruno ni sobre qué caerme muerto, a no ser sobre el santo suelo.

Por lo demás es incuestionable que ahora, en punto a cumquibus, los hijos de esta patria estamos en la condición de los litigantes del tiempo del rey. Para la caja fiscal se ha hecho mal crónico el estar a la cuarta pregunta..., y responde... a las exigencias de empleados y pensionistas.


III - ¡Fíate en el justo juez... y no corras![editar]

Cuando yo estuve en presidio..., sí, señores, yo he sido presidiario, aquí donde ustedes me ven tan cejijunto y formalote.

Allá en mis tiempos de periodista, esto es, ha más de un cuarto de siglo, alguna chilindrina mía, de esas chilindrinas bestialmente inofensivas, debió indigestársele al gobernante de mi tierra; pues sin más ni menos, me encontré de la noche a la mañana enjaulado en el presidio o Casamata del Callao, en amor y compaña con un cardumen de revolucionarios o pecadores políticos.

Si bien a los politiqueros nos pusieron en departamento distinto al de los rematados por delitos comunes, eso no impidió que fuese huésped del presidio, y que por curiosidad y novelería entablase relaciones con un famoso bandido, que respondía al apodo de Viborita, condenado a quince años de cadena por robos, estupros y asesinatos en despoblado. Era el niño una alhaja de las que el diablo empeñó y no sacó.

Una tarde le pregunté:

-¿Estás contento con la vida de presidio?

-¡Desabraca! -me contestó-. Ni alegre ni triste, caballero; porque de mi voluntad depende largarme con viento fresco el día en que se me antoje.

-¡Palangana! -murmuré, no tan bajo que no alcanzara él oírme.

-¡Ajonjolí! Pues para que usted vea, señor, que no es palanganada, le prometo escaparme esta misma noche y llevarme a los que quieran seguirme.

-¡Hombre, eso es gordo! -le contesté-. ¿Contarás con la protección de alguno de los guardianes?

-¡La leva! Me basta con la Oración del Justo Juez que tengo en este escapulario.

Y desprendiéndoselo del cuello, puso en mis manos uno de esos escapularios que trabajan las monjas del Carmen, y dentro del cual sentí como un papel enrollado. Después de examinarlo se lo devolví, y lo besó antes de volvérselo a poner.

-Ayer me lo trajeron, mi patrón, y como usted me ha metido punto, aunque no pensaba dejar tan pronto la casa, acabo de decidirme a fugar esta noche. Tómeme la palabra ¡carachitas!

-Hombre, a mí nada me importa que te vayas o te quedes. ¿Y cuántos de tus compañeros poseen esa oracioncita?

-Yo soy el único en todo el presidio, patroncito.

-Pues hijo -le repuse con tono de burla y descreimiento-; ¡fíate en tu Justo Juez... y no corras! -recordando el refrán popular que dice: fíate en la Magdalena... y no corras.

Y me separé del racimo de horca sin dar la menor importancia a sus palabras.

Aquella noche, a poco más de las doce, me despertó gran alboroto en el presidio. Sentí carreras, gritos y detonaciones de rifles.

-Vamos -dije para mí-, ciertos han sido los toros.

Media hora más tarde todo quedó en silencio, y proseguí mi interrumpido sueño.

Al otro día supimos que trece bandidos, encabezados por Viborita, habían logrado sorprender al oficial y a los treinta soldados de la guardia, adueñándose de algunos rifles y escalando los muros del castillo.

Pasado el pánico de la sorpresa, rehiciéronse los soldados y se lanzaron en persecución de los fugitivos, consiguiendo matar a uno de ellos y capturar a nueve.

Precisamente el muerto era Viborita que, en vez de ponerse alas en tos talones, quiso darla de guapo, y perdió tiempo batiéndose con la tropa.

Cuando fui a ver el cadáver en el patio del presidio, me llamó la atención el escapulario en manos de un soldado. No tuvo inconveniente para cedérmelo por cuatro reales.

Ya en mi zaquizamí, deshice el escapulario; y en un pedazo de papel vitela, escrita con sangre, leí la Oración del Justo Juez, que a la letra copio para satisfacción de curiosos que han oído y oyen hablar de tal amuleto.

«Hay leones que vienen contra mí. Deténganse en sí propias, como se detuvo mi Señor Jesucristo y le dijo al Justo Juez: ¡Ea, Señor! A mis enemigos veo venir, y tres veces repito: ojos tengan, no me vean; boca tengan, no me hablen; manos tengan, no me toquen; pies tengan, no me alcancen. La sangre les beba y el corazón les parta. Por aquella camisa en que tu Santísimo Hijo fue envuelto, me he de ver libre de malas lenguas, de prisiones, de hechicerías y maleficios, para lo cual me encomiendo a todo lo angélico y sacrosanto, y me han de amparar los Santos Evangelios, y llegaréis derribados a mí como el Señor derribó el día de Pascua a sus enemigos. Y por la Virgen María y Hostia consagrada que me he de ver libre de prisiones, ni seré herido, ni atropellado, ni mi sangre derramada, ni moriré de muerte repentina.- Dios conmigo, yo con Él, Dios delante, yo tras Él. ¡Jesús, María y José!».

Con el ejemplo de Viborita hay de sobra para perder la fe en la eficacia y virtudes de la oración o amuleto.

Él la llevaba sobre el pecho como coraza que lo premunia contra las balas traidoras, y otro gallo le habría cantado si hubiese liado la salvación a la ligereza de sus pinreles más que a la tan famosa oracioncita del Justo Juez.

Y ya que he dado a conocer la famosa oración del Justo Juez, no creo fuera de lugar hacer lo mismo con la que, envuelta en un trozo de piedra imán, usan los rateros y ladrones de baja estofa. Dice así la Oración de la piedra imán:


 «Poderosa piedra imán
 que entre mármoles naciste
 y la arenilla comiste
 en el río del Jordán,
 donde te dejó San Juan,
 acero debías vencer
 y al mismo aire sustraer;
 luego te cogió San Pedro,
 que estaba bajo de un cedro,
 para extender tu virtud,
 y con muy crecida luz
 dijo que excelente fueras.
 Si un viviente te cogiera,
 ha de quedar victorioso
 y llamarse muy dichoso
 con tu preciosa virtud,
 siempre que te haga la cruz
 o te tenga encajonada
 y siempre reverenciada
 en donde no te dé el sol;
 pues Dios mismo te dotó
 para que sola parieses
 y que otra piedra no hubiese
 al igual de tu nación.
 Consígame tu oración
 acertado entendimiento
 para conseguir mi intento,
 siguiendo con devoción,
 piedra imán del corazón,
 piedra imán de mi alegría
 a Jesús, José y María»


IV - Salir con un domingo siete[editar]

Esto es, con un despapucho, sandez o adefesio.

(Y a propósito. La voz adefesio, que muchos escriben adefecio, trae su origen de la epístola del apóstol ad efesios. Y para paréntesis, va este largo, y cierro).

En una colección de cuentecitos alemanes que anda en manos de los niños, refieren que hubo una aldea en la que todas las mujeres eran brujas; y por ende celebraban los sábados, congregadas en un bosque, la famosa misa negra, a que asistía el diablo disfrazado de macho cabrío.

Vecinos del pueblo eran dos jorobados, uno de los cuales extraviose una tarde en el campo, y sorprendido por la tormenta, refugiose en el bosque.

Media noche era por filo, cuando caballeras en cañas de escoba llegaron las madamas, y empezó el aquelarre, y vino la misa, y siguió el bailoteo con mucho de


 Republicana es la luna,
 republicano es el sol,
 republicano el demonio
 y republicano yo.
       ¡Fuera la ropa!
    Carnero, carnerito,
       carnero topa.


Las brujas, tomadas de las manos, formaron rueda, en cuyo centro se plantó Cachirulo, y removieron los pies y el taleguillo de los pecados, canturreando:

 «Lunes martes,
 miércoles tres».


El jorobado, que tenía sus pespuntes de poeta, pensó que la copla estaba inconclusa y que sería oportuno redondearla. Y sin más meditarlo, gritó desde su escondite:

 «Jueves y viernes,
 sábado seis».


¡Gran conmoción en el aquelarre! Hasta el diablo palmoteó.

La aritmética de las brujas, que hasta entonces sólo les había permitido llegar en punto a cuentas al número tres, acababa de progresar. Agradecidas se echaron a buscar al intruso matemático por entre las ramas; dieron a la postre con él, que quien busca encuentra, y en premio de su travesura e ingenio le quitaron la carga que a nativitate llevaba sobre las espaldas.

Limpio de jiba, más gallardo que un don Gaiferos o don Miramamolín de Persia y más enhiesto que la vara de la justicia, presentose nuestro hombre en la aldea, lo que maravilló no poco al otro jorobado. Contole en puridad de amigos el ex jorobeta la aventura, y el otro dijo para sí: «¡Albricias! Aún le queda a la semana un día».

Y fuese al bosque, en la noche del inmediato aquelarre; y a tiempo y sazón que las brujas cantaban:

 «Lunes y martes,
 miércoles tres;
 jueves y viernes,
 sábado seis».


nuestro hombrecillo gritó con toda la fuerza de sus pulmones: «¡Domingo siete!».

Esto sería verdad como un templo; pero no caía en verso, y las brujas se pagan mucho de la medida y de la rima; así es que se arremolinaron y pusieron como ají rocoto, echaron la zarpa al entrometido, y en castigo de su falta de chirumen y para escarmiento de poetas chirles, le acomodaron sobre el pecho la maleta de que, en el anterior sábado, habían despojado a su homólogo.

Por ampliación del cuento, cuando cae en siete el primer domingo de un mes, dice el pueblo: «¡Con qué domingo siete nos saldrá este mes!» que es como vivir prevenido a que no le coja a uno de nuevo un cataclismo o una crisis ministerial, de esas que entre nosotros concluyen con algún domingo siete, esto es, en la forma menos prevista.

Y siguiendo la ampliación, sucede lo de «víspera de mucho y día de nada», o bien aquello de «por la noche chichirimoche y en la madrugada chichirinada».

Así, por ejemplo, un quídam que ve los toros de lejos y arrellanado en galería, no equivoca estocada; un militar, con el plano sobre la mesa de su cuarto, dirige campañas y no pierde batallas; un político desde las columnas de un periódico hilvana a pedir de boca lecciones de buen gobierno y zurce planes de hacienda que, a realizarse, permitirían al más desdichado almorzar menudillos de gallina, comer faisán dorado y cenar pavo con trufas. Pero póngalos usted con las manos en la masa; plante al uno en el redondel, con un corniveleto a veinte pasos; entregue al otro soldados con el enemigo al frente; haga, por fin, ministro al íntimo, y... espere el domingo siete.

Y pongo punto, antes de que diga el lector que también yo he salido con un domingo siete o me aplique lo de

 Castilla no sabes,
 vascuences olvida,
 y en once de varas
 te metes camisa.