Reveladoras/XVIII

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Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.
XVIII


Sigilosa, riente, perversa la curiosidad en su cara abrió el falsete Gloria y entró en la alcoba. Rodrigo volvió sobre la almohada la cabeza.

— ¡Qué! ¡El agua, hombre!

— Pues ¿y mi ama Charo?

— Durmiendo. ¿Qué tal de circo? ¿Quieres tú que las viejas velen a estas horas?

Colocó en la mesa de noche la copa y la botella.

No se iba Gloria, riéndose entre mirar al suelo y a alguien que estuviese fuera del falsete.

— ¿Quién es? — preguntó receloso Rodrigo.

Vicenta, la otra criada, entró de puntillas con la misma expresión maligna en su ancho semblante de bruta picado de viruela.

Se contemplaban las dos, invitándose mutuamente a preguntar algo, y un puf de reprimida risa las doblaba contra las rodillas.

Por último se le encaró Gloria en cómica seriedad de maestra que reprende:

— ¡Y muy bien, niñito! De modo que no le basta a usted andar de caza por los tejados, como los gatos con dolor de muelas, sino que se esconde con las señoras guapas que visitan a mamá. ¿Puede saberse qué hacían ustedes en el gabinete?

Un poco más que comprendió en otros días las intenciones de Gloría, mas no del todo, comprendió Rodrigo esta pregunta; y en los ojos de Gloria veía una picaresca decisión tan intensa que le alucinaba.

Enrojeció en oleadas de vergüenza que le llenaron de un fuego dulce las mejillas y las sienes.. Despertaba su asombro de marea de vida. Sorprendíale que le ruborizase el hallar sorprendida y escandalizada a Gloria por los besos de Josefina, y fijo en Gloria seguía, hipnotizado con el presentimiento de aquel gran misterio fugitivo en la desnudez mágica de la Bastón. Tal misterio se le aparecía otra vez en la actitud burlesca de estas dos mujeres, que llegaban calladas en el silencio, cual si los rezos de antes de dormir le hubiesen conjurado esta noche alrededor de la cama blanca dos diablos en lugar de dos arcángeles.

— ¿Qué te hacía doña Josefina? — preguntó también Vicenta con igual cínica pudibundez.

Y esta fué la señal para que Gloria se desatase en horrores, queda la voz a fin de no despertar en la contigua alcoba al ama Charo:

— ¡Doña Josefina! O a ella él. Es un santito más largo que el día la juncia. ¡Mírale, que no ha roto un plato!... ¡Claro! Le va mejor de niño chiquitín, con sus trece añazos en el rabo: porque así, a lo tonto a lo tonto, se deja besar y tentar por las señoras, y se arrima a las faldas que es una bendición de Dios. Y no le arriendo yo la ganancia con el tonto a las... muy zorras que lo soban y lo besuquean, creyendo que no sabe lo que se pesca, cuando a lo mejor baja de los tejados aprendiendo con las titiriteras a encargar niños a París. Si te lo traen, nosotras iremos al bautizo, ¿sabes?... Y otra vez le dices a doña Josefina que cierre por dentro, tú, para no tener que poner a la gente colorada...; lo mismo que te avisamos que ésta y yo cerramos desde esta noche por dentro, no sea que despertemos a lo mejor contigo entre las patas.

— ¡Uaá!... ¡Puercas! — gritó el chiquillo en el colmo de la ira, sentándose en el lecho y dispuesto a llamar —. ¡So puercas!

Pero cuando buscaban sus ojos algo que tirarles, ya las dos habían salido en un huracán de faldas, con un holgorio de risas y de pisotones que se perdió a lo largo del pasillo.

Rodrigo permaneció sentado, ambas manos atrás, apoyadas sobre el almohadón, en la misma posición rabiosa que le dejaron.

Un gesto de dolor, de torcedura, contraía su frente y dilataba sus labios, con los dientes apretados, con los ojos fijos en la contemplación áspera y brusca de un cuadro desagradable.

La revelación quedaba hecha por estas reveladoras; la revelación del gran misterio que había hervido algunas veces en la sangre del niño.

Pero quedaba hecha de un martillazo. De un modo brutal, forzado; ni siquiera con la violencia pasional que horas antes pudo surgir de otras reveladoras — dicha a besos entre los labios de una mujer hermosa, ni aun con la violencia de un cuerpo desnudo visto repentinamente entre disculpas de músicas y colores... Quedaba hecha con la violencia repugnantísima, canallesca y grosera de las palabras saltando en burla, en escarnio.

¡Por eso quedaba triste el niño sintiéndolo, pero sin comprender que le habían arrebatado de la vida un goce supremo e infinito de virginidad, a que le llevaban por poéticas e insensibles gradaciones para más tarde los ojos verdes de otra niña: ¡la Naturaleza!