Ricardo/Capítulo XIII

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Ricardo
de Emilio Castelar
Capítulo XIII

Capítulo XIII

Otro rendido amador

-No te pongas triste.

Decía el marqués de la Tafalera a Elena, que leía y releía una carta con evidente tristeza.

-¡Pues no he de ponerme triste!

-Ya habrás leído cien veces la dichosa carta.

-No puedo apartarla de mi pensamiento ni de mis ojos.

-Tate; vuelta al tormento.

-¡Pero si me parece papá tan contrariado!...

-Ya lo verás regocijado en cuanto venga y conozca al yerno.

-Hasta de su venida recelo y de la entrevista.

-Pueril temor.

-¡Ay!

-El novio no puede ser más aceptable.

-Me ha dicho mi madrina...

-¿Qué? Veamos.

-Que mi padre no quiere para mí un marido americano.

-Pues lo tragará por fuerza.

-Tiene una tenacidad incomprensible.

-No le hagas caso.

-Eso es más fácil de decir que de hacer.

-Chica, en queriendo la dama y el pretendiente, no importa que no quiera la demás gente; decíamos nosotros en nuestro tiempo.

-¡Cuánto me va a sermonear!

-¿Es dado a sermones?

-Muchísimo.

-Pues te compadezco.

-Naturalmente, su universo está en mi corazón.

-¡Cómo ha de ser! La naturaleza es infalible, es incontrastable, es fatal en todos sus decretos y en todas sus leyes. Y la naturaleza le arranca ese universo.

-No puedo yo mandar sobre mi corazón.

-Justamente. ¡Y sermonear por eso! Yo, desde que los frailes se acabaron y, se perdieron los sermones al aire libre, dichos a grito herido, en plazuela o calle, sobre púlpito movible, entre una inmensa muchedumbre que daba alaridos, como si la pincharan, no he vuelto a oír sermón alguno, pues nada me da mayores mareos ni con más fuerza me atormenta.

-Tengo hasta miedo de que papá vuelva. Tantos son mis recelos.

-Pues mira, vendrá muy satisfecho. Para que retoce la alegría en el cuerpo, y le bailen a uno sin querer las piernas, y los ojos chispeen cual si los encendieran todas las pasiones juntas, no hay cosa como ver bailar a la luz del cielo andaluz, al borde de una mesa oliendo a manzanilla, sobre la tierra caldeada, entre el pespunteo de la guitarra, y a la cadencia del cántico, unas boleras por las mozas de calidad y de rumbo que encierran sus pies en zapatito de raso y adornan sus cabezas con rosas y claveles, trasportándole a uno al séptimo cielo, con balances semejantes al flexible meneo de la caña mecida por las auras, y elipses y parábolas semejantes al curso de las estrellas por la inmensidad del espacio. Si tú fueras capaz de comprender cómo en mi tiempo bailaban la Prado y la Caramba, sentirías infinito haber nacido en edad tan mal aventurada como ésta que no comprende esa clase de espectáculos y no engendra esa clase de sílfides.

Mientras el marqués y Elena departían de esta suerte, llegaba la condesa de la Floresta con otra carta en la mano escrita por Antonio. Lo mismo que la dirigida a su hija, tenía por objeto único el próximo enlace y la consiguiente serie de reflexiones, que suceso de esta magnitud en la vida podía inspirar a padre tan bueno y tan amante. Escrita la carta a Elena en el momento de recibir la primera noticia, revelaba el malhumor consiguiente a recibir el amago de una inmediata separación. Escrita la carta a la condesa mucho más tarde, revelaba cierta reflexión sobreponiéndose al ciego sentimiento. Y como revelara esto, convenía en que, si el novio era merecedor de prenda tan querida y tan hermosa como su hija, no encontraba razón para negarle una ventura merecida y oponerse por irreflexivo sentimiento a lo que demandaban de consuno la sociedad y la naturaleza. Dolíale mucho ver ese pedazo del corazón apartado de su pecho; pero, desde el día en que le sonriera en la cuna, presentía este fatal momento y lo contaba como triste fecha impuesta necesariamente a la vida por las leyes ineludibles del Universo.. Lo único que deseaba era cerciorarse por sí mismo de que el joven preferido quería a Elena hasta el punto de poder sustituir con ventaja el cuidado providencial de su padre.

-¿No te lo decía yo?

Exclamó el marqués, todo regocijado, dirigiéndose a Elena.

-Me volvéis el alma al cuerpo.

-¿Tan triste estabas?

Preguntó la condesa.

La carta a mí parecía dictada por una desesperación invencible.

-Naturalmente, era como el primer estremecimiento de un corazón lacerado.

-Pobre padre mío ¡cuán bueno es!

-Ahora hay que prepararlo al caso supremo, a la notificación de que va a tener un yerno. americano.

-¡Vaya! exclamó el marqués. No es mala manía. Al demonio no se le ocurre otra locura igual. Tener una hija casadera y descartar todo un continente de la opción a su mano, paréceme donosísima cosa.

-¡Qué quiere V., tío! Cada cual tiene en este pícaro mundo su respectiva aprensión. Hay quien se desmaya al oler una rosa, quien se enfurece al oír una melodía, quien vomita al gustar un confite. Antonio es americano de nacimiento y no quiere marido de América para su hija. Ponedle puertas al campo y límites a los humanos caprichos.

-Puede darse. todavía por malcontento y hacerse de pencas cuando en este tiempo de las desvinculaciones, y de la desamortización universal, dijo Tafalera, ha encontrado nada menos que todo un mayorazgo, heredero único de rica hacienda, con talento además de riqueza, con hermosura además de talento, sin padre ni ayo que administren por él o por él hablen, tan sabio que parece un doctor en todas las ciencias y tan rendido que parece un esclavo de Elena.

-¡Qué quiere V., señor tío! Así es el mundo. No hay cosa grande que no encuentre por necesidad grandes dificultades. Todo lo tenemos arreglado, todo vencido. Solamente nos falta superar esa dificultad de la manía de Antonio, que ligera a la simple vista, puede complicarse gravemente por falta de precaución o por sobra de confianza.

-Es verdad; toma todas las precauciones imaginables, ya que en el mundo existen seres tan raros como ese padre capaz de vedar al amor de su hija nada menos que los habitantes de todo un mundo.

-En estas y otras conversaciones volvieron tío y sobrina a la casa quedándose en el jardín Elena sola, que ora hojeaba un libro sin fijarse en nada, ora releía su carta sin poder sacudir sus supersticiones, ora acariciaba los pajarillos de las cercanas jaulas maquinalmente, absorta en dos objetos capitales; en el recuerdo de Ricardo y en el temor a las supersticiones de Antonio. Cuando más absorta estaba en esta contemplación, oyó ruido de ramas, y al volver la cabeza para averiguar quién las agitaba, se encontró con Jaime, suspenso, estático, cual si no pudiera decir una palabra, ni dar un paso, fascinado por Elena.

-Caballero Jaime.

Dijo la joven con su natural desembarazo.

-¡Elena!

Exclamó Jaime, dando a este nombre una indefinible acentuación de cariño.

-Adelántese V.; siéntese.

-Buscaba a sus señores padrinos y al marqués en el jardín.

Dijo el buen Jaime como demostrando que su presencia pedía alguna excusa.

-Ya vendrán o les llamaremos. Entre tanto, descanse V., y tome asiento.

Jaime dio dos o tres pasos volviendo a quedarse como petrificado. Él, tan valiente, capaz de luchar solo con todo un ejército, temblaba como la hoja del árbol, se enrojecía como la doncella más pudorosa en presencia de la hermosísima joven.

-Vamos, le vuelvo a rogar que tome asiento y no creo que me desaire.

-De ninguna manera. Palabras de V. equivalen a mandatos para mí.

Y Jaime se sentó, pero con tal atolondramiento, que derribó un velador, y pisó el traje de Elena, y se enredó en varias cuerdas tendidas por el suelo, volviendo a ponerse colorado como las rojas flores abiertas sobre su cabeza en las enredaderas del cenador.

Después de sentado no sabía qué decir. Sus grandes ojos se abrían para recoger los rayos de luz descendidos de las pupilas de Elena, y sus labios se cerraban herméticamente sin poder proferir ni una sola palabra. La joven, conociendo todo lo embarazoso de aquella situación, y deseando despejarla, rompió el silencio y preguntó:

-¿Cómo tiene V. la herida?

-Bien.

Dijo secamente Jaime.

-¿No le molesta en los cambios de tiempo?

-Suele molestarme. Pero no le presto atención alguna como si las molestias atacaran un cuerpo extraño.

-Fuerte es V....

-No, Elena; dolores más graves y más profundos quitan toda intensidad a ese ligero dolor.

-El amor a la libertad perdida, el deseo frustrado de una redención social inmediata, las derrotas del pueblo.

Jaime, al oír estas palabras, meneó tristemente la cabeza.

-Yo creí que solamente las desgracias sociales alcanzaban hasta el grande corazón que late en el ancho pecho de V.

-En otro tiempo yo creí lo mismo.

-Mas ¿ahora?

-Ahora creo lo contrario.

-Explíquese V.

-Creo que, egoísta como todos los seres, aspiro con mayor vehemencia a mi propia felicidad que a la felicidad común.

-Comprendo, comprendo.

-¿De veras, Elena?

-Comprendo que el amor a una mujer ha penetrado donde antes sólo dominaba el amor a la humanidad.

-¡Qué quiere V., así somos! Imaginábame superior al resto de los mortales, inaccesible a ningún amor que no fuera el amor a la libertad, y no contaba con que la naturaleza pudiera crear seres tan perfectos como...

-Vamos, hablemos de otra cosa, dijo Elena comprendiendo por el recuerdo de las antiguas declaraciones como Jaime iba a intentar otras nuevas.

-Ya le he dicho a V. una vez que la amaba, y lo repito y lo repetiré cien veces, porque lo siento siempre.

-¡Jaime!

Exclamó Elena como reprendiéndole severamente con la voz y con el gesto.

-¡Elena!

Dijo Jaime en tono de amarguísima reconvención.

-Me ha faltado V.

-¿Yo?

Preguntó Jaime con verdadera extrañeza.

-V. sabía que...

-Yo solamente sé que amo y no soy amado.

-Nunca pude llegar a figurarme...

-Que inspirara V. una pasión, que abrasase un alma, que sus ojos llegan hasta un corazón cerrado a todo amor. Pues se desconocía V. a sí misma, desconocía la virtud de esa mirada, el encanto de esa palabra, la magia y el hechizo de toda su persona.

-Jaime, no podemos continuar de esta suerte.

-Elena, le he dicho una vez y ahora le he revelado de nuevo todo cuanto pasaba en mi conciencia.

-Jaime, no tenía motivo alguno para creer que fuera yo el objeto de ese misterio. Si lo hubiera tenido jamás le preguntara ni una sola palabra.

-Pero, Elena, V. no ha mirado a mis ojos mucho más reveladores de todo cuanto pasaba en mi ánimo que mis propios labios.

-Jaime, como una vez me hizo las mismas declaraciones y las rechacé para siempre, creíale después de mi negativa enamorado solamente de su idea.

-El amor a mi idea no excluía otra pasión menos sublime, si se quiere, pero más imperiosa.

-Y no puedo explicarme cómo habiendo guardado hasta aquí absoluta reserva, me dirige V. de nuevo palabras de ese género tan inesperadas y tan extrañas.

-Muchos misterios hay en el mundo y en el alma. Pero ninguno tan impenetrable como el misterio de la determinación de nuestras acciones. Vaya V. a saber el motivo que impulsa a una acción, o la serie encadenada de motivos a cuyo último eslabón un hecho se encuentra. En vano me esforzaría por averiguar a dónde va, a qué fuente, a qué ola, a qué rocío el vapor acuoso salido de mi aliento, y en vano me esforzaría por saber qué causa moral o física me determinó a la reserva ayer y hoy a la franqueza. Lo único decible es que había salido con ánimo de ver a V., pero sin ánimo de decirle una palabra más sobre mis íntimos sentimientos. Su pregunta ha provocado mi respuesta, y ahora lo sabe ya todo. La libertad queda siempre la pasión primera de mi alma. Pero como esta pasión, lejos de excluir la que V. me inspira, la sostiene, la alienta, la aviva, los dos amores se confunden y se identifican absolutamente en mi ser abrasado por este voraz fuego.

-Jaime, concluyamos para no volver a hablar de semejante asunto a ambos embarazoso. Yo le agradezco a V. mucho ese afecto, a pesar de su exaltación, a la cual no he dado ningún pábulo. Mentiría si no le dijese que tengo a V. en una grande estimación. Aunque yo me resistiera, la impondría a mi voluntad el honor que en todas sus acciones resplandece. Pero mentiría también si le dijera que me inspira una pasión correspondiente a la que V. dice experimentar por mí. Jaime, mi corazón no es ya libre. Por consecuencia oír las palabras de V. podría pasar ayer por ligereza, pero hoy se elevaría a verdadero crimen. No hablemos más de esto ni una palabra. Voy a llamar a los padrinos y al tío para decirles que está V. en el jardín y que necesita verlos. Adiós, Jaime.

-Adiós.

Y dijo éste agarrándose a uno de los barrotes del cenador para no caerse a impulsos del sentimiento que le causaba esta inapelable despedida.