Ricardo/Capítulo XIV

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Ricardo
de Emilio Castelar
Capítulo XIV

Capítulo XIV

Revelaciones

Ricardo había reunido sus amigos más íntimos y más queridos a comer, con ánimo de decirles el próximo cambio en su vida y la resolución de su casamiento. Aunque todos cuantos le trataban le querían realmente, los tres amigos del alma, aquéllos que prefería entre todos, eran el liberal Jaime, el pesimista Federico y el optimista Arturo, los cuales reunían a la rica variedad de sus ideas, inapreciable riqueza también de afectos y de sentimientos. Ricardo había mandado poner la mesa en sus habitaciones particulares a fin de que la algazara del reducido festín y la alegría de los jóvenes convidados no perturbaran el dolor solemne y monótono de su madre. La conversación tenía el aspecto general de todas aquellas conversaciones entre los consabidos amigos, el aspecto filosófico. Mas veíase que tomaba en ella poca, muy poca parte Jaime, abrumado por una profundísima tristeza que en vano pretendía disimular.

-Ya no hay sobre ciertos puntos esenciales motivo alguno de duda, exclamaba Federico. Nuestro cuerpo no es un universo aparte a quien le basta para vivir su propio organismo: por la respiración, por los alimentos, por las combustiones de la sangre, por la absorción de las moléculas pertenece nuestro cuerpo, como cualquiera de las grandes manifestaciones de la vida, a la química universal, a sus universales acciones y reacciones; nuestras fuerzas no dependen solamente de los músculos del cuerpo humano, dependen también de la gravitación que rige así a los átomos como a las moles y de las atracciones que emplean unos mundos sobre otros mundos y unos soles sobre otros soles. Por eso digo y sostengo que el pensamiento no es otra cosa sino una combustión del cerebro, y la voluntad no es otra cosa sino un impulso de las fuerzas cósmicas.

-¡Qué ideas! Dijo Arturo. Imposible sacarlas de tamaña cabeza que por lo dura debe pertenecer al reino mineral. Con esas afirmaciones has destruido la individualidad del alma y el libre albedrío. Nuestro pensamiento es el fluido eléctrico que corre por los nervios poco más o menos, como la aurora boreal, cuya rosada luz en el cielo azul perturba la aguja magnética junto al timón del barco. Nuestra voluntad es un aspecto de la mecánica celeste. Ya no hay libertad, y por consiguiente la conciencia queda reducida a uno de esos circulillos rojos que vemos en todas partes cuando miramos demasiado al sol; los tribunales a una conjuración tenebrosa contra la naturaleza humana tan necesariamente condenada a sus movimientos como cualquier aerolito perdido en el espacio; la responsabilidad exigida al hombre por el sentido común a una tremenda superstición, a una palpable injusticia. El ladrón roba y el asesino mata como la piedr a cae. No puede haber castigo para el hombre como no lo hay para la teja que de un tejado se desprende y te parte la cabeza. No cedo a ninguna de tus ideas, Federico, pero mucho menos a la que niega lo más esencial en mi vida, a la que niega mi libertad.

-¡Buena libertad! Vete del planeta a que estás encadenado como el preso a su cárcel y échate a volar por esos mundos y esos espacios que entrevés con los ojos y ambicionas con el deseo y con el pensamiento. Sal de esta atmósfera pesada y baja; por poco que te eleves, la respiración te faltará a tu pecho, la sangre brotará por todos tus poros, y al cabo de algunos minutos te agitarás en la asfixia, hasta quedarte rígido, inmóvil, muerto, como fuera del agua los peces. Luego rompe si puedes, desorganiza tu organismo, tu cuerpo. Interrumpe la comunicación de los nervios con el cerebro, de los hilos telegráficos con la pila eléctrica, y verás a qué llegan tus sensaciones y tus pensamientos. Consigue interrumpir la respiración o detener la circulación de la sangre. Logra que una mujer no despierte en ti los instintos del sexo, que una melodía no te halague, que un cañonazo no te atruene, que una palabra elocuente no te cautive, que una acción inmoral no subleve tu conciencia. Esclavo del universo que habitas, esclavo del planeta a donde estás atado, esclavo de la atmósfera que respiras, esclavo del organismo que te encadena, esclavo del instinto que te domina, esclavo de la pasión que te avasalla, esclavo de la idea que a la inteligencia se impone, esclavo de los motivos que determinan tu voluntad, esclavo de la naturaleza eterna y de la complexión propia, bajo el peso de todos estos fatalismos abrumadores, que por una serie de combinaciones, semejantes a las que te hacen llevar sobre la mollera una columna de aire más pesada que las columnas ciclópeas, erigidas sobre la frente de las esfinges de Asia, gritas con todos tus pulmones: ¡viva la libertad! y te crees indudablemente libre.

-Jaime, ¿no respondes nada?

Le preguntó Ricardo, al ver maltratada así la nocion de las nociones, la nocion de libertad.

-No había oído nada.

-¿Cómo? replicó Ricardo asombrado, negaban el principio moral por excelencia, llegaban el principio de libertad, y tan sordo tú que no atendías a ese atentado a tus creencias más profundas.

-Hay momentos de la vida en que estamos fuera de nosotros mismos, Ricardo, momentos de incontrastable tristeza.

-Dínos, pues, por qué te encuentras tú en uno de esos momentos.

-No puedo, no debo, no quiero decir nada.

-Te desconozco.

-Y yo a mí mismo.

-Hace días que te veo presa de un dolor ajeno completamente a tu estoico carácter y contrario a todas tus convicciones acerca de la vida.

-A mi carácter puede ser, a mis convicciones, no. En mis convicciones entra que la vida es una pena perpetua.

-¿Veis cómo al cabo cae en mi doctrina?

Exclamó Federico.

-Una pena perpetua, la vida, dijo Ricardo al oír esta afirmación; una pena perpetua para ti, para el mártir de la libertad que defiendes como único medio de realizar la virtud; para el cantor del progreso cuya realidad ves en toda la humana historia. Díme, Jaime, ¿qué vapor ha salido de tu corazón hasta oscurecer y nublar tu clara inteligencia? El sentimiento se ha sobrepuesto a la razón y la ha turbado.

Jaime tenía tal repugnancia a hablar, que levantó hombros y manos y meneó la cabeza con lánguida indiferencia, como para indicar cuánto le contrariaba ocuparse en aquel asunto a deshora suscitado.

-Efectivamente, dijo Arturo; yo mil veces eché de ver desde hace algún tiempo que la alegría, el amor a la vida aumentaba en el ánimo de Ricardo, a medida que disminuía en el ánimo de Jaime.

-Vamos, dijo Federico, el paño fúnebre que ha puesto Dios sobre todos los objetos, alcanza también a tus ojos que hasta aquí irradiaban la felicidad más perfecta. Por fin comprende Jaime que este mundo es el peor de los mundos, y el hombre el más infeliz de todos los animales.

-No porfíes, Federico, no porfíes. En vano querrás arrancar el corazón de Jaime a sus sentimientos y la razón a sus ideas. Podrá una pena más o menos grave perturbarlo, pero no puede destruir su inteligencia y su vida. Ricardo, otras veces tan triste ahora está alegre; Jaime, otras veces tan alegre, ahora está triste. El accidente de un día no decide de la vida que fluye y fluirá en todos los tiempos. Jaime volverá de su tristeza y verá el mundo como lo ha visto siempre, más empapado cada día en el espíritu y el espíritu cada día más luminoso.

-Pero ya que no sepamos las causas de la tristeza de Jaime, sabremos las causas de la alegría de Ricardo. Habla, habla, y te escuchamos.

Dijo Federico.

-Amigos míos, me caso.

Respondió Ricardo.

-Haces bien, dijo Jaime, animándose a la revelación de Ricardo. Haces perfectamente. Este-mundo es un campo de batalla empapado en sangre, cubierto de cadáveres, lleno de ruinas, donde solamente hay un puerto de refugio, una llama que avive los seres, una luz que los dirija, una armonía que se eleve sobre todas las contradicciones, el amor, el bendito amor. Mira en el cielo cómo va el planeta seguido de su luna; mira en el mar cómo va la ballena acompañada de su pareja; contempla en la alta torre las enamoradas cigüeñas sobre su nido leñoso y en el aire las pareadas alondras y en el bosque las tórtolas; y díme luego si no aman desde el gusanillo de luz perdido en una hoja cercana al arroyo hasta el serafín que bate sus alas en presencia del Eterno. Ama, Ricardo, ama en buen hora: que la única felicidad de la vida es el amor.

-Pero, vamos, sépase ya el objeto de esa pasión; revélanos cuál será la eterna compañiera de tu vida.

Dijo Federico dirigiéndose a Ricardo.

-Todos la conocéis.

Respondió Ricardo.

-Razón mayor para que todos estemos impacientes.

-Pues bien, ya no guardo más tiempo mi secreto.

-Albricias completas.

Exclamó Arturo.

Es la joven americana a quien todos admiráis, la hermosísima Elena, la ahijada de los condes de la Floresta.

-Hermosa en verdad.

Dijo Federico.

-Incomparable.

Añadió Arturo.

-Que sea enhorabuena.

Dijeron a una Federico y Arturo.

-Ya ves, añadió éste, cómo todos aquellos propósitos de soledad, cómo todas aquellas aspiraciones a una especie de vida monástica sin más objeto que la predicación de la verdad y el cumplimiento del bien, pasaron como una leve sombra. El corazón humano tiene horror invencible a la soledad, y necesita encontrar en el amor su indispensable complemento.

-Dios quiera, sin embargo, dijo Federico, que no tenga ocasión de arrepentirse. En todas esas flores de la vida hay muchas espinas. ¡Cuántas veces te acercas al rosal y en vez de la ninfa con que sueña la poesía, encuentras en sus olientes hojas la venenosa víbora!

Mientras hablaban así los jóvenes, deslumbrados por la noticia, enjugábase el sudor Jaime horriblemente dolorido. Cada una de aquellas palabras le taladraban el corazón y las sienes. Así unas veces se llevaba la mano a la frente como si quisiera alejar una idea terrible, y otras veces al pecho como si quisiera oprimirlo para evitar un suspiro, revelador de su pasión. Por fin, mientras que Ricardo, Federico y Arturo departían sobre la felicidad del amor, sobre la fuerza de los instintos que lo inspiran, sobre las tendencias a la fundación del hogar y al establecimiento de la familia, sobre todas las ideas que pueden abordarse en tema semejante, Jaime se levantaba, pedía su gabán, y tomando del brazo a Ricardo, le impelía hacia la habitación vecina.

-¿Qué me quieres?

Le preguntó éste.

-¡Ricardo!

-Dijo solemnemente Jaime.

-¡Qué voz! ¡Qué gesto!

-Ricardo, mentirían mis labios si te felicitasen a despecho de mi corazón.

-Cómo, Jaime, ¿tú, tú no me felicitas? ¿Qué has encontrado en Elena?

-Mucha hermosura, mucho corazón, mucha inteligencia.

-Entonces, ¿qué?

-Ricardo, ¿no lo has comprendido?

-No.

-Pues, mira, yo la amo también. Yo también no puedo vivir sin ella.

-Tú, tú...

Dijo Ricardo fuera de sí.

Pero Jaime, sin escuchar más palabra, se salió de la habitación y se fue precipitadamente a la calle.