Ricardo/Capítulo XVI

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Ricardo
de Emilio Castelar
Capítulo XVI

Capítulo XVI

El encuentro

Era la mañana del deseado día en que Carolina iba a ver al padre de Elena para formalizar y concluir la boda. Ricardo no había podido dormir en toda la noche. El paso de un estado a otro estado de la vida llenaba su alma de pensamientos graves, y movía su voluntad a firmes propósitos de allegar una ventura sin limites, robustecida por la práctica continua de las más excelentes virtudes. Ya se veía en su casa, tranquila y solemne como un templo; con su mujer amorosa y virtuosísima, como madre de familia; rodeado de sus hijuelos, bellos cual los ángeles; consiguiendo el alivio a las penas de su madre con la compañía de la recién llegada hija, y con el advenimiento de sus queridos netezuelos; dedicado después de cumplir todos sus deberes domésticos, a curar al enfermo, a socorrer al pobre, a consolar al afligido, a difundir por todas partes, como el sol del empíreo, los rayos de su lumbre, la felicidad en que vivía su alma.

Esta vida nuestra tiene tales condiciones que solamente ve la felicidad en los celajes engañosos de la esperanza. Los bienes más preciados y más apreciables, como el respirar fácilmente, el vivir en plena salud, el tener lozana mocedad, apenas se comprenden y se estiman, sino cuando flaquean o se pierden. Al llegar a la madurez de nuestra vida, en los días cercanos a la ancianidad, cuando volvemos los ojos a una infancia consumida en juegos inútiles, y a una juventud disipada en ilusiones y esperanzas sin realización posible sobre la tierra, nos dolemos y decimos tristemente, que si volviéramos a comenzar la vida, a tener el goce de todas sus delicias, la emplearíamos mejor, cuando, de seguro, si tal renacimiento pudiese verificarse, caeríamos en los mismos errores, y nos disiparíamos en las mismas pasiones que ahora lamentamos. Triste suerte la nuestra: no conocer los bienes sino cuando nos los han arrebatado los males; no apreciar la salud y la ventura sino cuando las han herido de muerte la enfermedad y la desgracia.

No podía haber en el mundo persona más feliz que Ricardo en aquel día preparatorio de su boda. Florecía en su vida la juventud más bella y más lozana. En un cuerpo sin defectos, latía un alma sin sombras y sin remordimientos. La independencia de su posición le aseguraba contra las asechanzas de aquellos disgustos que más molestan y más empequeñecen la vida. Si volvía la vista a lo pasado, encontrábalo lleno de las estelas de sus buenas obras, semejantes a un surco luminoso en los espacios. Si penetraba en las profundidades de su alma,. veíalas cargadas de ideas como el cielo de mundos. Una pasión, la de hacer bien, la de mejorar a sus semejantes le dominaba por completo. El amor había nacido en él a su tiempo oportuno, le había llenado el alma de goces, le había. puesto al comienzo de una senda floridísima, le había dado una felicidad sin límites. Hermosa y virtuosísima joven, dechado de gracias, dotada de una superior inteligencia, le aguardaba con los brazos abiertos, para darle en todos los goces del amor legítimo satisfacciones a la voluntad, placeres a los sentidos, delicias al pensamiento, dichas inacabables al corazón. Hasta la sombra única que cubría aquel cielo iba pronto a desvanecerse, el dolor de Carolina, aliviado naturalmente por los nuevos aspectos que tomaba el hogar y los nuevos seres que surgían en el seno de la familia. Así, todo le alentaba en el cielo y en la tierra, desde la ida hasta el sentimiento, desde el corazón hasta la conciencia. El átomo de materia que entraba por las celdillas de su cuerpo, parecía enrojecido en la lumbre del universal amor. La idea que se despertaba en su cerebro, parecía como uno de los ángeles que se despertaron y surgieron allá en la luz increada antes del nacimiento de los mundos. Y, sin embargo, esta vida nuestra tiene tantos abismos, que bajo tales dichas abría sus fauces la más horrible desdicha. Desde tamañas alturas iba el infeliz a rodar muy pronto en los abismos. Su situación en aquella hora solemne semejaba a la situación de la avecilla que se deja su nido tranquilo en el árbol, y atraída por la gozosa luz y por el aire celeste, se eleva, y se eleva cantando sus amores, batiendo sus alas, respirando por cada una de sus plumas, encendida la sangre, rebosante la vida, perfumado todo su cuerpo con los aromas del bosque, y no ve que allá arriba, en lo alto, en lo infinito, donde sólo debía estar Dios y el bien, extiende sus anchísimas alas y traza sus infernales círculos el águila que se desprende sobre ella como una sombra letal, y la coge entre sus garras, y le destroza las carnes, le sorbe la sangre y la devora en un instante, pasándola de los espasmos de la vida a las tinieblas de la muerte. Yo siempre me acordaré de un día de primavera que vagábamos por los bosques de Riofrío, en compañía de varios cazadores. Una pareja de gamos, lustrosísima, ágil, joven, nerviosa, corría por los prados, se acercaba a los arroyos, subía la cabeza a la rama de los árboles y la bajaba sobre las yerbas del campo, se removía y saltaba en todas direcciones, alegre y juguetona, como si les rebosara en el cuerpo la exuberancia de la vida. Y aleve cazador, de rodillas tras una encina, entre aquella fiesta de la vida, en que zumbaban las abejas y mugían los bueyes y revoloteaban las mariposas y abrían sus cálices las flores y cantaba el coro de las avecillas, apercibía una asechanza de muerte, oculto y emboscado. El tiro partió, y el gamo rodó, lanzando un gemido tan triste, y despidiendo de sus ojos una mirada tan melancólica, henchida de reconvenciones tan elocuentes, que más de un cazador juró no volver a cazar en su vida, y tuvo un día entero de torcedores y de remordimientos. La vida humana se alimenta de la muerte, y las humanas artes se inspiran en el dolor y en la desgracia.

El pobre Ricardo se levantó aquella mañana con una alegría que acaso iba a ser la última alegría de su vida. En aquel gozo cuidó de su persona con mayor esmero que otras veces. Aunque apenas durmiera, había sido aquel insomnio por una causa tan placentera, que lejos de darle aspecto de cansancio, parecía animarlo más con la multitud de ideas condensadas sobre su conciencia. Carolina se animó también, y acompañó gustosísima a su hijo a la casa de los condes de la Floresta, ya que en esta visita se encontraba como resumida toda la felicidad de Ricardo. A las dos de la tarde salieron en el mejor coche de la casa aquellos dos seres que no presentían las desgracias amontonadas sobre sus cabezas. Ricardo iba vestido con particular esmero, que no excluía cierta dejadez, con la cual aumentaba su natural elegancia. Carolina vestía de riguroso luto. Los pliegues de su trajo, de merino negro, ceñíanse estrechamente al cuerpo. Los largos cendales de su velo caían de la cabeza a los pies como un sudario. Espesa gasa le cubría el rostro, pero a través de esa gasa relucían sus ojos, y trasparentábase el blanco mate de sus pálidas mejillas. Aunque el dolor la hiriera y la acosara tanto, arrancándole toda la serenidad que realza a la juventud, su hermosura se conserva todavía superior a las heridas abiertas por sus penas y a las injurias del tiempo. El deseo que su corazón de madre sentía en aquel momento supremo, animaba sus ojos y coloreaba su rostro con reflejos indecibles de juventud y de gracia. Por un cuarto de hora parecía distinta de la mujer dolorida que conocemos, como triste estatua funeraria, sobre cuyo frío mármol hubiera caído un rayo del calor universal de la vida.

Madre e hijo llegaron al palacio, en cuyas escaleras solamente se veían los criados y los lacayos de gran librea, como cumplía a la jubilosa fiesta. Ningún individuo de la familia se atrevió a salir al paso hasta que el padre y la madre no hubieran solemnemente convenido en la bondad de aquel matrimonio y señalado de antemano el día en que debía verificarse. De consiguiente, Antonio y Carolina se iban a encontrar cara a cara después de tantos años de apartamiento, para saber que su mutuo abandono, su falta mutua, no solamente había labrado la propia infelicidad, sino también la infelicidad de sus inocentes hijos castigados con un castigo terrible. Ricardo dio el brazo a su madre para subir la escalera y la introdujo hasta el salón donde debía aguardar la presencia de Antonio, yéndose enseguida con el resto de la familia a otra estancia donde aguardaban el conocido y esperado fin de la ceremoniosa entrevista, reducida ya por tácito consentimiento de todos a mera fórmula de cortesía. Aún no había salido Ricardo del salón cuando se presentó Antonio e hizo una gran reverencia a Carolina. Ésta, que permanecía velada, no fijó la vista en el hombre que entraba medio velado a su vez por las sombras de la estancia, cuyos balcones entornados solamente cernían una luz muy pálida. Así es que entre las reverencias de rúbrica, el crepúsculo de la sala y el velo de Carolina, no se reconocieron al pronto. Pero Carolina levantó su velo a fin de facilitar la conversación, y un grito agudo, horrible, semejante al de un náufrago que se hunde en el mar, al de un desgraciado que recibe una puñalada en mitad del corazón, al de un supersticioso que cree ver un alma aparecida, un grito indescifrable, llenó los espacios de la estancia. «Antonio» dijo Carolina, «Carolina» dijo Antonio, y ni uno ni otro sabía lo que por ellos pasaba en este momento más doloroso y más trágico que toda una eternidad de penas en el eterno infierno.