Ricardo/Capítulo XVII

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Ricardo
de Emilio Castelar
Capítulo XVII

Capítulo XVII

Esperanza y desesperación

Mientras Carolina y Antonio se veían tras tanto tiempo y experimentaban con esta entrevista nuevas desgracias en su propia vida y en la vida de sus hijos, sonreían éstos como si instintivamente su dicha se reanimara sobre su ocaso. La estancia, donde estaban, era una espaciosa galería sobre el jardín, adornada de estatuas y de cuadros, con cortinajes de aromáticas flores, con cascadas de cristalina agua y sobre cuyos extremos saltaban y gorjeaban en pajareras de alambres doradas innumerables avecillas. Los condes de la Floresta y su tío el marqués se habían ido a un extremo de la galería para aguardar el momento en que Antonio iba a presentarles a Carolina, mientras los novios, al otro extremo, se entregaban a las ilusiones propias de su pasión. Todo sonreía en aquel sitio, sin que cayera una sombra de la tristeza de muerte, cuyas espesas nubes a más andar avanzaban. El sol, penetrando entre las ramas, trazaba caprichosos arabescos de luz y de sombras; el cielo, que a través de los enverjados y las enramadas se alcanzaba, lucía con ese color celeste claro que parece templado por una ligera gasa blanca; la obras de arte resplandecían con mágicos resplandores en el éter; el gorjeo de las avecillas se acordaba con la esencias de las flores; y el matrimonio felicísimo que formaban los condes de la Floresta, y la alegría inagotable del viejo marqués, y los arrullos de los novios próximos a una completa dicha añadían el regocijo moral a las rientes fiestas de la Naturaleza.

¡Cómo las miradas de los novios, de aquellos dos seres felices se juntaban y confundían en el éxtasis de una mutua contemplación, la cual podría prolongarse por toda una eternidad, sin que viniera de ninguna suerte a herirla el mal mezclado naturalmente a toda dicha: la insensibilidad, la indiferencia, el hastío! ¡Cuántas palabras que gorjeaban como las aves en primavera, que lucían como el alba en los horizontes de la noche, que llevaban en su seno nuevos mundos como la esperanza, que tenían la ceguera misteriosa de la inspiración y de la fe! ¡Qué mezcla de niñerías y de grandezas! Sobre un descuido de lenguaje, sobre una distracción pasajera, sobre una mirada errante, alzábase el relampagueo de los celos, que bien pronto se desvanecía en la celeste serenidad de una mutua confianza. Todo lo que fuera de ellos sucedía relacionábanlo consigo mismo, como si el Universo entero no fuese más que una expresión de sus amorosos pensamientos. Si habéis visto un arbusto cargado de las primeras flores, llenas de aroma y de miel; empapado en el matinal rocío, por cuyas gotas tiemblan los matices de la luz; circuido de mariposas y de abejas; habéis visto aquellas dos almas en este momento supremo en que se abrían a todas las esperanzas posibles e ignoraban su irremediable desgracia. Así es que, con la monotonía natural a conversaciones de este género, hablaron de lo existente y lo posible, de lo creado y lo increado. La pareja de alondras que se elevaba al cielo; las golondrinas que se despedían de los tejados, apercibiéndose a un largo viaje; el corazón, cuyos latidos se veían al través del ajustado corpiño de Elena; la mirada sumergida en el amoroso arrobamiento; todo cuanto pasaba dentro y fuera de ellos dos, todo les servía para disertar sobre su amor, con esas disertaciones interminables, que no encierran, sin embargo, tantas y tan profundas ideas como un sólo suspiro.

La vida es una corriente de ilusiones. Cuanto más cerca estaban del abismo abierto a sus plantas, más risueños veían los celajes de lo porvenir. Conforme se iban acercando al funesto desenlace, descubrían con mayor claridad su ventura eterna, el nido de sus amores, la soledad de los dos en medio del mundo, los ángeles que debían surgir de sus besos, la felicidad que debían dejar a su paso, la vida entera juntos, el sueño de la muerte en el mismo sepulcro, el despertar a otro mundo mejor en las eternas cimas de la misma gloria. Así todo lo arreglaban al patrón de sus amores, desde el vestido que debían ceñirse hasta la oración que debían consagrar al Eterno; desde la hora de comer el pan de cada día hasta la eternidad, que se oculta allende la muerte. Nunca el cielo había aparecido a los ojos de Ricardo y Elena tan hermoso; nunca la luz tan vívida; nunca los rumores de la creación habían acariciado su oído con una tan suave melodía: respiraban sus pulmones el aire de la vida, como si la vida hubiera de eternizarse; discurría la sangre por sus venas a manera de una savia primaveral, como si la juventud hubiera de sostenerse perpetuamente; las esperanzas se cuajaban en realidades bellísimas; las ilusiones venían como un natural florecimiento del alma; el mundo se eterizaba y trasparentaba, como si hubiera perdido el mal; el cielo descendía hasta el mismo alcance de sus manos; y parecíales cosa fácil en esta dicha suya, derivada de la universal felicidad, arrancar todas las espinas, secar todas las lágrimas, redimir todas las penas, convirtiendo el infeliz género humano, sujeto al límite, y por lo mismo al dolor, en dechado acabadísimo de todas las perfecciones, por obra y virtud de la felicidad inmensa que ambos sentían derramarse sobre su seno. Si un genio que no tuviera la impenetrabilidad de los cuerpos, a cuyos oídos y a cuyos ojos nada importara la distancia, hubiese oído en aquella hora suprema los dos diálogos, el de Elena y Ricardo, el de Antonio y Carolina, se hubiera aterrado indudablemente de ver cuán cerca está el mal del bien; cuán próximas las florestas del paraíso de las llamas del infierno; como la luz que viene del cielo se desvanece tras las tristes sombras elevadas por nuestra impura tierra.

En efecto, el esclavo y su señora, el amante y su amada, el padre y la madre de Elena, después de haberse reconocido súbitamente y gritado con aquel clamor a que ningún grito humano podría compararse, quedaron como petrificados, como aquellos cuerpos a los cuales hiere un rayo, como aquellas almas que sobrecogidas por un caso inesperado, ni siquiera sienten, ni piensan, más muertas que si hubieran visto frente a frente la muerte. Antonio retrocedió aterrado, como si quisiera huir de la mujer a quien tanto había buscado, y huir al par de sí mismo. Carolina se cubrió el rostro con las manos y bajó la cabeza sobre el pecho, la cabeza, que le temblaba cual si hubiera roto la sangre por las celdillas de su cerebro, y herídola con una fulminante apoplejía. Antonio se detuvo ante la puerta, avisado más que por la razón, por uno de esos instintivos arranques, cuyo imperio parece incontrastable y que tienen algo de fatal y de orgánico. Que pasara, si apenas llegado el momento de ver la madre de aquel qué debía casarse con su hija, sale despavorido, demudado, temblando, como si una aparición lo acabara de sobrecoger, y levanta todo género de sospechas en el ánimo de los suyos. Un movimiento ciego, superior a su voluntad, que le impulsaba a huir, detúvole con incontrastable empuje frente aquella mujer, a quien viera de joven a través de todas las ilusiones del amor, y a quien veía en aquella hora suprema a través de todas las nubes del remordimiento. Carolina, por su parte, sintió tan vivamente el rudo golpe, que apenas veía ni respiraba, como tomada de una horrible catalepsia, esa enfermedad tan semejante a la muerte.

Por fin el movimiento natural de las emociones, que se parece en el alma al movimiento natural de las moléculas en el cuerpo, sacáronlos de aquel estupor, y moviéronles a decir alguna palabra. Antonio, como sucede siempre a los mas fuertes, fue el primero en apoderarse de su voluntad, y vencerse hasta el punto de dar algunos pasos y acercarse a donde estaba Carolina petrificada e inmóvil. Al movimiento de aquellos solemnes pasos, a la aproximación de aquel hombre, la infeliz mujer sacudía su inercia, y vacilaba en su asiento, como la sonámbula a quien el magnetizador despierta y llama. Pero el despertar fue horrible. Echó atrás la cabeza, como si quisiera desasirla del cuerpo; levantó a lo alto los brazos, como si buscara en tanto naufragio algún sobrenatural auxilio; irguióse, creciendo de una manera desmedida, como la serpiente que se ve pisoteada; y lanzó un sollozo tan fuerte, acompañado de un hipo tan horrible, que Antonio se precipitó sobre las puertas para cerrarlas herméticamente a fin de que no trasmitieran aquel indiscreto eco de indecibles dolores, cuya expresión debía ocultarse como un verdadero crimen.

La infeliz no podía contenerse, porque cielo y tierra desaparecían al impulso de su dolor. Una parte considerable de sus cabellos blanqueó por súbita manera. Epiléptico temblor la sacudió de pies a cabeza, moviendo su cuerpo como el huracán mueve al arbusto. Los latidos de su corazón, impresionado por los movimientos del cerebro, podían oírse como la oscilación de un péndulo en el silencio de la noche. Subían del corazón al cerebro vapores de muerte y bajaban del cerebro al corazón rápidos rayos. Mientras su cabellera blanqueaba a la helada de la desesperación, se encendían sus mejillas al rubor y a la vergüenza de los remordimientos. La sangre le golpeaba fuertemente en las arterias, como si estallara en su cuerpo y quisiese abrirse paso y derramarse por el suelo a fin de no alimentar el dolor, no alimentando la vida. Los dientes rechinaban con aquel rechinamiento cuyo estridor se sobrepone a todos los ruidos en el infierno. Y al mismo tiempo la bañaba un sudor frío, compañero de su mortal agonía.

Antonio estaba tan fuera de sí como Carolina misma; pero su naturaleza varonil se revelaba en el mayor imperio sobre la expresión de sus emociones. Temblábale visiblemente la nariz; contraíansele las cejas, faltábale la respiración; pero se movía en todas direcciones para apagar los ecos del sollozar de Carolina, y se mantenía erguido, cuando todos sus nervios trepidaban al empuje eléctrico de todos sus sentimientos. Sólo podía haberse adivinado su dolor en la caída casi involuntaria de los labios y en las furtivas lágrimas que se desprendían de sus ojos, y que se escapaban por una fuerza superior al soberano imperio de su incontrastable voluntad. Así es que Antonio pudo hablar antes de que hablara Carolina y decir la palabra que verdaderamente flotaba sobre aquella terrible escena, palabra más elocuente que todos los discursos.

-¡Ay de nuestros hijos!

Al sacudimiento de aquella palabra se obró una reacción en el alma de Carolina, que, sintiéndose comprendida, empezó ya a hablar, aunque con el desorden propio de su estado, y como si poco a poco fuese tocando el abismo insondable donde había caído.

-¡Qué desgracia!

-Animáos, fortalecéos, señora.

-¡Ánimo! ¡Fortaleza! me dices. Ánimo para morir es lo que necesito.

-Señora...

-No me llames así, porque creo oír acentos de ironía en tu palabra. No llames señora a la infame que ha sido tu manceba.

-Un momento de vértigo, rescatado con una vida entera de penitencia, os lanzó a mis brazos.

-Momento que ha decidido de la eternidad. En aquel minuto de olvido de mí misma, ¡ay! maté a mi esposo, deshonré a mi hijo y engendré esa hija infeliz, a quien debí haber dado muerte en mis entrañas, para que no tuviera la desgracia de conocer esta madre. ¡Oh! ¿Por qué no morirnos los dos en el día mismo en que latiste, hija mía, en este desgarrado seno? ¿Por qué no renunciamos a la luz que debía abrasarnos como fuego, y a la vida que debía retorcernos en tantos tormentos?

-Deliráis, Carolina.

-¿Deliro? No, no.

-Volved en vos, volved, señora.

-Delirio mayor que todos estos hechos no puede darse, no puede comprenderse.

-En verdad, murmuró Antonio.

-Cuando el castigo caía solamente sobre mí, yo lo aceptaba resignada. Mía era la falta; mía también la pena.

-Comprendo. Ahora los castigados son...

-Antonio, los inocentes.

-Es verdad. Cielo implacable, ¿qué culpa tienen ellos de nuestra culpa?

-Calla. No blasfemes. No culpes al cielo, que tantas advertencias nos dirige, que tantos avisos nos da, y que lo hace todo en nuestro favor, menos suprimir ese albedrío, por el cual son nuestras las culpas, como nuestras las virtudes.

-¡Haberse los dos seres visto cuando yo los creía separados por toda la eternidad, y haber sentido el uno por el otro semejante pasión, pura ayer como la inocencia, y que desde este momento sería un crimen!

-Antonio, Antonio. No te contentaste con deshacer un matrimonio que Dios había hecho. No te contentaste con perder a una desgraciada que había permanecido pura durante toda su existencia. No te contentaste con imprimir en tu hija la marca que revelaba a todos los ojos su origen y mi deshonra. Viniste como un ladrón en noche nefasta, a robarme una criatura que necesitaba del pecho y del amor de su madre. La separaste de mi regazo, donde la había puesto en su divina previsión la Providencia. Y los que a mi lado hubieran crecido, como hermanos que eran, queriéndose con el casto afecto que inspiran la naturaleza y el trato, y que santifica el hogar, se aman ahora como amantes, con toda la exaltación de tal pasión, con todo el ardor de los sentidos.

-Y no podéis imaginaros como Elena ama a Ricardo. Cuando está presente, según todos me han contado, su amor es un arrobamiento, un éxtasis. Cuando está ausente, no aparta los ojos de su retrato, no deja de leer ni un minuto la carta que diariamente le dirige. ¿Cómo decirle que no pueden unirse? ¿Cómo decirle que ella debe amar a otro hombre, y que él debe amar a otra mujer? ¿Cómo arrancarles a sus ilusiones sin que la vida de ambos se quede entre nuestras manos? ¿Cómo consentir que continúen ni un momento amores cuya existencia ofende a las leyes divinas y humanas? ¡Oh! Yo pierdo la razón. La conciencia se me escapa del cerebro, y me asalta una verdadera locura. Y al separarles, no habrá más remedio que decirles claramente la causa de su separación. Y al decirles la causa de su separación, no habrá más remedio que revelarles la infame culpa de sus padres. Y los que debían bendecirnos ¡ay! nos maldecirán. Y los que debían amarnos ¡ay! nos odiarán. Y nuestra falta será la desgracia de esos hijos inocentes que arrastrarían una vida venenosa y mortal, porque en vez de haber tenido la luz de la virtud sobre su cuna, tuvieron la sombra del pecado.

-Antonio, Antonio, ¿te acuerdas cuántas veces en la porfía y combate de la pasión te dije lo que había de sucederme? ¿Te acuerdas cómo resistió mi voluntad a los asaltos de la pasión y mi sentimiento a los halagos de tu fantasía? ¿Te acuerdas cómo te dije que un momento de ceguera tendría una eternidad de dolores? Te acuerdas cómo pedí, cómo rogué, cómo insté a tu corazón, para que de esta infeliz te compadecieras? Ahora estamos en el fondo de aquella inmensa desventura, que la palabra de Dios mismo me anunciaba, y me advertía con la voz inestinguible de la conciencia. Dos seres inocentes, que debían haber crecido bajo el ala de mi corazón, se ven separados por el oleaje de estas pasiones. ¡Hermanos, engendrados en las mismas entrañas, no se han visto jamás, ni el uno sabe la existencia del otro! Sienten una pasión desdichada, que no puede satisfacerse a los ojos de Dios, ni legitimarse a los ojos de la sociedad. Y no hay medio alguno, que no se tome por un capricho nuestro, capaz de atajarlos en el amor que sienten, honrado y digno amor, cuya criminal naturaleza desconocen.

-¡Oh! Cuanto más se reflexiona sobre este horrible caso, más criminal me considero a mis propios ojos, y más claro veo cómo la falta recae sobre los seres que tienen la más completa inocencia.

-Y yo conozco a Ricardo.

-Y yo a Elena.

-Y Ricardo que amó tarde, muy tarde, dado el país de su nacimiento, la raza de su madre, ama con una intensidad, en la cual se contiene y se resume toda su existencia.

-Y Elena, que ama por la vez primera, cree este amor la única pasión posible de su vida.

-No lo dudo, me obedecerá.

-Y Elena a mí.

-Pero al obedecerme, reconcentrará todo su amor dentro de sí mismo.

-E igualmente su desdichada hermana.

-Y este amor reconcentrado y no satisfecho lo matará.

-También matará a Elena una contradicción que no podrá comprender.

-Y habremos sido nosotros mismos los verdugos de nuestros hijos.

-Y en vez del ser les habremos dado el no ser. Y en vez de conservarlos para la sociedad y para la naturaleza, los habremos precipitado con nuestras propias manos en el sepulcro.

-Pasión horrible la tuya, que ha envenenado nuestra existencia y que ha herido a nuestros hijos.

-Horrible posición la vuestra, señora, que enlazándoos con un hombre, por quien sólo teníais una afectuosa amistad, os condenó a convertir la más creadora y más santa de todas las pasiones, a cuyo influjo no podía eximirse alma tan grande como la vuestra, en verdadero crimen.

-Pero el sentimiento del deber, la afectuosa amistad a mi marido, la separación del mundo, la ignorancia de más vivos afectos, habíanme dado como una segunda naturaleza, que compenetraba todo mi ser, y que se confundía con toda mi existencia. De haberme dejado en aquella soledad no cayera yo tristemente, y pasara mi vida como esos cielos serenos, en los cuales jamás las tempestades se condensan. -¿Por qué viniste con tu extraña presencia y con tu tormentoso amor a turbar tanta dicha, a perderme para siempre, a deshonrar a mis hijos, a matar a mi esposo, a ser el infierno de mi vida?

-Mirad, Carolina, como no sabemos por qué misterio se juntan los átomos, no sabemos por qué afinidad secreta se encuentran las almas. Yo, nacido bajo las palmas reales de Cuba, llegué a las orillas del Mississipi, triste suerte, por haber salido una carta en vez de salir otra. Si los puntos fueran distintos, si en lugar de oros, saltaran copas; si viniera un rey cuando vino, por ejemplo, un caballo; me quedo yo en la hacienda de mis amos, mejor dicho, de mis amigos, y no voy a turbar la paz de vuestra casa. Pero educado en sentimientos y en ideas muy superiores a mi cuna y a mi suerte, miré al sol de hito en hito, como esas aves capaces de llegar a las altísimas regiones, donde sólo ellas pueden respirar y sostenerse. El amor se apoderó de mí, amor exaltadísimo, por lo mismo que se veía malherido por el desprecio. Y este amor, que prendió en mi alma, se comunicó a la vuestra por misterios iguales a la comunicación de la luz y del calor, desde estrella a estrella, en la inmensidad del espacio. La soledad del campo, la separación de vuestro esposo, la insistencia de mi exaltado afecto, las inclinaciones incontrastables que os arrastraban hacia mí, los miles de accidentes sobrevenidos para acercarnos, mis pocos años, y mis muchos ímpetus, todo nos precipitó al uno en brazos del otro, confundiéndonos en aquel amor, que inspirado por las inspiraciones de la naturaleza, se había convertido en verdadero crimen por las leyes arbitrarias de la sociedad.

-No arbitrarias, justísimas. Yo era de mi esposo, y tú me robaste a sus brazos, y me perdiste. Si todos los deseos inspirados por la naturaleza debieran satisfacerse, diríamos que el robo era una necesidad impuesta por las legitimas fuerzas del Universo, contrariada solamente por las leyes arbitrarias de la sociedad. No: pasión criminal la vuestra, que no debió ni pensar en mí, separada de vuestros brazos por leyes morales y leyes religiosas, tan fuertes y tan respetables como las leyes mismas de la naturaleza.

-Criminal, como queráis, Carolina; criminal, pero verdadera. Mi impetuosa naturaleza africana; la sangre hirviente que corre por estas venas, más enrojecida al sol de los trópicos; este corazón, donde batallan tantas pasiones arremolinadas como verdaderos huracanes, ni antes ni después de haberos visto sintió ninguna pasión. Os amé con amor tan exclusivo, que para mí no ha existido otra mujer en la tierra. Yo he andado por todo el mundo, yo he visto las grandes ciudades de Europa, y ni una sola vez he pensado en que ninguna otra mujer ocupara en mi corazón y en mi memoria el lugar ocupado por la mujer a quien amo con toda mi alma. Su recuerdo eterno, inmóvil, fijo siempre en los horizontes de la conciencia, ha guiado toda mi vida, sin que padeciese eclipse ni tocara en el ocaso. Mucho he sufrido tendiendo los brazos, y encontrando solamente a mi lado la vana sombra de un amor ausente; pero clavaba mi dolor hasta las entrañas, sin compasión y sin misericordia, como buscando el placer de sentir por ella, aunque sintiera angustias de muerte. Decidme luego que fue un capricho fugaz, una voluntariedad pasajera, algo como la inconstancia de los vientos, esta pasión que, nacida un día sin esperanza, que atormentada por tantos abismos como de su necesaria satisfacción me separaban, que satisfecha de modo propio a exacerbar su sed, se ha mantenido veinte años tan viva como el primer día, resistiendo al tiempo que apaga hasta los soles, y quedando tan unida conmigo mismo, que por fuerza ha de ser como el rescoldo de mi vida, y ha de quedar con su calor inextinguible hasta en el frío de mis huesos tras la muerte.

-¡Me amabas tanto, y me arrebataste a mi hija!

-Éste fue el único acto egoista de mi vida. Pero os lo confieso, me era imposible vivir sin ella. Vacilé entre robar la angelical criatura que me pertenecía o suicidarme. Y decidí robarla; sus ojos mantuvieron por atracción misteriosa este esqueleto en el mundo. Pero os engañaría, engañaría a Dios, que nos escucha, si os ocultase que todo cuanto más en ella amaba mi corazón era vuestro recuerdo, el reflejo de esa alma en su frente, la reverberación de la luz de vuestros ojos en sus ojos, la imagen viva de vuestro amor, consuelo único dable a mi tristeza y a mi desdicha. La robé, porque robaba en ella un pedazo de vuestro ser y una parte de vuestra alma. Sólo así hubiera podido llegar a este momento supremo de la vida.

-¿Para qué? Antonio, ¿para qué? Para encontrarte ahora con una pena más acerba que todas las antiguas penas juntas. Imposible sustraerse a los castigos de la justicia de Dios. Aunque desciendas al centro de la tierra, te persigue su certera mirada, que no descubres en ninguna parte, y que en todas se halla fija. Aunque atravieses lo infinito, y te destierres en el más apartado astro, allí te encontrarás con su presencia. Aunque caves la sepultura más honda y dejes en su tenebroso seno los fríos huesos, mientras una centella de tu conciencia esté en ellos, aunque sea tan tenue como las últimas partículas del fósforo, allí estará el remordimiento. Nos habíamos separado después del delito que trajo sobre todos un diluvio de lágrimas. Nada sabíamos ni yo de ti, ni tú de nosotros. Mi hija no se apartaba un momento de mi memoria, mas ya me había resignado tristemente a no volverla a ver jamás. Todo parecía concluido entre nosotros. Nuestro sacrificio estaba consumado; nuestro castigo cumplido. Sólo teníamos que aguardar la muerte. Y de pronto, en este planeta tan grande, cuando parecíamos separados por los mares y por los continentes, se encuentran nuestros hijos, y caen para su castigo y el nuestro, como si el crimen sólo pudiera engendrar crímenes, en pasión nefasta, que no vamos a poder conjurar sino a costa de su felicidad o de su existencia.

-¿Por qué criarnos tan desgraciados? El amor que en todos los seres revela el regocijo universal es en nosotros la pena más acerba. La paternidad que en todos aparece como un sacerdocio, en nosotros aparece como un ministerio digno del verdugo. La sombra letal que esparcimos se extiende hasta los inocentes corazones de nuestros hijos y los seca. ¿Por qué, por qué somos tan desgraciados? La vida no ha sido para nosotros más que un tormento continuo. El mundo no ha sido más que el potro donde se ha consumado ese tormento sin término y sin tregua. Por todas partes nos han circuido las amarguras, y el cielo para todos tan piadoso no ha hecho más que sumergirnos cada vez con mayor crueldad en nuestro náufrago.

-¡Oh! Antonio! Te quejas, y no adviertes cuán triste es mi situación; más grave y más mortal todavía que la tuya. Desde que te he visto, sólo deseo una cosa en este mundo, ver a mi hija, cubrir de besos su rostro, ahogarla entre mis brazos, consumirla en el amor de madre que calcina mis huesos. Una breve distancia la separa de mí. Algunas puertas y algunos pasos bastarían para juntarnos. Mis entrañas saltan como si aún la llevaran en su seno. Al acercarme a cualquiera de estos objetos que ella ha tocado, siento un escalofrío indecible correr por mis huesos agitadísimos. Mis ojos se abren involuntariamente a ver si descubren su imagen, y esa imagen se parece a la que llevo grabada en mi corazón. Una fuerza me arrastra hacia ella, y sin embargo, me contengo, inerte como la piedra fría, por temor de revelarle el secreto de su nacimiento en la exaltación de mis dolores, revelándole también la verdad desnuda sobre su triste desgracia. Yo quisiera verla aunque me muriese en seguida. Pero no quisiera verla para matarla. Y sin embargo, hija de mi amor, hija de mis entrañas, tu madre que debiera haber libado todas las flores de la vida para ofrecerte su miel, sólo puede darte un veneno que te aniquile. ¡Oh! No la maldigas. No la maldigas. Si un mar de lágrimas pudiera lavar la más mínima de nuestras culpas, ya estaría mi alma limpia como en el día primero de su aparición llena de inocencia, sobre esta vida llena de crímenes. Si el dolor pudiera rehabilitarnos, ya estaría yo con mis continuas maceraciones rehabilitada, y sería digna de habitar entre los bienaventurados del cielo. Pero no habiendo podido rescatarme a mis propios ojos, mal podría rescatarme a los ojos de Dios. Su justicia no está satisfecha aún, puesto que nos condena a esta nueva prueba. ¡Cómo contemplaría yo tus ojos! ¡Con qué placer te estrecharía contra este seno que te ha engendrado! Déjamela ver, Antonio; déjamela ver un momento, aunque me muera de placer y de pena al mismo tiempo, aunque la ahogue entre mis brazos y la asfixie quitándola con mis besos el aire que respira. Descúbreme, por piedad, a mi hija.

-¿Habéis pensado, Carolina, la angustiosa situación en que nos encontramos? ¿Habéis recapacitado los medios que nos quedan para conjurarla? Antepongamos a todas las satisfacciones la salvación de nuestros hijos, que hemos perdido involuntariamente, pero que hemos perdido sin remedio.

-Antonio, ¿ni siquiera la satisfacción de verla y de abrazarla?

-Pero, Carolina, ¿os creéis capaz de dominaros?

-Yo no sé.

-¿Os creéis capaz de mostrar hacia ella la comedida distinción con que debe una suegra tratar a su futura nuera?

-Lo dudo mucho.

-Pues entonces, ¿qué deseáis?

-Verla.

-¿Y revelarla su origen?

-¡Oh! No.

-¿Y pregonar la deshonra de su madre?

-No, no.

-¿Y perderla ante una sociedad como ésta?

-Dios me libre.

-¿Y entregarla a las murmuraciones de todos?

-¡Antonio!

-¿Y hacerla tan desgraciada como su madre?

-¡Por piedad!

-¿Y dificultar, imposibilitar que, curada esta pasión imposible por Ricardo, tenga mañana un marido que la adore con hijos que la bendigan?

-Yo pongo sobre todas las cosas la felicidad de mi hija.

-Pero no sobre la satisfacción de hacerla comprender que sois su madre, aunque tal revelación súbita pudiera en estos momentos, sin las debidas precauciones, herir en mitad del corazón a vuestro hijo, matar de un soplo a vuestra hija, deshonraros a vos misma, perdernos a todos.

-¡Si te asomaras a mi corazón y vieras su sentimiento...!

-Decíaisme hace poco, y no sin fundamento, que el haber anegado la razón y la conciencia en la ciega sensibilidad, nos ha perdido. Mil veces me habéis hablado de que un momento ha decidido en nosotros de la eternidad.

-Verdaderamente.

-Pues ahora hay que refrenarse. Hay que someter ese corazón ciego a la límpida conciencia. Hay que salvar a nuestros hijos. Miradlos en la flor de la juventud, en el cenit de la felicidad, en el colmo de la fortuna, hermosos y robustos, adorados por cuantos los conocen, dotados con las prendas más preciadas de corazón y de inteligencia, sumergidos en el tormentoso oleaje, y ahogándose materialmente. No sois su madre, si os lanzáis para hundirlos más en el abismo, antes de buscar todos los medios de salvarlos. Se necesita la calma, el cálculo, la posesión de nosotros mismos, para arbitrar el medio más seguro de separarlos, sin que esta separación les cueste la vida. No hay otro remedio sino decir que de esta entrevista ha salido roto el casamiento. No hay más remedio que arrancarlos toda esperanza. No hay más remedio que hacerles comprender inmediatamente la imposibilidad de su matrimonio. No hay más remedio que separarlos, partiéndonos de aquí nosotros mañana mismo, sin que nadie sepa nuestro paradero. Si imprevistas circunstancias; si la aparición de los incidentes de este malhadado amor; si mil casos incalculables sobrevinieran al fin, a quien podríais vos misma, señora, revelar el secreto de vuestra negativa sería a Ricardo, más propio para comprenderlo y excusarlo que nuestra pobre hija. De suerte, que apercibámonos a salvarlos. No pensemos en otra cosa. Ya que los hemos perdido, sean nuestros corazones su puerto, y procedamos de manera que no aumentemos sus desdichas y nuestros remordimientos.

-Es verdad. Razonas ahora fríamente. Ves los hechos bajo todos sus aspectos, como un astrónomo que examina los astros. Ves tu corazón como un filósofo que estudia los humános sentimientos. Puedes muy bien contenerte con la reflexión, y dirigirte por virtud del impulso de tu propia conciencia. Pero si la pasión te inspira, si el arrebato de cualquiera de tus afectos te mueve, sueles cegarte también, y no reposas hasta haber satisfecho tu imperioso deseo que te arrastra como un torrente. Quisiste tener contigo a tu hija y no pensaste en el resultado, que pudiera traer la satisfacción de ese deseo. Me la arrebataste a mí, a su madre, condenándome al extremo de no poder verla y de tener necesidad de recordarla, como quien recuerda un crimen, con remordimiento. ¿No pensaste. en el castigo que podía caer sobre esta falta? ¿No pensaste que hermanos, nacidos en mi seno, criados en mi regazo, amándose con la casta fraternidad que inspiran la sangre, el hogar, el trato, podrían, separados por la distancia, ignorado cada cual del otro, encontrarse en el mundo y quererse como verdaderos amantes? Te lanzaste sobre la cuna de mi hija como el tigre sobre la presa. Me la arrebataste, como la hubiera arrebatado cualquier máquina, sin curarte de mí, sin atender a mis súplicas y mis lloros, cruel, implacable. Y ahora, cuando tocas las consecuencias de aquel hecho, en nuestro mutuo dolor y en la común desgracia de nuestros hijos, recoges las fuerzas de tu entendimiento y examinas los recuerdos con la fría serenidad de un médico. Pero yo, Antonio, no puedo razonar así. Contrariada largos años, mi corazón estalla de impaciencia. Necesito ver a mi hija, a la que he llevado nueve meses en mis entrañas, a la que he nutrido con mi vida, a la que es corazón de mi corazón, alma de mi alma. No me conozco, cuando al verte, no he salido desalada por esos salones y no me he lanzado en sus brazos para morir de alegría al volverla a ver. Me contengo, me domino, contrarío con una voluntad poderosísima mis instintos que me llevan a buscarla y saciar la sed infinita que tienen mis labios de sus besos, y todavía me aconsejas una imposible prudencia. Tú eres padre y la amas mucho. Pero ¿puedes, por ventura, saber, ni presentir, ni adivinar, ni imaginar siquiera cómo en este mundo ama el corazón de una madre?

-Carolina, vuelvo a recordaros que nos ha perdido sobreponer las sombras de nuestras pasiones al esplendor clarísimo de la conciencia. Vuelvo a recordaros que hemos oído el sentimiento y desoído la razón. El extremo dolor o el extremo placer nos han dado raptos de locura, pasajeros sí, pero de locura al cabo. Diríase que teníamos dos almas, una mezclada al vil barro de la materia, una residente en el corazón o en el hígado, diluida en la hiel o en la sangre, y otra serena, tranquila, resplandeciendo en la frente, agarrada al cerebro, diluida en las ideas y en los pensamientos, pero ambas en guerra como dos especies enemigas que intentaran perderse mutuamente y aniquilarse. Hemos sido los esclavos sumisos de un deseo soberano e imperante. Bien es verdad que este deseo resultaba el más vivo de los deseos humanos, el amor, al cual se mezcla la admiración por la persona amada, el anhelo de estar perpetuamente a su lado, la envidia a los objetos que la cercan, los celos de los seres que pudieran amarla o recibir su amor, el miedo de perderla, la tristeza por sus ausencias, la esperanza de unirse a ella, la alegría de volver a verla otra vez, la desesperación por que tarda, y hasta las múltiples aspiraciones al eterno descanso, si estamos seguros de dormir a su lado por toda una eternidad el sueño de la muerte. Pero es indudable que podemos y debemos dominar todas las pasiones; primero porque la conciencia nos ilumina para distinguir las dañosas de las buenas, y después, porque la voluntad consigue dominarlas todas. ¿Qué alcanzaríamos ahora con revelar a los demás nuestra culpa? La desgracia de nuestros hijos, vuestro deshonor, el arrebato mío llevándome hasta arrancaros de las manos una hija a quien solamente os podíais preservar de mil desgracias; toda esta serie de males que jamás nos podrá inspirar el arrepentimiento necesario que exigen. Volved en vos, señora. Mayor será vuestra pasión de madre, si logra dominarse hasta el punto de salvar a su hija, que si al primer impulso de un movimiento irreflexivo cede y cae. Pensad, señora, en que no tenéis derecho a recrudecer y agravar la desgracia de vuestros hijos. Pensad en la triste suerte que podéis reservarles. Pensad, señora, pensad cómo la ceguera conduce al abismo...



Cuando más exaltadamente hablaba de todas estas cosas Antonio, suenan pasos levísimos, el crujir de un traje de mujer, el llamar a la puerta con los nudos de mano delicada y el eco de una voz angelical, que a través de las cortinas, se queja de tanta tardanza en acabar la conversación, y pregunta si algo extraordinario ha sucedido. Antonio comprende que aquella imprudencia temeraria de su hija puede traer algún estallido de la pasión de Carolina, y se interpone, a fin de cortarle a ésta el paso, y de impedir una súbita entrevista. Pero Carolina, que ha adivinado de quién era aquella voz, que ha sentido un vuelco indescriptible en el corazón, que ha experimentado una especie de vértigo, perdiendo hasta la luz misma de sus ojos; salta como si volara, arroja a un lado el obstáculo opuesto por las fuerzas de Antonio; levanta la cortina con verdadero arrebato, abre la puerta, y coge entre sus brazos a Elena, y la estrecha y la llena de besos, y la mira y la remira mil veces, y le dice todas las palabras incoherentes, pero expresivas, que puede inspirar una pasión de madre largo tiempo contenida o contrariada, y en aquel momento, por un milagro del cielo, satisfecha. Era necesario, para sentir y comprender la inmensa felicidad traída al corazón de Carolina por el súbito olvido de todo cuanto no fuera su hija, haberla visto momentos antes y verla en aquel momento supremo. Su paso tardo tomó una ligereza indecible, cómo si acabara de sacudir toda la gravedad de las antiguas penas; su esférica cabeza se irguió de la misma suerte que esas flores marchitas, cuya corola reaniman algunos besos del aire o algunas gotas de la lluvia; estallaron en su pecho gritos tales que llenaban aquel recinto con ecos parecidos al gorjeo de las avecillas cuando vuelven a sus nidos, y los encuentran llenos de los polluelos que acaban de romper los cendales de la cáscara donde estaban recluidos, y aletean regocijados al primer sentimiento y a la primera aparición de la vida; su rostro sombrío tomó una expresión de felicidad bienaventurada, como solamente podría pintar un artista místico; largos hilos de lágrimas cayeron por sus mejillas, pero desprendidos de unos ojos que brillaban con alegría celeste y en arrobamiento, para cuya expresión ni se encuentran ni se encontrarán palabras en el lenguaje, como que, saliéndose de lo humano, parecen llegar a esas esferas calificadas en todos tiempos y por todos los pueblos de verdaderamente sobrenaturales, sobrehumanas y cuasi divinas. Elena, al pronto, se extrañó muchísimo de aquella explosión inesperada. Así, abrió los ojos, arqueó las cejas, contuvo la respiración, como todo aquel que se sorprende o que se extraña. Pero apenas sentido este primer impulso, sintió otros no menos fuertes de corresponder a tantas caricias, nacidos del inmenso cariño que aquella mujer le inspiraba de repente por un misterio, al cual no daba otra explicación sino el amor mismo sentido hacia Ricardo. Hija mía, hija de mi corazón; decía Carolina. ¡Qué hermosa! Déjame que te dé un millón de besos. Déjame que te ahogue entre mis brazos. Déjame que te mire una y mil veces. Corazón mío, alma mía, ídolo mío, espejo de mis ojos, amor de mis entrañas, hija, hija mía. Tú debías adivinar este cariño; debías esperarlo. No me cansara, aunque te tuviera así toda una eternidad. ¡Qué crecida! ¡Hermoso talle, airosísimo porte! Tu mirada deslumbra. ¡Oh! Cómo te pareces a los tuyos! Bebo tu aliento. Me acojo a la sombra de tus pestañas. Quiero vivir a tu lado. Ya nadie podrá separarme de ti en el mundo. Ya estarás siempre conmigo. Habitaremos bajo el mismo techo. Rezaremos todos los días, para dar gracias a Dios por haberte criado tan hermosa. Mis manos, ya trémulas, se apoyarán sobre tus hombros. Mis ojos, gastados de llorar, se dejarán guiar por tu mirada. Mi oración, que no llegaba al cielo, llegará si le pones las alas necesarias con tus religiosas oraciones. Ídolo de mi corazón, alma de mi alma, estrella mía, lucero de los luceros. Pónme la mano ésta sobre el corazón, y sentirás que hace veinte años no ha latido como late ahora. Y es porque estoy contigo. Que vengan a arrebatarme ahora a mi hija...

Antonio, comprendiendo que la alegría de haber encontrado aquel pedazo de su corazón y de sus entrañas trastornaba a Carolina hasta el extremo de ponerla en completo olvido de toda la temeridad que encerraban sus palabras, y de todas las revelaciones que podrían desprenderse de su exaltada efusión, se interpuso entre madre e hija para separarlas y cortar e interrumpir aquella peligrosísima escena. ¡Imposible decir cuánto sufrió el infeliz en estos breves momentos! Un sonrojo encendidísimo le subió al rostro y a la frente. Su primer impulso fue huir, ocultarse impulso que obedeciera a no ser por el temor a mayores males, ocasionados por su fuga. De todos modos, apartaba su vista de la vista de Elena, que parecía como interrogarle. Sus grandes ojos pestañeaban rapidísimamente, cual si obedecieran al relampagueo interior de sus ideas. Ya se ponía pálido como la muerte, ya rojo como la grana. Ora sentía un desvanecimiento parecido al vértigo; ora una nube de sangre que pasaba tempestuosa por sus retinas. La posesión de sí mismo, a que estaba tan acostumbrado, le faltó por completo, lo mismo que el dominio de la palabra, interrumpida a cada sílaba por un extraño balbuceo, que le daba aires de tartamudo. Los músculos de su faz se contraían. y se dilataban con rapidez, equivalente al pestañeo de sus párpados. Y cada una de las palabras pronunciadas por Carolina resaltaba en sus oídos como terrible acusación, y todas estas acusaciones le reconvenían con voces tan aterradoras que le llenaban de espanto. Mas en tal confusión, si perdió por algunos minutos el dominio de sí mismo, no lo perdió por completo. Cuando los dichos y frases que su loca alegría inspiraba a Carolina, podían llegar a la revelación suprema, separó con fuerza, diciendo solemnemente a Elena:

-Ve, hija mía, ve donde están tus padrinos y tu tío; ve, y diles a todos la cariñosa, la entusiasta, la indescriptible acogida que has merecido a tu futura suegra, la cual te saluda, te acaricia, te ama como madre a una verdadera hija.

Y cogiendo de la mano a Elena, y lanzando una mirada henchida de amargas reconvenciones a Carolina, salió fuera de la estancia con aire a la verdad bien sombrío. Carolina cayó de nuevo desde aquella expansión natural, tras largos años empleados en reprimirse inútilmente, cayó abatida y postrada en brazos de la realidad, tan fría como la muerte, y precipitándose en el sofá, bajo la reacción de los nuevos sentimientos suscitados por aquel brusco cambio, lloró con amarguísima amargura. En cambio Elena, seducida por las apariencias, engañada por las palabras de su padre y por los deseos de su propio corazón, incapaz de comprender cuánto querían decir las caricias exaltadísimas de Carolina, aunque algo extrañada de aquel súbito amor nacido en su madre política, y algo confusa con sus inexplicables palabras, recogió de todo aquello lo más apropiado a su deseo, y notificó a todos en general, pero muy especialmente a Ricardo, que el matrimonio era cosa arreglada y que su padre le había presentado ya a Carolina con el título de madre; noticia de todos celebrada, porque todos deseaban por igual aquella afortunada boda.