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Sastre y sisón, dos parecen y uno son

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-¡Ea, ea!, señor Pedro Gutiérrez, despabílese usarced, ponga los huesos de puntal y véngase conmigo al Cabildo, que sus señorías los alcaldes don Nicolás de Rivera y don Juan Tello han menester decirle cuatro razones al alma. Y no me venga contando milagros, a mí que he sido arzobispo.

-Téngase allá, don Currutaco, y cada uno fume de su tabaco -contestó el llamado Pedro Gutiérrez, que era un hombrecillo con una boca que más que boca era bocacalle, y unos ojuelos tan saltones que amenazaban salirse de la jurisdicción de la cara-. ¿Qué tiene el señor Rivera el Viejo que ver en cosas de menestralería? ¡Por San Millán el Cogolludo! ¿Quién lo mete a Juan Zoquete en si arremete o no arremete? Derogue el Cabildo su arancel, y habremos la fiesta en paz.

-Tenga quieta, señor Pedro Gutiérrez, esa su perla de oro, y no le venga por ella un tabardillo pintado con la justicia -interrumpió el alguacil del Cabildo, que no era otro el que recado tan alarmante traía al menestral-. Déjese usarced de ensalivarme la oreja, que alguacil soy y tengo hipos de gobierno, y a fuer de tal, le echo la zarpa encima al mismísimo lucero del alba, y lo aposento en la casa de poco trigo y muchas pulgas. Conque así, no juguemos a la pizpirigaña, ni andemos por caballetes de tejado, no sea que la candela se hiele en la chimenea y resulte peor lo roto que lo descosido Déjese querer, maestro, que no todo ha de ser lo que tase un sastre, y véngase conmigo en haz y en paz a lo de sus señorías los alcaldes.

Vínosele a las mientes a Pedro Gutiérrez aquello de que lo que no hacen tres ccc, charrasca, capa y corazón, no lo harán otras tres ccc, coroza, capacete y cobardía; púsose candado en la bocacalle, y diciéndose para su sayo de tiritaña flamenca «¡A Roma por bulas!», echó a caminar a la vera del alguacil.

Esto pasaba en noviembre de 1536, casi a los dos años de fundada Lima.

Y era el caso que los cuatro sastres, únicos que la ciudad poseía para vestir a poco más de mil pobladores españoles, se habían conchabado para cobrar precios muy subidos por la hechura de un jubón acuchillado, unos gregüescos de piti-pití, un rebocillo parmesano o una falda de damasco con tontillo de rebusca y corpiño de terciopelo, que en ese siglo eran los sastres modistas del sexo bello. ¿Qué limeña, con humos de elegancia, se habría dejado en 1536 vestir por modista o sastresa? También es cierto que aún no había limeñas.

El Cabildo se propuso poner a raya a los sastres, y dictó una ordenanza o arancel, contra el cual se insolentó Pedro Gutiérrez, que era el más caracterizado del gremio. Y diose a murmurar con tanta destemplanza contra sus señorías los alcaldes, que éstos se amostazaron, enviaron al alguacil en busca del maldiciente, le echaron una peluca de padre y muy señor mío y por seis horas lo enjaularon en la cárcel. En la mar los lenguados, y en chirona los deslenguados.

Pero Pedro Gutiérrez, el sastrecillo, era más templado que sus tijeras, y elevó recurso al Cabildo; recurso que, sin alterar su ortografía, copio del tomo 42 de Documentos del Archivo de Indias.

«Muy magnífico señor, y muy nobles señores:

»Pedro Gutiérrez, sastre y vezino de esta Cidbad, beso la mano de Vuestra Señoría e Mercedes, e digo: Que por Vuestra Señoría e Mercedes fue mandada tasar la ropa de vestir que fazen los sastres, e cada uno cobrasse e le hobieron de pagar las dichas ropas que fizciesen, en lo cual yo e los otros de mi oficio recibimos mucho daño e perjuicio, ansí porque nos ponen precios de las dichas ropas e son muy pequeños, de manera que con ellos no ganamos de comer, según están los mantenimientos de pan, e vino e carne, que valen tan caros que una hanega de maíz vale dos castellanos, e más una oveja siete pesos, e aun assí no se falla, de manera que antes vendo de lo que tengo ganado para comer, que no lo gano de presente. Por tanto suplico a Vuestra Señoría e mercedes hayan por bien quitar la dicha tasa e arancel, e si así Vuestra Señoría e Mercedes lo fizcieren, farán bien e lo que es de justicia e a lo que son obligados; pues en Castilla no hay tassas ni aranceles en lo de los oficios de sastrería. E donde no lo quitasen Vuestra Señoría e Mercedes, protesto de me quexar ante su Majestad del agravio que recibo con la dicha tasa o arancel».

El Cabildo se reconcomió con la amenaza del zurcidor de tela, de ocurrir al mismo rey en demanda de justicia, y después de alambicarlo en dos sesiones borrascosas, decretó:

-«Proveído lo que conviene, está bien proveído; e de presente no puede proveerse otra cosa, e quéxese como quexarse le pluguiere-. E yo, Domingo de la Presa, escribano e notario público, fui presente a lo que proveído es, e por ende fize este mío signo en testimonio de verdad.- Domingo de la Presa».

¡Vaya un apellido muy de escribano!

Para testarudo Pedro Gutiérrez. Lo ofreció y lo cumplió. Pidió copia de lo actuado, diósela el de la Presa por su correspondiente cumquibus, y memorialito a España. Helo aquí:

«Sacra, Cesárea, Cathólica Majestad:

»Pedro Gutiérrez, sastre, vezino de la cibdad de los Reyes, que es en la provincia del Perú, digo: Que la justicia e regimiento de dicha cibdad, sin causa ni razón alguna, solamente por sus propios intereses e por enemistad que me tienen, fizieron cierto arancel, por el cual tassaron los precios que yo había de llevar por las ropas que fiziese; e no embargante que les pedí e requerí que lo revocasen e me desagraviasen, por ser fecho en perjuicio mío, e cosa nunca vista en estos reinos ni en todas las Indias, mayormente que gastaba con mi muxer, e fijos e casa, mucho más que se ganaba al dicho oficio, por estar la tierra muy cara, la dicha justicia e regimiento no lo quisieron fazer ni remediar. Suplico a Vuestra Majestad que, en la menor forma e manera que de derecho haya lugar, mande revocar lo prevenido e mandado por las dichas justicia e regimiento, que yo me presento ante Vuestra Majestad, en grado de apelación del agravio e injusticia que me fizieron, e pido ampliamiento de justicia».

No sé si Carlos V mandó decretar la petición, porque eso no consta en los documentos que a la vista tengo.

Al gobernador don Francisco Pizarro no le supo a mieles esto de que un pobre diablo de sastrecillo apelase, y ante el monarca, de la manera como en su gobernación se administraba justicia. Y presúmolo así porque paseando una tarde don Francisco por la calle de Guitarreros (hoy do Jesús María, en la vecindad de la Merced), calle donde vivía la madre de los hijos del conquistador, vio a Pedro Gutiérrez parado en la puerta de su tienda, y poniéndole la mano sobre el hombro, le dijo:

-Hermano Pedro Gutiérrez, no sea cabeza dura y déjese de andar al morro con el Cabildo, que pez chico no come a peje grande. Aténgase a mi consejo y librará con ventura.

-¿Y cuál es el consejo de su señoría?

-Que del paño saque las hechuras.

Pedro Gutiérrez quedó por un instante mirando con aire alelado al gobernador; mas luego diose una palmada en la frente, como diciéndose: «¡Ah, bruto! ¡Y no ocurrírseme cosa tan sencilla!». Sin embargo, como el sastre no era de los que dan puntada en falso, quiso ratificación, y preguntó:

-¿Es paridad de consejo o chiste do su señoría?

-Consejo, maestro, consejo... -y continuó don Francisco calle adelante.

-Pues contando con la venia de su señoría, yo y mis compañeros nos atendremos al consejo.

Y desde entonces los sastres de Lima se creyeron suficientemente autorizados para, sin escrúpulo de conciencia, sisar en la tela, lo que dio origen al refrán: Sastre y sisón, dos parecen y uno son.