Thaïs. La cortesana de Alejandría: II

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II EL PAPIRO


Tais era hija de padres idólatras, libertos y pobres. Siendo ella niña, en Alejandría, cerca de la Puerta de la Luna, tenía su padre una taberna frecuentada por marineros. De esa primera infancia le quedaban algunos recuerdos vivos y sin ilación. Le parecía ver a su padre sentado junto al hogar, con las piernas cruzadas, corpulento, formidable y quieto, como uno de esos viejos Faraones celebrados en los romances que los viejos cantaban en las esquinas. Le parecía también ver a su madre, flaca y triste, que iba como un gato hambriento de un lado a otro de la casa, donde resonaban los gritos de su voz agria y los destellos de sus ojos fosforescentes. En el barrio se murmuraba que era bruja, y que, transformada en lechuza, de noche salía al encuentro de sus amantes. Y no era verdad. Sabía Tais, por haberla espiado muchas veces, que su madre no se entregaba a las artes mágicas, sino que, devorada por la avaricia, durante la noche contaba y recontaba lo recaudado en el día. Aquel padre inerte y aquella madre avara la dejaban buscarse la vida como los animalitos de corral. Por esto llegó ella a ser muy diestra para extraer uno a uno los óbolos del cinto de los marineros borrachos, a los que divertía con ingenuas canciones y con infames palabras, cuyo sentido ignoraba. Iba de uno a otro, sentada sobre las rodillas de todos en la sala maloliente con el hedor de las bebidas fermentadas y de los odres. Luego, con unto de cerveza y picaduras de barbas hirsutas en las mejillas, escapaba oprimiendo en su manita los óbolos y corría a comparar tortas de miel a una vieja acurrucada detrás de sus cestos bajo la Puerta de la Luna. A diario se repetían las mismas escenas: los marineros referían sus hazañas de cuando el Euros agitaba las algas marinas. Luego jugaban a los dados o a las tabas, y, entre blasfemias a los dioses, pedían la mejor cerveza de Cilicia.

Todas las noches despertaban a la niña las reyertas de los bebedores. Las valvas de los marinos volaban de mesa en mesa y herían las frentes; resonaban furiosos alaridos, y algunas veces, a la humeante luz de los candiles, veíanse brillar los cuchillos y hasta la sangre.

Sólo conoció en sus años infantiles la bondad humana por el bondadoso Amés, el esclavo de la casa. Nubio, más negro que la marmita que espumaba gravemente, era bueno como una noche de sueño. Solía sentar a Tais sobre sus rodillas, y le refería cuentos antiguos, en los que no dejaba de haber subterráneos llenos de tesoros, construidos para reyes avaros, que mataban después a los albañiles y a los arquitectos. Había también en esos cuentos hábiles ladrones que se casaban con las hijas de los reyes, y cortesanos en cuyo honor se alzaban pirámides. La pequeña Tais sentía por Amés un cariño filial; tanto como si fuese para ella un padre, una madre, una nodriza y un perro a la vez. Agarrada al calzón del esclavo, iba con él a la bodega de las ánforas y al gallinero, entre los pollos flacos y erizados, todo pico, que revoloteaban mejor que los aguiluchos ante el cuchillo del negro cocinero, quien a menudo, sobre la paja que le servía de lecho, en vez de dormir de noche, construía para Tais pequeños molinos de viento y navíos con la mano, con todos los aparejos.

Lastimado por el trato brutal de su dueño, tenía una oreja desgarrada y la piel cubierta de cicatrices. A pesar de lo cual, su rostro conservaba una expresión alegre y plácida. Nadie se preocupaba de inquirir los motivos que ofrecían consuelo a su alma y tranquilidad a su corazón. Tenía una candidez infantil.

Mientras desempeñaba sus rudos quehaceres, cantaba con una voz cascada cánticos que hacían estremecer con deliciosos ensueños el alma de la niña. El esclavo decía en tono grave y alegre a la vez:

—Dinos, María: ¿qué has visto allí de donde vienes?

—He visto el sudario y las sábanas, y los ángeles sentados sobre la tumba. Y he visto la gloria del Resucitado.

La niña preguntaba:

—Padre, ¿por qué cantas eso de los ángeles sentados sobre la tumba?

Y él respondía:

—Lucecita de mis ojos, canto lo de los ángeles, porque Nuestro Señor Jesucristo ha subido al Cielo.

Amés era cristiano. Había recibido el bautismo, y le llamaban Teodoro en el banquete de los fieles, adonde acudía en secreto a las horas en que debería descansar y dormir.

En aquellos días la Iglesia pasaba por la prueba suprema. Las basílicas eran derribadas por orden del emperador: los libros santos, echados a la hoguera; fundidos los vasos sagrados y los candeleros. Y sólo esperaban la muerte los cristianos, ya privados de sus honores. Reinaba el terror en la comunidad de Alejandría. Estaban las cárceles repletas de víctimas. Referían con espanto, entre los fieles, que en Siria, en Arabia, en Mesopotamia, en Capadocia, por todo el Imperio, los yátigos, los potros, las uñas de hierro, las fieras, desgarraban a los pontífices y a las vírgenes. Entonces, Antonio, célebre ya por sus visiones y su soledad, jefe y profeta de los creyentes de Egipto, se habla lanzado, como el águila, desde lo alto de su roca salvaje, y de iglesia en iglesia enardecía con su fuego a toda la comunidad. Invisible para los paganos, estaba presente a la vez en todas las asambleas de los cristianos, y en cada uno imbuía el espíritu de la fortaleza y de la prudencia que le animaba. La persecución se ejercía con máximo rigor sobre los esclavos. Algunos de ellos, sobrecogidos de espanto, renegaban su fe. Otros, en su mayor número, huían al desierto, confiados en hacer allí vida contemplativa o convertirse en bandidos. Pero Amés no varió sus costumbres: frecuentaba las asambleas, visitaba a los méritos, sepultaba a los mártires y profesaba con alegría la religión de Cristo. Ante una vocación tan verdadera, el gran Antonio, antes de volver al desierto, estrechó al esclavo negro entre sus brazos, y le dio el ósculo de paz.

Al cumplir Tais siete años, Amés empezó a tratar de Dios en sus conversaciones con ella.

—El buen Señor Dios —la dijo— vivía en el cielo como un Faraón, a la sombra de las tiendas de su harén y de los árboles de sus jardines. Era el antiguo entre los antiguos, y más viejo que el mundo, y no tenía más qué un hijo, el Príncipe Jesús, al que amaba de todo corazón, y era más bello que las vírgenes y los ángeles. Y el buen Señor Dios dijo al Príncipe Jesús:

"—Deja mi harén y mi palacio, mis palmeras y mis fuentes vivas. Desciende a la Tierra para la salvación de los hombres. Allí serás semejante a un niño, y vivirás pobre entre los pobres. El sufrimiento será tu pan de cada día, y llorarás con tanta abundancia, que tus lágrimas formarán ríos, en que el esclavo fatigado se bañará deliciosamente. ¡Anda, Hijo mío!

"El Príncipe Jesús obedeció al buen Señor, y vino a la Tierra en un lugar llamado Belén de Judá. Paseaba por los prados floridos de anémonas, y decía a sus compañeros:

"—¡Dichosos aquellos que tienen hambre, porque los llevaré a la mesa de mi Padre! ¡Dichosos aquellos que tienen sed, porque beberán en las fuentes del Cielo! ¡Dichosos los que lloran porque Yo enjugaré sus ojos con velos más finos que los de las princesas siriacas!

"Por esta razón, los pobres lo amaron y creyeron en El. Pero los ricos le odiaban, temerosos de que pusiese a los pobres por encima de ellos. Por aquel tiempo, Cleopatra y César eran poderosos sobre la Tierra. Los dos odiaban a Jesús y ordenaron a los jueces y a los sacerdotes que lo condenaran a muerte. Para obedecer a la reina de Egipto, los príncipes de Siria alzaron una cruz sobre una montaña muy alta, y sobre aquella cruz murió. Pero las mujeres lavaron el cuerpo y lo amortajaron; y el Príncipe Jesús rompió la losa de su sepulcro para remontarse hacia el buen Señor, su Padre.

"Y desde ese tiempo, todos aquellos que mueren creyentes en El van al Cielo.

"El Señor Dios abre los brazos, y les dice:

"—Sed bien venidos, puesto que amáis al Príncipe, mi Hijo. Tomad un baño, y después, comed.

"Tomarán un baño al son de una deliciosa música, y durante su comida verán las danzas de las almeas y oirán a los cuentistas relatos que no acaban jamás. Y serán para el Señor Dios más queridos que la luz de sus ojos, puesto que serán sus huéspedes, y repartirá entre todos ellos las alfombras de su hospedería y las granadas de sus huertos."

Amés habló varias veces de ese modo. Así fue como Tais conoció la verdad, y, admirada, le decía:

—Quisiera comer las granadas del buen Señor.

Amés contestaba:

—Solo aquellos que son bautizados en Jesús probarán los frutos del cielo.

Y Tais pedía que la bautizasen. Con este indicio, al verla confiar en Jesús, el esclavo resolvió instruirla más a fondo para que recibiera el bautismo y entrara en la Iglesia unida estrechamente a él como hija espiritual.

La niña, de continuo rechazada por sus injustos padres, no tenía cama bajo el techo familiar. Dormía en un rincón del establo, entre los animales domésticos. Y allí era donde cada noche se le acercaba en secreto Amés.

Llegábase poco a poco a la estera donde la niña descansaba y luego permanecía sentado sobre sus talones, con las piernas replegadas, el busto erguido, en la actitud hereditaria de toda su raza. Su rostro y su cuerpo vestido de negro quedaban desvanecidos en la oscuridad. Solo sus grandes ojos blancos brillaban, y de ellos emergía una claridad semejante a un rayo del alba a través de las rendijas de un postigo. Hablaba con voz penetrante y cantarina, cuya ligera gangosidad tenía la dulzura triste de las músicas que se oyen de noche en las calles. A veces, el resoplido de un asno y el suave mugido de un buey acompañaban, como un coro de oscuros espíritus, la voz del esclavo, que recitaba el Evangelio. Sus palabras fluían suaves en la sombra, que se impregnaba de credulidad, de gracia y de esperanza; y la neófita, con su mano en la mano de Amés, arrullada por la voz monótona y ante la visión de imágenes vagas, se dormía tranquila y sonriente, entre las armonías de la noche oscura y los santos misterios, en contemplación de una estrella que filtraba su fulgor entre dos vigas de la techumbre.

La iniciación se prolongó, a lo largo del año, hasta la época en que los cristianos celebran con alegría la fiesta pascual. Y una noche de la semana gloriosa, Tais, que dormitaba ya sobre su estera en el establo, se sintió alzada por el esclavo, cuyos ojos brillaban con distinta claridad que de costumbre. No se cubría con su andrajoso calzón, sino con amplio manto blanco, bajo el cual oprimió a la niña, y le dijo con voz apenas perceptible:

¡Ven, alma mía! ¡Ven, ojos míos! ¡Ven, mi corazón! Ven a revestir las albas del bautismo...

Y se llevó a la niña sujeta sobre su pecho. Tais, asustada y curiosa, se colgó con los brazos del cuello de su amigo, que corría en la noche.

Siguieron las negras callejuelas; atravesaron el barrio de los judíos; costearon un cementerio donde el águila marina lanzaba su graznido siniestro. Pasaron, en una encrucijada, bajo cruces de las que pendían los cuerpos de los sacrificados, sobre cuyos brazos posaban los voraces cuervos. Tais ocultó su cabeza en el pecho del esclavo, decidida a no ver lo que faltaba del espantoso camino. Le pareció que la dejaban en el suelo, y al abrir los ojos, vio en torno una estrecha bodega, alumbrada por antorchas de resina, y en cuyas paredes había pintadas grandes figuras, que, al parecer, se animaban entre la humareda de las teas. Veíanse allí hombres cubiertos con largas túnicas empuñando palmas. Allí había corderos, palomas y pámpanos.

Tais, entre esas figuras, distinguió a Jesús de Nazaret porque las anémonas florecían a sus plantas. En el centro de la sala, junto a una gran pila llena de agua hasta el borde, había un anciano cubierto con una mitra baja y revestido con una dalmática roja, bordada de oro. De su demacrado rostro pendía una larga barba. Ofrecía un aspecto humilde y afectuoso bajo su rico ropaje. Era el obispo Vivancio, que príncipe desterrado de la iglesia de Cirene, ejercía, para mantenerse, el oficio de tejedor y fabricaba toscas telas de pelo de cabra. Dos pobres niños estaban en pie a su lado. Muy cerca, una negrita vieja presentaba una pequeña túnica blanca. Amés dejó a la niña en el suelo, se arrodilló ante el obispo, y dijo:

—Padre mío, he aquí la almita, la hija de mi alma. Te la traigo para que, según tu promesa y si place a tu serenidad, le des el bautismo de vida.

Al oír esas palabras, el obispo abrió los brazos y dejó ver sus manos mutiladas. En los días de prueba le habían arrancado las uñas al confesar la fe. Tais tuvo miedo, y se arrojó en los brazos del esclavo; pero el sacerdote la tranquilizó con palabras acariciadoras:

—Nada temas, pequeña bien amada. Tienes aquí un padre espiritual, Amés al que llaman Teodoro entre los vivos, y una dulce madre en la gracia, que te ha preparado con sus manos una blanca túnica.

Volvióse hacia la negrita, y añadió:

—Se llama Nítida; es esclava sobre esta Tierra; pero Jesús la elevará en el cielo a la categoría de sus esposas.

Después interrogó a la niña neófita:

—Tais, ¿crees en Dios, el Padre Todopoderoso, en su Hijo único, que murió por nuestra salud, y en todo lo que enseñan los apóstoles?

—Sí —respondieron a un tiempo el negro y la negra, que se tenían cogidos de la mano.

Por indicación del obispo, Nítida, arrodillada, despojó a Tais de sus vestidos. La niña quedó desnuda, con un amuleto al cuello. El pontífice la hundió tres veces en la tina bautismal. Los acólitos presentaron el óleo con que Vivancio hizo las unciones y la sal, de la que puso un grano sobre los labios de la catecúmena. Después de enjugar aquel cuerpo; destinado, a través de tantas pruebas, a la vida eterna, la esclava Nítida lo revistió con la túnica blanca, tejida por sus manos.

El obispo dio un beso de paz a todos, y, terminada la ceremonia, se despojo de sus ornamentos sacerdotales.

Al salir de la cripta, Ames dijo:

—Debemos regocijarnos en este día por haber dado un alma al buen señor Dios; vamos a la casa que habita tu serenidad, pastor Vivancio, y entreguémonos a la alegría todo el resto de la noche.

—Has hablado bien, Teodoro —respondió el obispo.

Y condujo al pequeño grupo a su casa, que estaba muy próxima. Era una cuadra donde había dos telares, una mesa tosca y una alfombra muy vieja.

En cuanto hubieron entrado allí, gritó el nubio:

—Nítida, trae la sartén y la jarra del aceite y hagamos una buena comida.

Y sacó de debajo de su manto los pececillos que llevaba ocultos. Encendieron lumbre, y los hizo freír. Todos: el obispo, la niña, los dos muchachos pobres y los dos esclavos, sentados en círculo sobre la alfombra, comieron los pescados y bendijeron al Señor. Vivancio hablaba del martirio que había sufrido, y anunciaba el próximo triunfo de la Iglesia. Era rudo su lenguaje, estaba rebosante de juegos de palabras y de imágenes. Comparaba la vida de los justos a un tejido de púrpura, y para explicar el bautismo, decía:

—El Espíritu Santo flota sobre las aguas; por esto los cristianos reciben el bautismo del agua. Pero los demonios habitan así mismo en los arroyos; las fuentes consagradas a las ninfas son temibles, y se ve que ciertas aguas ocasionan diversas enfermedades del alma y del cuerpo.

A veces se expresaba por enigmas, y así, despertó profunda admiración en la niña. Terminada la cena, ofreció un poco de vino a sus huéspedes, cuyas lenguas se desataron con lamentaciones y cánticos. Arnés y Nítida bailaron una danza nubia que habían aprendido siendo niños, y que sin duda conservaba la tribu desde las primeras edades del mundo.

Era una danza amorosa, en la que agitaban los brazos y balanceaban el cuerpo cadenciosamente, como si fingieran huirse y buscarse. Abrían mucho los ojos, y mostraban en una sonrisa los dientes brillantes.

Así fue como Tais recibió el santo bautismo.

Le agradaban las diversiones, y a medida que crecía, nacían en ella deseos vagos. Cantaba y jugaba al corro con los niños de la calle, y por la noche, vuelta a casa de su padre, todavía canturreaba:


—Torcido, torcido, ¿por qué no sales de casa?
—Devano la lana y el hilo de Mileto.
—Torcido, torcido, ¿cómo ha muerto tu hijo?
—Cayó al mar desde la grupa de un caballo blanco.


Más adelante prefirió la compañía del cariñoso Amés a la de las muchachas y los muchachos callejeros, y, sin embargo, no advertía que su amigo se ausentaba con más frecuencia.

Al apaciguarse la persecución, las asambleas de los cristianos eran cada vez más regulares, y el nubio las frecuentaba asiduamente. Su vocación se enardecía, y escapaba, a veces, de sus labios misteriosas amenazas. Decía que los ricos no conservarían sus bienes. Iba a las plazas públicas donde los cristianos de humilde condición tenían costumbre de reunirse, y, dirigiéndose a los miserables que se hallaban tendidos a la sombra de los viejos muros, les anunciaba la libertad de los esclavos y el día próximo de la justicia.

—En el Reino de Dios —decía—, los esclavos beberán los vinos frescos y comerán las frutas deliciosas, mientras los ricos, echados a sus pies, como perros devorarán las migajas de sus festines.

Tales palabras no quedaban secretas; fueron conocidas en el barrio, y los dueños llegaron a temer que Amés consiguiera sublevar a los esclavos. Por esta razón, el tabernero llegó a sentir un odio profundo contra él: pero no quiso manifestarlo.

En la taberna desapareció un día el salero de plata reservado para el mantel de los dioses. Acusaron del robo a Amés, por odio a su amo y a los dioses del Imperio. La acusación carecía de pruebas, y el esclavo la rechaza con todas sus energías. A pesar de lo cual, no dejó de ser conducido ante los jueces; y como tenían de él mala opinión, lo condenaron a muerte.

—Tus manos —dijo el juez—, de las que no supiste hacer buen uso, serán clavadas en el poste.

Amés oyó tranquilamente la sentencia, saludó al juez con mucho respeto y fue conducido a la cárcel pública. Durante los tres días que allí estuvo no dejó de predicar el Evangelio a los presos, y se dijo después que los criminales y el propio carcelero, conmovidos por sus palabras, habían creído en Jesús crucificado.

Lo condujeron a la encrucijada por donde una noche, menos de dos años antes, había pasado con alegría, cuando llevaba en su blanca túnica a la pequeña Tais, la hija de su alma, su flor bien amada.

Al verse atado sobre la cruz y clavadas las manos, no profirió ni una queja; y solamente suspiró varias veces: "¡Tengo sed!"

El suplicio duro tres días y tres noches. Nadie hubiera creído que la carne humana pudiera soportar tan prolongada tortura. Varias veces lo creyeron ya muerto. Las moscas devoraban las legañas de sus párpados; pero de pronto volvió a abrir los ojos ensangrentados. En la mañana del cuarto día cantó con una voz más pura que la de los niños:


Dinos, María ¿qué has visto allí de donde vienes?


Sonrió, y después dijo:

—¡Aquí están los ángeles del bondadoso Señor! Me traen vino y frutas. ¡Cómo refresca el batir de sus alas!

Y expiró.

Su rostro conservaba en la muerte la expresión del éxtasis bienaventurado. Los soldados que guardaban el Patíbulo sintiéronse sobrecogidos de admiración. Vivancio, acompañado de algunos de sus hermanos cristianos, fue a reclamar su cuerpo para enterrarlo entre las reliquias de los mártires, en la cripta de San Juan el Bautista. Y la Iglesia conservó la memoria venerada de San Teodoro el Nubio.

Tres años más tarde, Constantino, vencedor de Magencio, publicó un edicto, por el cual aseguraba la paz a los cristianos. Y en adelante los fieles ya solo fueron perseguidos por los herejes.

Tais cumplió once años cuando su amigo murió en la cruz, y sintió una gran tristeza y un espanto invencible. Por no estar aún su alma bastante purificada, no comprendía que el esclavo Amés, por su vida y por su muerte, era un bienaventurado. Su alma infantil dedujo de lo que veía que la bondad en este mundo impone los más horribles sufrimientos; y renunció a ser buena, porque su carne delicada temía el dolor.

Antes de la pubertad se entregó a los muchachos del puerto, y siguió a los viejos que de noche iban a la busca en los arrabales. Con las monedas así adquiridas compraba pasteles y adornos.

Su madre hubiera querido que la entregase el precio de su prostitución, y la castigaba duramente. Para evitar los golpes, corría descalza hasta las murallas de la ciudad, y se ocultaba como los lagartos entre las piedras. Desde allí contemplaba envidiosa a las mujeres que veía pasar con lujosos adornos y rodeadas de esclavos en sus literas.

Un día en que fue más duramente golpeada y se quedó encogida junto a la puerta, en una inmovilidad huraña, una vieja se detuvo ante ella, la miró unos instantes en silencio, y luego exclamó:

—¡Oh la linda flor, la hermosa niña! ¡Feliz el padre que te engendró y la madre que te puso en el mundo!

Tais permanecía muda, con la mirada fija en el suelo. Sus párpados, enrojecidos, delataban que había llorado.

—¡Mi violeta blanca —repuso la vieja—. ¿Tu madre no es feliz por haber amamantado a tan divina criatura? Y tu padre, al contemplarte, ¿no siente conmovido su corazón?

Al oír esto, la niña, como si hablase consigo misma, dijo:

—Mi padre es un odre repleto de vino y mi madre una sanguijuela insaciable.

La vieja miró a derecha e izquierda por si la observaban. Después, con voz acariciadora, dijo:

—Dulce jacinto florido, bella bebedora de luz, sígueme y tu vida no dependerá sino de que bailes y sonrías para todos. Comerás tortas de miel, y mi hijo, mi propio hijo, te querrá como a sus ojos. Mi hijo es guapo y joven; apenas le ha salido el bozo; su piel es muy suave.

Tais respondió:

—Me voy contigo.

Se levantó y siguió a la vieja. Salieron de la ciudad.

Aquella mujer, llamada Moeroe, llevaba, de ciudad en ciudad, mozos y mozas, a los que había instruido en la danza, y que después alquilaba a los ricos para que animaran los festines.

Segura de que Tais llegaría pronto a ser la más bella de las mujeres, la enseñó a latigazos la música y el canto, y flagelaba con tiras de cuero aquellas piernas preciosas cuando no se levantaban a compás al son de la cítara. Su hijo, miserable aborto, sin edad y sin sexo, abrumaba con malos tratos a la niña, en la que él saciaba su odio contra las mujeres. Rival de las bailarinas, cuya gracia remedaba, enseñó a Tais el arte de fingir en la pantomima, por la expresión del rostro, el gesto y la actitud, todos los sentimientos humanos, y, principalmente, las pasiones del amor. Y al darle de mala gana consejos de maestro hábil, envidioso de su discípula, la arañaba en las mejillas, la pellizcaba en los brazos o la pinchaba por detrás con un alfiler, como lo hacen las mujerzuelas, al convencerse de que la muchacha tenía condiciones magníficas para excitar los voluptuosos instintos de los hombres. Gracias a sus lecciones, llegó Tais a ser en poco tiempo cantante, mímica y bailarina excelente. La maldad de su maestro no la sorprendió, y le parecía natural ser indignamente tratada. Llegó a sentir algún respeto por aquella vieja conocedora de la música y aficionada al vino griego. Llegadas a Antioquía, Moeroe alquiló a su discípula como bailarina y como flautista a los ricos negociantes de la ciudad que daban festines. Tais bailó y agradó. Los más adinerados banqueros, terminando el banquete, la llevaban a los bosquecillos del Oronto, donde ella se entregaba a todos, sin conocer el precio del amor. Pero una noche, después de haber bailado ante los jóvenes más elegantes, se aproximó a ella el hijo del procónsul, resplandeciente de juventud y de voluptuosidad, y le dijo con voz que parecía impregnada en besos:

—¿Por qué no seré yo, Tais, la corona que ciñe tu cabeza, la túnica que oprime tu cuerpo encantador, la sandalia de tu lindo pie? Quisiera estar a tus pies como tu sandalia; quisiera que mis caricias fuesen la túnica y la corona que llevas. Hermosa niña, ven a mi casa y olvidemos el Universo.

Ella lo miró mientras hablaba, y vio que era hermoso. De pronto sintió helada su frente sudorosa; perdió el color; vaciló: envolvió sus párpados una nube. El seguía rogándola; pero ella se negó a seguirlo. En vano él la dirigía miradas ardientes, palabras inflamadas; y cuando él la estrechó en sus brazos, decidido a llevársela, ella lo rechazó rudamente; y entonces él mostróse lloroso y suplicante. Bajo el imperio de una fuerza nueva, desconocida, invencible, ella no cedió.

—¡Qué locura! —decían los invitados—. Lolio es noble, es hermoso, es rico; y una mercenaria flautista lo desdeña.

Lolio volvió solo a su casa y estuvo toda la noche abrasado por el deseo. Al amanecer, pálido y con los ojos enrojecidos, fue a colgar flores en la puerta de la flautista. Pero Tais, turbada y espantada, huía de Lolio, a la vez que llevaba en el corazón su imagen. Sufría sin conocer su mal, y se preguntaba el porqué de sus agitaciones melancólicas. Rechazaba con horror a todos los pretendientes, y, sumida en la oscuridad, pasaba horas y horas en su lecho sollozando, con la cabeza hundida en las almohadas. Lolio, que logró llegar a ella con astucia, la suplicó y la maldijo varias veces; pero ella, temerosa como una virgen en su presencia, no dejaba de repetir:

—¡No quiero! ¡No quiero!

Al cabo de quince días, después de habérsele entregado, se convenció de que lo amaba; se fue con él a su casa, y ya no lo dejó. Su vida era deliciosa. Pasaban todo el día encerrados, en éxtasis amoroso, y se decían palabras de tan íntima ternura como las que solo se les dicen a los niños. Por la noche paseaban por las solitarias orillas del Oronto, y se perdían en los bosques de laureles. Algunos días se levantaban con las primeras luces del alba para ir a coger jacintos en las vertientes del Sílpico. Bebían en la misma copa, y cuando acercaba ella un grano de uva a sus labios, él se lo arrebataba con los dientes.

Moeroe fue a casa de Lolio para exigirle, con descompuestas voces, que le devolviera a su Tais.

—¡Es mi hija —decía—, mi hija, la que me arrebatan, mi flor perfumada, mis entrañitas!...

Lolio la despidió con una importante suma de dinero. Pero como volvió a presentarse para exigirle algunos estáteres de oro, el joven dispuso que la encarcelaran, y al descubrir los magistrados su participación en algunos crímenes, la condenaron a muerte, y fue entregada a las fieras.

Tais amaba a Lolio con todos los arrebatos de la imaginación y todas las sorpresas de la inocencia. Le decía con absoluta ingenuidad, profundamente convencida:

—Nunca he sido más que tuya. Lolio le respondió:

—No te pareces a ninguna otra mujer.

El encanto duró seis meses y se rompió en un día. De repente, Tais se sintió desamparada y sola. Ya no reconocía en Lolio a su amante, y reflexionaba:

"¿Quién me lo ha cambiado hasta ese punto? ¿Por qué ahora se parece a todos los hombres y no es ya el mismo que fue?"

Lo abandonó: y al alejarse llevaba el secreto deseo de buscar a Lolio en otro, puesto que ya no lo encontraba en él. Pensaba también que vivir con un hombre al que no hubiese amado nunca sería menos triste que vivir con un hombre al que ya no amaba. Se exhibió, acompañada por acaudalados voluptuosos, en aquellas fiestas sagradas, en que los coros de vírgenes desnudas bailaban en los templos y un grupo de cortesanos atravesaban el Oronto a nado. Tomó parte en todos los placeres de que hacía ostentación la ciudad elegante y monstruosa, y, sobre todo, frecuentó asiduamente los teatros, en que los mimos hábiles, procedentes de varios países, obtenían ovaciones de una multitud ávida de espectáculos.

Atentamente se fijaba en el trabajo de los mimos, de los danzarines, de los comediantes, y, sobre todo, en el de las mujeres que representaban en las tragedias a las diosas amantes de la juventud y a las hermosas amadas por los dioses. Cuando hubo sorprendido los secretos de las artistas que apasionaban a la muchedumbre, se dijo que, por ser ella más hermosa, representaría mejor aún. Se presentó al director de la compañía y le dijo que deseaba trabajar. Gracias a su encanto fascinador y a las lecciones de la vieja Moeroe, fue admitida y salió a escena para interpretar a Circe.

Agradó medianamente por su falta de experiencia y también porque no había precedido a su salida una preparación de cálidos elogios. Pero después de algunos meses de oscuros ensayos, el poder de su hermosura brilló de tal modo sobre la escena, que nadie en la ciudad dejó de sentirse atraído. Toda Antioquía se amontonaba en el teatro. Deseosos de verla, iban los magistrados imperiales y los personajes de más elevada condición. Su fama los atraía. Hasta los mozos de cuerda, los barrenderos y los cargadores del puerto, para pagar su entrada se privaban del ajo y del pan. Los poetas componían epigramas en su loor. Los filósofos barbudos declamaban contra ella en los baños y en los gimnasios. Al pasar su litera, los sacerdotes de los cristianos volvían la cabeza. El umbral de su casa estaba siempre cubierto de flores, y, alguna vez, regado de sangre. Recibía de sus amantes el oro, no ya contado, sino medido por medidos. Los tesoros de viejos avaros iban, como ríos, a perderse a sus pies. Vivía satisfecha de todo en una paz serena. Su triunfo la enorgullecía, segura del favor público y de la bondad de los dioses. Al verse tan adorada, llegó a sentir adoración por sí misma.

Después de haber disfrutado, gozosa, durante algunos años, las admiraciones y el amor de los habitantes de Antioquía, sintió el deseo de ser admirada por los alejandrinos y recibir la caricia de su gloria en la ciudad donde nació y donde, niña, vagaba por las calles, entre miserias y vergüenzas, hambrienta y flacucha como un saltamontes en un camino polvoriento. La ciudad de oro la recibió con alegría y la colmó de nuevas riquezas. Acudieron a rodearla innumerables adoradores, y los recibió con desdén, porque desconfiaba ya de volver a encontrar a Lolio.

Acudió a pretenderla, entre otros muchos el filósofo Nicias, que, a pesar de haber hecho el propósito de vivir sin deseos, la deseaba. Era rico, inteligente y afectuoso, pero no pudo seducirla ni por la finura de su inteligencia ni por la gracia de sus sentimientos. No lo amaba, y hasta la irritaba con frecuencia sus elegantes ironías. Le desagradaba su duda incesante, porque no creía él en nada y ella creía en todo. Creía en la Providencia divina, en el sumo poder de los espíritus malignos, en los conjuros, en la suerte y en la justicia eterna. Creía en Jesucristo y en la buena diosa de los sirios; creía también que las perras ladran cuando la sombría Hécate pasa por las encrucijadas, y que tina mujer puede inspirar amor sin más que verter un filtro en una copa envuelta en un vellón ensangrentado de una oveja. Tenía sed de lo desconocido; llamaba a los seres sin nombre y vivía en espera constante. Temía el futuro y deseaba conocerlo. Se rodeaba y de sacerdotes de Isis, de magos caldeos, de farmacópolos y de brujos, que le engañaban siempre y de los que no se desengañaba nunca. Temía la muerte y la veía por todas partes. Cuando sentía voluptuosidad, imaginaba que un dedo helado se apoyaba en su hombro desnudo, y entonces profería espantosos gritos entre los brazos opresores del amante. Nicias decía:

—Que nuestro destino sea hundirnos con los cabellos blancos y las mejillas descarnadas, en la noche eterna, o que este día de hoy, que ríe ahora en el vasto cielo, sea nuestro último día. ¡Oh mi Tais!, gocemos de la vida. Sentir mucho es vivir mucho. No hay más inteligencia que la de los sentidos. Amar es comprender. Lo que ignoramos no existe. ¿A qué atormentarnos por la nada?

Ella le respondía, colérica: —¡Desprecio a los que, como tú, no esperan ni temen nada, como tú lo haces! ¡Yo quiero saber! ¡Yo quiero saber!

Ansiosa de conocer el secreto de la vida, leyó libros de los filósofos; pero no los comprendió. Y cuanto más lejos de su infancia estaba, le producían más placer los recuerdos infantiles. Era su gusto salir de noche disfrazada y recorrer las calles, los caminos que circundan la ciudad, las plazas públicas donde había crecido miserablemente. Lamentaba la muerte de sus padres y, sobre todo, su falta de cariño hacia ellos. Cuando veía sacerdotes cristianos, recordaba su bautismo y sentía turbación. . Una noche que, envuelta en una larga capa y ocultos sus rubios cabellos bajo un capuchón oscuro, vagaba por los arrabales de la ciudad, se encontró, sin darse cuenta de cómo había llegado allí, ante la iglesia de San Juan Bautista. Oyó que cantaban en el interior y vio una luz brillante que se filtraba por las rendijas de la puerta. Aquello no era nada extraordinario, ya que, desde veinte años antes, los cristianos vivían protegidos por el vencedor de Magencio y solemnizaban públicamente sus fiestas. Pero aquellos cantos significaban para ella un ardiente llamamiento a las almas. Ansiosa de compartir los misterios, empujó con el brazo la puerta y entró en la casa, donde había numerosa asamblea, mujeres, niños y ancianos de rodillas ante una tumba adosada al muro. Aquella tumba era un sarcófago de piedra toscamente esculpido con pámpanos y racimos de uvas; pero tal como era, recibía magníficos honores; cubierta de palmas verdes y de coronas de rosas encarnadas. Y alrededor, innumerables luces brillaban como estrellas en la oscuridad, mientras el humo de las gomas de Arabia parecía los pliegos de los velos de los ángeles. Y se adivinaban sobre las paredes figuras semejantes a las visiones del cielo. Los sacerdotes, vestidos de blanco, estaban arrodillados al pie del sarcófago. Los himnos cantados por todos expresaban las delicias del sufrimiento y ofrecían mezclados un luto triunfal, tanta alegría y tanto dolor, que Tais, al oírlos; a su vez sentía las voluptuosidades de la vida y las angustias de la muerte.

Cuando acabaron de cantar se pusieron en pie para ir a besar uno tras otro el muro de la tumba. Eran hombres sencillos, acostumbrados a trabajos manuales con paso torpe, fija la mirada, la boca entreabierta con aspecto candoroso. Arrodillados, besaban la tumba. Las mujeres alzaban en sus brasos a sus pequeñuelos y les rozaban suavemente la mejilla en la piedra.

Tais, sorprendida y turbada, preguntó a un diácono a qué obedecía todo aquello:

—¿No sabes, mujer —le respondió el diácono—, que celebramos hoy la memoria bienaventurada de San Teodoro el Nubio, que sufrió por la fe en tiempos del emperador Diocleciano? Vivió casto y murió mártir; por eso, vestidos de blanco, llevamos rosas rojas a su tumba gloriosa.

Al oír esas palabras cayó Tais de rodillas y lloró. El recuerdo casi extinguido de Amés se reanimaba en su espíritu. Sobre aquella memoria oscura. dulce y dolorosa, el brillo de los cirios, el perfume de las flores, las nubes de incienso, la armonía de los cánticos, la piedad de las almas, hacían sentir el encanto de la gloria. Tais pensaba en aquel deslumbramiento:

"¡Era humilde! Y lo vemos ya grande y bello. ¿Cómo se ha elevado sobre los hombres? ¿Qué viene a ser ese algo desconocido más valioso que la riqueza y la voluptuosidad?"

Se incorporó lentamente, clavó en la tumba del santo que supo amarla sus ojos de violeta en los que brillaron lágrimas a la claridad de los cirios, luego con la cabeza baja, humilde, lenta, la última de las dévotas Puso con humildad aquellos labios, que tantos deseos incitaban, en la Piedra de San Teodoro el Nubio.

De regreso a casa, encontró allí a Nicias, quien muy perfumado el cabello y la túnica desceñida, en la espera leía un tratado de moral. Se adelantó hacia ella con los brazos abiertos.

—¡Pícara Tais! —la dijo risueño—. Mientras retardabas tu regreso, ¿sabes lo que yo veía en este manuscrito dictado por el más grave de los estoicos? ¿Preceptos virtuosos y altivas máximas? ¡No! Sobre el austero papiro veía danzar mil y mil pequeñas Tais. Cada una de ellas tenía la altura de un dedo, y, sin embargo, su gracia era infinita y todas eran la única Tais. Unas arrastraban capas de púrpura y de oro; otras, como una nube blanca, flotaban en el aire bajo los velos diáfanos; otras, inmóviles y divinamente desnudas para mejor inspirar la voluptuosidad, no expresaban idea ninguna. En fin: dos cogidas por la mano, tan iguales que resultaba imposible diferenciarlas, y sonreían las dos. Una decía: "Soy el amor", y la otra: "Soy la muerte."

Oprimía entre sus brazos a Tais, que fijaba sus ojos en el suelo, esquiva mientras él ensartaba un razonamiento con otro sin preocuparse

de que fueran desatendidos. Y continuó, con referencia al libro: —Al tener ante los ojos la línea donde se había escrito: "Nada debe apartarse de cultivar tu alma", leía yo: "Los besos de Tais son más ardientes que la llama y más dulces que la miel." He aquí cómo por tu retraso, ¡pícara criatura!, un filosofo interpreta hoy los libros de los filósofos. Verdad es que todos cuantos existimos solamente logramos ver en el pensamiento ajeno el propio pensamiento, y todos leemos los libros algo así como yo acaba de leer este...

Ella no le escuchaba, y su espíritu seguía en presencia de la tumba del Nubio. Al oírla suspirar, la besó en la nuca, y dijo:

—No estés triste, hija mía. Solo somos felices en el mundo cuando nos olvidamos del mundo. Tenemos recursos para lograrlo. Ven, engañemos la vida. Nos devolverá con creces el engaño. Ven y gocémonos. Ella le rechazó:

—¡Amarnos! —dijo amargamente—. Pero ¡si tú no has amado nunca a nadie! ¡Ni yo te amo! ¡No! ¡No te amo! Te odio. ¡Vete! ¡Te odio! Execro y desprecio a todos los felices y a todos los ricos. ¡Vete! Vete! ... Solo existe la bondad entre los desgraciados. Cuando yo era niña conocí a un esclavo negro que murió en la cruz. Era bueno, rebosante de amor. Poseía el secreto de la vida. Tú no eres digno ni de lavarle los pies. ¡Vete! No quiero verte más.



***


Tendióse de bruces sobre la alfombra y pasó la noche sollozando, resuelta en lo sucesivo a vivir, como San Teodoro, en la pobreza y en la sencillez.

Desde el día siguiente, se lanzó de nuevo en los placeres a que se había consagrado. Segura de que su belleza, muy lozana, se marchitaría con el tiempo, se propuso con ardor que le proporcionase toda la alegría y toda la gloria posibles. En el teatro, donde realzaba sus atractivos más atrevidamente que nunca, daba calor de vida a las imaginaciones de los escultores, de los pintores y de los poetas. Y al reconocer en las formas, en los movimientos, en el paso de la comediante una idea de la divina armonía que rige la existencia de los mundos, filósofos y sabios le atribuían una gracia tan perfecta en la alcurnia de las virtudes que les indujo a decir: ¡También Tais es geómetra!" Los ignorantes, los pobres, los humildes, los tímidos, ante los que ella consintió, en aparecer, la bendecían como si recibieran una limosna celestial. Sin embargo, entre tan fervientes elogios, vivía triste, y más que nunca la horrorizaba el miedo a la muerte. Nada era bastante para librarla de su inquietud, ni siquiera su casa lujosa y sus famosos jardines, celebrados como una maravilla de toda la ciudad.

Había dispuesto que la llevaran de la India y de Persia hermosos árboles, cuyo porte fue muy costoso y difícil. Eran regados por un arroyo de agua viva y transparente. Columnas de templos en ruinas y rocas abruptas, imitadas por un hábil arquitecto, sé reflejaban en un lago rodeado de bellas estatuas. En medio del jardín se abría la gruta de las Ninfas, y era debido su nombre a tres arrogantes figuras de mujer, en mármol artísticamente policromado, que se veían desde el umbral. Tan a lo vivo las modeló el escultor, que parecían dispuestas a quitarse las túnicas para tomar un baño, y que volvían la cabeza con inquietud, temerosas de ser observadas. La luz solo entraba en la gruta a través de leves cortinas de agua que la suavizaban y la irisaban. Cubrían las paredes, a imitación de las grutas sagradas, coronas, guirnaldas y cuadros votivos, exaltadores de la belleza de Tais. Había también máscaras trágicas, máscaras cómicas y escenas de obras teatrales, figuras grotescas o animales fabulosos, todo en colores llamativos. En el centro, se alzaba sobre un pedestal un pequeño Eros de marfil, (le maravilloso trabajo antiguo, que le había regalado Nicias. Asomaba por el Hueco de una roca una cabra de mármol negro. Le brillaban los ojos de ágata y seis cabritillos de alabastro se apretujaban alrededor de sus ubres. Cubrían el suelo unas alfombras de Bizancio; almohadones bordados por los hombres amarillos del Catay y pieles de leones líbicos. Pebeteros de oro perfumaban el aire con un humo ligero. Sobre grandes jarrones de ónice, erguíanse arbustos floridos. Y en e¡ fondo, sobre la púrpura que revestía por la parte cóncava el caparazón de una tortuga gigantesca de la India, refulgían los clavos de oro que la sujetaban. En el lecho de Tais. Allí, todos los días, entre los murmullos del agua, los perfumes y las flores, aguardaba indolente la hora de la cena, ya de conversación con sus amigos o sola, discurriendo acerca de los artificios de su arte o de la rapidez con que pasan los años.

Pero aquel día, mientras descansaba en la gruta de las Ninfas, después de los juegos, observaba en un espejo las primeras señales de marchitez en su belleza y sentía con espanto que se acercaba el tiempo de las canas y las arrugas, Inútilmente intentaba tranquilizarse, diciéndose que bastaría, para perpetuar la tersura de la piel, recurrir al empleo de unas hierbas prodigiosas, quemadas a la vez que se pronuncian unas frases. Del, fondo de su ser una voz implacable le decía "¡Envejecerás, Tais, envejecerás!" Y un sudor angustioso helaba su frente. Luego se miraba otra vez en el espejo con una ternura infinita, se veía hermosa y con poder para hacerse amar. Y

murmuraba, sonriente, ante su imagen: "En Alejandría no hay ninguna mujer que pueda competir conmigo por la flexibilidad del talle, la gracia de los movimientos, la magnificencia de los brazos. Y los brazos son, espejo mío, las verdaderas cadenas del amor."

Mientras hacía esas reflexiones, se le apareció un desconocido que se hallaba en pie junto a ella; el rostro seco, los ojos ardientes, la barba hirsuta, vestido con una túnica ricamente bordada.

Tais dejó caer su espejo y dio un grito de espanto.

Pafnecio permaneció inmóvil; y al verla tan hermosa, desde lo más íntimo de su corazón se alzaba esta súplica:

"Haz, ¡oh Dios mío! que el rostro de esta mujer, lejos de escandalizarme, edifique a tu servidor."

Luego, ya en condiciones de hablar dijo:

—Tais, habito una comarca lejana, y el renombre de tu belleza me ha guiado hasta aquí. Te suponía la más hábil de las comediantas y la más peligrosa de las mujeres. Lo que se dice de tus riquezas y de tus amores parece fabuloso y recuerda a la antigua Radopis, cuya historia sorprendente saben de memoria los bateleros del Nilo. Por esta razón sentía ansia de conocerte y veo que la realidad no desmiente a la fama. Pero eres mil veces más indulgente y más bella de lo que publican. Y ahora que te veo, me digo: "Es imposible aproximarse a ella sin perder el equilibrio como un hombre borracho."

Había fingimiento en esa frase, pero el monje, animado de un celo piadoso, la pronunciaba con ardor verdadero. Y a Tais no le inspiraba disgusto aquel extraño que al pronto le dio temor. Por su aspecto rudo y salvaje, por el fuego tenebroso que emergía por sus miradas, Pafnucio le causo asombro. Sentía curiosidad por conocer el estado y la vida de un hombre tan diferente de todos los que la trataban, y le contestó algo burlona pero con benevolencia

—Pareces dispuesto a la admiración, extranjero. Evita que mis ojos al fijarse en tí te abrasen hasta los huesos. Líbrate de amarme.

Y él dijo:

—¡Te amo, Tais! Te amo ya más que a mi vida, más que a todo lo mío. Por ti he dejado con pena mi desierto; por ti, mis labios, antes reducidos al silencio, pronuncian expresiones profanas; por ti he visto lo que no debía ver, he oído lo que me estaba prohibido; por ti mi alma se ha turbado, mi corazón se ha encendido y han brotado en él ideas semejantes a los manantiales donde beben las palomas; por ti he caminado día. y noche a través de los arenales, entre larvas y vampiros; por ti he posado el pie desnudo sobre las víboras y los escorpiones. Sí, ¡te amo! Te amo no como te aman esos hombres que, inflamados por el deseo de la carne, vienen a ti como los lobos devoradores o como los toros enfurecidos. Ellos te aman como a la gacela el león. Sus amores carnívoros te devoran hasta el alma, ¡oh mujer! Yo te amo, en espíritu y en verdad; te amo en Dios y por los siglos de los siglos; lo que para ti guardo en mi seno se llama verdadero amor y divina caridad. Te prometo algo mejor que una embriaguez florida y sueños de una pasajera noche. Te prometo santos ágapes y bodas celestiales. La felicidad que te brindo no terminará nunca; es inaudita, es inefable, y, es tal, que si los felices mundanos pudiesen entrever solo un reflejo, morirían de asombro.

Tais, risueña, le arguyó festivamente:

—Amigo, muéstrame ahora ese amor tan maravilloso. ¡Date prisa!, porque preparativos muy prolongados ofenden a mi belleza. No perdamos un momento. Estoy impaciente por conocer la felicidad que me anuncias; pero, a decir verdad, temo que seguiré sin conocerla y que todo cuanto me prometes lo veré desvanecido en palabras. Resulta más fácil prometer una inmensa dicha que procurarla. Todos tenemos algún talento, y me parece que el tuyo se reduce a discursear. Hablas de un amor nuevo. Con lo antiguas que son las prácticas amorosas, parece muy extraordinario que aún haya secretos de amor desconocidos. Acerca del asunto saben más los amantes que los magos.

—Tais, no te burles. Te traigo el amor desconocido.

—Amigo, llegas tarde. Conozco todos los amores.

—El amor que te traigo está rebosante de gloria, y los amores que tú conoces engendran solo vergüenza.

Tais le miró con desagrado, y un ceño adusto cruzó su frente.

—Eres atrevido, extranjero, al ofender a quien te recibe. Mírame bien, y dime si parezco una criatura abrumada por el oprobio. ¡No me avergüenzo, y cuantas viven como yo tampoco se avergüenzan, aun las menos bellas y menos ricas. He sembrado la voluptuosidad en todos mis pasos, y por ello soy célebre en el mundo. Tengo más poder que dos dominadores. Los he visto a mis pies. Mírame; mira estos piececitos millares de hombres pagarían con su sangre la dicha de besarlos. No soy muy alta ni ocupo mucho lugar sobre la tierra. Para los que me ven desde lo alto del Serapión, cuando paso por la calle, parezco un grano de arroz; pero ese grano de arroz causa entre los hombres lutos, desesperaciones, odios y crímenes bastantes para llenar el infierno. ¿Estás loco al atribuirme vergüenzas cuando todo grita gloría en torno mío?

—Lo que a los ojos de los hombres parece gloria es oprobio ante Dios. ¡Oh, mujer! Como nacimos en comarcas tan distintas, no me sorprende que tengamos distinto lenguaje y distintas ideas; a pesar de lo cual, pongo al Cielo por testigo de que no quiero alejarme de ti sin que tengamos unos mismos sentimientos. ¿Quién me inspirará los discursos ardientes para conseguir que te fundas como la cera a mi soplo, ¡oh mujer!, y los dedos de mis deseos puedan modelarte a mi gusto? ¿Qué virtud te entregará a mí?, ¡oh la más querida de las almas!, para que el espíritu que me anima te cree una segunda vez, te imprima una belleza nueva, y exclames, llorando de alegría: "¡Hasta hoy no he nacido!" ¿Quién hará brotar de mi corazón una fuente de Siloe, en la que al bañarte recobres tu pureza perdida? ¿Quién me transformará en un Jordán, que el envolverte con sus aguas te procure la vida eterna?

Tais había depuesto ya su enojo: "Este hombre —pensaba en silencio— habla de la vida eterna y todo lo que dice parece escrito sobre un talismán. No hay duda de que es un mago y posee como tal secretos contra la vejez y la muerte."


***



Y decidió entregarse a él; para lo cual fingióse temerosa, retrocedió algunos pasos, y fue a sentarse al pie de su lecho en el fondo de la gruta; oprimió con arte su túnica sobre su pecho; luego, silenciosa, inmóvil, entornó los párpados y aguardó. Sus largas pestañas sombreaban suavemente las mejillas, y su actitud era pudorosa; balanceaba sus pies desnudos acompasadamente y parecía una niña que sueña, sentada en la orilla de un arroyo.

Pafnucio la contemplaba, sin acercarse a ella; sus rodillas, temblorosas, apenas le sostenían; se le había secado la lengua; un tumulto aterrador se alzaba en su cerebro. De pronto su mirada se veló y ya no vio ante sí más que una espesa nube... Creyó que la mano de Jesús se había posado sobre sus ojos para ocultarle aquella mujer. Tranquilizado por este socorro, fortalecido, robustecido, con una gravedad digna de un anciano del desierto dijo:

—Si te entregas a mí, ¿supones que Dios no te ve?

Tais irguióse al decir:

—¡Dios! ¿Quién le obliga a tener siempre puestos los ojos en la gruta de las Ninfas? ¡Que se retire si nuestros actos le ofenden! Pero... ¿por qué le ofenderíamos? Puesto que nos ha creado, no debe ofenderle ni sorprenderle vernos tales como nos ha hecho, y obrar según la Naturaleza que nos ha dado. Hablan mucho en su nombre y con frecuencia le atribuyen intenciones que jamás tuvo. Tú mismo, extranjero, ¿conoces su verdadero carácter? ¿Quién eres para hablarme en su nombre?

Al oír esa interrogación, entreabrió el monje su prestada túnica y mostró su cilicio.

—Soy Pafnucio, abad de Antinoe, y vengo del santo desierto. La mano que retiró a Abraham de Caldea y a Lot de Sodoma, me ha separado del siglo. Yo ya no existo para los hombres. Pero tu imagen se me apareció en mi Jerusalén de los arenales y supe que te hallabas en absoluta corrupción y contigo estaba la muerte. Por eso vine y estoy ante ti, mujer, como ante un sepulcro, y te grito por eso: "Tais, levántate."

Al oír los nombres de Pafnucio, de monje y abad, Tais había palidecido espantada. Y, con los cabellos desordenados, juntas las manos, entre lágrimas y sollozos, arrojóse a sus pies.

—¡No me hagas daño! ¿Por qué has venido? ¿Qué me quieres? ¡No me hagas daño! Sé que los santos del desierto aborrecen a las mujeres que, como yo, están hechas para agradar. Temo que me odies y quieras perjudicarme. No dudo de tu poder. Pero te digo, Pafnucio, que no debes despreciarme, ni odiarme. Jamás me burlé de tu pobreza voluntaria como lo hacen tantos hombres cuyo trato frecuento. En cambio, te pido que no veas un crimen en mi riqueza. Soy hermosa y hábil en los juegos. No fueron elegidos por mí la profesión y el carácter. Era mi naturaleza la que me guiaba. Nací para ser un encanto de los hombres. Y tú mismo, poco ha decías que me amabas. No uses de tu ciencia en contra mía. No pronuncies las palabras mágicas que pudieran destruir mi belleza o convertirme de pronto en una estatua de sal. ¡No me aterres!, que demasiado aterrada me siento ya. ¡No me hagas morir! ¡Temo tanto a la muerte! ...

Pafnucio le hizo una indicación para que se levantase, y le dijo:

—Tranquilízate, hija mía. No te arrojaré el oprobio y el desprecio. Vengo a ti de parte de Aquel que, después de sentarse en el brocal de un pozo, bebió del ánfora que le tendía la Samaritana; y que al cenar en casa de Simón, admitió los perfumes de María. No estoy libre de pecados para poder arrojarte la primera piedra. Di a menudo mal empleo a las gracias abundantes con que Dios me ha favorecido. No es la cólera, es la Piedad lo que me dio la mano para traerme aquí. Pude sin mentir, acercarme con palabras amorosas, porque lo que hacia ti me atraía es el ansia del corazón. He ardido con el fuego de la caridad, y si tus ojos acostumbrados a los espectáculos, groseros de la carne, pudieran ver en las cosas un aspecto místico, aparecería yo ante ti como una rama desprendida de la zarza ardiendo que el Señor mostró sobre la montaña al viejo Moisés, para hacerle comprender el verdadero amor, el que nos abrasa sin consumirnos y que, lejos de dejar tras sí carbones y vanas cenizas, embalsama y perfuma para la eternidad todo cuanto penetra.

—Monje, te creo, y ya no temo de ti ni asechanza ni maleficio. He oído a menudo hablar de los solitarios de la tebaida. Lo que me han referido de la vida de Antonio y de Pablo es maravilloso. Tu nombre no me era desconocido y me dijeron que, joven aún, igualabas en virtud a los más ancianos anacoretas. Al verte ahora, sin saber quién eras he comprendido que no eras un hombre vulgar. Dime: ¿podrás hacer de mí lo que no pudieron los sacerdotes de Isis, ni los de Hermes, ni los de la Juno celestial, ni los adivinos de la Caldea, ni los magos babilónicos? Monje, si me amas ¿puedes impedir que muera?

—Mujer, el que quiera vivir, vivirá. Huye las abominables delicias o morirás eternamente. Arranca a los demonios, que lo quemarían, ese cuerpo que Dios amasó con su saliva y animó con su aliento. Aquí te consume la fatiga; ven a refrescarte en los benditos manantiales de la soledad: ven a beber en esas fuentes ocultas del desierto, cuyas aguas llegan hasta el cielo. ¡Alma ansiosa, ven a poseer, al fin, lo que deseabas! ¡Corazón ávido de alegrías, ven a saborear los goces verdaderos, la nobleza, el renacimiento, el olvido de ti misma, el abandono de todo nuestro ser en el seno de Dios! Enemiga de Cristo, y mañana su elegida, ven a El. ¡Ven! Tú, que buscabas, y dirás: "¡Ya he hallado el amor!"

Diríase que Tais, al oírle, contemplaba cosas lejanas.

—Monje —preguntó al fin—, si renuncio a los placeres, y si hago penitencia, ¿es cierto que renaceré en el cielo con mi cuerpo intacto y con toda su hermosura?

—Tais, yo vine a ofrecerte la vida eterna. Créeme, lo que te anuncio es la verdad.

—¿Y quién me garantiza que sea la verdad?

—David y los profetas, la Escritura y las maravillas de que vas a ser testigo.

—Monje, quisiera creerte: porque te confieso que no he hallado la dicha en este mundo. Mi fortuna fue mayor que la de una reina, y, sin embargo, la vida me ha traído muchos engaños y amarguras. Me siento profundamente fatigada. Todas las mujeres envidian m¡ destino, y me ocurre a veces envidiar la suerte de la vieja desdentada que, siendo yo niña, la vi vender pasteles de miel bajo una puerta de la ciudad. Muchas veces se me ocurrió pensar que solamente los pobres son buenos, son felices, son bendecidos, y que hay una inmensa dulzura en el vivir humilde y retirado. Monje, has removido las honduras de mi alma y has hecho subir a la superficie lo que dormía en el fondo. ¿Qué debo creer? ¡Ay! ¿Qué será de mí? ¿Qué es la vida?

Mientras hablaba de ese modo. Pafnucio parecía transfigurado: inundaba su rostro una gozosa expresión celestial.

—Escucha —dijo—: no vine solo a tu morada. Otro me acompañó. Y ese otro está en pie a mi lado. A ese, tú no puedes verlo, porque tus ojos son todavía indignos de contemplarlo: pero pronto lo verás en su esplendor magnífico, y dirás: "¡Solo El es amable!" ¡Ahora mismo, si El no hubiera puesto su amorosa mano sobre mis ojos, ¡oh Tais!, tal vez yo hubiera caído por ti en el pecado, porque soy todo flaqueza y turbación. Pero El nos ha salvado a los dos. Es tan bueno como poderoso y se llama el Salvador. Fue prometido al mundo por David y la sibila; fue adorado en su cuna por los pastores y los Magos, crucificado por los fariseos, amortajado por las santas mujeres, revelado al mundo por los apóstoles, atestiguado por los mártires. Y al enterarse de que temes la muerte, ¡oh mujer!, viene a tu casa para evitar que mueras. ¿No es cierto, Jesús mío, que te me apareces en este momento como te apareciste a los hombres de Galilea en aquellos días maravillosos en que las estrellas, descendidas contigo del cielo, estaban tan cerca de la tierra que los Santos Inocentes podían cogerlas con sus manos, cuando jugaban: en los brazos de sus madres, sobre las terrazas de Belén? ¿No es cierto, mi Jesús, que estamos en tu compañía y me muestras la realidad de tu cuerpo precioso? ¿No es cierto que es ese tu rostro y que esa lágrima que corre sobre tu mejilla es una lágrima verdadera? Sí; el ángel de la Justicia eterna la recogerá, y ese será el rescate del alma de Tais. ¿No es verdad que estás ahí, Jesús mío? Jesús mío, tus labios adorables se entreabrían. Puedes hablar; habla, te escucho. Y tú Tais, ;dichosa Tais!, oye lo que el Salvador viene a decirte: es El quien habla y no yo. Dice: "Te he buscado largo tiempo, ¡oh mi oveja extraviada! ¡Al fin te encontré! ¡No huyas! ¡Déjate coger por mis manos pobrecilla, y te llevaré sobre mis hombros al redil celestial. ¡Ven, m¡ Tais, mi elegida; ven a llorar conmigo!"

Pafnucio cayó de rodillas con los ojos en éxtasis; y entonces vio Tais en el rostro del santo un reflejo de Dios vivo.

—¡Oh lejanos días de mi infancia! —dijo ella, sollozante—. ¡Oh mi dulce padre Amés, mi buen San Teodoro!, ¿por qué no he muerto bajo tu manto blanco, mientras me llevabas, en el primer albor del día, después de recibir las aguas del bautismo?

Pafnucio, lanzado hacia ella, exclamó:

—¿Estás bautizada? ¡Oh divina Sabiduría! ¡Oh Providencia! ¡Oh Dios bondadoso! Conozco ahora el poder que me llevaba hacia ti. Sé lo que te hacía tan amada y tan bella a mis ojos. La virtud de las aguas

bautismales es lo que me ha hecho dejar la sombra de Dios donde vivía para venir a buscarte en el ambiente envenenado del siglo. Una gota, una gota, sin duda, de las aguas que lavaron tu cuerpo, ha ido a parar sobre mi frente. Ven, ¡oh hermana mía!, y recibe de tu hermano el ósculo de la paz.

Y el monje rozó con sus labios la frente de la cortesana.

Después hubo un silencio, durante el cual hablaba Dios, y solo se oía en la gruta de las Ninfas los sollozos de Tais mezclados al murmullo del agua corriente.

Lloraba sin enjugar sus lágrimas, cuando se presentaron dos esclavas negras cargadas de telas, de perfumes y de guirnaldas.

—No es oportuno llorar —dijo Tais, que procuró sonreír—. El llanto enrojece los ojos y marchita la tez; esta noche he de cenar en casa de unos amigos, y quiero estar hermosa, pues habrá mujeres dispuestas a espiar la fatiga de mi rostro. Estas esclavas vienen para vestirme. Retírate, padre mío, y déjalas hacer. Son diestras y experimentadas; por eso las pagué a buen precio. Esa, que lleva gruesos anillos de oro y enseña unos dientes muy blancos, se la quité a la mujer del procónsul.

De pronto Pafnucio pensó oponerse con todas sus fuerzas a que Tais asistiese a la cena de que. hablaba; pero decidido a obrar prudentemente, la preguntó qué personas cenarían con ella.

Respondió que allí vería al anfitrión del festín, el viejo Cotta, prefecto de la Marina; a Nincias y a varios filósofos, propensos a discusiones; al poeta Calícrates, al gran sacerdote de Serapis, hombres jóvenes y ricos, ocupados con preferencia en adiestrar caballos, y, por fin mujeres de las que nada sabría decir, pues no poseían otra ventaja que su juventud.

Después de oírla, por una inspiración sobrenatural, dijo el monje: —Me parece bien que vayas, Tais; pero no te abandono. Iré contigo a ese festín, y estaré a tu lado, sin hablar.

Esto le dio a ella mucha risa, y mientras las dos esclavas negras se apresuraban en torno suyo, exclamó:

—¿Qué dirán cuando sepan que tengo por amante a un monje de la Tebaida?