Tormento/XXII

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XXII

A sus amigos, que eran pocos y bien escogidos, había anunciado Caballero de un modo vago sus proyectos matrimoniales. Pero como no lo conocían novia, todo se volvía cálculos, acertijos y conjeturas. Bien sabían ellos que Caballero no frecuentaba la sociedad. Jamás le vieron en los paseos haciendo el oso, rarísimas veces en los teatros, y no frecuentaba reuniones de señoras, como no fuese la de Bringas, donde brillaba por su frialdad y lo seco y esquivo de su conversación. Todos convenían en que era Agustín el más raro de los hombres; pero estaban tan satisfechos de su simpática amistad y le querían tanto, que no le faltaban al respeto ni aun con la inocente crítica de sus rarezas.

Entre los tales amigos descollaban tres, que eran los propiamente íntimos. Helos aquí: Arnáiz, ya viejo, dueño de un antiguo y acreditado almacén de paños al por mayor, importaba géneros de Nottingham y tomaba aquí letras sobre Londres. Había labrado con su honrada constancia una bonita fortuna, y a la sazón, apartado del tráfico activo, había cedido la casa a los hijos de su hermano, que la conservan con la afamada razón de Sobrinos de Arnáiz. Trujillo y Fernández, que había casado, con la hija única de Sampelayo, estaba al frente de la antigua y respetable casa de Banca de Madrid G. de Sampelayo Fernández y Compañía, que data del siglo pasado. Mompous y Bruil, corredor de cambios primero, había hecho después un buen caudal comprando terrenos para venderlos por solares. Los tres eran personas de la más exquisita formalidad, de excelentes costumbres y con crédito firmísimo en la plaza.

Trujillo, que tenía varias hijas casaderas y bonitas, intentó agasajar a Caballero desde que le conoció, y no fueron esfuerzos los que hizo para que frecuentara su casa. Una noche estuvo al fin; pero no volvió a poner los pies allá sino para hacer la visita de ordenanza cada tres meses, la cual visita duraba un cuarto de hora, y en ella estaba Agustín violentísimo y cohibido, hablando del tiempo y contando los minutos que le separaban del bendito momento de ponerse en la calle. Trujillo, emperrado con su idea, invitábale a comer para tal o cual día; pero Caballero buscaba siempre un medio de excusarse y huir el bulto, pretextando enfermedad u ocupaciones. Por fin, hubo de renunciar el honrado banquero a tenerle por yerno, sin que por eso disminuyese el noble afecto que a entrambos les unía. Por su parte, Mompous había acariciado en su mente de arbitrista iguales proyectos. Tenía un solar, es decir, una hija única y hermosa, y sobre ella pensó edificar, con la ayuda de Agustín, el gallardo edificio de la perpetuidad de su raza... «Caballero, mi mujer me ha dicho que vaya usted a comer el domingo». Tanto repitió esto el ambicioso catalán, que un día Caballero no tuvo más remedio que ir. ¡Qué mal rato pasó el pobre, deseando que volara el tiempo! La chica, que era vaporosa y linda, no le gustaba nada; mas no existía habilidad femenina que ella no tuviese, incluso la de tocar el piano y cantar acompañándose. Delante de él lució la variada multiplicidad de sus talentos, mientras la mamá alababa sin tasa el buen natural de aquel espejo de las niñas. Pero Agustín no supo o no quiso dirigirle más galanterías que aquellas que, por lo comunes, caen de todos los labios y no son sentidas ni verdaderas. «Este hombre es un oso». Tal apreciación se hizo proverbial en casa de Mompous. El oso, o lo que fuera, no volvió más a aparecer por allí a pesar de las ardientes insinuaciones de su amigo. La señora de este, con su charlar meloso y sus rebuscadas expresiones de naturalidad, le hacía a Caballero tan poca gracia que por no verla daría cualquier cosa. Así, cuando a la casa iba para hablar con Mompous de algún negocio, se metía de rondón en el despacho y estaba el menor tiempo posible. Si sentía ruido de faldas, entrábale de repente una gran prisa y se marchaba dejando el negocio a medio tratar.

Hablando del misterio que envolvía los planes matrimoniales de Caballero, decía Trujillo:

«Verán ustedes cómo este hombre va a traer a su casa una tarasca».

Mompous opinaba lo mismo; pero Arnáiz, que veía más claro, por no tener más niñas disponibles que las de sus ojos, salía prontamente a la defensa de su amigo:

«Se equivocan ustedes. Este hombre de escasas palabras tiene muy buen sentido. Habla poco y sabe lo que hace».

Los domingos, esta ilustre trinidad reuníase puntual en la casa del rico indiano a tomar café, porque, verdaderamente, no había café en Madrid como el que allí se hacía. También solía entrometerse aquel Torres pazguato y mirón que vimos en casa de Bringas, y era un cesante a quien Mompous daba de tiempo en tiempo trabajillos de corretaje y comisiones de venta o compra de inmuebles. En días de trabajo iban los tres amigos por la noche a jugar al billar con Caballero, y a tertuliar apurando los temas políticos de la época, por punto general muy candentes. Arnáiz y Trujilo eran progresistas templados; Mompous y Caballero defendían a la Unión Liberal como el gobierno más práctico y eficaz, y todos vituperaban a la situación dominante, que con sus imprudencias lanzaba al país a buscar su remedio en la revolución. Pero las discusiones no se acaloraban sino al tocar los temas de política comercial, pues siendo Caballero libre-cambista furioso y Mompous, como fiel catalán, partidario de un arancel prohibitivo, nunca llegaban a entenderse. Arnáiz y Trujillo se inclinaban a las ideas de Agustín, ero protestando de que en la práctica se debían plantear poquito a poco. No traspasaban nunca estas contiendas el límite de la urbanidad. Caballero hablaba siempre muy bajo, cual si tuviera miedo de su propio acento, y sus conceptos eran siempre muy comedidos. A menudo sus tertulios, no oyendo bien sus palabras, decían «¿qué?», y él entonces alzaba un punto la voz, que su timidez hacía un tanto temblorosa. En cambio Arnáiz, hombre obeso y pletórico, decía con voz de trueno, precedida de violentas toses, los conceptos más triviales. Júpiter tonante llamábale Trujillo, y era cosa de taparse los oídos cuando decía: «Hoy he pagado el Londres a 47,90».

Los domingos, al caer de la tarde, solía tener Caballero la grata visita de su prima, que pasaba siempre por allí con los niños al volver de paseo.

Una tarde observó que la casa se había enriquecido con valiosos objetos de capricho y elegantísimos muebles que Agustín, insaciable comprador, había adquirido días antes. Espejos de tallados chaflanes, bronces, porcelanas, cuadritos, amén de una galana sillería de raso rosa, ornaban lo que había de ser gabinete de la desconocida y mitológica señora de Caballero. Quedose pasmada la de Bringas ante estos primores, y no halló mejor modo de endulzar su disgusto que estrenando un hermoso sillón, cuya comodidad y amplitud eran tales que no había visto ella nada semejante. Arrellenándose en él con ambas manos en el manguito, echada hacia atrás la cachemira que Su Majestad le había regalado el año anterior, disparó a su primo miradas inquisitoriales. Agustín estaba sentado delante de ella, con Isabelita sobre las rodillas.

«Esto está perdido, Agustín -le dijo-; tienes aquí un lujo insultante y revolucionario... Ya no me queda duda de que piensas casarte. ¿Pero con quién? Eres un topo, y todo lo has de hacer a la chita callando. Arnáiz le dijo ayer a Bringas que sí, que te casabas; pero que nadie sabe con quién. ¡Por Dios! -terminó con mal disimulada ira-, sé franco, sé comunicativo, sé persona tratable».

Esperando la contestación de su primo, que había de ser tardía y oscura, Rosalía contemplaba a la niña, tan chiquita aún. ¡Ah!, maldito Bringas, ¡por qué no nació Isabel cinco años antes!

«Pues sí -manifestó Caballero-; me caso».

La Pipaón de la Barca se quedó como quien ve visiones al oír tan terroríficas palabras.

«Pégale, hija, pégale, sí -dijo a la niña-. Tírale de esas barbas. Es muy malo, muy malo».

Isabelita, lejos de hacer lo que su madre le mandaba, mirábale dudosa y como suspensa. Tenía de él concepto elevadísimo; considerábale como un ser a todos superior, y la acusación de maldad lanzada por su mamá poníala en gran confusión. Enlazaba con sus brazos el cuello de Agustín y le decía secretos al oído.

«Tu hija no te hace caso -observó Caballero riendo-. Dice que me quiere mucho y que no soy malo».

-Hija, no sobes... Vete con tu hermano, que está jugando con Felipe... Con que a ver, hombre, explícate. Tú no vas a ninguna parte, no se te conocen relaciones... ¿A dónde demonios has ido a buscar esa mujer? ¿La has encargado a una fábrica de muñecas? ¿Vas a traer aquí una salvaje de América, con los brazos pintados y con una argolla en la nariz? Porque tú eres capaz de cualquier extravagancia.

Diciendo esto, por la mente de la dama pasó una sospecha, una idea que la espeluznaba como presentimiento de muerte y tragedias. Aquel resplandor lívido pasó pronto, cual relámpago, dejando la susodicha mente Pipaónica en la oscuridad de las anteriores dudas.

«Hija, no sobes...».

-Dice Isabel que no quiere ir a jugar con Felipe; que prefiere jugar conmigo.

-¿Con que te descubres o no, mascarita? No sé a qué vienen esos tapujos...

-Pronto te lo diré.

-Pues no sé... Ni que fuera delito -manifestó con repentina vehemencia la Bringas, levantándose-. Yo he visto hombres topos, he visto hombres pesados, hombres inaguantables; pero ninguno, ningunito como tú. Hija, vámonos de aquí; llama a tu hermano. Esta casa me apesta con tanto chirimbolo inútil. No, no me huele esto a cosa buena. Y en resumidas cuentas, ¿A mí qué me importa? Ya puedes casarte con una fuencarralera o con alguna loreta de París... Abur. Eso, eso; guarda bien el secreto, no sea que te lo roben. Así, callandito se hacen las cosas.

Y el más reservado de los hombres, al despedirla en la puerta, le dijo dos o tres veces:

«¡Mañana, mañana te lo diré!».

Y en efecto, a la mañana siguiente se lo dijo.

Por espacio de algunos minutos Rosalía se quedó como si le administraran una ducha con la catarata del Niágara.

«¡Con Amp...!».

No tenía aliento para concluir de pronunciar la palabra. Representose a la hija de Sánchez Emperador disfrutando de los tesoros de aquella casa sin igual, y consideraba esto tan absurdo como si los bueyes volaran en bandadas por encima de los tejados, y los gorriones, uncidos en parejas, tiraran de las carretas. Sus confusiones no se disiparon en todo aquel día; se le subió el color cual si le hubiera entrado erisipela, y llevaba frecuentemente la mano a su cabeza, diciendo: «Parece que les tengo aquí a los dos convertidos en plomo». Mas reflexionando sobre el peregrino caso, no acertaba a explicarse el motivo de su despecho. «Porque a mí ¿qué me va ni me viene en esto?... Conmigo no se había de casar, porque soy casada; ni con Isabelita tampoco, porque es muy niña».

No veía la hora de que viniese Bringas para dispararle a boca de jarro la tremenda nueva. También fue grande el asombro de D. Francisco. Su esposa, encolerizada, dirigíase a él con impertinentes modos, como si aquel santo varón tuviera la culpa, y le decía: «Pero ¿has visto... has visto qué atrocidad?

-Pero mujer, ¿qué...?

-La verdad, yo contaba con que Agustín esperase siquiera seis años... Isabel tiene diez... ya ves... Pero a ti no se te ocurre nada.

-¡Ave María Purísima!...

-Y pretende que la traigamos a casa mientras llega el día del bodorrio... Sí, aquí estamos para tapadera...

Bringas, hombre de sano juicio, que siempre trataba de ver las cosas con calma y como eran realmente, intentó aplacar a su exaltada cónyuge con las razones más filosóficas que de labios humanos pudieran salir. Según él, antes que ofenderse debían alegrarse de la elección de su primo, porque Amparo era una buena muchacha y no tenía más defecto que ser pobre. Agustín deseaba mujer modesta, virtuosa y sin pretensiones... No era tonto el tal, y bien sabía gobernarse. Convenía, pues, celebrar la elección como feliz suceso y no mostrar contrariedad ni menos enojo. Si Agustín quería que su futura viviese con ellos una corta temporada, muy santo y muy bueno. «Porque, mira tú -añadió con centelleos de perspicacia en sus ojos-, más cuenta nos tendrá siempre estar bien con el primo y su esposa que estar mal. Si ahora les desairamos, quizás después de casados nos tomen ojeriza, y... no te quiero decir quién perderá más. Él es muy bueno para nosotros, y no creo que Amparo se oponga a que lo siga siendo. Le debemos obsequios y favores sin fin, y nosotros ¿qué le hemos dado a él? Una triste botella de tinta, hija... Tengamos calma, calma y aplaudámosle ahora como siempre. Probablemente seremos padrinos, y habrá que correrse con un buen regalo. No importa; se sacará como se pueda. Ya sabes que él no se queda nunca atrás. Nuestra situación hoy, hija de mi alma, es apretadilla. Si me encargo el gabán, que tanta falta me hace; si vamos al baile de Palacio, tendremos que imponernos privaciones crueles: eso contando siempre con que la Señora te dé el vestido de color melocotón que te tiene ofrecido, que si no, ¡a dónde iríamos a parar!... Pero la economía y un mal pasar dentro de casa harán este milagro y el del regalo para Agustín. Con que mucha prudencia y cara de Pascua.

Este sustancioso discursillo tuvo eco tan sonoro en el egoísmo de Rosalía, que se amansó su bravura y conoció lo impertinente de su oposición al casorio. Deseaba que Amparo llegase para hablarle del asunto y saber más de lo que sabía. ¡La muy pícara no había ido desde el sábado!... Estaba endiosada. Quería hacer ya papeles de humilladora, por venganza de haber sido tantas veces humillada.