Tormento/XXIX

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XXIX

Largo rato trascurrió sin que se moviera. De pronto oyó estas palabras, pronunciadas muy cerca de su oído:

«Ya sabes que por malas nada, por buenas todo. Quieres tratarme como a perro forastero y eso no es justo... Aunque procure contenerme, no podré evitar un arrebato, y haré cualquier barbaridad».

La situación deplorable en que la joven se hallaba y el temor a la catástrofe trabajaron en su espíritu, infundiéndole algo de lo que no tenía, a saber: travesura, tacto. La vida hace los caracteres con su acción laboriosa, y también los modifica temporalmente o los desfigura con la acción explosiva de un caso terrible y anormal. Un cobarde puede llegar hasta el heroísmo en momentos dados, y un avaro a la generosidad. Del mismo modo aquella medrosa, aguijada por el compromiso en que estaba, adquirió por breve tiempo cierta flexibilidad de ideas y algunas astucias que antes no existían en su carácter franco y verdadero. «Por este camino -pensó- no conseguiré nada... Si yo supiera lo que otras mujeres saben, si yo acertara a engañarle, prometiendo sin dar y embaucándole hasta rendirle... Haremos un ensayo».

«¡Qué manera más extraña de querer! -dijo incorporándose-. Parece natural que a los que queremos, deseemos verles felices... digo, tranquilos. No comprendo que se me quiera así, haciéndome desgraciada, indigna, miserable, para que me desprecie todo el mundo. ¡Pobre de mí! No puedo alzar mis ojos delante de gente, porque me parece que todos me van a decir: 'te conozco, sé lo que has hecho'. Quiero salir de tal situación, y este egoísta no me deja».

D. Pedro dio un gran suspiro.

«¿Egoísta yo? ¿Y lo que tú haces es abnegación? Yo soy pobre, él es rico. ¿No es eso lo mismo que decir: 'yo, yo y siempre yo'? Bueno es que nos sacrifiquemos los dos, pero ¡que me sacrifique yo solo y tú triunfes...! Bien veo lo que tú quieres: casarte y ser poderosa, y que el mismo día de la boda, yo me pegue un tiro para que todo quede en secreto».

-No, no quiero eso.

Amparo sintió que se afinaban más sus agudezas y aquel saber de comedianta que le había entrado. Comprendió que un lenguaje ligeramente cariñoso sería muy propio del caso.

«No, no quiero que te mates. Eso me daría mucha pena... Pero sí quiero que te vayas lejos, como pensabas y te aconsejó el padre Nones. No puede haber nada entre nosotros, ni siquiera amistad. Alejándote, el tiempo te irá curando poco a poco, sentirás arrepentimiento sincero, y Dios te perdonará, nos perdonará a los dos».

Profundamente conmovido, el bárbaro miraba al suelo. Creyendo en probabilidades de triunfo, la cuitada reforzó su argumento... llegó hasta ponerle la mano en el hombro, cosa que no hubiera hecho poco antes».

«Hazlo por mí, por Dios, por tu alma» -le dijo con dulce acento.

-Eso, eso -murmuró Polo lúgubremente sin mirarla-. Yo todos los sacrificios, tú todos los triunfos... ¿Sabes lo que te digo? Que ese hombre me envenena la sangre... le tengo atragantado. Se me figura que le vas a querer mucho en cuanto vivas con él; y esto me subleva, me quita el valor de marcharme; esto me pone furioso y me incita a ser más malo todavía.

Levantose, y dando paseos de un ángulo a otro de la sala, exclamó con angustiada voz:

«Dios, Dios, ¿por qué me diste las fuerzas de un gigante y me negaste la fortaleza de un hombre? Soy un muñeco indigno forrado en la musculatura de un Hércules».

Y parándose ante ella le dijo en tono más familiar:

«Te juro, Tormentito, que si me marcho, como deseas, a Filipinas, y me voy sin retorcerle el pescuezo a ese tu marido, debes tenerme por santo, pues victoria mayor sobre sí mismo no la ha alcanzado jamás ningún hombre. Y yo quisiera hacerte el gusto en esto, quisiera dejarte a tus anchas; pero ni tú con tus ruegos, ni Nones con sus consejos lo conseguirán de mí. De bárbaro a santo hay mucho camino que andar, y yo... empiezo bien, pero a la mitad me faltan fuerzas, y... ¡atrás bárbaro, atrás!».

Amparo sintió frío sudor en su rostro. No había remedio para ella, y la solución negativa y terminante se apoderó de su mente.

«Estoy decidida, decidida... Ya sé lo que tengo que hacer».

-¿Qué?

-No me puedo casar... ¡Imposible, imposible!... ¿Pues qué?, ¿así se pasa por encima de una falta tan grave? Mi conciencia no me permite engañar a ese hombre de bien... Ya sé lo que tengo que hacer. Ahora mismo voy a mi casa; le escribo una carta, una carta muy meditada, diciéndole: «no me puedo casar con usted por esto, por esto y por esto».

-Siempre se te ocurre lo peor -indicó Polo con aparente tranquilidad-. Me parece tu plan muy absurdo... No, ya no tienes más remedio que apechugar con él. Negarte ahora, después de haber consentido y de haber callado por tanto tiempo tus escrúpulos, sería una deshonra. No, no cásate... No demos ahora un escándalo.

La relajación que se desprendía de este plural no demos hirió tanto a la joven, que desconcertada y transida de horror, no supo qué decir. Él no le dio tiempo a reflexionar sobre aquel mal cubierto propósito, siguiendo así:

«Comprendo que esto debe concluir; comprendo que yo debo sacrificarme... porque soy el más criminal. ¿Pero tú no te sacrificarás también un poquito?».

-¿Yo, cómo? -preguntó ella sin comprender.

-No despidiéndome como se despide a un perro. Hace poco dijiste que no quieres a tu novio. Si deseas que yo te obedezca en esto de quitarme de en medio, no me hagas creer que tampoco me quieres a mí, porque entonces lo echaré todo a rodar. Si te conviene que yo tenga fuerzas para ese acto heroico que me exiges, dámelas tú.

-¿Yo?, ¿cómo?

Amparo le habría dado un bofetón de muy buena gana.

«¡Así!... -gritó el bruto con salvaje ímpetu de amor, estrechándola en sus brazos-. Si me dices que quieres a ese pelele más que a mí... ahora mismo, ahora mismo, ¿ves?, te voy apretando, apretando hasta ahogarte. Te arranco el último suspiro y me lo bebo».

Y conforme lo decía lo iba haciendo, iba oprimiendo más y más, hasta que Tormento, sofocada y sin respiración, dio un grito: «¡ay... que me ahogas!...».

«Concédeme un día, un día nada más. Yo te doy una vida entera de tranquilidad y no te pido más que un día».

Pero ella, sofocadísima, sacaba los últimos restos de su aliento para decir: «no».

«¡Sí!» -gritaba él con brutal anhelo.

-Que no.

-¡Un día!

-Ni un minuto.

-¡Ah... perra!

Frenético aflojó los brazos... Era aquello un ataque de insano furor espasmódico... Amparo saltó despavorida, buscando la salida otra vez. No hallándola y recorriendo toda la casa, fue a dar al cuarto donde estaba la enferma. Aquel sitio la pareció lugar sagrado, donde podía disfrutar el derecho de asilo. Arrimose al único rincón libre que en la habitación había, y esperó. Los labios de la enferma balbucieron algo, entre queja y curiosidad. Pero Tormento nada decía, se había quedado sin palabra. Poco después entró él.

«¿Qué tal, Celedonia?».

-Ahora dormía un poquito; pero me han despertado con el ruido... ¡Qué cosas!... ¡retozando aquí!... -tartamudeó la enferma, despabilándose y mirando a las dos personas que en su presencia estaban-. ¡Retozando aquí!... ¡Dónde y cuándo se les ocurre pecar!... ¡a la vera de una moribunda...!

-Si no pecamos, tonta, viejecilla -dijo Polo con cariño-. ¿Quieres tomar algo?

-Quiero pensar en mi salvación... Condénense ustedes si gustan; pero yo me he de salvar... Me muero, me muero... Mande recado al padre Nones y déjese de retozos.

-Ya vendrá Nones, ya vendrá. Pero no estás tan mal. El médico dijo esta tarde que eso se te pasará.

-Tan lila es el médico como usted... Perdido, sin vergüenza... quite allá; no me toque... Me parece ver al Demonio que me quiere llevar...

-¿Bromitas tenemos? -dijo Polo, arropándola-. Pues mira, te voy a poner otra vez las bayetas calientes. ¿Tienes dolores?

-Horr...rrorosos...

-Tormentito, vas a ir a la cocina a calentar las bayetas. Debe de haber lumbre. Viejecilla, no seas mal agradecida, ya ves que esta pobre viene a cuidarte. ¿No ves que es un ángel?

-¿Ángel? -murmuró la anciana, mirando a ambos con extraviados ojos-. De las tinieblas, sí. Buenos están los dos. Pero no me llevarán, no me llevarán... Que venga el padre Nones, que venga pronto.

Amparo fue a la cocina. No podía negarse a prestar un servicio tan fácil y tan cristiano al mismo tiempo. Entre tanto, el bruto atendía a remover el dolorido cuerpo de la enferma, a mudarle los trapos y vendas que envolvían sus hinchadas piernas. Mostraba en ello una delicadeza y una habilidad como sólo las tienen las madres y los enfermeros que se habitúan a tan meritorio oficio.

«Ahora te voy a dar una taza de caldo» -le dijo; y corriendo a la cocina, mandó a Tormento que lo calentase.

Aplicadas sobre aquel pobre cuerpo las bayetas, amén de unturas varias y algodones, el bárbaro le dio el caldo acompañando su acción de palabras muy tiernas: «Vamos, poco mal y bien quejado. Ahora te vas a dormir tan ricamente. ¿No tienes ganas? Haz un esfuerzo; estás muy débil. Este caldo te lo vas a tomar a nuestra salud, a la salud mía y de la señorita Amparo, que ha venido a cuidarte. Con que... ¡a pecho!... Bien, bien. Descansa ahora; no te doy más cloral esta noche, porque te puede hacer daño».

La vieja, delirando, mezclaba las risas con los lamentos, y acariciaba con sus torpes manos una cruz pendiente de su cuello. «¡Ay... ay!... ¿Quieren llevarme?... Sí, para ustedes estaba. Este, este que está en la cruz me defenderá».

Cuando la enferma se aletargó, Polo dijo por señas a Amparo que saliera. Ambos volvieron a la sala. Durante aquel triste paréntesis, que de un modo tan extraño interrumpiera su angustiosa lucha con el monstruo, la medrosa había pensado que no debía esperar nada de él por medio de conferencias y explicaciones. Grandísima simpleza había sido visitarle. No tenía ella diplomacia, ni sabía sortear las dificultades por medio de palabras mañosas. No le quedaba ya más recurso que escapar de la casa como pudiera y entregarse a su mísero destino. Ya conceptuaba imposible la boda; ya no podía dudar que aquel caribe daría un escándalo... La deshonra era inevitable. Tendría que escoger entre darse la muerte o soportar la ignominia que iba a cubrirla como una lepra moral, incurable y asquerosa. Todo era preferible a tratar con semejante fiera y a sufrir sus bárbaros golpes o sus repugnantes caricias. Desesperada, luego que estuvieron en la sala, le dijo con serenidad:

«Nada más tenemos que hablar. ¿Me dejas salir?».

-Antes encenderemos una luz. Casi es de noche. Hazme el favor...

Le señaló la bujía que sobre la cómoda estaba, juntamente con la caja de cerillas.

«La llave de la puerta, la llave -gritó Tormento luego que encendió la luz-. Quiero salir, me estoy ahogando».

-Calma, calma. Hazme el favor de cerrar las maderas de la ventana... Y no me vendría mal que cogieras ahora una agujita y me cosieras este chaleco... ¡Holgazana! Quiero hacerme por un momento la ilusión de que eres el ama de la casa. Debieras prepararme la cena y cenar conmigo.

-No estoy para bromas... ¡La llave!

Su respuesta fue un abrazo, apretando, apretando...

«Dime que me quieres como antes y te dejo salir, -declaró en aquel infernal nudo-. Si no, te ahogo...».

-Mejor... prefiero que me mates -murmuró la infeliz, llegando a tener idea de las horribles contracciones del boa constrictor.

-¿Bromitas tenemos?... ¿Con que matarte, reina y emperatriz del mundo?... Vaya, di que me quieres...

-Bueno, pues sí -replicó la medrosa, sintiendo otra vez la necesidad de ser diplomática.

-Dilo más claro.

-Te... quiero -declaró cerrando los ojos.

-No, lo has dicho de mala gana. Pronúncialo con calor y mirándome.

Ya Tormento no tenía paciencia para más. Iba a gritar con brío: «Te aborrezco, bestia feroz»; pero aún supo contenerse, midiendo las consecuencias de una frase tan terminante. Hizo un desmedido esfuerzo y pudo expresar esto:

«¿Cómo quieres que... te quiera con estas brutalidades?... Para quererte sería preciso... que te portaras de otra manera».

-Dime tú cómo.

En esto la soltó.

«Primero, no dándome sofocos y tratando razonablemente».

-Acompáñame esta noche -dijo Polo con brutalidad.

-No, no mil veces -replicó Tormento con toda su alma.

-Déjame concluir... Te juro que mañana eres libre y que no te molestaré más.

Amparo meditó un rato. El extremo de gravedad a que habían llegado las cosas, la ponía en el triste caso de tomar en consideración la infernal propuesta. Pero su conciencia triunfó pronto de su vacilante debilidad, inspirándole estas palabras que revelaban tanto asco como valentía:

«De ninguna manera. Prefiero morirme aquí mismo».

-Mañana serás libre.

-Prefiero ser cadáver...

Y volviendo a dudar y a pesar en la balanza de la razón el nefando trato, dijo:

«¿Y quién me asegura que cumples tu palabra...?».

Mas volviendo a triunfar de sus dudas, exclamó con énfasis:

«¡Oh!, no y mil veces no. Es una vergüenza peor que la que ya tengo encima. No quiero, no quiero. No tengo más salida que la muerte, y estoy decidida a dármela yo misma, ¡yo misma con mis manos, sí, salvaje, demonio de los infiernos...!».

Transfigurada, la cordera tomaba aspecto de leona. Jamás había visto Polo nada semejante a aquel sublime coraje de la que era toda paz, mansedumbre y cobardía.

«Sí, no tienes ya ni tanto así de conciencia. Yo no soy así -añadió ella con ardiente expresión-. Yo soy cristiana, yo sé lo que es el arrepentimiento, y sé morirme de pena, deshonrada, antes que caer en el lodazal a donde quieres arrastrarme».

El bárbaro pestañeaba como quien en sus ojos adormecidos recibe de improviso luz muy viva. Tuvo en su alma uno de aquellos arranques expansivos que de tarde en tarde le disparaban, ya en dirección del bien, ya en la del mal, y entregando la llave a su víctima, le dijo con cavernoso acento:

«Puedes salir cuando quieras».

El primer impulso de la prisionera fue echar a correr, y después de dudar un instante así lo hizo. Pero no había dado un paso en la escalera, cuando la voz de su conveniencia la detuvo una vez más. Era la vacilación misma. Pensó que aquel generoso rapto de su enemigo no bastaba a ultimar la temida cuestión. No quería irse sin la seguridad de que todo había concluido y de que recobraba la ansiada paz. Movida de estos escrúpulos del egoísmo, tornó adentro, padeciendo el descuido de dejar abierta la puerta.

«¿Pero no me perseguirás, no darás un escándalo, no harás nada en contra mía?».

Polo, que estaba en pie, le volvió la espalda pero ella dio una vuelta hasta ponérsele delante. En su delirio, llegó hasta tomarle una mano, inclinándose ante él...

«Por Dios y la Virgen... no me deshonres, no me pierdas, no reveles nada de este secreto, que es mi muerte; no veas a nadie... Que lo pasado sea como si hubiera sucedido hace mil años; que ningún nacido lo sepa... Tú no eres malo; no eres capaz de cometer una infamia... lo que debes hacer...».

-Sí, ya sé, ya sé -murmuró él dando otra vuelta para ocultar su rostro-. Lo que tengo que hacer es... echarme a rodar lejos, lejos...

Con rápido movimiento apartose de ella y entró en la alcoba. Amparo no quiso seguirle. Desde la sala vio allá dentro un bulto, arrojado en negro sillón, la cabeza escondida entre los brazos y estos apoyados en un lecho revuelto; y oyó bramidos, como de bestia herida que se refugia en su cueva.