Tristana/Capítulo XII

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Capítulo XII

«Lo sé -añadió el D. Juan en decadencia, quitándose las botas y poniéndose las zapatillas que Tristana, para disimular la estupefacción en que había quedado, le trajo de la alcoba cercana-. Yo soy muy lince en estas cosas, y no ha nacido todavía la persona que me engañe y se burle de mí. Tristana, tú has encontrado por ahí un idilio; te lo conozco en tus inquietudes de estos días, en tu manera de mirar, en el cerco de tus ojos, en mil detalles que a mí no se me escapan. Soy perro viejo, y sé que toda joven de tu edad, si se echa diariamente a la calle, tropieza con su idilio. Ello será de una manera o de otra. A veces se encuentra lo bueno, a veces lo detestable. Ignoro cómo es tu hallazgo; pero no me lo niegues, por tu vida».

Tristana volvió a negar con ademanes y con palabras; pero tan mal, tan mal, que más le valiera callarse. Los penetrantes ojos de D. Lope, clavados en ella, la sobrecogían, la dominaban, causándole terror y una dificultad extraordinaria para mentir. Con gran esfuerzo quiso vencer la fascinación de aquella mirada, y repitió sus denegaciones.

«Bueno, defiéndete como puedas -prosiguió el caballero-, pero yo sigo en mis trece. Soy viejo sastre y conozco el paño. Te aviso con tiempo, Tristana, para que adviertas tu error y retrocedas, porque a mí no me gustan idilios callejeros, que pienso serán hasta ahora chiquilladas y juegos inocentes. Porque si fueran otra cosa...».

Echó al decir esto una mirada tan viva y amenazante sobre la pobre joven, que Tristana se retiró un poco, como si en vez de ser una mirada fuera una mano la que sobre su rostro venía.

«Mucho cuidado, niña -dijo el caballero, dando una feroz mordida al cigarro de estanco (por no poder gastar otros) que fumaba-. Y si tú, por ligereza o aturdimiento, me pones en berlina y das alas a cualquier mequetrefe para que me tome a mí por un... No, no dudo que entrarás en razón. A mí, óyelo bien, nadie en el mundo hasta la hora presente me ha puesto en ridículo. Todavía no soy tan viejo para soportar ciertos oprobios, muchacha... Con que no te digo más. En último caso, yo me revisto de autoridad para apartarte de un extravío, y si otra cosa no te gusta, me declaro padre, porque como padre tendré que tratarte si es preciso. Tu mamá te confió a mí para que te amparase, y te amparé, y decidido estoy a protegerte contra toda clase de asechanzas y a defender tu honor...».

Al oír esto, la señorita de Reluz no pudo contenerse, y sintiendo que le azotaba el alma una racha de ira, venida quién sabe de dónde, como soplo de huracán, se irguió y le dijo:

«¿Qué hablas ahí de honor? Yo no lo tengo: me lo has quitado tú, me has perdido».

Rompió a llorar tan sin consuelo, que D. Lope varió bruscamente de tono y de expresión. Llegose a ella, soltando el cigarro sobre un velador, y estrechándole las manos se las besó y en la cabeza la besó también con no afectada ternura.

«Hija mía, me anonadas juzgándome de una manera tan ejecutiva. Verdad que... Sí, tienes razón... Pero bien sabes que no puedo mirarte como a una de tantas, a quienes... No, no es eso. Tristana, sé indulgente conmigo; tú no eres una víctima; yo no puedo abandonarte, no te abandonaré nunca, y mientras este triste viejo tenga un pedazo de pan, será para ti».

-¡Hipócrita, falso, embustero! -exclamó la esclava, sintiéndose fuerte.

-Bueno, hija, desahógate, dime cuantas picardías quieras (volviendo a tomar su cigarro); pero déjame hacer contigo lo que no he hecho con mujer alguna, mirarte como un ser querido... esto es bastante nuevo en mí... como un ser de mi propia sangre... ¿Que no lo crees?

-No, no lo creo.

-Pues ya te irás enterando. Por de pronto, he descubierto que andas en malos pasos. No me lo niegues, por Dios. Dime que es tontería, frivolidad, cosa sin importancia; pero no me lo niegues. Pues ¡si yo quisiera vigilarte...! Pero no, no, el espionaje me parece indigno de ti y de mí. No hago más que darte un toquecito de atención, decirte que te veo, que te adivino, que al fin y a la postre nada podrás ocultarme, porque si me pongo a ello, hasta los pensamientos extraeré de tu magín para verlos y examinarlos; hasta tus impresiones más escondidas te sacaré cuando menos lo pienses. Chiquilla, cuidado, vuelve en ti. No se hablará más de ello si me prometes ser buena y fiel; pero si me engañas, si vendes mi dignidad por un puñado de ternuras que te ofrezca cualquier mocoso insípido... no te asombres de que yo me defienda. Nadie me ha puesto la ceniza en la frente todavía.

-Todo es infundado, todo cavilación tuya -dijo Tristana por decir algo-, yo no he pensado en...

-Allá veremos -replicó el tirano volviendo a flecharla con su mirada escrutadora-. Con lo hablado basta. Eres libre para salir y entrar cuando gustes; pero te advierto que a mí no se me puede engañar... Te miro como esposa y como hija, según me convenga. Invoco la memoria de tus padres...

-¡Mis padres! -exclamó la niña reanimándose-. ¡Si resucitaran y vieran lo que has hecho con su hija...!

-Sabe Dios si sola en el mundo, o en otras manos que las mías, tu suerte habría sido peor -replicó D. Lope, defendiéndose como pudo-. Lo bueno, lo perfecto, ¿dónde está? Gracias que Dios nos conceda lo menos malo y el bien relativo. Yo no pretendo que me veneres como a un santo; te digo que veas en mí al hombre que te quiere con cuantas clases de cariño pueden existir, al hombre que a todo trance te apartará del mal, y...

-Lo que veo -interrumpió Tristana- es un egoísmo brutal, monstruoso, un egoísmo que...

-El tonillo que tomas -dijo Garrido con acritud-, y la energía con que me contestas me confirman en lo mismo, chicuela sin seso. Idilio tenemos, sí. Hay algo fuera de casa que te inspira aborrecimiento de lo de dentro, y al propio tiempo te sugiere ideas de libertad, de emancipación. Abajo la caretita. Pues no te suelto, no. Te estimo demasiado para entregarte a los azares de lo desconocido y a las aventuras peligrosas. Eres una inocentona sin juicio. Yo puedo haber sido para ti un mal padre. Pues mira, ahora se me antoja ser padre bueno.

Y adoptando la actitud de nobleza y dignidad que tan bien cuadraba a su figura, y que con tanto arte usaba cuando le convenía, poniéndosela y haciéndola crujir, cual armadura de templado acero, le dijo estas graves palabras: «Hija mía, yo no te prohibiré que salgas de casa, porque esa prohibición es indigna de mí y contraria a mis hábitos. No quiero hacer el celoso de comedia, ni el tirano doméstico, cuya ridiculez conozco mejor que nadie. Pero si no te prohíbo que salgas, te digo con toda formalidad que no me agrada verte salir. Eres materialmente libre, y las limitaciones que deba tener tu libertad tú misma eres quien debe señalarlas, mirando a mi decoro y al cariño que te tengo».

¡Lástima que no hablara en verso para ser perfecta imagen del padre noble de antigua comedia! Pero la prosa y las zapatillas, que por la decadencia en que vivían no eran de lo más elegante, destruían en parte aquel efecto. Causaron impresión a la joven las palabras del estropeado galán, y se retiró para llorar a solas, allá en la cocina, sobre el pecho amigo y leal de Saturna; pero no había transcurrido media hora cuando D. Lope tiró de la campanilla para llamarla. En la manera de tocar conocía la señorita que la llamaba a ella y no a la criada, y acudió cediendo a una costumbre puramente mecánica. No, no pedía ni la flor de malva, ni las bayetas calientes: lo que pedía era la compañía dulce de la esclava, para entretener su insomnio de libertino averiado, a quien los años atormentan como espectros acusadores.

Encontrole paseándose por el cuarto, con un gabán viejo sobre los hombros, porque su pobreza no le permitía ya el uso de un batín nuevo y elegante; la cabeza descubierta, pues antes que ella entrara se quitó el gorro con que solía cubrirla por las noches. Estaba guapo, sin duda, con varonil y avellanada hermosura de Cuadro de las Lanzas.

«Te he llamado, hija mía -le dijo, echándose en una butaca y sentando a la esclava sobre sus rodillas-, porque no quería acostarme sin charlar algo más. Sé que no he de dormir si me acuesto dejándote disgustada... Con que vamos a ver... cuéntame tu idilio...».

-No tengo ninguna historia que contar -replicó Tristana, rechazando sus caricias con buen modo, como haciéndose la distraída.

-Bueno, pues yo lo descubriré. No, no te riño. ¡Si aun portándote mal conmigo tengo mucho que agradecerte! Me has querido en mi vejez, me has dado tu juventud, tu candor; cogí flores en la edad en que no me correspondía tocar más que abrojos. Reconozco que he sido malo para ti y que no debí arrancarte del tallo. Pero no lo puedo remediar; no me puedo convencer de que soy viejo, porque Dios parece que me pone en el alma un sentimiento de eterna juventud... ¿Qué dices a esto? ¿Qué piensas? ¿Te burlas?... Ríete todo lo que quieras; pero no te alejes de mí. Yo sé que no puedo dorar tu cárcel (con amargura vivísima), porque soy pobre. Es la pobreza también una forma de vejez; pero a esta me resigno menos que a la otra. El ser pobre me anonada, no por mí, sino por ti, porque me gustaría rodearte de las comodidades, de las galas que te corresponden. Mereces vivir como una princesa, y te tengo aquí como una probrecita hospiciana... No puedo vestirte como quisiera. Gracias que tú estás bien de cualquier modo, y en esta estrechez, en nuestra miseria mal disimulada, siempre, siempre eres y serás perla.

Con gestos más que con palabras, dio a entender Tristana que le importaba un bledo la pobreza.

«¡Ah!... no, estas cosas se dicen, pero rara vez se sienten. Nos resignamos porque no hay más remedio; pero la pobreza es cosa muy mala, hija, y todos, más o menos sinceramente, renegamos de ella. Cree que mi mayor suplicio es no poder dorarte la jaulita. ¡Y qué bien te la doraría yo! Porque lo entiendo, cree que lo entiendo. Fui rico; al menos tenía para vivir solo holgadamente, y hasta con lujo. Tú no te acordarás, porque eras entonces muy niña, de mi cuarto de soltero en la calle de Luzón. Josefina te llevó alguna vez, y tú tenías miedo a las armaduras que adornaban mi sala. ¡Cuántas veces te cogí en brazos, y te paseé por toda la casa, mostrándote mis pinturas, mis pieles de león y de tigre, mis panoplias, los retratos de damas hermosas... y tú sin acabar de perder el miedo! Era un presentimiento, ¿verdad? ¡Quién nos había de decir entonces que andando los años...! Yo, que todo lo preveo, tratándose de amores posibles, no preví esto, no se me ocurría. ¡Ay, cuánto he decaído desde entonces! De escalón en escalón he ido bajando, hasta llegar a esta miseria vergonzosa. Primero tuve que privarme de mis caballos, de mi coche... dejé el cuarto de la calle de Luzón cuando resultaba demasiado costoso para mí. Tomé otro, y luego, cada pocos años, he ido buscándolos más baratos, hasta tener que refugiarme en este arrabal excéntrico y vulgarote. A cada etapa, a cada escalón, iba perdiendo algo de las cosas buenas y cómodas que me rodeaban. Ya me privaba de mi bodega, bien repuesta de exquisitos vinos; ya de mis tapices flamencos y españoles; después, de mis cuadros; luego, de mis armas preciosísimas, y, por fin, ya no me quedan más que cuatro trastos indecentes... Pero no debo quejarme del rigor de Dios, porque me quedas tú, que vales más que cuantas joyas he perdido».

Afectada por las nobles expresiones del caballero en decadencia, Tristana no supo cómo contestarlas, pues no quería ser esquiva con él, por no parecer ingrata, ni tampoco amable, temerosa de las consecuencias. No se determinó a pronunciar una sola palabra tierna que indicase flaqueza de ánimo, porque no ignoraba el partido que el muy taimado sacaría al instante de tal situación. Por el pensamiento de Garrido cruzó una idea que no quiso expresar. Le amordazaba la delicadeza, en la cual era tan extremado, que ni una sola vez, cuando hablaba de su penuria, sacó a relucir sus sacrificios en pro de la familia de Tristana. Aquella noche sintió cierta comezón de ajustar cuentas de gratitud; pero la frase expiró en sus labios, y sólo con el pensamiento le dijo: «No olvides que casi toda mi fortuna la devoraron tus padres. ¿Y esto no se pesa y se mide también? ¿Ha de ser todo culpa en mí? ¿No se te ocurre que algo hay que echar en el otro platillo? ¿Es esa manera justa de pesar, niña, y de juzgar?».

«Por fin -dijo en alta voz, después de una pausa, en la cual juzgó y pesó la frialdad de su cautiva-, quedamos en que no tienes maldita gana de contarme tu idilio. Eres tonta. Sin hablar, me lo estás contando con la repugnancia que tienes de mí y que no puedes disimular. Entendido, hija, entendido. (Poniéndola en pie y levantándose él también.) No estoy acostumbrado a inspirar asco, francamente, ni soy hombre que gusta de echar tantos memoriales para obtener lo que le corresponde. No me estimo en tan poco. ¿Qué pensabas? ¿Que te iba a pedir de rodillas...? Guarda tus encantos juveniles para algún otro monigote de estos de ahora, sí, de estos que no podemos llamar hombres sin acortar la palabra o estirar la persona. Vete a tu cuartito y medita sobre lo que hemos hablado. Bien podría suceder que tu idilio me resultara indiferente... mirándolo yo como un medio fácil de que aprendieras, por demostración experimental, lo que va de hombre a hombre... Pero bien podría suceder también que se me indigestara, y que sin atufarme mucho, porque el caso no lo merece, como quien aplasta hormigas, te enseñara yo...

Indignose tanto la niña de aquella amenaza, y hubo de encontrarla tan insolente, que sintió resurgir de su pecho el odio que en ocasiones su tirano le inspiraba. Y como las tumultuosas apariciones de aquel sentimiento le quitaban por ensalmo la cobardía, se sintió fuerte ante él, y le soltó redonda una valiente respuesta: «Pues mejor: no temo nada. Mátame cuando quieras».

Y D. Lope, al verla salir en tan decidida y arrogante actitud, se llevó las manos a la cabeza y se dijo: «No me teme ya. Ciertos son los toros».

En tanto, Tristana corrió a la cocina en busca de Saturna, y entre cuchicheos y lágrimas dio sus órdenes, que, palabra más o menos, eran así: «Mañana, cuando vayas por la cartita, le dices que no traiga coche, que no salga, que me espere en el estudio, pues allá voy aunque me muera... Oye, adviértele que despida el modelo, si lo tiene mañana, y que no reciba a nadie... que esté solo, vamos... Si este hombre me mata, máteme con razón».