Tristana/Capítulo XXIII

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XXII
Tristana
de Benito Pérez Galdós
Capítulo XXIII
XXIV

Capítulo XXIII

No se equivocaba el sagaz alumno de Hipócrates. Cuando entraron a ver a Tristana, esta los recibió con semblante entre risueño y lloroso. Se reía, y dos gruesos lagrimones corrían por sus mejillas de papel.

«Ya, ya sé lo que tiene que decirme... No hay que apurarse. Soy valiente... Si casi me alegro... Y sin casi... porque vale más que me la corten... Así no sufriré... ¿Qué importa tener una sola pierna? Digo, como importar... Pero si ya en realidad no la tengo, ¡si no me sirve para nada!... Fuera con ella, y me pondré buena, y andaré... con muletas, o como Dios me dé a entender...».

-Hija mía, te quedarás buenísima -dijo D. Lope, envalentonándose al verla tan animosa-. Pues si yo supiera que cortándome las dos me quedaba sin reuma, hoy mismo... Después de todo, las piernas se sustituyen por aparatos mecánicos que fabrican los ingleses y alemanes, y con ellos se anda mejor que con estos maldecidos remos que nos ha encajado la Naturaleza.

-En fin -agregó Miquis-, no se asuste la muñeca, que no la haremos sufrir nada... pero nada... Ni se enterará usted. Y luego se sentirá muy bien, y dentro de unos cuantos días ya podrá entretenerse en pintar...

-Hoy mismo -dijo el viejo, haciendo de tripas corazón, y procurando tragarse el nudo que en la garganta sentía- te traigo el caballete, la caja de colores... Verás, verás qué cuadros tan bonitos nos vas a pintar.

Con un cordial apretón de manos se despidió Augusto, anunciándole su pronta vuelta, sin precisar la hora, y solos Tristana y D. Lope, estuvieron un ratito sin hablarse. «¡Ah!, tengo que escribir» -dijo la enferma.

-¿Podrás, vida mía? Mira que estás muy débil. Díctame, y yo escribiré.

Al decir esto, llevaba junto a la cama la tabla que servía de mesa y la resmilla de papel y el tintero.

«No... Puedo escribir... Es particular lo que ahora me pasa. Ya no me duele. Casi no siento nada. ¡Vaya si puedo escribir! Venga... Un poquito me tiembla el pulso, pero no importa».

Delante del tirano escribió estas líneas:

«Allá va una noticia que no sé si es buena o mala. Me la cortan. ¡Pobrecita pierna! Pero ella tiene la culpa... ¿Para qué es mala? No sé si me alegro, porque, en verdad, la tal patita no me sirve para nada. No sé si lo siento, porque me quitan lo que fue parte de mi persona... y voy a tener sin ella cuerpo distinto del que tuve... ¿Qué piensas tú? Verdaderamente, no es cosa de apurarse por una pierna. Tú, que eres todo espíritu, lo creerás así. Yo también lo creo. Y lo mismo has de quererme con un remo que con dos. Ahora pienso que habría hecho mal en dedicarme a la escena. ¡Uf!, arte poco noble, que fatiga el cuerpo y empalaga el alma. ¡La pintura!... Eso ya es otra cosa... Me dicen que no sufriré nada en la... ¿lo digo?, en la operación... ¡Ay!, hablando en plata, esto es muy triste, y yo no lo soportaré sino sabiendo que seré la misma para ti después de la carnicería... ¿Te acuerdas de aquel grillo que tuvimos, y que cantaba más y mejor después de arrancarle una de las patitas? Te conozco bien, y sé que no desmereceré nada para ti... No necesitas asegurármelo para que yo lo crea y lo afirme... Vamos, ¿a que al fin resulta que estoy alegre?... Sí, porque ya no padeceré más. Dios me alienta, me dice que saldré bien del lance, y que después tendré salud y felicidad, y podré quererte todo lo que se me antoje, y ser pintora, o mujer sabia, y filósofa por todo lo alto... No, no puedo estar contenta. Quiero encandilarme, y no me resulta... Basta por hoy. Aunque sé que me querrás siempre, dímelo para que conste. Como no puedes engañarme, ni cabe la mentira en un ser que reúne todas las formas del bien, lo que me digas será mi Evangelio... Si tú no tuvieras brazos ni piernas, yo te querría lo mismo. Con que...».

Las últimas líneas apenas se entendían, por el temblor de la escritura. Al soltar la pluma, cayó la muñeca infeliz en grande abatimiento. Quiso romper la carta, arrepintiose de ello, y por fin la entregó a D. Lope, abierta, para que le pusiese el sobre y la enviase a su destino. Era la primera vez que no se cuidaba de defender ni poco ni mucho el secreto epistolar. Llevose Garrido a su cuarto el papel, y lo leyó despacio, sorprendido de la serenidad con que la niña trataba de tan grave asunto.

«Lo que es ahora -dijo al escribir el sobre y como si hablara con la persona cuyo nombre trazaba la pluma- ya no te temo. La perdiste, la perdiste para siempre, pues esas bobadas del amor eterno, del amor ideal, sin piernas ni brazos, no son más que un hervor insano de la imaginación. Te he vencido. Triste es mi victoria, pero cierta. Dios sabe que no me alegro de ella sino descartando el motivo que es la mayor pena de mi vida... Ya me pertenece en absoluto hasta que mis días acaben. ¡Pobre muñeca con alas! Quiso alejarse de mí, quiso volar; pero no contaba con su destino, que no le permite revoloteos ni correrías; no contaba con Dios, que me tiene ley... no sé por qué... pues siempre se pone de mi parte en estas contiendas... Él sabrá la razón... y cuando se me escapa lo que quiero... me lo trae atadito de pies y manos. ¡Pobre alma mía, adorable chicuela, la quiero, la querré siempre como un padre! Ya nadie me la quita, ya no...».

En el fondo de estos sentimientos tristísimos que D. Lope no sacó del corazón a los labios, palpitaba una satisfacción de amor propio, un egoísmo elemental y humano de que él mismo no se daba cuenta. «¡Sujeta para siempre! ¡Ya no más desviaciones de mí!». Repitiendo esta idea, parecía querer aplazar el contento que de ella se derivaba, pues no era la ocasión muy propicia para alegrarse de cosa alguna.

Halló después a la joven bastante alicaída, y empleó para reanimarla, ya los razonamientos piadosos, ya consideraciones ingeniosísimas acerca de la inutilidad de nuestras extremidades inferiores. A duras penas tomó Tristana algún alimento; el buen Garrido no pudo pasar nada. A las dos entraron Miquis, Ruiz Alonso y un alumno de Medicina, que hacía de ayudante, pasando a la sala silenciosos y graves. Uno de los tres llevaba, cuidadosamente envuelto en un paño el estuche que contenía las herramientas del oficio. Poco después entró un mozo que llevaba los frascos de líquidos antisépticos. Recibioles D. Lope como si recibiera al verdugo cuando va a pedir perdón al condenado a muerte y a prepararle para el suplicio. «Señores -dijo-, esto es muy triste, muy triste...» y no pudo pronunciar una palabra más. Miquis fue al cuarto de la enferma y se anunció con donaire: «Guapa moza, todavía no hemos venido... quiero decir, he venido yo solo. A ver, ¿qué tal?, ese pulso...».

Tristana se puso lívida, clavando en el médico una mirada medrosa, infantil, suplicante. Para tranquilizarla, asegurole Miquis que confiaba en curarla completa y radicalmente, que su excitación era precursora de la mejoría franca y segura, y que para calmarla le iba a dar un poquitín de éter... «Nada, hija, basta echar unas gotitas de líquido en un pañuelo, y olerlo, para conseguir que los pícaros nervios entren en caja». Mas no era fácil engañarla. La pobre señorita comprendió las intenciones de Augusto y le dijo, esforzándose en sonreír: «Es que quiere usted dormirme... Bueno. Me alegro de conocer ese sueño profundo, con el cual no puede ningún dolor, por muy perro que sea. ¡Qué gusto! ¿Y si no despierto, si me quedo allá...?».

-¡Qué ha de quedarse...! Buenos tontos seríamos... -dijo Augusto, a punto que entraba D. Lope consternado, medio muerto.

Y resueltamente se puso a preparar la droga, volviendo la espalda a la enferma, dejando sobre una cómoda el frasquito del precioso anestésico. Hizo con su pañuelo una especie de nido chiquitín, en el cual puso los algodones impregnados de cloroformo, y entre tanto se difundió por la habitación un fuerte olor de manzanas. «¡Qué bien huele! -dijo la señorita, cerrando los ojos, como si rezara mentalmente». Y al instante le aplicó Augusto a la nariz el hueco del pañuelo. Al primer efecto de somnolencia siguió sobresalto, inquietud epiléptica, convulsiones y una verbosidad desordenada, como de embriaguez alcohólica. «No quiero, no quiero... Ya no me duele... ¿Para qué cortar?... ¡Está una tocando todas las sonatas de Beethoven, tocándolas tan bien... al piano, cuando vienen estos tíos indecentes a pellizcarle a una las piernas!... Pues que zajen, que corten... y yo sigo tocando. El piano no tiene secretos para mí... Soy el mismo Beethoven, su corazón, su cuerpo, aunque las manos sean otras... Que no me quiten también las manos, porque entonces... Nada, que no me dejo quitar esta mano; la agarro con la otra para que no me la lleven... y la otra la agarro con esta, y así no me llevan ninguna. Miquis, usted no es caballero, ni lo ha sido nunca, ni sabe tratar con señoras, ni menos con artistas eminentes... No quiero que venga Horacio y me vea así. Se figurará cualquier cosa mala... Si estuviera aquí señó Juan, no permitiría esta infamia... Atar a una pobre mujer, ponerle sobre el pecho una piedra tan grande, tan grande... y luego llenarle la paleta de ceniza para que no pueda pintar... ¡Cosa tan extraordinaria! ¡Cómo huelen las flores que he pintado! Pero si las pinté creyendo pintarlas, ¿cómo es que ahora me resultan vivas... vivas? ¡Poder del genio artístico! He de retocar otra vez el cuadro de las Hilanderas para ver si me sale un poquito mejor. La perfección, esa perfección endiablada, ¿dónde está?... Saturna, Saturna... ven, me ahogo... Este olor de las flores... No, no, es la pintura, que cuanto más bonita, más venenosa...».

Quedó al fin inmóvil, la boca entreabierta, quieta la pupila... De vez en vez lanzaba un quejido como de mimo infantil, tímido esfuerzo del ser aplastado bajo la losa de aquel sueño brutal. Antes que la cloroformización fuera completa, entraron los otros dos sicarios, que así en su pensamiento los llamaba D. Lope, y en cuanto creyeron bien preparada a la paciente, colocáronla en un catre con colchoneta, dispuesta para el caso, y ganando no ya minutos, sino segundos, pusieron manos en la triste obra. D. Lope trincaba los dientes, y a ratos, no pudiendo presenciar cuadro tan lastimoso, se marchaba a la habitación para volver en seguida avergonzándose de su pusilanimidad. Vio poner la venda de Esmarch, tira de goma que parece una serpiente. Empezó luego el corte por el sitio llamado de elección; y cuando tallaban el colgajo, la piel que ha de servir para formar después el muñón; cuando a los primeros tajos del diligente bisturí vio D. Lope la primera sangre, su cobardía trocose en valor estoico, altanero, incapaz de flaquear; su corazón se volvió de bronce, de pergamino su cara, y presenció hasta el fin con ánimo entero la cruel operación, realizada con suma habilidad y presteza por los tres médicos. A la hora y cuarto de haber empezado a cloroformizar a la paciente, Saturna salía presurosa de la habitación con un objeto largo y estrecho envuelto en una sábana. Poco después, bien ligadas las arterias, cosida la piel del muñón, y hecha la cura antiséptica con esmero prolijo, empezó el despertar lento y triste de la señorita de Reluz, su nueva vida, después de aquel simulacro de muerte, su resurrección, dejándose un pie y dos tercios de la pierna en el seno de aquel sepulcro que a manzanas olía.