Tropiquillos/V

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Con estas y otras pláticas amenizaba la comida, mostrando en todo su natural honrado y su amor al trabajo, a cuyas virtudes debía su bienestar y la paz de su casa. En las tibias y hermosas tardes, más cortas cada día, mientras el gran Cubas se afanaba en su taller, y la mestra dirigía con infatigable diligencia los preparativos de la próxima vendimia, las niñas y yo recorríamos toda la hacienda para coger la fruta madura. Era de ver cómo hacíamos pilas de melocotones, cómo hacinábamos peras y sandías, apartándolas y clasificándolas para entregarlas a los vendedores de la ciudad, después de guardar lo mejor para la casa. Aquellas niñas tan simpáticas que en la soledad y desamparo intelectual del campo habían sabido darse un barniz de cultura, aprendiendo lo más elemental de las letras sociales, sabían también cómo se aporcan las hortalizas, cómo se conservan las frutas para el invierno, cómo se benefician las esparragueras, en qué punto y sazón se deben regar los pimientos, cuáles uvas dan mejor mosto, qué viento es el más propio para que cuajen las almendras, qué orientación debe tener un nidal de gallinas, y cual es el modo clásico, magistral, infalible de disponer una echadura de aves. Yo las acompañaba, por aprender algo de la incomparable doctrina del campo, que excede en belleza y bondad a todas las demás sabidurías humanas.

Ramoncita se esforzaba en darme lecciones, y cuando íbamos a echar de comer a las gallinas, me decía: -«Es preciso no darles poco ni demasiado; y en caso de no poder medir bien, atiéndase más a la sobriedad que al exceso. La sabiduría consiste en dar a la vida, ya sea moral, ya física, un poquitito menos de lo necesario».

Esta rara sentencia me probaba lo que ya sabía yo, y era que Ramoncita tenía un despejo sin igual, intuición de primer orden, perspicacia grandísima. De tales prendas resultaría, teniendo en cuenta las compensaciones de la Naturaleza, que no debía de ser bonita. Y sin embargo lo era. Ella y su hermana pedíanme que les contara mis aventuras. Yo hablaba, hablaba: referíales maravillas y sorpresas, describiendo países, pintando pueblos, ponderando riquezas que parecían fábulas; y después de tanto charlar, me recogía en mí mismo, creyendo no haber dicho nada. Un millón de palabras había salido de mi boca, y no obstante, mi corazón permanecía lleno y pletórico lo mismo que un tonel en cuya concavidad fermenta el mosto recién sacado de las uvas.