Tropiquillos/VII

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Vinieron días húmedos, y una lluvia fría y persistente azotaba los árboles, cuyas ramas se desnudaban a impulsos del viento. A pesar de esto, yo me sentía más fuerte, desaparecieron mis temores de una muerte próxima, y dejaba de inspirarme horror la estación otoñal.

-Ya ves cómo no pasa nada -decíame en la mesa mi amigo, después de celebrar mi buen apetito con actos que al mismo tiempo daban testimonio del suyo-. Dos meses de campo y de tranquilidad laboriosa han disipado tus necias aprensiones, dándote salud, contento, esperanza... Todo sea por Dios.

Y luego, tomando un tono más serio, no exento de cierta expresión contemplativa, añadió:

«Estamos en la placentera tarde del año, ya cerca de ese crepúsculo a quien llamamos invierno. Querido Tropiquillos, celebremos el Otoño, que es la madurez de la vida y del año, la experiencia, el fruto, la cosecha cogida y apreciada, y no tomamos que esta noble estación nos anuncie el invierno, que es la decrepitud del año y de la vida. La idea de la muerte sólo causa tristeza a los tontos. Para mí, la muerte no es otra cosa que la siembra para las cosechas de tu inmortalidad.

Después callamos todos. Yo observaba el rostro de Ramoncita, aún turbado del coloquio que poco antes habíamos tenido los dos al volver de la huerta. Cubas tomó de nuevo la palabra, y no ya con rostro grave, sino antes bien ligero y festivo, me dijo:

«Casi todos los grandes hombres han nacido en otoño... ¡Ah! ¿te ríes de mí? Soy hombre de medianas letras. Sí, ahí tienes esa pléyade augusta. Cervantes, Virgilio, Beethoven, Shakespeare nacieron en Otoño... Pues todos ellos fueron a morirse a la Primavera. Lee la estadística, querido Tropiquillos, y verás cómo nacemos en estos meses y nos morimos en los de Abril o Mayo... Ja, ja, ja... A los que me hablan mal de mi querido Otoño, les digo que es el papá del Invierno y el abuelo de esa fachendosa y presumida Primavera... Vamos a ver: A su vez, es el hijo del Verano, que al mismo tiempo viene a ser su biznieto... De modo que...

Sin duda la cabeza hercúlea del buen tonelero se resentía del exceso de libaciones, motivado por su prurito de unir el ejemplo a la regla en aquel ardiente panegírico del Otoño. Aquella tarde la pasamos Ramona y yo entretenidos en dulces y honestas pláticas, ambos muy serios, muy proyectistas, muy atentos en mirar y remirar los horizontes del porvenir que empezaban a teñírsenos de rosa. Por la noche, pasada la hora de la cena, mestre Cuba, después de ahumarme con su pipa, me dijo:

«Amado Tropiquillos, yo no me opongo; mestra Cubas no se opone tampoco; de modo que nadie, absolutamente nadie se opone.

Y reposaba su carnosa mano en mi hombro, haciéndome inclinar bajo el peso de ella.

«El hijo de mi amigo Lázaro -añadió-, debe ser mi hijo... A propósito, ahí están tus tierras que no son malas. Es preciso replantarlas. Las replantaremos.

Dio varias vueltas como pipa que gira impulsada por las manos de los toneleros, y viniéndose otra vez a mí, y abrazándome con efusión sofocante, me dijo:

«Reedificaremos la casa...

Yo no tenía palabras; yo no decía nada, y me dejaba abrazar, sintiendo el contacto de la panza de mi generoso amigo y su rebote, semejantes uno y otro al de una gran pelota de goma.

El tonelero llamó a su esposa, que vino prontamente, seria y afable.

«Ramona, Ramona -gritó después mestre Cubas.

Turbada, ruborosa, entró la doncella esquivando mis miradas. Sus bellos ojos mostraban singular empeño en examinar el suelo antes que mi rostro y el de sus bondadosos padres. ¿Cómo diré que todo quedó concertado aquella misma noche en palabras breves y expresivas? Mi felicidad era una nueva faz de mi salud recobrada. Ya era otro hombre, física y moralmente, y la vida me ofrecía encantos mil que jamás había conocido. ¡Sano, amado y amante, dueño otra vez del campo de mis padres y de la humilde casa en que nací, dueño también de un corazón puro y noble, de una mujer hechicera, discreta, buena, rica...! Tanta felicidad debía producir en mí uno de esos estallidos que nos trastornan para siempre. No sé bien cómo fue: no sé si fue en el momento de casarme o poco después, cuando sentí una sacudida en lo más profundo de mi ser... Yo tenía la mano de mi esposa entre las mías. ¿Tenía también su talle? No lo puedo decir. Sólo sé que todo cambió bruscamente ante mis ojos, que el mundo dio una rápida vuelta, que me encontré arrojado en el suelo debajo de una mesa, en un estado que sino era la misma estupidez se le parecía mucho.

La efervescencia de mi pensamiento se iba apagando. Yo tocaba el suelo para cerciorarme de la realidad. Híceme cargo de tener delante una figura tosca que extendía hacia mí sus brazos, como queriendo alzarme del suelo... Creo que lo consiguió y que me puso sobre un sofá.

Era mi criado que al verme entrar lentamente en posesión de mí mismo, trajo una taza humeante, y me dijo:

«Eso va pasando. Se acabará de quitar con café muy fuerte».