Un faccioso más y algunos frailes menos/XIV

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XIV

No marchaba muy bien el negocio que Salvador entre manos traía, porque la vigilancia en la cárcel de Villa era más estrecha y rigurosa que en los tiempos de la dramática evasión de Olózaga. En vano Tablas llenaba de aguardiente los cuerpos de uno y otro mandadero, sin olvidar la conquista de los alcaides por medio de merendonas y duros; en vano se hacían trabajos en esfera, más alta, dirigidos a ablandar o corromper a sujetos de mayor categoría. Con disimulo, pero también con brío gestionaba Genara, más que por afecto al preso, por librarse de la situación desagradable en que el encierro de su esposo la ponía; y Pipaón (patriarca zascandilorum, según el macarrónico), de acuerdo con Carnicero y otros compadres, manejaba también con arte sus considerables influencias. Tantos esfuerzos reunidos dieron al fin el resultado feliz que todos deseaban; pero hay indicios seguros de que el Sr. Navarro debió principalmente su venturosa escapatoria, a la condescendencia o complicidad de la gente menuda, siempre venal; de modo que Salvador no se arrepintió de haber recurrido al buenazo de Pedro López, ni este se arrepintió de servirle, porque, habiendo cobrado en moneda corriente sus estipendios y el importe de todos los gastos, pudo ofrecer a la iracunda Nazaria parte del caudal que le había derrochado. Después se verá en qué emplearon el dinero adquirido por tan extraña industria.

Los presos eran tres: D. Carlos, un fraile aragonés que pereció el año 35 en Zaragoza cuando la célebre causa y conspiración de D. Vicente Ena, y un capitán de caballería que desde mucho antes andaba en aquellos trotes, y después de ser masón el 20 e indefinido el 24, había ingresado en los nacientes y aún no fogueados ejércitos del Infante. No habría sucedido nada si todos los señores congregados en casa de las de Porreño hubieran procedido con la discreción que se acostumbraba en tales reuniones ilícitas cuando las sorprendía la justicia. Seis de los conspiradores se escondieron en lo más hondo de la casa; el capitán y el fraile se pusieron a rezar el rosario; mas D. Carlos Navarro, que era, por sa geniazo díscolo y entero, enemigo de bajas comedias y de disimulos viles, afrentó a los polizontes, les dijo mil herejías, y no pudiendo contener su ira, abofeteó al que parecía principal entre ellos. Este acto de violencia, cuando lo que hacía falta era maña y dulzura, les llevó a los tres a la cárcel de Villa, donde habrían estado todo el tiempo que exige una buena y voluminosa causa de mil folios, si no vinieran en auxilio de Navarro las tramas que hemos mencionado, en auxilio del fraile el fuero eclesiástico, y del capitán la muerte, que se le llevó a los seis meses de encierro.

La desolación que causó a las dignas señoras de Porreño aquel suceso, no se expresa con las frías palabras de la historia. El descrédito de su casa, la vergüenza y el azoramiento en que desde entonces vivían, y por último, la falta del auxilio pecuniario que D. Carlos les daba, precipitaron de tal modo su decadencia, que bien pronto se vieron en aquel término lastimoso en que la estrechez se confunde con la miseria.

El atroz Navarro, luego que se vio fuera de la cárcel no quiso averiguar el poder que le había salvado. Su orgullo le inclinaba a no atribuir su salvación a ninguna persona que le tuviera afecto. «A mí nadie me quiere, decía, nada tengo que agradecer a ningún hombre. Sólo Dios me ha salvado». Pasó algunas horas en casa de las señoras, en cuya compañía había vivido, los dio una limosna con carácter de liquidación de atrasos, y acompañado de Oricaín y Zugarramurdi, que habían quedado libres y que siempre le eran fieles, partió disfrazado de arriero para las Provincias Vascongadas y Navarra. Nadie le vio. Se fue con su indignación crónica y su incurable soberbia, siempre enfermo, gruñón siempre. A nadie dio cuenta de sus planes, y parecía detestar a sus comilitones políticos lo mismo que a sus enemigos. No quería tratos con nadie, ni con su hermano, a quien no podía amar aunque lo intentase, ni con su mujer, a quien aborrecía de la manera extraña que se aborrece lo amado. Aquel carácter tétrico, compuesto de orgullo y tenacidad, endurecido más por el tedio, la desconfianza y la lesión hepática, necesitaba manifestarse en una acción propia y libre. La disciplina había concluido para él. Sonaba en la historia la trompeta lúgubre de las guerrillas. El feroz soldado de partidas la oía resonar en su alma solitaria y sombría, y marchaba sin saber adonde ni por donde. Sólo aquel eco podía despertar en aquella alma el amor a la vida, evocar la fe, o infundirle el ardor de un trabajo glorioso. Como estos soldados misántropos de corazón entenebrecido son más dignos de lástima que de odio, y como tienen, en medio de sus graves errores, cierta nobleza y lealtad que infunde simpatías, saludamos con respeto al fugitivo guerrillero, diciéndole: «Dios vaya contigo, salvaje».

Entre tanto, el interés que Salvador había puesto en favorecer a su desagradecido hermano le ocasionó algunos disgustos, porque enterados de él algunos de sus antiguos amigotes y no acertando a comprender la verdadera causa de tal protección a un furioso enemigo del Sistema, declararon a Monsalud inconsecuente y traidor. «Después que tiene dinero, decían, se ha afiliado en las banderas del absolutismo y de los frailuchos, para poner en seguridad sus fondos». Aviraneta, que no gustaba de perder amigos, y era en el fondo un escéptico glacial, no dejó de tratarle por esto; pero Rufete, hombrecillo de gran vehemencia, que había hecho de sus ideas políticas una superstición india, le manifestó en briosas frases que sería su irreconciliable enemigo, y que si él (Rufete), partidario de todas las libertades, tropezaba en un campo de batalla o en una barricada con quien se había hecho prosélito de todas las tiranías, no estaba decidido a perdonarle. De estas baladronadas y de otros desprecios y majaderías que oyó, se reía el buen hombre, porque hallándose seguro de su rectitud, y deseando vivir lejos de los manejos políticos, no quería dar explicaciones ni menos complacer a la turba de falsos patriotas.

El que siempre se le mostró leal y agradecido amigo fue Seudoquis, ascendido a coronel en los días de la jura, por los servicios prestados en la persecución de la partida de Campos. Estrechó más aquella antigua amistad, originada en peligros y desgracias comunes, la generosidad con que Monsalud salvó por entonces al flamante coronel de sus ahogos pecuniarios, que le habían traído a un estado de horrible desesperación. Seudoquis fue destinado a servir en Vitoria. Los dos amigos se separaron después de algunos meses de vida común y de pesares y alegrías; fraternalmente confiados. Gozoso Salvador de una amistad que en parte atenuaba la aridez de su vida, abandonose al afecto que Seudoquis le inspiraba y le confió algunos secretos de los que más quería.

D. Benigno Cordero hizo a nuestro amigo algunas visitas, en todo el tiempo que medió desde Mayo hasta Setiembre. En la primera maravillose Salvador de oírle decir que no se había casado todavía. En las sucesivas maravillose más por la propia causa, y aún dijo algo acerca de lo mucho que pensaba y maduraba el insigne, cien veces insigne héroe de Boteros sus resoluciones. En estas visitas ocurría la particularidad inexplicable de que D. Benigno no hablaba de Sola ni de cosa alguna que con el cansado matrimonio tuviese relación. Hablaban de ocupaciones, de los negocios públicos, de las probabilidades de una guerra sangrienta, de la enfermedad de Su Majestad, la cual iba en tal manera creciendo, que pronto aquel animado muerto sería todo cadáver, entre el espanto de la monarquía huérfana. En las conversaciones de D. Benigno notaba Salvador una particularidad extraña y que no acertaba a explicarse. Era que el buen encajero no hacía más que preguntas y más preguntas, cual si antes fuese inquisidor que amigo, y no llevase más propósito que indagar la vida, conducta y pensamientos de su compañero de casa en San Ildefonso. Después de la primera visita D. Benigno bajó cojeando la escalera; y ciñendo estrechamente al cuello el embozo para abrigarse bien, dijo dentro de su capa: «No sirve, no sirve para el caso».

En una de las visitas sucesivas (y entre unas y otras pasaban próximamente veinte días), dijo para sí: «No es digno, no, del incomparable regalo que he pensado hacerle». Más adelante aconteció que al compás de su trote cojo, murmuraba, marchando hacia su casa: «Quizás, quizás, sepa hacer buen uso de tan incomparable joya». Y por último, (allá por Julio o principios de Agosto, el día antes de partir para los Cigarrales) salió de la visita, pensando así: «Bien va esto, Benigno, esto va bien».

Partió, pues, a los Cigarrales en compañía de Alelí, que ya casi no se podía tener derecho, y allí, en aquel delicioso edén de almendros, aconteció lo que pronto, muy pronto verá el juicioso lector.