Un faccioso más y algunos frailes menos/XIX

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XIX

Como la vista del geógrafo se extiende sobre el mapa, así la imaginación del excelente D. Benigno volaba hacia el Norte en seguimiento del prófugo, buscándole por llanos y laderas, sendas y atajos. Veía media Castilla, medio Aragón, el caudaloso Ebro, y luego las estribaciones pirenaicas cubiertas de verdura y plagadas de serpientes que de mil escondrijos salían. Y no será aventurado afirmar también que la imaginación del fugitivo se iba quedando atrás como un hilo desenvuelto del ovillo que rueda. Rodaba nuestro hombre con la prisa que tan cachazudos tiempos permitían, anhelando llegar pronto, y pues todo es relativo en el mundo, su tartana, galera o silla de postas (que en la categoría del vehículo no están conformes las referencias) llevaba un paso que en comparación del de la tortuga habría podido llamarse veloz. Cruzó el llano de Alcalá, la aromosa y pobre Alcarria, hacia donde cae el reino de las abejas; vio a Sigüenza donde hay colmenas de clérigos, y atravesó la estrecha cuenca del Jalón, que corre silbando por la angostura como una espada de agua que se envaina en montañas. La romana Bilblíis lo mostró ya la tierra aragonesa. En la feraz vega de Zaragoza, pasó por entre pilas de melocotones que parecían balas de fuego, y vio las lozanas viñas de uva retinta, cuyo zumo enardece la sangre de los paisanos de Lanuza. Sin detenerse pasó por la ciudad que lleva el nombre más preclaro en las justas militares del siglo, y que tuvo en los harapos de sus tapias rotas mejor defensa que otras en la coraza de sus murallas de piedra. En Tudela pasó el Ebro entrando en franca tierra de Navarra, semillero de gente brava, pues si Rioja fue hecha para criar pimientos, Navarra fue hecha para criar soldados. Halló gran agitación en los pueblos del camino, y la gente detenía el cochecillo para pedir noticias. Era preciso satisfacer a todos, diciendo: «Sí, es cierto que ha muerto el Rey».

«¿Pero es verdad que Madrid ha proclamado ya a D. Carlos? ¿Es verdad que Cristina se ha embarcado o va en camino de embarcarse? ¿Es cierto que el Infante ha vuelto de Portugal, y está al frente del ejército?». A estas preguntas no podía contestar el viajero porque nada sabía, pero bien se le alcanzaba que provenían de falsas noticias y embustes, semilla que hábilmente sembrada en tales países había de dar pronto cosecha de tiros. Siguió su camino y al fin entró en Estella. Aunque eran las doce de un hermoso día cuando pisó la plaza Mayor, antojósele que las próximas alturas arrojaban sombra muy lúgubre sobre la ciudad y que esta se ahogaba en su cinturón de montañas. A cada paso hallaba pandillas de clérigos con capa de esclavina, paraguas y gorro de borla, charlando en lenguaje vivo sobre el asunto del día, que era la muerte del Rey y el problema de la sucesión.

Dirigiose a uno de aquellos señores para preguntarle por la residencia del coronel Seudoquis, a quien quería ver sin pérdida de tiempo, y el clérigo, hombre gordito y lucio, le contestó de esta manera:

-Nuevo es usted en esta tierra. Si no lo fuera usted, sabría que para encontrar al famoso Seudoquis no hay más que averiguar donde se juega y donde se bebe.

Apuntando con su paraguas a una esquina de la acera de enfrente, añadió el buen hombre lo que sigue: -¿Ve usted aquella casa donde dice en letras muy gordas Licores? Pues allí encontrará usted al borracho.

Y se marchó riendo y a prisa para reunirse a la cuadrilla que había seguido andando mientras él se detenía. Todos los demás individuos de paraguas encarnado y gorro negro eran también lucios y gorditos, señal indudable de no ser gente muy dada a la penitencia.

Pronto encontró Salvador a su amigo, y no le encontró embriagado ni jugando, sino en tertulia con otros tres militares y dos paisanos. La sorpresa y alegría del coronel fueron grandes. Después de abrazarse, retiráronse a un desvencijado cuarto del mesón (pues mesón, café, taberna y algo más era la tal casa) y hablaron a solas más de una hora. Cuando Salvador se retiró a descansar en la estancia que allí mismo le destinaron, creía haber ganado la partida y estaba satisfecho de su aventurado viaje, que ya tenía por venturoso. Pero Dios quiso que todos sus planes se trastornasen y que a cada dificultad vencida naciese otra imponente dificultad. Aquella misma tarde recibiose aviso de que don Santos Ladrón, el atrevido guerrillero riojano, venía sobre Estella con quinientos voluntarios, al grito de España por Carlos V. Púsose en movimiento la escasa guarnición de la plaza, y Dios sabe lo que hubiera ocurrido si no llegara oportunamente el brigadier Lorenzo, mandado por el Virrey Solá con el regimiento de Córdoba y los provinciales de Sigüenza. Lorenzo no descansó en Estella. Aquella noche vio Salvador las calles Mayor y de Santiago atestadas de soldados, que se racionaban con pan y vino; habló con ellos y pudo notar que reinaba en la tropa buen espíritu, si bien su entusiasmo por la causa que empezaban a defender no era muy grande todavía.

Lorenzo salió a media noche. Al día siguiente se tuvo noticia del combate de los Arcos, en que fueron destrozados los voluntarios de Ladrón y este hecho prisionero. Salvador vio por segunda vez la tropa de Lorenzo, de regreso a Pamplona, llevando consigo al guerrillero don Santos y a Iribarren. Lo peor del caso para nuestro amigo, fue que Lorenzo se llevó también a Pamplona a los tres prisioneros que en la cárcel de Estella estaban, y con esta determinación vino a tierra el plan construido por Monsalud de concierto con Seudoquis. Contrariedad tan inesperada parecía anunciar malísimo éxito a las tentativas generosas de Salvador, porque los prisioneros de Estella estaban ya condenados a muerte. Pero no desmayó por esto, y se puso en marcha para Pamplona, siguiendo a la brigada vencedora. Fue para él una ventaja relativa que le acompañara Seudoquis, con cuya cooperación humanitaria contaba, si bien lo sería muy difícil ejercerla en la misma residencia del Virrey.

Por el camino pudo Salvador ver a su hermano prisionero y en tal estado de extenuación y abatimiento que inspiraba lástima a cuantos le miraban. En un desvencijado carro de trasportes iba tendido sobre jergones, cuya dureza con la de las piedras competía. Como el carro tenía toldo y unos palitroques laterales al modo de rejas, su semejanza con una jaula era grande, de donde resultaba que el Sr. Navarro, mirado desde fuera, escuálido, aburrido, entumecido y soñoliento, se pareciese algo a D. Quijote cuando le llevaban encantado desde la venta a su aldea. Salvador pudo acercarse, con la venia de la escolta, y cambió algunas palabras con el preso, el cual tardó mucho en reconocerle y le miró despacio con ojos semejantes a los de un demente.

-¿Qué haces tú por aquí? -dijo acercando su rostro a los palos-. ¿Eres tú el que parece o eres otro?

-Soy el que parece -replicó Salvador inclinándose lo más posible sobre el arzón de su cabalgadura-. ¿No esperabas verme por aquí?

-No habrás venido a nada bueno.

-He venido por ti.

-¡Ah!... eres de los ministriles del Virrey. ¿Te has hecho asesor de Su Excelencia? Mira, oye, acércate más... Di al canalla de Su Excelencia que no tarde en fusilarme. Ya no puedo más.

-¿Te sientes mal? ¿Padeces mucho?

-¿A ti te importa algo que yo padezca o no? ¡Pues sí, padezco mucho, por vida del mismo rábano!... Tengo una lámpara encendida aquí.

Incorporándose dificultosamente, llevose ambas manos a los hijares. Su cara lívida causaba miedo, y cuando dilataba los labios morados con expresión equívoca y asomaban sus dientes blanquísimos, se veía en él clara y patente la sonrisa del dolor, o sea la casi imperceptible burla que el dolor hace de sí mismo cuando han concluido todos los consuelos y aun los sofismas del consuelo.

-Tú estás muy enfermo -le dijo Salvador con profunda pena-, y yo creo que el Virrey te perdonará la vida.

-¡Y al dejarme vivir llamas perdón!... vaya un perdón el tuyo. ¡Indultarme!... No, por muy masón que sea el Virrey, no será tan cruel o inhumano.

-Estás alucinado, y el sufrimiento te enloquece un poco, haciéndote disparatar.

-Yo estoy cuerdo y sé lo que me digo. Tú estás tonto y hablas más de la cuenta.

-Yo sólo te diré que no te desesperes. Ta enfermedad puede curarse todavía.

-Con cuatro tiros... ¡Rábanos! no sufrirá que sea por la espalda.

-No serán por ninguna parte. Estás enfermo y exaltado. Yo te juro que se harán esfuerzos grandes por salvarte.

-¿Y quién me salvará, tú? ¿tú? -dijo Garrote con desprecio.

-Podrá ser. No he venido a otra cosa.

-¿Desde Madrid?

-Sí. Y a Pamplona voy.

-¡Salvarme tú!... ¡Conservarme la vida! Veo que también hay verdugos de la vida.

-Yo quiero ser contigo ese verdugo de vidas.

-Mira, mira, ¿quieres dejarme en paz, intruso, y volverte otra vez a tu Madrid?

-Nos iremos

-Yo seré feliz mañana -dijo Navarro con hosca expresión-, en el foso de Pamplona. ¡Qué frío hará allí!

El prisionero temblaba.

-¿Tienes frío? -le preguntó su hermano.

-Hombre, sí, tengo frío. ¿No lo ves? ¿para qué lo preguntas? Tus pesadeces acabarían con la paciencia de un santo.

-Te proporcionaré una manta.

Alejose Salvador y al poco rato volvió con lo que había ofrecido. El prisionero tomó la manta y arrebujose en ella, añadiéndola a la manta y al capote que ya sobre sí tenía; pero ni por esas entraba en calor.

-Veo que sigues tan helado como antes. Sin embargo, el día está bueno. Pica el sol.

-Mi frío no es el frío de todo el mundo. Cien soles no lo destruirían... abur.

-No, todavía no. Tengo que hacerte una advertencia. Es indispensable que te vuelvas loco, quiero decir, que mañana, cuando te reconozcan los médicos, hallen en ti síntomas de locura.

-Hallarán el contento de morir -repuso Navarro, dando diente con diente-. ¡Ah! ya te entiendo: me fingiré cuerdo para que me maten más pronto. Me fingiré cuerdo, gritaré: «¡Viva Carlos V, mueran los masones...». Está bien, hombrecillo, adiós. Vete, que quiero echarme a dormir.

Y se tendió, envolviéndose todo y cubriéndose cara y manos, de modo que, si no fuera por el temblor, parecería un muerto a quien llevaban a enterrar.

Salvador se retiró muy desesperanzado. El convoy se detuvo para distribuir raciones. Era la época de la vendimia, y el vino estaba poco menos que de balde, porque necesitaban desalojar las tinajas para dar cabida al mosto, que era aquel año abundantísimo. Así es que el convoy pasaba, según la expresión de Seudoquis, por una calle de borracheras. A cada instante hallaban grupos jaleadores; oíanse dicharachos, cantorrios y pendencias. Bailes y jotas festejaban el pingüe Octubre, y los mozos vendimiadores aparecían manchados de mosto, feos y soeces como sacristanes, que no sacerdotes, de un Baco pedestre y envilecido. Con la caída de la tarde se fue amortiguando el escándalo de aquella bacanal campesina; se extinguieron los ruidos de guitarras y panderetas, y al anochecer, las pandillas de clérigos aparecían paseando en el camino a la entrada de las aldeas. Oscura, oscurísima era la noche cuando el convoy entró en la capital de Navarra. Y a pesar de ser tal que todo se veía negro, a Salvador le pareció que no había en ella bastantes tinieblas para ocultar lo que hacer pensaba.