Un faccioso más y algunos frailes menos/XXII

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XXII

Sin perder un instante se empezaron las indagaciones. Algunos vecinos de la calle le vieron, y según la dirección que llevaba, debió de salir por la puerta de la Rochapea. Salvador preguntaba a todo el mundo, y como el pobre enfermo era bastante conocido en Pamplona, no tardó en tener noticias del rumbo que había tomado. En compañía del Padre Zorraquín, que se le unió desde que tuvo noticia del suceso, recorrió inmediatamente todo el arrabal de la Rochapea. Al principio las indicaciones que recibió eran vagas y contradictorias; pero al fin supo que Carlos había comprado un caballo y había partido a escape en dirección de Villaba. La circunstancia de estar el pobre Navarro en posesión de su dinero fue causa de esta fuga, porque si no tuviera oro no habría encontrado caballo, y a pie no hubiera podido alejarse mucho. En el acto trató Salvador de adquirir dos cabalgaduras, una para sí y otra para Zorraquín, que se brindó a acompañarle en la humanitaria empresa que iba a acometer; pero la escasez de caballería era tal con motivo de la guerra, que en toda aquella noche y en parte del siguiente día no pudieron obtener nada de provecho. Por fin, después de recorrer todos los arrabales exteriores y las cuadras de la ciudad, lograron obtener a precio muy alto dos cuartagos de desecho, veteranos del trabajo de arrastre, cuya presencia infundía veneración y un vivo deseo de andar a pie. Al verse dueño de aquellas dos piezas, Salvador no pudo tener la risa; pero, pues no había otras mejores, forzoso era tomarlas, y dispuso que antes de emprender la primera jornada se les diera una copiosa ración de cebada, a ver si de este modo recordaban su mocedad. Hartáronse de tal manera, que después fue preciso darles igual ración de palos para hacerles abandonar la cuadra y el desusado sibaritismo que les permitió su nuevo dueño. Al fin aquellas desvencijadas máquinas se pusieron en movimiento, llevando a nuestros dos jinetes por el camino de Villaba. Era de noche y la helada dejábase sentir con intensidad. Iba Salvador en trajo de camino y Zorraquín en un pergenio mixto de viajero y eclesiástico, sin sotana, con botas negras, capa de cura y un gorro de terciopelo negro, cuyo borlón bailaba al duro compás de la caballería.

Durante las primeras horas de su expedición hablaron del objeto de ella, discutiendo las probabilidades de éxito. Zorraquín opinaba que Navarro no había tomado el camino del Baztán, sino el de las Amezcuas, donde a la sazón estaba empeñada la guerra, a lo que objetó Salvador que, siendo esta dirección la razonable, no debía creerse que la había tomado el fugitivo, pues lo lógico parecía que este caminara siempre en contra del sentido común. Con todo, las noticias que adquirieron en la madrugada confirmaron la sospecha del buen cura. Antes de llegar a Villaba dijéronles que el demente había retrocedido y vuelto hasta cerca de Pamplona, tomando después, al parecer, el camino de Lecumberri. Volvieron grupas los dos jinetes y se encaminaron a la Amezcua, sin hallar noticia alguna en seis días de molestísimo viaje, entre sustos y contrariedades. Frecuentemente tenían que apartarse del camino por no tropezar con una guerrilla que apostada en las alturas hacía fuego sobre todo viajante sospechoso, y las columnas isabelinas inspiraban tanto recelo al capellán, que no pasara cerca de ellas por nada de este mundo, temiendo infundir sospechas con su empaque de cura jinete. Los hospedajes eran infernales, pero los suplía con ventaja la caridad de los aldeanos, excitada por el Sr. Zorraquín. En algunas partes les trataron tan a cuerpo de rey, como si fueran familiares del Infante, y el astuto sacerdote no disimulaba sus opiniones para verse de este modo mejor agasajado y atendido.

Un día perdió Zorraquín su gorro negro, no se sabe cómo (aunque hay opiniones diversas sobre este suceso, sosteniendo algunos que el mismo cura lo arrojó a un muladar). Los dueños de la casa en que ambos amigos se habían hospedado le ofrecieron una boina blanca, también de borla, ancha, redonda, con aro de madera para sostener la forma de plato. Púsosela el cura historiador, mirose al espejo, echose a reír, y dijo que no se la había de quitar más, pues le caía que ni pintada. Partieron, y admitidos en el campo carlista corrieron toda la áspera sierra sin encontrar al individuo que buscaban, ni siquiera indicios de que hubiera estado por allí en ninguna época.

En todas estas andaduras y averiguaciones pasaron el mes de Febrero y parte de Marzo, Salvador muy contrariado y melancólico, Zorraquín contento y satisfecho de verse entre aquella gente. Una mañana, regresando de visitar el caserío donde los carlistas tenían sus hospitales, se le enredó la capa en un espino y quedó en dos mitades como la de San Martín. Un oficial carlista le ofreció al punto una zamarreta de piel; púsosela nuestro cura y se encontró tan bien, tan ágil, tan a gusto con aquella prenda, propia para abrigar sin impedir los movimientos, que gustosísimo la tuvo por suya y prometió llevarla siempre de allí en adelante. Como le crecía la barba, y no había querido afeitarse, ya no parecía tal cura sino un capitán de malhechores, jefe de guerrilla o cosa así. Él se reía, se reía y estaba cada vez más contento.

Con la certidumbre de que Navarro no estaba en la Amezcua, partieron para Levante. Pero el temor de encontrar alguna columna del ejército de Saarsfield les obligó a tomar precauciones. «Aunque son impropias de mí -dijo el cura-, no será malo que llevemos algún arma». Un guerrillero que les acompañaba, por ser amigo o hijo espiritual de Zorraquín, dio a este un sable. Al ponérselo ¡cómo se reía el buen cura!... Salvador le regaló un cinto con dos pistolas que no necesitaba. Cuando se vio con tales arreos el capellán, a quien ya no conocería ni la Iglesia su madre ni la madre que le parió, soltó tan gran carcajada, que las gentes salían al camino para verle. El mismo Salvador, que había asistido a su lenta trasformación, casi no le reconocía bien.

-Sr. D. Salvador amigo -dijo el cura-. Según asegura un buen hombre que ayer llegó de Pamplona, allí corre la voz de que yo me he pasado a las facciones y estoy al frente de una compañía de escopeteros. Podrá ser mentira, ¿eh? pero parece que es verdad. El Señor ha guiado mis pasos, trayendome insensiblemente hasta aquí; ha mudado mi figura, me ha puesto en una vía de la que no puedo apartarme ya. Usted, como incrédulo, dirá que la casualidad es quien me ha dado esta guerrera facha, y yo digo que es Dios, el mismísimo Dios quien se ha servido dármela... Por tanto, amigo, es llegado el momento de que nos separemos. Usted se irá tras su humanitario objeto, y yo me quedo aquí en cumplimiento de la voluntad de Dios, que de seguro no me destina a soldado de combate, sino a otras funciones modestas, tales como a la intendencia militar, a la sanidad, a cuidar la impedimenta o a cualquier otro empleo modesto. Dígolo, porque, si bien siento en mí cierto ardorcillo, no puedo menos de asustarme cuando oigo muy de cerca los tiros... Pero eso pasará; que a todo se hacen los hombres... Voy a presentarme al general, para que disponga de mí. Adiós... buena suerte y cuente usted con un amigo. Venga un abrazo.

Salvador le abrazó riendo. Después de augurarle un brillante porvenir en la nueva carrera que emprendía, se despidió para tomar la senda de Pamplona. Por el camino iba pensando que debía dar por suficientemente apurados los medios de investigar el paradero del pobre enfermo fugitivo, pues no daban noticias de él en todo el territorio de la Amezcua. De seguirlo buscando, era preciso recorrer minuciosamente la Navarra entera, para lo que no bastarían dos ni tres años. Pero Dios que lo había dispuesto de otra manera, hizo que cuando había perdido la esperanza de tener noticias del desgraciado Navarro, las tuviese auténticas por un testigo de vista. Loado sea Dios. El Sr. Garrote vivía, aunque en estado deplorable, pues había llegado a servir de diversión a los chicos. Hallábase cerca de Elizondo en un caserío, al cual bajó desde los Alduides a mediados de Marzo. Era ya evidente que el fugitivo al escaparse de Pamplona había salido a Villaba, y tomando el valle del Arga había subido a la sierra, en cuyos riscos y espesuras pasó, no se sabe cómo, la mayor parte del tiempo de su misteriosa peregrinación.

Saber el otro estas noticias y ponerse en camino para el Baztán fue todo uno. Las facciones de Eraso, que operaban por aquella parte, le impidieron la marcha muchas veces, deteniéndole días y más días, a veces no sin riesgo de su vida; pero al fin, a principios de Mayo vio las casas de Elizondo. Hallábase en tierra carlista, absolutamente dominada por las facciones.

La casa en que le dijeron hallarse su hermano estaba a tres cuartos de legua de Elizondo por el camino de Urdax. Presentose en ella y su asombro fue grande al ver que el demente, lejos de servir de diversión a los chicos, pasaba en el país por un hombre pacífico y hasta razonable. La casa era viejísima y ruinosa, de esas que después de haber sido palacio de ricos pasan a ser morada de labradores miserables. Habitábala una mujer con cuatro chicos menores. El esposo y dos hijos adolescentes estaban en la acción. Personas, vivienda, mueblaje, animales domésticos, todo allí tenía un triste sello de abandono, indigencia y atraso. Cuando Salvador preguntó por su hermano, la mujer refirió que el Sr. Navarro había sido hallado una noche sobre la nieve, como muerto; que le habían conducido en hombros a aquella casa, donde aún seguía por no poder moverse, a causa de la perlesía que le cogía medio cuerpo. Salvador subió, y vio a su hermano arrojado en el más desigual y abominable jergón que ha sostenido cuerpos en el mundo. El cuarto correspondía a la cama y el enfermo no desmerecía de tan atroz conjunto. Tendido a lo largo, D. Carlos se apoyaba en el codo izquierdo. Delante tenía una silla, sobre la cual había un papel, y en aquel papel fijaba los ojos y la mano vacilante, trazando, al parecer líneas o puntos. Aquello, que tenía aspecto de mapa, absorbía tan profundamente su atención, que no alzó los ojos de la silla cuando sintió los pasos de su hermano cerca de sí:

-¿Quién es? ¿quién me interrumpe? -dijo sin apartar la mirada del papel-. No quiero que me interrumpa nadie ahora. No he encontrado todavía el sitio más a propósito para dar la batalla; pero ya me parece que le tengo, ya le tengo... ¿Sr. Eraso, ve usted esta línea?

Como no recibiera contestación volvió a decir:

-¿Ve usted esta línea? Pues las fuerzas de usted no me han de pasar de esta línea... aquí.

Alzando entonces los ojos vio a su hermano, y fue tal su sorpresa que se le cayó el lápiz de la mano y estuvo como lelo bastante tiempo.

-¿Ya estás aquí otra vez? -dijo con ahogada voz.

Parecía tener miedo. Salvador observaba en la fisonomía de su hermano los estragos de la enfermedad. Estaba cadavérico. Sólo la mitad de su cuerpo se movía difícil y temblorosamente, y a veces la lengua no le obedecía bien y trituraba las palabras.

-Sí -dijo Salvador-. Me dijeron que estabas muy solo, y he venido a hacerte compañía.

-No la necesito -replicó Carlos con desprecio-. Yo creía estar ya libre de tus beneficios, y vienes otra vez con ellos.

-No los aceptes si no quieres. Cuando me lo mandes me marcharé.

Diciendo esto Salvador buscó con sus ojos una silla; pero como no era fácil que la encontrase aunque la buscase con los ojos de todo el género humano, sentose a los pies de la cama.

-Bueno, pues ahora mismo. Temo que tu presencia me estorbe para encontrar el sitio más a propósito para la batalla... Vete, ya estoy turbado, ya se me han ido las ideas, ya no sé lo que pasa en mí. Tú tienes la culpa, tú, que hace tiempo te has propuesto trastornar todas mis ideas.

-¿Sabes -dijo Salvador- que estás muy mal alojado?

-Me encuentro bien aquí. Cuando mejore de mi herida...

-¿Estás herido?

-Sí... el lado izquierdo... poca cosa... Cuando mejore, seguiré mi camino, y hallado el sitio más a propósito...

-Ven conmigo, y yo te aseguro que encontraremos juntos el mejor sitio para esa batalla.

Esto decía cuando empezó a llover. El agua entraba por el techo, que tenía más agujeros que una criba, y después que las gotas salpicaron de agua el suelo polvoroso, siguieron menudos chorros que formaban charcos en diversos puntos.

-Esto es vivir en campo raso -dijo Salvador con escalofrío-. ¿Sabes que me parece has encontrado el sitio de la batalla?

-¿Cuál?

-Este páramo... Es indispensable que salgas de aquí.

-Choza o palacio -dijo el enfermo en tono solemne y sentencioso- son iguales para mí.

-Es que estás muy enfermo.

-No importa.

-Y estarás peor cada día.

-No importa.

-Y en este sitio no podrás restablecerte.

-Te digo que no importa -gritó Navarro exaltándose-. Harías bien en dejarme solo.

Salvador pensó que no había más remedio que recurrir a la fuerza. Sin embargo, trató de apurar todos los recursos de su ingenio para dominarle.

-¡Estábamos tan bien en nuestra casa de Pamplona!... -dijo con pena-. Nada faltaba allí.

-Pero sobraban muchas cosas.

-¿Qué?

-¡Tus beneficios tus cuidados, tu... tú!... -gritó agrandando la voz a cada palabra-. Como me llamo Zumalacárregui, así es verdad que me incomodan tus beneficios. No quiero nada tuyo.

Salvador calló. Un hilo de agua que cayó del techo sobre su cabeza, obligole a apartarse de allí. El viento entraba por distintos lados formando pequeñas tempestades que arrebataron de la silla el papel en que Navarro trazaba sus garabatos, llevándolo al otro extremo de la titulada habitación.

-¡Mi plano...! -dijo Carlos extendiendo su brazo.

Salvador se lo alcanzó.

En la desvencijada escalera de la casa hacían tal ruido los cuatro chicos, hijos de la aldeana propietaria de tan singular edificio, que bastara aquella música para volver loco a cualquiera que en tales regiones habitase.