Un faccioso más y algunos frailes menos/XXIX

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XXIX

Tan turbado estaba D. Rodriguín, que las primeras palabras salidas de su boca fueron un latinajo incomprensible. No acertaba a pedir socorro en castellano ni a expresarse tampoco en vulgar latín.

-Ya, ya sabemos lo que usted desea -dijo cariñosamente el señor mayor, poniéndole la mano en el hombro-. Usted viene huyendo de la degollina de San Isidro... Aquí no hay que temer... Sola, querida hija, a este caballerito le vendrá bien una taza de caldo.

-Utique... gratias agere...

-O un vasito de vino blanco con bizcochos.

-Mejor vino que caldo -dijo entonces en claro español el estudiante.

Y no se saciaba de mirar al señor de los espejuelos de oro, y a la joven, y a los chicos, que no menos espantados que él le rodeaban.

Sola (pues no era otra la señora de aquella casa) salió en busca del reconfortante, y D. Rodriguín, ya completamente recobrado el sentido, pudo reconocer a D. Benigno.

-Ya sé donde estoy -dijo-. Ya sé que debo esta hospitalidad a don Benigno Cordero y a su digna esposa.

-No es esta señora mi mujer -replicó el de Boteros algo amostazado-, aunque sí lo fuera nada tendría de particular... Esta casa, no es mi casa, es de un amigo que está ausente, es del esposo de esa dignísima señora, ¿entiende usted?... Vamos a otra cosa... Podrían verlo a usted desde el tejado, si a los sicarios se les antoja subir para que no queden vivos ni los gatos... ¡qué horrible día, Virgen del Sagrario!... Bajemos, señor subdiácono...

-No soy subdiácono, sino colegial -dijo Rodriguín, siguiendo a don Benigno por la escalera abajo-. Suum cuique.

La casa no era de vecindad. Tenía dos pisos altos, ocupados por un solo inquilino. Demasiado grande para un soltero, era tal que para un casado sin hijos, sobraba más de la mitad. Sola se instaló en ella desde el día de su boda para limpiarla y tenerla en tal disposición que todo lo hallase a punto su marido cuando viniese. Una criada elegida por ella, Juanito Jacobo y el criado que Salvador había dejado en la casa, daban compañía y custodia a Sola por la noche, y por el día D. Benigno, su hermana y sus hijos mayores apenas salían de allí. Todos ayudaban a la grande obra de la limpieza y buena distribución de los muebles, al adorno y arreglo de la casa, que estaba primorosa. No faltaba en ella más que una cosa, el amo. Esperábanle cada semana, cada día, cada hora. Se habían recibido cartas suyas. Su esposa no cesaba de cavilar y de calentarse el cerebro, ya contando horas y minutos, ya imaginando obstáculos, o bien discurriendo el modo de ir al encuentro de su cara mitad, cosa harto difícil ciertamente por no saber qué camino traía.

El cólera había llenado de consternación y luto el alma de la señora, afectando también a sus leales amigos. Más que por sí mismos, temían ella y ellos por el ausente. ¡Santo Dios, si la epidemia le atacara en el camino!... ¿Tendría Dios dispuesto que no llegara a disfrutar el bien por tanto tiempo esperado?

-Lo peor de todo -decía Cordero, constante en su entrañable afecto-, sería que Dios te llevase a ti antes o después de que tu marido viniese, porque entonces... Y... yo pregunto: «¿dónde se encontrará otra Sola?»

Y añadía para sí:

-Si esta idea no implicara la pérdida de un ser tan querido, me regocijaría con ella... ¡Qué chasco para el amiguito! ¿eh?... ¡Pero no, Señor Dios Poderoso! ¡Barástolis, no! Antes de matarla a ella, mátame tres veces a mí, y que mi salvación me consuele de su felicidad.

El tremendo día 16 fue para todos los que en aquella casa habitaban, día de grandísima angustia, por la proximidad de la catástrofe. Reproducir aquí los apóstrofes que de su venerable boca echó D. Benigno al ver la matanza, las observaciones atinadísimas que hizo acerca de las justicias populares y del aborrecido imperio del vulgo, fuera imposible, sin dar a este relato dimensiones desproporcionadas. Puede ser que todos estos dichos sean recogidos escrupulosamente por algún cachazudo historiador que los perpetúe, como sin duda merecen.

Por la noche, cuando el barrio quedó tranquilo y se supo la verdad de lo ocurrido, viendo el hecho en todo su horror, el héroe no daba paz a la lengua para maldecir a aquel indolente Gobierno, que tales crímenes había permitido, si no por expreso consentimiento, por pereza y descuido casi tan execrables como el consentimiento mismo. Y aquí tenía el compadecer a la libertad, deplorando que su causa estuviese en tales manos, y el sacar a relucir ejemplos de Grecia y de Roma para sentar el principio de que las manos bárbaras y sucias del vulgo envilecen cuanto tocan y destrozan aquello mismo que quieren defender.

D. Rodriguín oía esto y callaba, admirando la elocuencia del buen señor; pero como las palabras carlista y liberal saliesen a relucir, tal vez impensadamente, en la perorata de Cordero, encrespose el colegial, cambiáronse serias réplicas y reticencias, y trabose al fin una disputilla que no se sabe a dónde habría parado, si Sola no ordenase el silencio para restablecer la paz. Al día siguiente, D. Benigno dijo a su amiga con mucho misterio:

-Es preciso mandar a su casa a este subdiácono. Es un espía carlista... ¡Barástolis! tan bueno es Juan como Pedro, y entre las chaquetas de los desalmados y las sotanas de estas culebrillas no se sabe qué escoger.

Dicho y hecho. Avisose a la familia del colegial, y vestido este de seglar abandonó la casa, aunque ningún peligro había ya de que saliera en traje eclesiástico. Despidiose chuscamente hasta las kalendas carolinas, a lo que contestó el héroe con disparates latini-parlantes, que también se le alcanzaba algo de macarronismo.

Al ver Sola que pasaba un día y otro, que arreciaba la epidemia, que se cometían asesinatos horrorosos a ciencia y paciencia de las autoridades, pareciole que el Universo se descuajaba, que la máquina social y física del mundo se hacía pedazos, y que por jamás de los jamases se vería al lado de su legítimo dueño y consorte. Amarga tristeza se apoderó de ella, y no se le ocurría pensamiento alguno que no fuese de muerte o duelo. Pensó salir de Madrid, corriendo a la ventura en busca del esposo que Dios y la ley le habían dado; pero Cordero le quitó de la cabeza esta atrevida idea, impropia de persona tan razonable. Durante tres días el héroe no se ocupaba más que de reunir datos para escribir una memoria sobre el sangriento acontecimiento del día 16, y buscaba referencias, interrogaba a los testigos oculares, bebía en las mismas fuentes de la verdad histórica, perseguía detalles, frases, accidentes mil, y esas pequeñeces de que tanto jugo suele sacar la diligente Clio. Escudriñando tan escandalosos sucesos, vio que a los horrores del colegio Imperial y de Santo Tomás habían excedido los de San Francisco el Grande, donde perecieron a navajazos cincuenta individuos. En la Merced Calzada también fue grande el estrago. De los de San Francisco dio noticias prolijas el menguado Rufete, que estaba de guardia aquel día y adquirió cierta fama no envidiable, por haber dado seguridades al general de la Orden de que nada ocurriría en la casa, y haber poco después permitido el libre paso de los viles asesinos. Rufete desfiguraba los hechos para velar su cobardía, que quizás, o sin quizás, más que cobardía, fue complicidad con los infames asesinos. El oficialete declaraba haber salvado de la muerte a muchos franciscanos; pero los que lograron salir vivos de la infame jornada aseguraban que en el momento del conflicto no se vio al señor oficial por ninguna parte. Había razones sobradas para afirmar que el Sr. Rufete hubo de esconderse en los sótanos del edificio, no dando señales de vida hasta que, muerta ya media comunidad, apareció muy fiero, echando ternos y venablos contra la pillería. Todos estos datos, noticias y versiones las iba recogiendo Cordero de los mismos héroes de la tragedia, para poner luego a cada cual en el lugar que le correspondía. Es indudable que el exaltado Rufete ocupó el que por sí mismo eligiera en lo más crudo del degüello, es a saber, la alcantarilla.

Faltara a todas las exigencias de la Historia el buen Cordero, si omitiera lo que se dijo de envenenamiento de aguas, y la parte que tuvo en esta brutal creencia la bendita y entonces malhadada tierra de San Ignacio. Este ingrediente desempeñó en aquellos sucesos terribles un papel de primer orden. Fue arma odiosa de la mala fe, de la ignorancia, y absurdo pretexto, ya que no causa, de uno de los más feos crímenes políticos que se han cometido en España. Conocemos la víctima y el grosero instrumento. La mano, ¿qué mano era y dónde estaba? ¿Creeremos en el espontáneo error del populacho y en un movimiento instintivo y ciego de su barbarie?... Difícil es creer esto. Pero el aguijón que inquietó al bruto, haciéndole morder y cocear, quedó escondido en el misterio. ¿Fue el degüello cosa resuelta y ordenada en círculos oscuros, ávidos de maldad y escándalo? También es difícil asegurar esto, que por su enormidad se resiste a la razón humana. La Fatalidad, causa cómoda de los hechos oscuros, y luz mentirosa de lo que no puede alumbrarse, se presenta aquí reclamando su página, la página a que le dan derecho las perplejidades del narrador y el convencionalismo de la Historia... Bienvenida sea esa madrastra Fatalidad, que tan bondadosamente se presta a adoptar todo hijo abandonado, por lo general feo y enclenque, a quien rechaza la misma Lógica que en las tinieblas lo engendró.

Rumores corrieron de que el bondadoso Padre Alelí había perecido en las ferocidades del 16. Esto no resultó cierto por fortuna. Hallábase el anciano en la enfermería de su convento, ya completamente perturbado y sin juicio, cuando acaecieron los asesinatos. De nada se dio cuenta. Cordero le acompañaba un buen rato todos los días, hasta el de su muerte, la cual fue por lo tranquila y suave, casi inadvertida. Una siesta más larga que las de costumbre ocultó el momento de su tránsito, ocurrido a fines de Julio.

Nazaria murió del colera al siguiente día de la matanza. Heredó Tablas su mal; pero por aquel don de inmunidad que acompaña, según un viejo refrán, a la mala hierba, el animal venció a la epidemia asiática, o esta quizás asustose de él, dejándole libre, aunque muy bien recomendado a un cáncer que le tomó por su cuenta algunos años adelante. Por Romualda, a quien hallamos una mañana subiendo casi a gatas la empinada escalera de una casa de la calle de la Ruda, supimos que López llevaba con poca resignación su desgracia. Romualda subió tanto y tanto, que una noche la hallaron detenida en el peldaño octogésimo. Estaba prosternada, como besando la escalera. Tanto subió que sin pensarlo había llegado al cielo. López fue al hospital. Que murió no puede dudarse, por la índole incurable de su mal, pero nadie sabe cuándo ni cómo se extinguió aquella miserable vida, ni hay noticias del lugar de su sepultura. Acabó en el misterio, enteramente a solas si no le acompañaran el dolor y su conciencia, única compañía que le cuadraba.