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Un señor de muchos pergaminos

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Tradiciones peruanas - Quinta serie
Un señor de muchos pergaminos

de Ricardo Palma


Tres cuartos de siglo, fecha de suyo respetable, llevaba de comer puchero (plato cuya invención se debe, según me dijo un gastrónomo, a la madre de San Agustín) el Sr. D. Alejo de Valdez y Bazán, corregidor en 1671 del Cabildo del Cuzco.

Los Valdez y Bazán, pertenecientes a la más rancia nobleza de Aragón, eran en el Perú muy considerados desde los tiempos de Pizarro; y más tarde, por enlace de familia, se aliaron con los Caviedes de Toledo, nobles como la gorra de Pilatos, y con los descendientes del caballero de espuela dorada D. Gristóbal de Peralta, que fue uno de aquellos trece conquistadores que tuvieron la guapeza de quedarse en la isla del Gallo. Por Valdez tenía tres barras de azur en campo de plata; por Bazán quince escaques, ocho de sable y siete de plata; bordura de gules y ocho aspas de oro.

Con esto queda dicho que en los reinos del Perú no podía haber quien en punto a lo acuartelado de la nobleza le tosiese con buen título a un Valdez y Bazán, por mucho que uno de los grandes poetas de esa época hubiera escrito:


«No digas cuando vieres alto el vuelo
del cohete, en la pólvora animado,
que va derecho al cielo encaminado,
pues no siempre quien sube llega al cielo».


En punto a pretensiones heráldicas, los Valdez y Bazán podían hacer competencia a los Quirós de Velasco, en cuyo escudo se leía este mote:


«Antes que, a la voz de Dios,
valles hubiera y peñascos,
ya Quirós era Quirós
y los Velascos Velascos»,

o a los Bustamante, que sostenían que el primer hombre se firmaba Adán de Bustamante.

Sin embargo, el escudo de los Bustamante no les da alas para tantos humos; pues no hay en él más que trece roeles o besantes de gules en campo de oro, lo que en heráldica representa poquísima cosa. Valen más las armas de los Buendía, que son un sol de oro en campo de azur, o las de los Calatayud, que son tres zapatos jaquelados de plata y sable en campo de gules.

Daba también en el Cuzco gran importancia a los Valdez y Bazán la circunstancia de que de padres a hijos se habían declarado protectores de la orden de la Merced y gastado no poco en la fábrica del convento, adorno de la iglesia y fundación de capellanías. «A canas honradas no hay puertas cerradas».

El Valdez y Bazán de quien nos ocupamos cumplía sin discrepar un ápice con sus deberes de cristiano viejo y de leal vasallo, siendo por lo generoso y caritativo muy querido del pueblo. Pero en tocándolo a lo rancio y auténtico de sus pergaminos, tiraba los treinta dineros y se le subía a las barbas a cualquiera. Lo que prueba que no hay caracol que no tenga comba, ni hombre sin lado flaco o pantorrilla como hoy decimos.

Vino por entonces al Cuzco un mancebo, sobrino del Excmo. Sr. don Pedro de Castro y Andrade, conde de Lemos y virrey del Perú, al que también había agarrado el diablo por esto de la nobleza de su abolengo; y un día trabose de palabra con el anciano Valdez y Bazán a propósito de si eran hechos los unos de mejor pasta que los otros. Ambos alegaban venir, no del padre Adán, que fue un plebeyo del codo a la mano e inhábil para el uso del Don, sino de reyes, que así pudieron ser los de copas y bastos como dos perdidos; pues si me atengo a lo que dice el poeta de la Henriada,

Le premier qui fât roi fût un bandit heureux.

Claro es que nuestros dos hidalgos de sangre azul rechazaban todo parentesco con Cristo señor nuestro; porque al fin, el Redentor fue hijo de carpintero y plebeyo por todos sus cuatro costados, pues el parentesco con el rey David viene de árbol genealógico un tanto revesado.

Desde ese día, el de Valdez y Bazán tomó tirria y enemiga por el de Sarmiento y Sotomayor, que era un mozo zumbón y cachidiablo, que no perdía oportunidad de desatarse en burlas contra el anciano corregidor. Chismosos de oficio, que siempre abundan, iban luego a éste con el cuento; y alguno que a la limpieza de sangre atañía, hubo de llegarle tan a lo vivo, que gritó furioso su señoría:

-Miente el bellaco por mitad de la barba; que bien nacido y de sangre azul soy, así por la sábana de arriba como por la sábana de abajo.

Y tras ceñirse la tizona, calose el chambergo, embozose en la capa de paño de San Fernando y echose a la calle en busca del vizconde.

Hizo el demonio que a poco andar lo avistase, e interceptándole el paso le dijo con estudiada cortesía:

-Dudo, señor hidalgo, que vuesa merced se ocupe de poner mi honra en lenguas, y saber querría de su boca lo que hay de veras en ello.

-Déjeme en paz el abuelo, que está ñoño, y por hoy no me siento de humor para escuchar chocheces -contestó con arrogancia el de Sotomayor, haciendo ademán de voltear la espalda.

Pues mal que le pese -dijo el de Valdez y Bazán cortándole el camino-, habrá de oírme el mozuelo irreverente y respetar el lustre de mis canas y el cargo que por el rey tengo.

Hágase a un lado el Matusalén, que me está mal oír agravios de quien por sus canas, más que por su cargo, escudado está de mí.

-Pues sépase el mal nacido que las canas no han quitado bríos a mi brazo para castigar su insolencia y matarlo hierro a hierro.

Y alzando la mano descargó sobre la mejilla del mancebo un sonoro bofetón de cuello vuelto.

El de Sotomayor echó mano a la espada; pero interponiéndose cuantos por allí pasaban, lograron separar a los contendientes, llevándoselos en opuestas direcciones.

De presumir era, sin embargo, que el lance no podía quedar sin desenlace trágico. No eran nuestros hidalgos de la gente que dice: «más vale entenderse a coplas que acudir a las manoplas».

Nuestros abuelos no se conformaban con devolver en la misma moneda el bofetón recibido. Así, no recuerdo en qué cronicón del Perú o de Chile he leído que en 1670 alguien confirmó en la mejilla al capitán Matías de la Zerpa, y que éste le cortó la mano a su ofensor, la clavó en la puerta de la Real Audiencia y puso debajo este cartel:


«Zerpa esta mano cortó
porque una vez lo agravió».


El capitán Zerpa pertenecía a familia noble de España y Portugal, cuyas armas eran un grifo de sinople en campo de oro, bordura de plata, y gules, con cinco castillos de Castilla y cinco quinas portuguesas.

II

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Era la del alba cuando los dos adversarios, acompañados de sus padrinos, se reunían en Arcu-punco.

El viajero que saliendo de la plaza de Limac-pampa para dirigirse a Puno o Arequipa, quiera fijarse en una cruz que sobre un tosco peldaño existe a poquísimas cuadras de camino, sabrá que en ese sitio cayó el vizconde de Sotomayor, traspasado el pecho en leal combate por la espada del que, a pesar de sus sesenta, y cinco diciembres, conservaba para esgrimirla los puños y la destreza de la mocedad.


III

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Cuando el virrey tuvo noticia del suceso, escribió a los alcaldes del Cuzco recomendándoles el pronto castigo del anciano, que contraviniendo a las reales pragmáticas sobre el desafío, enviara a su sobrino a mundo más poblado que el que habitamos.

Muy rico, estimado e influyente era el de Valdez y Bazán para que ningún golilla del Cuzco se le atreviese. Por llenar fórmulas o hacer que hacemos citáronle a declarar; pero él se negó a darse por notificado, alegando que, siendo el muerto de familia del virrey, la justicia de estos reinos estaba impedida, de juzgarlo, y que por lo tanto no reconocía más tribunal que el del rey y su Consejo.

La causa iba con pies de plomo, y alcaldes y escribanos se excusaban de conocer en ella. Aburrido el virrey llamó un día al licenciado Estremadoiro, que ejercía un modesto empleo en Lima y que aspiraba a ser nombrado oidor de la Real Audiencia en una vacante que a la sazón había, y díjole:

-Cuente con ella el señor licenciado, que hoy mismo escribo a la corte, y el rey no me negará tan pequeña gracia; pero mañana sale vuesa merced para el Cuzco, y sin dar treguas a las caballerías ni descanso al cuerpo, llega, y forma causa a ese orgulloso de Valdez y Bazán; y en cadalso enlutado, que con su nobleza, hay que ser ceremonioso, le corta la cabeza, cuidando de que le hagan un buen entierro, con muchos cirios y dobles de campanas, y se vuelve por donde fue, para ocupar el asiento que en la Audiencia hay vaco.

Tan halagüeña promesa puso alas al licenciado Estremadoiro, y a poquísimos días dio con su cuerpo en la posada o tambo de Zurite, pueblo próximo al Cuzco.

Rendido de cansancio estaba el futuro oidor, durmiendo sobre un camistrajo, cuando despertó movido por la mano de un hombre que traía el rostro cubierto por un antifaz.

-¡Jesucristo!-exclamó el juez, al abrir los ojos y hallarse con esa visión que juzgó cosa de la otra vida.

-No se asuste, señor licenciado. He venido a proponerle que elija entre esa bolsa con trescientas onzas, para que deshaga camino y se vuelva a Lima, o una horca en la puerta de esta posada, si persiste en ir al Cuzco.

Yo no sé, pues mis apuntes no lo dicen, lo que contestaría el licenciado Estremadoiro, así como ignoro si, andando los años, llegó a ser oidor de alguna Real Audiencia; pero lo que sí me consta es que de Zurite no avanzó un palmo de camino para el Cuzco, sino que volvió grupas y se vino a Lima, donde llegó el 8 de diciembre de 1672, precisamente a tiempo para asistir al entierro de su excelencia D. Pedro de Castro y Andrade, conde de Lemos y virrey del Perú por su majestad Carlos II.

Por supuesto que no volvió a hablarse del proceso, y que Valdez y Bazán murió de viejo y no de médicos.