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Un virrey capitulero

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Tradiciones peruanas - Quinta serie
Un virrey capitulero

de Ricardo Palma


Hasta los primeros tiempos de la República, nada preocupaba tanto los ánimos en la sociedad limeña como el acto de elección de prelado o abadesa de un convento. La influencia teocrática pesaba demasiado sobre los americanos, pues no había familia que no contase entre sus miembros por lo menos un par de frailes y otras tantas monjas.

Más que los mismos conventuales, inmediatamente interesados en la elección, se agitaban los partidos en las casas de la ciudad, y se recurría a todo género de intrigas y cohecho para ganar capítulo. Llenas están las crónicas de escandalosas escenas eleccionarias, y mucha tinta habríamos de gastar si nos propusiéramos historiar los capítulos más reñidos. Someramente hemos dado noticia de algunos en varias de nuestras tradiciones.

Pero el capitulo o elección de provincial agustino, en 1669, merece que le consagremos artículo especial; porque no sólo fue religiosa, sino altamente política y social su importancia. Para historiarlo hemos procurado beber en buenas fuentes y consultado un curioso manuscrito de aquellos tiempos.

Grande era el prestigio que dos frailes hermanos tenían en la buena sociedad limeña y en los claustros agustinos. Los padres Diego y Jerónimo de Urrutia habían nacido en Lima y pertenecían a familia de las más ilustres y ricas del país. Al pronunciar los votos monásticos, trajeron al tesoro de la comunidad cincuenta mil pesos en moneda sellada y una valiosa hacienda situada en el fértil valle de Bocanegra.

El menor de ellos, fray Jerónimo, hizo un viaje a Roma, donde el papa Alejandro VII le acordó por escrito varias distinciones y prerrogativas. Estuvo después en Madrid, y obtuvo de Felipe IV algunas mercedes y una carta de recomendación para el virrey del Perú, conde de Santisteban.

Llegado a Lima con tan prestigiosos elementos, organizó un partido para hacer elegir provincial a su hermano Diego. Los frailes españoles, que no querían dejarse quitar el mando, tomaron por candidato al padre Tovar, natural de Galicia. Los limeños, partidarios entusiastas de los Urrutias, bautizaron a aquéllos con el apodo de los zapatones, y éstos en despique llamaron a sus contrarios los mazamorreros. Aunque el conde de Santisteban protegía a los Urrutias, el triunfo de éstos parecía dudoso, pues los sacerdotes americanos y portugueses con derecho eran veintiséis y los españoles veintinueve. Ambos bandos veían en la lucha una cuestión de honra nacional y no economizaban oro ni influencias y ardides para alcanzar el triunfo. No había en Lima quien no estuviese interesado en pro de un bando. El capítulo fue reñidísimo; pero al fin, por mayoría de un voto, triunfó el limeño fray Diego de Urrutia.

Los criollos o peruleros vieron con orgullo y celebraron con grandes fiestas la victoria. Y había razón, porque hasta entonces el pandero había estado siempre en manos de los españoles. Esta elección ganada era un pasito que, a lo somorgujo, dábamos los peruanos en el camino de la independencia.

Durante el período del padre Urrutia llegó nuevo virrey, que lo fue D. Pedro de Castro y Andrade, conde de Lemos, gran amigo de los jesuitas, quien por ciertas faltillas y desacatos puso preso en el Callao a Pérez de Guzmán, gobernador de Panamá. Fray Jerónimo de Urrutia que, cuando pasó por el istmo en su viaje a Europa, había sido muy agasajado por éste, fue a visitarlo en la prisión, y hallándolo escaso de recursos, lo obsequió cuatro mil pesos.

Súpolo el virrey, y desde ese momento tomó ojeriza por los Urrutias, quienes confiados en la popularidad de que gozaban en Lima, y más que todo en el número de frailes con que habían sabido reforzar el partido criollo, maldita la importancia que daban al enojo del mandatario.

Llegó el año de 1669, en que debía celebrarse nuevo capítulo, y los Urrutias presentaron por candidato a un sacerdote de su parcialidad. El triunfo era para ellos seguro; pues contaban con cuarenta y cuatro votos de barreta, como hoy se dice, contra quince que proclamaban al padre Tovar, doce que apoyaban al padre Ulloa y nueve partidarios del padre Lagunilla. Esta anarquía del partido español era también una, garantía de triunfo para los criollos.

El virrey, que era paisano y muy amigo de Lagunilla, se entendió con los adeptos de Tovar, consiguiendo por medio de manejos en que intervinieron los jesuitas que aquéllos desistieran.

En cuanto al padre Bartolomé de Ulloa, fue más fácil tarea la de hacerlo abandonar su pretensión. Pesaba sobre él una acusación de la que aunque resultara absuelto y penados sus acusadores, algo quedaba en la conciencia pública; pues, como dice el refrán, el sartenazo si no duele tizna. He aquí la acusación. Siendo el padre Ulloa prior del convento del Cuzco, sus enemigos sorprendieron en su celda a una mozuela, a la que, según diz que resultó del proceso, habían pagado para que se prestase a tamaño escándalo.

El sagaz virrey acabó de convencer a los de estas parcialidades, ofreciéndoles cargos en el Definitorio, y añadió:

-Padres míos, sigamos en este empeño hasta el último suspiro, si es preciso; porque si no nos unimos los españoles, estos peruleros quedarán para siempre encima como el aceite.

Aun así, como se ve, el partido español no reunía sino treinta y seis votos contra cuarenta y cuatro del partido criollo o de los Urrutias. Éstos disponían además del Definitorio, llamado por la constitución agustina a calificar los religiosos con derecho a voto; y asegurábase que era punto acordado el privar de sufragio, por motivo más o menos fundado, a tres de los del partido español.

Llegó el 29 de julio, y el virrey, de acuerdo con la Audiencia, pasó oficio a fray Diego de Urrutia para que inmediatamente tocase a capítulo. Respondió éste que no era ello posible porque aun el Definitorio no había hecho las calificaciones. Insistió el virrey, obstinose Urrutia, y su excelencia cortó por lo sano, dirigiéndose con buena escolta y dos calesas con las cortinillas corridas al convento de San Agustín.

Llegado el conde de Lemos a la portería, llamó a fray Diego y a cuatro sacerdotes de los más influyentes en el partido criollo, y sin atender a razones, protestas ni latinos, los enjauló en las calesas y los mandó al Callao.

Entrose luego su excelencia, acompañado de los oidores de la Real Audiencia, a la sala capitular e intimó a los frailes que procediesen a la elección. Los soldados, que ocupaban los claustros, rechiflaban y aun amenazaban a los mazamorreros; y exaltándose los ánimos en la discusión, mandó el virrey venir otro vehículo y empaquetó en él con destino al Callao a dos de los padres definidores, que anduvieron un tanto insolentes en la defensa de sus prerrogativas.

Uno de ellos, el padre Matos, portugués y gran persona en el partido criollo, le dijo a otro fraile del bando contrario:

-Mire vuesa paternidad que no es cierto lo que dice.

Enfureciose ante tal mentís el español y le respondió en estos términos:

-Mire cómo habla el padre presentado y tenga maneras, que está delante del Real Acuerdo.

A lo que el padre Matos contestó:

-Pues fable la real verdad del Real Acuerdo, que menos lo respeta quien miente que quien arguye la falsedad.

Y dicho esto, abandonó la sala, dejando al mismo virrey pasmado de la audacia.

Desde las cuatro de la tarde hasta las cinco de la mañana permanecieron en San Agustín el virrey y los oidores para lograr aquietar los ánimos y que hubiera elección.

Obligado a votar el padre Jerónimo de Urrutia bajo pena de excomunión, hízolo, después de firmar una enérgica protesta, arrojando en la ánfora un puñado de fréjoles, acto de despecho que el virrey disimuló, por aquello de que al jugador perdido se le permite siempre que haga un cochino y aun que rompa la baraja.

Las calles inmediatas al convento estaban invadidas por el pueblo y por la tropa. No sólo hombres sino señoras de distinción se encontraban allí, aplaudiendo los españoles la energía del virrey y renegando de ella los criollos. La exaltación de los partidos llegó a punto de tener que intervenir los soldados para evitar que un grupo de urrutistas les rompiese el bautismo a dos adeptos del padre Lagunilla.

Por fin, a las cinco de la mañana, las campanas echadas a vuelo anunciaron a los buenos vecinos de la ciudad de los reyes el triunfo del padre fray Francisco Loyola Lagunilla.

Oigamos sobre este famoso capítulo la opinión del padre Juan Teodoro Vázquez, cronista agustino, cuyo excelente libro permanece inédito en la sección de manuscritos de la Biblioteca de Lima: «Como se logró el triunfo por medios violentos y con la ruina de los Urrutias, bien emparentados y queridos en la República, no fue celebrada esta elección con los júbilos de costumbre. Afortunadamente el padre Lagunilla con su gran literatura, observancia, prendas de mando y discreción, llegó a hacerse querer, y a que nadie pensara que entró como ladrón por las bardas en el redil, sino como buen pastor por las puertas».

Fray Diego de Urrutia murió dos años después de esta derrota, y pocos meses antes de que también pasara a mejor vida el virrey capitulero.