Una excursión: Capítulo 55

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Revelación. Más había sido el ruido que las nueces. Nuevas representaciones. El último abrazo y el último adiós de mi compadre Baigorrita. Otra vez adiós. Mariano Rosas después de la junta. ¡Qué dulce es la vida lejos del ruido y de los artificios de la civilización! Los enanos nos dan la medida de los gigantes y los bárbaros la medida de la civilización. Una mujer azotada. No era posible dormir tranquilo en Leubucó.


Mientras arrimaban las tropillas, descansaba y pensaba en el extraño concilio a que acababa de asistir; estaba completamente abstraído cuando se me presentó mi compadre Baigorrita.

Después de haberlo acompañado a Mariano Rosas cierta distancia, por el camino de Leubucó, volvía sobre sus pasos con la intención de ir a dormir en Quenque.

Llegó donde yo estaba, echó pie a tierra, se sentó a mi lado y me hizo decir con San Martín:

Que ya se iba, que no me extrañase que no hubiera hablado en la junta en defensa mía, que no lo había hecho por los indios de Mariano, que si lo hubiese hecho habría dicho que era más amigo mío que de ellos; que yo tenía mucha razón en mis razones que los hombres de experiencia lo habían conocido, que ninguno lo había conocido mejor que el mismo Mariano Rosas, pero que había tenido que portarse así, porque si no, sus indios habrían dicho que era más amigo mío que de ellos; que me fuera sin cuidado, que Mariano era mi amigo, que tenía confianza en mí, y que con él contara en todo tiempo para lo que gustara, que para qué nos habíamos hecho compadres entonces.

Este lenguaje fue una revelación.

Recién comencé a ver claro y explicarme la actitud indiferente, reconcentrada, ceñuda de mi compadre durante toda la junta. A fuer de diplomático, que conoce perfectamente bien el terreno que pisa, había estado haciendo su papel.

Más había sido el ruido que las nueces, según se ve.

Faltaba averiguar si aquellos discípulos de Maquiavelo me habrían dejado sacrificar, dado el caso que el pueblo bárbaro , exasperado por la razón de mis sinrazones, se me hubiera ido encima.

Estaba impaciente de conversar con Mariano Rosas a ver si me hablaba con la misma franqueza de Baigorrita, su aliado, a la vez que su rival en la justa pretensión de adquirir prestigios entre todas las indiadas.

San Martín, completando el pensamiento de mi compadre, me dijo de su cuenta:

-Así son los indios, señor; y como Baigorrita es cacique principal, tiene que tener mucho cuidado con Mariano; los indios son muy desconfiados y celosos; para andar bien con ellos, es preciso no aparecer amigo de los cristianos.

Baigorrita le interrumpió y me hizo decir que ya era tarde, que quería ponerse en marcha.

Mis tropillas acabaron de llegar; mandé mudar, la operación se hizo prontamente y un momento después abandonamos la raya. Ordené que mi séquito se fuera despacio por el camino de Leubucó, y con Camilo Arias y un asistente tomé para el sud en compañía de mi compadre.

Varios indios, entre ellos el de las muletas, le acompañaban. Me presentó a algunos que no me habían visitado en Quenque; tuve que sufrir sus saludos, apretones de mano, abrazos y pedido, y en el sitio donde habíamos pasado la noche que precedió a la junta, nos dijimos adiós.

Conforme fue cordial la recepción de Baigorrita, así fue fría la despedida.

Partimos al galope en opuestas direcciones.

Silencioso, contemplando la verde sabana de aquellas soledades, dejaba que mi caballo se tendiera a sus anchas, cuando sentí un tropel a retaguardia. Sin sujetar di vuelta, vi un grupo de jinetes; entre ellos venía Baigorrita corriendo por alcanzarme.

Hice alto; alguna novedad ocurría.

Mi compadre llegó y San Martín me dijo:

-Dice Baigorrita, que viene a darle el último abrazo y el último adiós.

Nos abrazamos, pues.

El indio me estrechó con efusión, y al desapartarnos, tomándome vigorosamente la mano derecha y sacudiéndomela con fuerza, me dijo, con visible expresión de cariño: ¡Adiós!, ¡compadre!, ¡amigo!

-¡Adiós!, ¡compadre!, ¡amigo! -le contesté, y volvimos a separarnos. Galopaba yo, apurando mi caballo por ver si alcanzaba mi gente antes de que se pusiera el sol, cuando un jinete me alcanzó.

Era San Martín; lo mandaba Baigorrita a decirme otra vez adiós, me enviaba sus más fervientes votos de felicidad, me hacía presente que le había ofrecido otra visita, y para no desmentir en ningún momento que era indio, me pedía que le mandara unas espuelas de plata. Contesté a todo como debía, despaché al mensajero y seguí por el camino que acababa de tomar.

A poco andar me incorporé a mi gente. Adelante de ella iban varios indios desparramados.

Entre ellos reconocí a Mariano Rosas, le acompañaba a la par su hijo mayor.

Sintió el tropel de mis caballos, miró atrás, y al ver que era yo, sujetó.

-Buenas tardes, hermano -me dijo con marcada amabilidad.

Jamás le había visto un aire tan amistoso.

-Buenas tardes -le contesté con estudiosa sequedad.

-Cómo le ha ido -prosiguió, diciéndole a su hijo-: Saca esas perdices para mi hermano.

El hijo obedeció, y de unas alforjas sacó dos hermosas martinetas cocidas y una torta.

Yo contesté:

-Me ha ido regular, hermano.

Tomó las perdices y la torta y me las pasó, diciéndome:

-Coma, hermano.

Su cara tenía una expresión de malicia particular; parecía que el indio se reía interiormente.

Tomé las perdices, le pasé una, y media torta a los frailes, y el resto lo partí con él.

Ibamos al trote masticando sin hablar.

-Galopemos -me dijo.

-No, mis caballos están pesados, no tengo apuro en llegar; galope usted si tiene prisa -le contesté.

-¿Qué le ha parecido la junta? -me preguntó.

-¿Qué me ha parecido? -repuse, fijando en él mis ojos, como diciéndole: Ya lo calculará usted.

Me entendió y dijo:

-Con estos indios se precisa mucha paciencia, es preciso conocerlos bien, son muy desconfiados, en cuanto ven que uno es amigo de los cristianos, ya piensan que los engañan. ¡Los han traicionado tantas veces! Ya ve cómo ha estado su compadre Baigorrita.

-¿Pero de mí, qué podían temer? -le contesté.

-Nada, de usted, nada.

-¿Y entonces?

-Pero si yo hubiera aprobado todas sus razones, quién sabe qué hubieran dicho.

-¿Y si me hubiesen insultado, o me hubieran querido matar?

-¡Cuándo! -fue toda su respuesta.

Y esto diciendo, se tendió al galope, añadiendo:

-Bueno, hermano, hasta luego, lo espero a comer.

-Bueno, hermano, ahorita no más estoy en Leubucó, voy a descansar un rato en la Aguada -le contesté.

El sol se hundía del todo en la raya lejana; una ancha faja cárdena, resplandeciente, radiosa, teñía el horizonte y con su lumbre purpúrea, cambiante, hermosa, doraba las apiñadas nubes de occidente, que, como encumbradas montañas movedizas coronadas de eternas nieves, se alzaban hasta el cielo a la manera de inmensas espirales y de informes figuras de inconmensurable grandor.

El seco aquilón plegaba sus alas, las mansas y apacibles auras jugueteaban galanas, refrescando la frente del viajero; el pasto ondulaba como el irritado mar en sus profundidades insondables después de la tempestad; las silvestres flores se erguían sobre su flexible tallo, pintando los campos con colores vivaces; un perfume suavísimo, delicado, imperceptible como la confusa reminiscencia del primer ósculo de amor, vagaba envuelto entre las brisas embriagadoras.

Los últimos rayos solares, retractándose en la atmósfera, envolvían la tierra con el poético manto crepuscular; la moribunda luz del día confundiéndose con las místicas sombras de la noche le abrían el paso a la celeste viajera.

La luna brillaba ya entre tremulantes estrellas, como casta matrona de plateados cabellos, entre púdicas doncellas de rubia faz, cuando llegábamos al borde de una lagunita, en cuyo espejo cristalino innumerables aves acuáticas piaban en coro.

Hicimos alto, mandé mudar caballos, y sediento de reposo, me tendí sobre las blandas pajas, haciendo de mis brazos cruzados cómoda almohada.

¡Qué dulce es la vida, lejos del ruido y de los artificios de la civilización!

¡Ah!, una hora de libertad por los campos es un placer salvaje que yo trocaría mañana mismo por un día entero de esta existencia vertiginosa.

Mientras ensillaban pensé en los sucesos del día, y, francamente, los indios me trajeron a la memoria lo que pasa en los parlamentos de los cristianos.

Mariano Rosas y Baigorrita, como dos jefes de partido tenían el terreno preparado, la votación segura; pero uno y otro antes de imponer su voluntad habían lisonjeado las preocupaciones populares. ¿No es esto lo que vemos todos los días?

La paz y la guerra, ¿no se resuelven así?

¿El pueblo no tolera todo, hasta que se juegue su destino, con tal que se le deje gritar un poco?

¿No hacen presidentes, gobernadores, diputados, en nombre de ciertas ideas, de ciertas tendencias, de ciertas aspiraciones, y las camarillas, no hacen después lo que quieren y las muchedumbres callan?

¿No pretende que lo gobierne la justicia y no lo gobierne eternamente esa inicua inmoralidad, que los políticos sin conciencia llaman la razón de estado?

¿Pasa otra cosa en el mundo civilizado?

Mariano Rosas, después de haber resuelto la paz, acusándome en público de las matanzas de López y Rosas; Baigorrita dominado por la misma idea, silencioso, irresoluto en presencia de la multitud, ¿no hacían el mismo papel de Napoleón III proclamando: el imperio es la paz , al mismo tiempo que se armaba hasta los dientes?

¿No mentían?

¿No hacían lo mismo que los que en nombre de la Constitución y de las leyes, de la civilización y de la humanidad arman al pueblo contra el pueblo?

¿No mentían?

¿No hacían lo mismo que los que después de haber sostenido que el pueblo tiene el derecho de equivocarse se han rebelado contra él, porque tuvo la energía de inmolar uno de sus tiranos?

¿No mentían?

Mariano Rosas y Baigorrita, declarando en una junta, después de haber firmado el tratado de paz, que harían lo que la mayoría resolviese, ¿no imitaban a los que más de una vez han declarado en nuestros congresos lo contrario de lo que habían convenido con el extranjero?

¡Cuánto he aprendido en esta correría!

Si me hubieran dicho que los indios me iban a enseñar a conocer la humanidad, una carcajada homérica habría sido mi contestación. Como Gulliver, en su viaje a Liliput, yo he visto al mundo tal cual es en mi viaje a los ranqueles.

Somos unos pobres diablos.

Los enanos nos dan la medida de los gigantes y los bárbaros la medida de la civilización.

Resta saber si seríamos más felices poniendo en la silla curul de nuestros magnates, pigmeos, y cambiando el coturno francés por la bota de potro.

Los héroes prueban tan mal y la moda es tan tiránica en sus imposiciones, que vale la pena de meditar sobre las ventajas y las consecuencias de una revolución social.

De todos modos nuestros ídolos de ayer, no resisten a la crítica, son como los ranqueles, capaces de engañar al más pintado. Por esos trigales de Dios iban mis reflexiones, en el instante en que Calixto Oyarzábal, acercándoseme, me dijo:

-Ya está el caballo, señor.

Me levanté:

-¡A caballo! -grité y diciendo y haciendo monté y tomé al galope la gran rastrillada de Leubucó, entrando luego en el monte.

El cielo se encapotaba; caímos a un descampado pantanoso; unas lucecitas fugaces, macilentas, aparecían y desaparecían; creía llegar a ellas, y se alejaban de mí como rápidas mariposas. Eran las emanaciones de la tierra; cruzábamos un cementerio de indios y estábamos a la puerta de la toldería de Mariano Rosas.

Llegamos.

Me esperaban con la comida pronta y con música. Comí, soporté al negro del acordeón una vez más, y viendo que mi presunto compadre Mariano estaba muy bien templado, le pedí la libertad del doctor Macías.

Me contestó que sí.

Veremos después lo que vale el sí de un indio.

Me despedí, salí del toldo, me senté al lado del fogón de los asistentes, y aunque no tenía sueño, me quedé dormido.

Unos ladridos de perro me despertaron.

En el toldo de Mariano Rosas se oían gritos de mujer.

Me acerqué ocultándome.

El cacique había castigado una de sus mujeres, quería castigar otra y el hijo se oponía, amenazando al padre con un puñal si tocaba a la madre.

Era una escena horrible y tocante a la vez.

Habían bebido, el toldo era un caos, las mujeres y los perros se habían refugiado en un rincón, los indiecitos y las chinitas desnudas lloraban, y un fogón espirante era toda la luz.

Mariano Rosas rugía de cólera.

Pero retrocedía ante la actitud del hijo protector de la madre. Según se dijo al día siguiente, era muy capaz de haber muerto al padre, si no se hubiera contenido, para que se vea que, hasta entre los bárbaros, el ser querido que nos ha llevado en sus entrañas que nos ha amamantado en su seno y nos ha mecido en su regazo es un objeto de culto sagrado.

Me acosté con la intención y la esperanza de dormir. Pero estaba de Dios que en Leubucó las noches habían de ser toledanas para mí.

Cuando conciliaba el sueño, una serenata de acordeón con negro y todo, presidida por los cuatro hijos de Mariano Rosas, achumados a cual más, me despertó.

Fue en vano resistir.

Hubo cohetes y aguardiente como para que los yapaí duraran un buen rato.

Yo, en lugar de beber hacía el ademán y derramaba el nauseabundo líquido por donde caía.

Al fin se remató la impertinente chusma y me escurrí, pasando el resto de la noche sin novedad.