Una santa argentina: 3

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Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.

III

Era el canónigo Silva discípulo aventajado del sabio doctor Alcorta, en cuya aula codeábase con otros tan sobresalientes, como los Domínguez, Guido, Frías, Fernández, Cuenca, Pérez, Irigoyen (Fermín), Obligado, Caffarot y Balcarce, poeta en cuya dulce lira vibraron notas inspiradas á la consagración del virtuoso sacerdote.

No tardó la ocasión de poner en práctica las lecciones que de tan ilustre médico filósofo recibiera, y así como el maestro, á sol y á sombra recorría el barrio cerrando heridas en la negra noche del año 40, el piadoso médico de almas cerraba heridas que no sangran.

De los viejos vecinos del barrio de la Concepción, por tantos años contertulianos en la renombrada botica de Amoedo, más fácil sería enumerar los que en distintas épocas, desde el año 1818, dejaron de echar su cuarto de hora de palique, primero con el padre, luego con su hjo (don Rafael), quien, á pesar de sus años, sigue regenteándola con la honorabilidad del padre que la fundó. Los más inmediatos, como don Feliciano Cavia, don Francisco Rincón, Udaquiola, el benefactor señor Areco — ricos estancieros del Sur — médicos como los cuatro Cuenca, del Arca, Malaver, contadores, Leloir, Aldama, Goyena, Vivas y Marín, Casavalle, Jurado, Cárdenas, Flores, Morado, García Zuñiga, García del Molino, y más notables del barrio, en un siglo cambiaron su palabra, recibiendo tantos remedios de botica, como del alma, expandida en el seno de la más sincera amistad.


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Y ampliando la narración del canónigo Silva, agregaremos que, clarovidente se denominaría hoy, á la que, á raiz de la expulsión de los jesuitas, profetizó su regreso, que á pesar de la oposición del rey de España, de Rivadavia y de Rozas, se realizó en diversas épocas.

Recuérdase entre otras varias ésta su profecía: «De regiones lejanas vendrá una legión de rubios, poniendo todo bajo sus banderas. Pero con la ayuda de Nuestro Señor serán expulsados», cuya realización cumplió un siglo el 12 de Agosto de 1906.

En apuros se encontraba cierto honrado alcabalero, y atribulado había salido al balcón aspirando las primeras brisas, que desde el río penetraban por la tortuosa y angosta calle Independencia, cuando pasaba picaneando los dos flacos y entecos bueyecitos de su castillo sin toldo, y gritándole desde el pértigo, al verle tan compungido:

— «No se aflija hermano, que más que llave de oro que no siempre abre toda puerta, valen las influencias y súplicas de los buenos. Visite á don Fulano, Zutano y Mengano, que yo voy á rezar para que salga bien del trance que le melancoliza». Y llave de oro, envuelta en oraciones, devolvió la tranquilidad al atribulado, saliendo bien del pantano en que la maledicencia le sumergiera. ¡Cuántas veces una esperanza á tiempo es el mejor confortativo!

Admirando en nuestra última visita á la Casa de Ejercicios el precioso Altar de la Virreyna, se nos refirió este origen de su procedencia. En otra de sus matinales incursiones, paró frente á la iglesia de la Piedad. Compungido y lloroso, todo cubierto por el polvo del camino, hincado y rezando en la misma puerta sin umbral, donde ella se arrodilló á la entrada á esta ciudad, tropezó con un anciano, en ferviente oración. Sorprendido éste por el bondadoso acento que cual brisa acariciadora trajera á su oido estas palabras, llenas de suavidad y dulzura: «No se aflija, hermano, vaya con Dios, que El y mi Manuelito han de sacar con bien al inocente. Confíe en éste (señalando el nicho del Niño-Dios, que todos los sábados paseaba limosneando). Me voy á poner á rezar por usted».

Nada menos era un virrey destituído que del Perú venía, citado á juicio de residencia ante la corte de Madrid. La justicia tarda, pero al fin triunfa, y ese pariente de San Francisco, don Manuel Márquez de Guirior, que resultó más limpio que patena, virrey de Granada y del Perú, calumniado por el inícuo Areche, visitador de real hacienda, aunque inocente, no pudo regresar á Lima, que á los más fuertes quebrantan sinsabores. La noticia de su inculpabilidad arribó, juntamente con la de su muerte (igual sucedido que el del Canónigo Maciel) y cuando la ex-virreyna viuda resolvió regresar á Bogotá, en memoria de lo mucho que le había consolado la profecía de sor María, primera palabra que oyera en ésta, envió el altar de su Oratorio particular para la Casa de Ejercicios, cuya fábrica adelantaba.