Veinte mil leguas de viaje submarino: Segunda Parte: Capítulo XIII
El Nautilus prosiguió su imperturbable rumbo Sur por el meridiano cincuenta, a una velocidad considerable. ¿Acaso se proponía llegar al Polo? No podía yo creer que ése fuera su propósito, pues hasta entonces habían fracasado todas las tentativas de alcanzar ese punto del Globo. Por otra parte, estaba ya muy avanzada la estación, puesto que el 13 de marzo de las tierras antárticas corresponde al 13 de septiembre de las regiones boreales, a unos días tan sólo del comienzo del período equinoccial.
El 14 de marzo, hallándonos a 55º de latitud, vi hielos flotantes, apenas unos bloques pálidos de unos veinte a veinticinco pies que se erigían como escollos contra los que rompía el mar.
El Nautilus navegaba en superficie. La práctica de la pesca en los mares árticos había familiarizado a Ned Land con el espectáculo de los icebergs. Conseil y yo lo admirábamos por primera vez.
En la atmósfera, en el horizonte meridional, se extendía una franja blanca deslumbrante. Los balleneros ingleses le han dado el nombre de iceblink. Ni las nubes más espesas consiguen oscurecer ese fenómeno anunciatorio de la presencia de un pack o banco de hielo.
En efecto, no tardaron en aparecer bloques mucho más considerables, cuyo brillo cambiaba según los caprichos de la bruma. Algunos de esos bloques mostraban vetas verdes, como si sus onduladas líneas hubiesen sido trazadas con sulfato de cobre. Otros, semejantes a enormes amatistas, se dejaban penetrar por la luz y la reverberaban sobre las mil facetas de sus cristales. Aquéllos, matizados con los vivos reflejos del calcáreo, hubieran bastado a la construcción de toda una ciudad de mármol.
Iban aumentando en número y en tamaño aquellas islas flotantes a medida que avanzábamos hacia el Sur. Los pájaros polares anidaban en ellas por millares. Eran procelarias o petreles, que nos ensordecían con sus gritos. Algunas tomaban el Nautilus por el cadáver de una ballena y se posaban en él y lo picoteaban sonoramente.
El capitán Nemo se mantuvo a menudo sobre la plataforma mientras duró la navegación entre los hielos, en atenta observación de aquellos parajes abandonados. A veces veía yo animarse su tranquila mirada. ¿Se decía acaso a sí mismo que en esos mares polares prohibidos al hombre se hallaba él en sus dominios, dueño de los infranqueables espacios? Tal vez. En todo caso, no hablaba. Permanecía inmóvil hasta que el instinto del piloto que había en él le reclamaba. Dirigía entonces el Nautilus con una pericia consumada; evitaba con habilidad los choques con las grandes masas de hielo, algunas de las cuales medían varias millas de longitud y de setenta a ochenta metros de altura. Con frecuencia el horizonte parecía enteramente cerrado. A la altura de los sesenta grados de latitud, todo paso había desaparecido. Pero en su búsqueda cuidadosa no tardaba el capitán Nemo en hallar alguna estrecha apertura por la que se metía audazmente, a sabiendas, sin embargo, de que habría de cerrarse tras él.
Así fue como el Nautilus, guiado por tan hábil piloto, dejó tras de sí aquellos hielos, clasificados, según su forma o su tamaño, con una precisión que encantaba a Conseil, en: icebergs o montañas; ice fields o campos unidos y sin límites; drift ices o hielos flotantes; packs o campos rotos, llamados palchs cuando son circulares, y streams cuando están formados por bloques alargados.
La temperatura era ya bastante baja. El termómetro, expuesto al aire exterior, marcaba dos o tres grados bajo cero. Pero estábamos bien abrigados con pieles obtenidas a expensas de las focas y de los osos marinos. El interior del Nautilus, regularmente caldeado por sus aparatos eléctricos, desafiaba a las más bajas temperaturas. Por otra parte, bastaba que se sumergiera unos cuantos metros para hallar una temperatura soportable.
Dos meses antes, habríamos podido gozar en esas latitudes de un día sin fin, pero ya la noche se adueñaba durante tres o cuatro horas del tiempo, anticipando la sombra que durante seis meses debía echar sobre aquellas regiones circumpolares.
El día quince de marzo sobrepasamos la latitud de las islas New Shetland y Orkney del Sur. El capitán me informó de que en otro tiempo numerosas colonias de focas habitaron aquellas tierras, pero los balleneros ingleses y americanos, en su furia destructora, con la matanza de los animales adultos y de las hembras preñadas, dejaron tras ellos el silencio de la muerte donde había reinado la animación de la vida.
El 16 de marzo, hacia las ocho de la mañana, el Nautilus, en su marcha por el meridiano cincuenta y cinco, franqueó el Círculo Polar Antártico. Los hielos nos rodeaban por todas partes y cerraban el horizonte. Pero el capitán Nemo continuaba su marcha de paso en paso.
-Pero ¿adónde va? -preguntaba yo.
-Hacia adelante -respondía Conseil-. Después de todo, ya parará cuando no pueda ir más lejos.
-No me atrevería yo a jurarlo.
Y debo confesar, a fuerza de franqueza, que no me disgustaba tan aventurada excursión. La belleza de esas regiones nuevas me maravillaba hasta lo indecible. Los hielos cobraban formas soberbias. Aquí, su conjunto tomaba el aspecto de una ciudad oriental con sus alminares y sus innumerables mezquitas. Allá, una ciudad derruida como si hubiera sido abatida por una convulsión del suelo. Aspectos incesantemente variados por los oblicuos rayos del sol, o perdidos en las brumas grises en medio de los vendavales de nieve. Y por todas partes formidables detonaciones, desmoronamientos y derrumbamientos de icebergs que cambiaban el decorado como el paisaje de un diorama.
Cuando esas rupturas se producían en momentos en que el Nautilus estaba sumergido, se propagaba el ruido bajo el agua con una espantosa intensidad a la vez que el derrumbamiento de las masas de hielos creaba temibles remolinos hasta en las capas profundas del océano. En esos momentos el Nautilus se balanceaba y cabeceaba como un barco abandonado a la furia de los elementos.
A menudo, al no ver ya salidas por ninguna parte, pensaba yo que estábamos definitivamente apresados, pero el capitán Nemo, dejándose guiar por su instinto ante el más ligero indicio, continuaba descubriendo pasos nuevos. jamás se equivocaba al observar los delgados regueros de agua azulada que surcaban los témpanos. Por ello no dudaba yo de que hubiese aventurado con anterioridad al Nautilus por los mares antárticos.
Sin embargo, aquel mismo día, 16 de marzo, el hielo nos cerró absolutamente el camino. No era todavía la gran banca, sino vastos ice fields cimentados por el frío. Ese obstáculo no podía detener al capitán Nemo, quien se lanzó contra él con una tremenda violencia. El Nautilus entraba como un hacha en la masa friable y la dividía entre estallidos terribles. Era el antiguo ariete propulsado por una potencia infinita. Los trozos de hielo, proyectados a gran altura, recaían en granizada sobre nosotros. Por su sola fuerza de impulsión, nuestro aparato se abría un canal. A veces, arrastrado por su impulso, subía sobre el campo de hielo y lo aplastaba con su peso, o, en algunos momentos, incrustado bajo el ice field lo dividía por un simple movimiento de cabeceo que producía grandes chasquidos.
Violentos chubascos nos asaltaron aquellos días, en los que las brumas eran tan espesas que no hubiéramos podido vernos de un extremo a otro de la plataforma. El viento saltaba bruscamente de rumbo. La nieve se acumulaba en capas tan duras que había que romperla a golpes de pico. Sometidas a una temperatura de cinco grados bajo cero, todas las partes exteriores del Nautilus se recubrían de hielo. Imposible hubiera sido allí maniobrar todo aparejo, pues los extremos de los cabos se habrían quedado prendidos en la garganta de las poleas. Tan sólo un navío sin velas y movido por un motor eléctrico podía afrontar tan altas latitudes.
En tales condiciones, el barómetro se mantuvo generalmente muy bajo y llegó a caer incluso hasta 73 cms. Ninguna garantía ofrecían ya las indicaciones de la brújula. Enloquecidas, sus agujas marcaban direcciones contradictorias al acercarse al Polo Sur magnético, que no se confunde con el geográfico. En efecto, según Hansten, el polo magnético está situado a unos 70º de latitud y 130º de longitud, en tanto que para Duperrey se halla, según sus observaciones, a 135º de longitud y 70º 30'de latitud. Había que proceder a numerosas observaciones en los compases instalados en diferentes puntos del navío y sacar la media. Pero a menudo había que confiarse a la estima para calcular el rumbo seguido, método poco satisfactorio en medio de aquellos pasos sinuosos cuyos puntos de referencia cambiaban a cada momento.
El 18 de marzo, tras veinte asaltos inútiles, el Nautilus quedó definitivamente inmovilizado. Ya no eran bloques de hielo en sus distintas formaciones -streams, palchs o icefields-, sino una interminable e inmóvil barrera formada por montañas soldadas entre sí.
-La gran banca de hielo -dijo el canadiense.
Comprendí que para Ned Land, como para todos los navegantes que nos habían precedido, aquello era el obstáculo infranqueable.
La aparición por un instante del sol, a mediodía, permitió al capitán Nemo situar con bastante exactitud nuestra posición, que era la de 51' 30’ de longitud y 67 39’ de latitud Sur, un punto muy avanzado ya de las regiones antárticas.
Del mar, de su superficie líquida, no quedaba ya la menor apariencia ante nosotros. Bajo el espolón del Nautilus se extendía una vasta llanura atormentada por intrincados y confusos bloques, con ese caprichoso desorden que caracteriza la superficie de un río en deshielo, pero en proporciones gigantescas. Aquí y allá, agudos picos, aisladas agujas se elevaban a alturas de hasta doscientos pies. Más lejos, se perfilaba una serie de acantilados cortados a pico y revestidos de tintes grisáceos, vastos espejos que reflejaban algunos rayos de sol semieclipsados por las brumas. En aquella desolada naturaleza reinaba un silencio ominoso, feroz, apenas rasgado por los aleteos de los petreles. Todo, hasta el ruido, estaba allí congelado.
El Nautilus debió detenerse, pues, en su aventurera marcha por los campos de hielo.
-Señor -me dijo aquel día Ned Land-, si su capitán llega más lejos...
-¿Qué?
-Será un superhombre.
-¿Por qué, Ned?
-Porque nadie puede atravesar la gran banca de hielo. Es muy poderoso su capitán, pero, ¡mil diantres!, no es más poderoso que la Naturaleza, y allí donde ésta pone sus límites hay que detenerse, quiérase o no.
-Así es, Ned Land, y, sin embargo, yo hubiera querido saber lo que hay detrás de esta gran banca. Un muro, eso es lo que más me irrita.
-Tiene razón el señor -dijo Conseil-. No se han inventado los muros más que para exasperar a los sabios. No debería haber muros en ninguna parte.
-¡Bah! -exclamó el canadiense-. Lo que hay detrás es bien sabido.
-¿Qué es? -pregunté.
-Hielo y más hielo.
-Usted está seguro de eso, Ned -repliqué-, pero yo no lo estoy. Por eso es por lo que querría ir a verlo.
-Pues ya puede usted ir renunciando a esa idea, señor profesor. Ha llegado usted ante la gran banca, lo que ya está bien, y no irá usted más lejos, como tampoco su capitán Nemo ni su Nautilus. Quiéralo él o no, tendremos que regresar hacia el Norte, es decir, a donde vive la gente normal.
Debo convenir que Ned Land tenía razón, que mientras los barcos no estén hechos para navegar sobre los campos de hielo tendrán que detenerse ante la gran banca.
En efecto, pese a sus esfuerzos, pese a los potentes medios empleados para romper los hielos, el Nautilus se vio reducido a la inmovilidad. Por lo común, a quien no puede ir más lejos le queda la solución de retroceder. Pero allí retroceder era tan imposible como avanzar, pues los pasos se habían cerrado tras nosotros, y por poco tiempo que permaneciera nuestro aparato estacionario no tardaría en quedar totalmente bloqueado. Eso es lo que ocurrió hacia las dos de la tarde, cuando el hielo comprimió sus flancos con una asombrosa rapidez. La conducta del capitán Nemo me pareció sobrepasar los límites de la imprudencia.
Me hallaba yo en la plataforma cuando el capitán, que observaba la situación desde hacía algunos instantes, me dijo:
-¿Qué piensa usted de esto, señor profesor?
-Creo que estamos atrapados, capitán.
-¡Atrapados! ¿Por qué lo cree así?
-Sencillamente, porque no podemos ir ni hacia adelante ni hacia atrás ni hacia ningún lado. Y esto es, creo yo, lo que se llama estar «atrapados», al menos en los continentes habitados.
-¿Piensa usted, pues, señor Aronnax, que el Nautilus no podrá liberarse?
-Muy difícil lo veo, capitán, pues la estación está ya demasiado avanzada para poder esperar que se produzca el deshielo.
-Siempre será usted el mismo, señor profesor -respondió el capitán Nemo en un tono irónico-. No ve usted más que impedimentos y obstáculos. Pues yo le aseguro que el Nautilus no sólo se liberará, sino que incluso irá aún más lejos.
-¿Más lejos? ¿Hacia el Sur? -le pregunté, mirándole fijamente.
-Sí, señor. Irá al Polo.
-¡Al Polo! -exclamé, sin poder ocultar mi incredulidad.
-Sí -respondió fríamente el capitán-, al Polo Antártico, a ese punto desconocido en que se cruzan todos los meridianos del globo. Usted sabe que yo hago con el Nautilus lo que quiero.
Sí, lo sabía. Sabía también de su audacia, una audacia hasta la temeridad. Pero vencer esos obstáculos que se levantan ante el Polo Sur, más inaccesible aún que el Polo Norte todavía no alcanzado por los más audaces navegantes, ¿no era una empresa absolutamente insensata, que sólo el espíritu de un loco podía concebir?
Se me ocurrió entonces preguntarle si ya había descubierto ese Polo jamás hollado por el pie de una criatura humana.
-No, señor -me respondió-, y lo descubriremos juntos. Allí donde otros han fracasado no fracasaré yo. Nunca he llevado a mi Nautilus tan lejos por los mares australes, pero, se lo repito, ira aún más lejos.
-Quiero creerle, capitán -le dije, en un tono un tanto irónico-, y le creo. ¡Vayamos hacia adelante! ¡No hay obstáculos para nosotros! ¡Rompamos esta masa de hielo! ¡Hagámosla saltar! Y si resiste, démosle alas al Nautilus para que pueda pasar por encima.
-¿Por encima? -dijo tranquilamente el capitán Nemo-. No, señor profesor, no por encima, sino por debajo.
-¡Por debajo! -exclamé.
Acababa de iluminar mi mente la súbita revelación de los proyectos del capitán. Comprendí que las maravillosas posibilidades del Nautilus iban a servirle una vez más en tan sobrehumana empresa.
-Veo que empezamos a entendernos, señor profesor -me dijo el capitán, esbozando una sonrisa-. Ya empieza usted a entrever la posibilidad (el éxito, diré yo) de esta tentativa. Lo que es impracticable para un navío ordinario es fácil para el Nautilus. Si el Polo se halla en un continente, se detendrá ante ese continente, pero si, por el contrario, está bañado por el mar libre irá hasta el mismo Polo.
Arrastrado, excitado por el razonamiento del capitán, dije:
-Claro, si la superficie del mar está solidificada por los hielos, sus capas inferiores están libres, por esa razón providencial que ha colocado en un grado superior al de la congelación el máximo de densidad del agua marina. Si no me equivoco, la relación entre las masas de hielo sumergidas y las emergentes es la de cuatro a uno, ¿no es así?
-Poco más o menos, señor profesor. Por cada pie por encima del mar, los icebergs tienen tres debajo. Y puesto que estas montañas de hielo no sobrepasan los cien metros de altura, la parte sumergida debe ser de unos trescientos metros. ¿Y qué son trescientos metros para el Nautilus?
-Nada.
-El Nautilus podrá incluso ir a buscar a una profundidad aún mayor la temperatura uniforme de las aguas marinas, y allí podremos desafiar impunemente los treinta o cuarenta grados de frío de la superficie.
-En efecto, así es -dije, animándome cada vez más.
-La única dificultad -prosiguió el capitán Nemo -será la de permanecer varios días sumergidos sin poder renovar nuestra provisión de aire.
-¡Si no es más que eso-... ! El Nautilus tiene vastos depósitos. Los llenaremos y nos proveerán de todo el oxígeno que podamos necesitar.
-Bien dicho, señor Aronnax -respondió, sonriendo, el capitán-. Pero no quiero que pueda acusarme usted de temeridad y por eso me anticipo a someterle todas mis objeciones.
-¿Le queda alguna más?
-Una sola. Si el Polo Sur se halla en el mar, es posible que el mar esté enteramente congelado y que no podamos salir a su superficie.
-Capitán, olvida usted que el Nautilus está armado de un temible espolón. ¿Es que no podremos lanzarlo diagonalmente contra esos campos de hielo y abrirlos con la fuerza del choque?
-¡Vaya, señor profesor! Veo que hoy tiene usted ideas.
-Además, capitán -añadí, cada vez más ganado por el entusiasmo-, ¿por qué no habría de hallarse el mar libre en el Polo Sur como en el Polo Norte? Los polos del frío y los polos terrestres no se confunden ni en el hemisferio austral ni en el boreal y, mientras no se pruebe lo contrario, puede suponerse que ambos puntos se hallen en un continente o en un océano libres de hielos.
-Yo lo creo también, señor Aronnax. Únicamente le haré la observación de que tras haber expresado tantas objeciones contra mi proyecto es usted ahora quien me abruma con sus argumentos a favor del mismo.
Así era. ¡Había llegado yo a superar al capitán Nemo en audacia! Era yo quien le arrastraba hacia el Polo. Me adelantaba a él y le distanciaba... Mas, ¡no, pobre loco! El capitán Nemo sabía mejor que tú los pros y los contras de la cuestión, y se divertía al verte arrebatado por los sueños de lo imposible.
Entre tanto, no había perdido él un momento. A una señal suya, apareció el segundo. Los dos hombres conversaron rápidamente en su incomprensible lengua, y fuera porque el segundo hubiese sido puesto ya en antecedentes o bien porque hallase practicable el proyecto, no manifestó sorpresa alguna. Pero por impasible que se mostrara no lo fue más que Conseil cuando le anuncié nuestra intención de ir hasta el Polo Sur. Un «como el señor guste» acogió mi comunicación y eso fue todo. En cuanto a Ned Land, nadie se alzó jamás de hombros con tanta expresividad como el canadiense.
-Mire, señor -me dijo-, me dan lástima usted y su capitán Nemo.
-Pero iremos al Polo, Ned.
-Posible, pero no volverán.
Y tras decir esto, Ned Land se fue a su camarote para evitar «desahogarse haciendo una barrabasada», me dijo al salir.
Los preparativos de la audaz empresa habían comenzado ya. Las potentes bombas del Nautilus almacenaban el aire en los depósitos a muy alta presión. Hacia las cuatro, el capitán Nemo me anunció que iban a cerrarse las escotillas. Miré por última vez la espesa masa de hielo que íbamos a franquear. El tiempo estaba sereno, la atmósfera bastante pura. El frío era vivo, doce grados bajo cero, pero como el viento se había calmado, la temperatura no era demasiado insoportable.
Una docena de hombres subieron a los flancos del Nautilus y, armados de picos, rompieron el hielo en torno a su carena. La operación se realizó con rapidez, ya que la capa de hielo recién formada no era muy gruesa todavía.
Todos penetramos en el interior. Los depósitos se llenaron del agua que la flotación había mantenido libre. El Nautilus comenzó a descender.
Me instalé en el salón junto a Conseil. Por el cristal veíamos las capas inferiores del océano austral. El termómetro iba subiendo. La aguja del manómetro se desviaba sobre el cuadrante.
A unos trescientos metros, tal y como había previsto el capitán Nemo, flotábamos ya bajo la superficie ondulada de la banca de hielo. Pero el Nautílus se sumergió aún más hasta alcanzar una profundidad de ochocientos metros. A esa profundidad, la temperatura del agua, de doce grados en la superficie, no acusaba ya más que diez. Se habían ganado dos grados. Obvio es decir que la temperatura del Nautilus, elevada por sus aparatos de calefacción, se mantenía a una graduación muy superior. Todas las maniobras iban realizándose con una extraordinaria precisión.
-Pasaremos -dijo Conseil.
-Estoy seguro de ello -respondí con una profunda convicción.
Bajo el mar libre, el Nautilus tomó directamente el camino del Polo, sin apartarse del quincuagésimo segundo meridiano. De los 67º 30' a los 90º había veintidós grados y medio de latitud por recorrer, es decir, poco más de quinientas leguas. El Nautilus cobró una velocidad media de veintiséis millas por hora -la velocidad de un tren expreso -que, de mantenerla, fijaba en cuarenta horas el tiempo necesario para alcanzar el Polo.
La novedad de la situación nos retuvo a Conseil y a mí durante una buena parte de la noche ante el observatorio del salón. La irradiación eléctrica del fanal iluminaba el mar, que aparecía desierto. Los peces no permanecían en aquellas aguas prisioneras, en las que no hallaban más que un paso para ir del océano Antártico al mar libre del Polo. Nuestra marcha era rápida y así se hacía sentir en los estremecimientos del largo casco de acero.
Hacia las dos de la mañana me fui a tomar unas horas de descanso. Conseil me imitó. No encontré al capitán Nemo al recorrer los pasillos y supuse que debía hallarse en la cabina del timonel.
Al día siguiente, 19 de marzo, a las cinco de la mañana, me aposté de nuevo en el salón. La corredera eléctrica me indicó que la velocidad del Nautilus había sido reducida. Subía a la superficie, pero con prudencia, vaciando lentamente sus depósitos.
Me latía con fuerza el corazón ante la incertidumbre de si podríamos salir a la superficie y hallar la atmósfera libre del Polo. Pero no. Un choque me indicó que el Nautilus había golpeado la superficie inferior del banco de hielo, aún muy espeso a juzgar por el sordo ruido que produjo. En efecto, habíamos «tocado», por emplear la expresión marina, pero al revés y a mil pies de profundidad, lo que suponía unos dos mil pies de hielo por encima de nosotros, mil de los cuales fuera del agua. Era poco tranquilizador comprobar que la banca de hielo presentaba una altura superior a la que habíamos estimado en sus bordes.
Durante aquel día, el Nautilus repitió varias veces la tentativa de salir a flote sin otro resultado que el de chocar con la muralla que tenía encima como un techo. En algunos momentos, la encontró a novecientos metros, lo que acusaba mil doscientos metros de espesor doscientos de los cuales se elevaban por encima de la superficie del océano. Era el doble de la altura que habíamos estimado en el momento en el que el Nautilus se había sumergido.
Anoté cuidadosamente las diversas profundidades y obtuve así el perfil submarino de la cordillera que se extendía bajo las aguas.
Llegó la noche sin que ningún cambio hubiera alterado nuestra situación. Siempre el techo de hielo, entre cuatrocientos y quinientos metros de profundidad. Disminución evidente, pero ¡qué espesor aún entre nosotros y la superficie del océano!
Eran las ocho, y hacía ya cuatro horas que debería haberse renovado el aire en el interior del Nautilus, según la diaria rutina de a bordo. No sufría yo demasiado, sin embargo, aunque el capitán Nemo todavía no hubiese solicitado a sus depósitos un suplemento de oxígeno.
Asaltado alternativamente por el temor y la esperanza, dormí mal aquella noche. Me levanté varias veces. Las tentativas del Nautilus continuaban. Hacia las tres de la mañana, observé que la superficie inferior del banco de hielo se hallaba solamente a cincuenta metros de profundidad. Ciento cincuenta pies nos separaban entonces de la superficie del agua. El banco iba convirtiéndose nuevamente en un icefield y la montaña se tornaba en una llanura.
Mis ojos no abandonaban el manómetro. Continuábamos remontándonos, siguiendo, a lo largo de la diagonal, la superficie resplandeciente del hielo que fulguraba bajo los rayos eléctricos. El banco de hielo se adelgazaba de milla en milla por arriba y por abajo en rampas alargadas.
A las seis de la mañana de aquel día memorable del 19 de marzo, se abrió la puerta del salón y apareció el capitán Nemo.
-El mar libre -me dijo.