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Vergara/XXXVII

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XXXVII

Mientras La Torre trabajaba por reducir a los vizcaínos, Urbistondo hacía lo mismo con los castellanos. No tuvo igual fortuna Iturbe con los de Guipúzcoa, que enterados de la vaga promesa consignada en el artículo primero, se negaron a suscribir el Convenio, gritando ¡traición, traición!; y declarados en franca rebeldía, manifestáronse dispuestos a unirse con D. Carlos. Al fin pudo Iturbe contenerles en Descarga. Urbistondo situó fuerzas castellanas en la carretera, con objeto de observar a los guipuzcoanos, y corrió en busca de Maroto para que saliese al frente de ellos y con su autoridad les redujera. Era la noche del 30, y D. Rafael, que estaba en cama, dolorido, incapaz para toda acción, dijo a Urbistondo que se entendiese con Espartero. Así lo hizo. Se convino en no contar para nada con D. Rafael, que se había echado en el surco, como hombre históricamente concluido, y no hubo más remedio que intentar la pacificación de los guipuzcoanos, comprometiendo entre ellos la vida, catequizando uno por uno a jefes y oficiales, sin reparar en la clase de argumentación con tal de llegar al fin deseado. En esto se empleó toda la noche del 30; al fin, el 31 de madrugada desfilaban hacia Vergara los batallones reacios precedidos de cuerpos castellanos, para que la moral de estos fuese para todos ejemplo provechoso, y así, con más maña que fuerza, empleando sin cesar la palabra convincente, cariñosa, paternal, que igualaba al jefe con el soldado, fueron aproximándose al redil.

Era este un extenso campo a la salida de la villa, entre el río Deva y el camino de Plasencia. Allí formó muy de mañana el ejército de Espartero, y ante él fue desfilando la división castellana, con su jefe el General Urbistondo. Maroto, que parecía resucitado, a juzgar por la repentina transformación de su continente, que recobró su gallardía, así como el rostro la expresión confiada y el color sano, ocupó su puesto; al punto apareció con su brillante Estado Mayor el Duque de la Victoria, y recorridas las líneas, cautivando a todos con su marcial apostura y la serenidad y contento que en su rostro se reflejaban, mandó a sus soldados armar bayonetas; igual orden dio Maroto a los suyos. Espartero, con aquella voz incomparable que poseía la virtud de encender en los corazones la bravura, el amor, el entusiasmo y un noble espíritu de disciplina, pronunció una corta arenga perfectamente oída de un lado a otro de la formación, y terminó con estas memorables palabras: Abrazaos, hijos míos, como yo abrazo al General de los que fueron contrarios nuestros. Juntáronse los dos caballos; los dos jinetes, inclinando el cuerpo uno contra otro, se enlazaron en cordial apretón de brazos. Maroto no fue de los dos el menos expresivo en la efusión de aquella concordia sublime. En las filas, de punta a punta, resonó un alarido, que parecía explosión de llanto. No eran palabras ya, sino un lamento, el ¡ay!11 del hijo pródigo al ser recibido en el paterno hogar, el ¡ay!12 de los hermanos que se encuentran y reconocen después de larga ausencia. Era un despertar a la vida, a la razón. La guerra parecía un sueño, una estúpida pesadilla.

Se había dispuesto que las divisiones vizcaínas y guipuzcoana entrasen en el campo del convenio después de comenzado el acto, para que la solemnidad de este y su ternura influyesen en el ánimo de los reacios, y el efecto correspondió a lo que Espartero y Urbistondo con tanta habilidad y conocimiento del humano corazón habían dispuesto. Las tropas guiadas por La Torre como las conducidas por Iturbe, se vieron envueltas en la inmensa atmósfera de fraternidad que ya se había formado. Los corazones respondieron con unánime sentimiento. No podía ser de otro modo. La idea de unidad, de nacional grandeza, de moral parentesco entre todas las razas de la Península, ganó súbitamente los entendimientos de castellanos y éuskaros, y ya no hubo allí más que abrazos, lágrimas de emoción, gritos de alegría, aclamaciones a Espartero, a la Constitución, a Isabel II, a Maroto, a la Religión y a la Libertad juntamente, que también estas dos matronas se dieron de pechugones en aquel solemne día.