Viaje a la Patagonia Austral/VI

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

LA BAHIA DE SANTA CRUZ.—LLEGADA A LA ISLA PAVON

En 1519, el piloto Serrano, de la armada de Magallanes, fondeaba en la Bahía San Julián; descubrió, en un reconocimiento al sur, la Bahía Santa Cruz. Allí su buque naufragó, y dejó su casco entre las rocas.

Serrano, al perder su buque, en esa bahía, la descubrió para la historia; King y Fitz Roy la dieron a conocer a la ciencia geográfica. Donde el «Beagle» había fondeado en 1834, la goleta dió fondo a su ancla. Por segunda vez llego yo a este puerto, con las mismas intenciones; pero felizmente, ahora con los auxilios de que no había podido disponer en el primer viaje, y que eran necesarios para satisfacerlos.

Entrando en el lado norte orillando la costa medanosa, se presenta por la proa el monte Entrance siguiendo hacia el oeste una línea de colinas uniformes. A ambos lados de la extensa bahía se dilatan llanuras desiertas, que están lejos de indicar, por su pálido colorido, huellas de fertilidad. Como sucede generalmente con el aspecto topográfico de los puertos patagónicos, donde algún río desagua, sus dos costas no tienen el mismo nivel. A la inversa de Puerto Deseado, que en su entrada, tiene la costa elevada al norte y baja al sur, las costas de la Bahía Santa Cruz tienen en general la misma disposición que en el río Chubut y río Negro, cuyas márgenes izquierdas, al llegar al Atlántico, bañan una larga extensión de médanos, y en la derecha, orillean murallones terciarios a pique. La excepción de Puerto Deseado puede ser debida a su formación geológica distinta, y la igualdad de la disposición de la desembocadura de los tres ríos patagónicos, que conozco, a partir del Río Negro, de igual formación geológica, no deja de ser curiosa y digna de mencionarse; lo mismo sucede con las del río Colorado, el que desagua en Coy Inlet, y río Gallegos.

La vista de Monte Entrance es notable: de forma cónica, visto del N. E., rodeado de grandes fragmentos de rocas que se han desprendido de su masa terciaria y contra los cuales se estrella la mar, empujada por la corriente veloz de la marea, su efecto es imponente, a pesar de su poca elevación.

Hacia el sur desde el monte citado, se diseñan, desvaneciéndose en la lejanía, varias mesetas escalonadas, de quebradas suaves y murallones blancos, a pique, con médanos cuyos granos de arena cuarzosa relumbran. Hacia el sur oeste, entre los barrancos elevados de la costa, se destaca el Monte León (1.000 pies). En la línea del agua del mar, una faja blanca amarillenta picada de penachos diamantinos, señala la barranca a pique, donde el océano se agita; ciertos intervalos bajos, pardos o rosados, señalan los médanos; más arriba cerros, denudados con fajas y escalinatas, representando graderías de anfiteatro, coronados de redondeadas cúpulas, son los contrafuertes de la meseta, que se desagrega para formar la playa, y a mayor elevación aún una línea recta señala la meseta verdadera.

Desde la entrada, una serie de cerros listados, quebradas angostas, colinas cubiertas de arbustos, llegan hasta la punta Keel, donde Fitz Roy, varó el «Beagle» para reparar las averías causadas por el arrecife de Puerto Deseado. Desde allí, pasando un pequeño valle, continúan las barrancas terciarias hasta la Punta Repair, donde desagua un manantial, cerca del Promontorio Weddell, nombre que recuerda el heroico marino que visitó ese paraje, antes de internarse en las soledades del polo antártico. Al fondo, como una cuña, se adelanta el Promontorio Beagle, que ascendiendo en tres escalones, se pierde de vista al oeste. En la margen norte la tierra es baja, muy poco elevada sobre el nivel de las mareas; desde Punta Cascajo, sólo es un bañado antiguo que se extiende elevándose gradualmente con lagunitas saladas, zanjones profundos casi invisibles y se prolonga hasta la línea de mesetas que concluyen el Cabo San Francisco. Es región verdaderamente desolada y árida.

Más al oeste el terreno se levanta algo y a la altura del Promontorio Weddell, la barranca de cascajo alcanza un espesor de 30 pies. En el centro de la bahía se encuentra la isla de Leones Marinos, que no mide una milla de largo por media de ancho.

La bahía es considerada como uno de los mejores puertos de la costa atlántica austral. Aunque las cartas hidrográficas señalan en su entrada una barra, con rompientes muy visibles en marea baja, no debe esto asustar al marino que por primera vez entra a ese puerto, pues hay entre esos arrecifes o bancos, canales que tienen, cuando las aguas están en completa bajante, más de quince pies de profundidad.

Un buque que nunca haya entrado a Santa Cruz puede fondear afuera o mantenerse a la vela, hasta la completa bajamar, y marcar entonces los bancos y arrecifes que se presenten visibles. Después, cuando la marea asciende, a medio de ella, puede dirigirse al fondeadero que mejor le convenga, sin cuidado alguno, por alguno de los varios canales de entrada.

La grande diferencia que hay entre la bajante y la creciente de la marea, ambas en su plenitud, es tan notable, que cambia totalmente el panorama de la bahía cada vez que esos fenómenos se presentan. A marea llena, una gran sábana líquida se extiende tranquila delante del que, desde su centro, admira el noble panorama que se desarrolla ante sus ojos. Sólo la isla de los Leones Marinos, se eleva a pocos pies sobre su nivel. En la bajante sucede todo lo contrario; se presentan bancos en casi toda su extensión, separados por tortuosos canales, entre los cuales, el torrente, que siempre desciende, reparte sus aguas, enturbiadas por el limo que arrastran, y esos bancos se diseñan tan bien, que hay algunos que semejan islotes, de cuyas lomadas se desprenden pequeños arroyuelos de corta vida. En algunos de ellos se ven sinuosidades y ondulaciones que dibujan las olas que se retiran, para volver luego a borrarlas; en otros, millares de moluscos que los tapizan. El buque entretanto, tumbado sobre una de sus bandas, parece más bien el resto de un naufragio. Completamente en seco, sus grandes vergas tocan a veces la arena, sobre la cual reposa su quilla.

En muchas ocasiones he dado largos paseos alrededor del casco del «Rosales» en busca de moluscos y zoófitos. Alejado a cierta distancia, y dando vuelo a la imaginación, diríase que se tiene delante un paisaje polar. Los oscuros tintes de la tarde reemplazan las brumas que parecen preceder, en el lejano norte, la desaparición del astro de la vida, y cambiando mentalmente el blanco virginal del hielo por el sucio parduzco de la revuelta arena, se tendrá un paisaje de la Bahía Melville. El buque recostado sobre el banco, recuerda el buque recostado sobre el pack, que tritura sus flancos, mientras se distraen de la invernada sus tripulantes escalando pequeños témpanos o hummocks (aquí bancos) en busca de las deseadas focas, osos blancos o zorras. Pero la bahía no tarda mucho en adquirir su primitivo aspecto, un rumor lejano se escucha del este, y entonces el paseante debe acudir inmediatamente a bordo, pues es peligroso esperar en seco la marea, que llega anunciada por ese rumor con una rapidez de seis millas por hora, y que fácilmente corta la retirada al poco precavido soñador que se cree en las regiones donde desafiando las iras del Espíritu del Polo, se inmortalizaron los Franklyn, Ross, Parry, Mac-Clintock, Hall, Nares y Marekham.

En la Bahía Santa Cruz las mareas alcanzan hasta 42 pies y su velocidad es de 3 a 6 millas por hora, y como sus orillas son de contornos suaves y sin grandes piedras, pueden vararse en ellas los mayores buques. A 3 millas de la entrada el navegante encuentra baraderos de todas clases, fondo duro, blando, arenoso, limoso, etc., donde su buque pueda formar «cama». Para reparaciones es uno de los puertos más aparentes que existen en el mundo, pues seis horas después de varadas, las embarcaciones pueden estar nuevamente a flote, haciendo lo primero a media marea bajante.

Diciembre 21.—Tan luego como fondea la «Santa Cruz», la rodean centenares de delfines que se ponen al alcance del arpón. La curiosidad los ciega y aún cuando la sangre de los que son heridos colorea el agua, no abandonan el costado de la goleta durante más de dos horas. Obtengo dos ejemplares: la especie a que pertenecen es desconocida. (Desgraciadamente, los cráneos de estos individuos fueron arrojados más tarde al agua, durante el regreso del buque a Buenos Aires, lo que hace imposible su clasificación zoológica exacta, por la falta de esa porción tan esencial del esqueleto). Aun cuando varios de estos cetáceos, manchados de blanco y negro, se conocen en la ciencia y que algunos habitan estas regiones, ninguno concuerda con el modo de distribución de sus colores. Inmediatamente que concluyo de despojar los esqueletos de sus partes blandas, hago lanzar el bote, para aprovechar la marea que entra con fuerza y dirigirnos a la isla de Pavón, último punto argentino, habitado ahora, en el extenso territorio del sur.

Pasamos de largo por la isla de Leones, sin atrevernos a abordarla, teniendo presente el estado caluroso del día y las emanaciones fétidas del huano, que ya en otro tiempo había aspirado, el 8 de octubre de 1874.

Los tufones de viento que descienden por las quebradas y que en unos momentos nos son favorables y en otros contrarios, nos obligan a bordejear.

A veces, entorpecen nuestra marcha las algas marinas: el Kelp o Macrocystis. Sus delgadas hojas, sujetas a las vesículas piriformes que le han dado el nombre, se enredan en los remos o la fuerza de estos no basta para, cortar las largas tiras verdes de decenas de metros que la marea hace afluir desde el océano hacia el interior de la bahía.

Todos los que han viajado por el sur han pagado un tributo de admiración a esta inmensa y simpática planta, el organismo gigante que revela la lujosa fuerza de la vegetación marina, y ciertamente bien la merece. Es una enmarañada pradera en el mar, que flota lozana y tranquila en medio de las tempestades y conserva la calma en los sitios que cubre su ramazón bienhechora. ¡Qué grandes historias podría contarnos esta alga que vive sobre las siempre inquietas aguas australes, arraigando en las inmóviles peñas del fondo de ese océano!

¡Cómo cambiaría la faz de esos distantes parajes si ese humilde gigante faltara! El mundo animal que, en esas regiones de aspecto mortuorio y desierto, vive casi invisible, se extinguiría; los eslabones de la cadena que suministra la vida, se quebrarían y todo sucumbiría.

Los primeros navegantes, tan ignorantes como heroicos, los intrépidos investigadores del misterio, al mencionar esta planta, a mediados del siglo XVI, no le dieron la importancia ni el verdadero rol benéfico que tiene en la naturaleza; sólo vieron un beneficio para ellos, una alerta que les revelara las rocas, una planta aislada que prestaba inconscientes servicios al hombre, previniéndole los peligros; sólo cuando la luz de la ciencia iluminó las oscuras soledades del sur, esta alga fué comprendida.

Cook, Dumont d'Urville, Fitz Roy, Hooker y Darwin la admiraron, unos en su brillante escenario flotante, otros en el laboratorio del sabio. ¡Dignos espectadores de tal espectáculo!

Darwin compara esa selva acuática del hemisferio meridional con las selvas terrestres de las regiones inter-tropicales, y agrega que no cree «que la destrucción de una selva, en cualquier país, arrastre, más o menos, la muerte de tantas especies animales como la Macrocystis. En medio de las hojas de esa planta viven numerosas especies de pescados que en ninguna otra parte encontrarían abrigo y alimentos; si esos pescados desaparecieran, los cormoranes y los otros pájaros pescadores, las nutrias, las focas, los delfines, pronto desaparecerían también y en fin, el salvaje fueguino, el miserable dueño de ese miserable país, redoblaría sus festines de caníbal, decrecería en número y quizás dejaría de existir».

Bajo su aparente modestia, alberga orgullosa, mundos pequeños pero interesantes en alto grado. Cada vez que he examinado una hoja de Macrocystis, he encontrado infinidad de organismos vivientes que la han elegido para su domicilio y cuando la curiosidad me ha llevado a rebuscar en el intrincado laberinto de raíces que forma su base, Invisto cientos de pequeños seres guarecidos y viviendo tranquilos allí.

La Macrocustis, ciñe el globo en su región austral, con una verde y gigantesca orla. Allí, precediendo a la muerte glacial, ondula lujosa entre la región templada y algunas veces se la ve flotando hasta en las inmediaciones de los hielos polares. En sus inofensivas redes, varan y mueren inmensos y terribles témpanos.

Su verdor sólo adorna el Atlántico y el Indico en los parajes donde cruzan las corrientes australes y llega a veces hasta la embocadura de nuestro fecundo Plata. En las costas de Quequen he recogido sus muestras. Camalotes inmensos de ella navegan por las costas patagónicas, hasta doscientas millas al norte de las islas Falkland, en cuyas costas nacen también, y muchas veces varan en las playas del Cabo de Buena Esperanza. Continúan su viaje en esa dirección, pues las corrientes y la temperatura del océano no les permitiría llegar más al norte, en esos puntos. El gran Pacífico, es más privilegiado: las corrientes que parten de las inmediaciones del Cabo de Hornos, esparcen y adornan, con bancos de Macrocytis las costas occidentales de ambas Américas. Nacidas al reparo del extremo sur del rugoso continente, con las corrientes frías, cruzan las zonas templadas y cálidas; trasladan la vida antártica a las costas árticas de Aleutia y Kamstchatka.

¡Qué inmenso papel desempeñan, en la economía del mundo, las humildes hojas que corta nuestro bote y que al principio considerábamos un estorbo!

Continuemos viaje, distraigámonos con los juguetones delfines que retozan por centenares en las aguas tranquilas de la bahía, irguiéndose de a dos y tres juntos, saltando fuera de ellas, u ondulando suavemente, describiendo curvas iguales, en las que muestran primero su cabeza y aleta dorsal negra, y luego sus costados blancos cuando azotan las pequeñas ondas con sus elegantes colas.

Esos veloces nadadores son tan confiados, que no temen acercarse al bote; si levantamos los remos y permanecemos silenciosos, vemos acercarse con rapidez sus blancas formas, bajo las aguas limpias; cruzar bajo la quilla y ascender al nivel, rozando los costados del bote, permitiéndonos pasar la mano sobre sus suaves lomos, mientras lanzando sonoros bufidos vuelven a hundirse en las profundidades, para describir una nueva curva.

Los patos vapores, las gaviotas, los grandes patos y los ostreros cruzan y recruzan mientras tanto sobre nuestras cabezas, unos silenciosos, y otros haciendo oír fuertes chillidos, y ruidos metálicos, producidos por el movimiento rápido de sus alas.

En una de las bordadas nos acercamos a la costa norte, frente al Promontorio Weddell; aquí encuentro el primer trozo errático de gran tamaño que revela la presencia indudable de la época glacial; su parte visible mide un metro cúbico, pero como se ensancha hacia su base, sepultada entre la arena y el cascajo, creo que su tamaño total es mucho mayor.

¿Qué otro agente que el hielo puede haber transportado esa enorme roca desde los Andes hasta el Atlántico?—Quizás un témpano al fundirse, depositólo allí.

El tiempo transcurrido en esas observaciones es tanto, que cuando queremos continuar viaje, ha principiado el descenso de la marea. Me alegro de ello: es necesario experimentar, antes de separarme completamente del buque, la gente que debe acompañarme en el trabajo de ascender, remolcando el bote, el Santa Cruz.

Cruzamos a remo las dos millas que nos separan de la costa opuesta, que abordamos en el ya citado promontorio, en momentos en que la bajante es ya muy sensible. «Todos al agua» es la primera orden que doy a mi gente en el Santa Cruz, y principiamos el remolque que más tarde debemos continuar por trescientas millas.

Desde este momento, los dos marineros comprenden las fatigas que les aguardan. El cascajo se desliza al impulso del pie, y les hace caer por la falla de costumbre, o se hunden en la fangosa arena de los bancos en formación. Sin embargo, todos están contentos, tenemos la fe suficiente para arrostrar las fatigas y los peligros venideros.

Al doblar la punta del promontorio, entramos en el majestuoso río, que teniendo allí un ancho de dos millas, desciende veloz encajonado entre barrancas escarpadas, elevadas de 250 pies en el costado sureste, y de colinas suaves de la misma elevación, al N. O. Aquí, se adelanta como una cuña el Promontorio Beagle, cuya falda baña el segundo de los dos brazos fluviales que forman la Bahía de Santa Cruz y que se denomina «Río Chico». Ese brazo lo remontó el capitán Stokes de la expedición de King, hasta doce millas en el interior, donde cesa de ser navegable.

Los bancos fosilíferos que se encuentran en esas barrancas, nos dan motivo para unos momentos de descanso, o de variedad en el trabajo; juntamos una abundante cantidad de moluscos y principalmente de la gigantesca ostra, y como nada es más trasmisible que el entusiasmo, en nuestro carácter nacional, hasta mis marineros se convierten en adeptos de la paleontología y muchos de los interesantes moluscos terciarios, descubiertos en las distintas paradas de este día, se los debo a ellos.

A la tarde, llega el momento en que la baja marea es completa, lo que hace imposible, por ahora, continuar el remolque, y como mi deseo es llegar esta misma noche a la isla, dejo los marineros al cuidado del bote, para que, cuando la marea vuelva a repuntar, continúen a remo; por mi parte, sigo a pie, acompañado por Estrella.

El cañadón por donde subimos a la colina está cubierto de magníficos pastos y las planicies llenas de arbustos y cactos; algunos bajos ostentan una alegre alfombra de césped, y algunos altos son tan áridos que sólo los tapizan cantos rodados.

Es la primera noche que voy a pasar en la región que tanto ambiciono conocer a fondo. Las emociones de este día deben ser el preludio de las que experimente en este, mi segundo viaje, en el cual debo tentar lo que no ha sido posible verificar en el primero. La inquietud del espíritu, que abarca todo, quiere dominar y comprender el panorama presente.

De pronto, unos médanos, con profundos pozos, nos cortan el camino. Están próximos a la costa, nos acercamos a ella, y distinguimos que aun continúa descendiendo el río y batiendo la escarpada muralla.

Ya el cansancio y la sed se van apoderando de nosotros, y los médanos la aumentan, hasta que descubrimos un sendero que, a algunas cuadras de allí, nos conduce nuevamente a la barranca. Delante de nosotros tenemos una llanura de plata, reluciente, imagen de la salina, cuyos cristales de cloruro de sodio le dan esa apariencia. Abajo de la loma vemos unas negras sombras: son las poblaciones donde se guarda la sal.

Emprendemos el descenso, con gran cuidado por parte de Estrella, quien, no estando acostumbrado a estos trances, cree desplomarse a cada momento.

Abajo va, en el pequeño valle que forma el río, en una de sus bruscas vueltas, la oscuridad es tan grande, que mis recuerdos no bastan para orientarnos y en vez de dirigirnos por el que conduce, bordeando las lomas, hasta frente a la isla Pavón, tomamos el que se interna en la península, hacia el río.

Recién cuando nos encontramos delante de los fangosos pajonales, mojados por la marea, comprendemos nuestro error, pero la sed y el cansancio son tan grandes, que no tenemos valor para retroceder. Con la ayuda de los sombreros, recogemos agua, aún salobre, y decidimos pasar allí la noche, en un pequeño desplayado.

No teniendo cubierta de ninguna especie para envolvernos, no hay más remedio que amontonar un poco de arena, para impedir que la humedad del pantano se trasmita al cuerpo; ponemos de almohada el saco lleno de piedras y de plantas y nos cubrimos las cabezas con los sombreros mojados y los pañuelos. Esta es exigua defensa contra los millones de mosquitos que nos asedian.

Diciembre 22.—Al despuntar el día, volvemos a emprender la marcha, sorprendidos agradablemente con el encuentro de varias puntas de flechas de piedra, producto de los antiguos indígenas que allí vivieron en remotos tiempos, ocupados seguramente en tomar la abundante pesca que se obtiene en los remansos que forma esta casi isla. Más adelante, recojo cuchillos de piedra, rascadores, boleadoras pulidas, hasta llegar al paradero de los indios actuales; desde él distinguimos la isla Pavón. Una pequeña columna de humo que se eleva de las casas; los caballos, perros y gallinas que relinchan, ladran y cacarean respectivamente, nos anuncian la vida civilizada, en esta apartada posesión argentina.

Frente al paso, disparamos unos tiros de revólver; los perros nos contestan con furiosos ladridos y una figura humana aparece sobre el pequeño techo de la casa, para averiguar quiénes interrumpen de ese modo, al aclarar, la plácida tranquilidad de la isla. Momentos después, un hombre cruza a caballo el brazo de río que separa la isla de la meseta sur y se acerca a nosotros; es un gaucho compatriota; luego, una rara figura, envuelta en un quillango, llega apresuradamente; es mi antiguo conocido Isidoro Bustamante, gaucho santiagueño, que el azar de la vida ha conducido aquí. En seguida estrecho la mano del Sr. Dufour, cuñado de Piedrabuena.

Estamos entre amigos, con gran contento de los que, al principio, habían creído que nuestros gritos y tiros eran de desertores chilenos de Punta Arenas, o náufragos.

Cruzamos el río por el vado y llegamos a la casa, donde dos años antes había grabado mi nombre, al lado de los de algunos oficiales chilenos, cuando estos tentaron, tan inútilmente, lo que yo iba a procurar, quizás con el mismo resultado. Aquí encuentro al subteniente Moyano, que desea ser mi compañero de viaje. A la tarde llega la embarcación con mi gente, y la bandera de sol se iza sobre la casa, para contestar a la que, con gozo, se arría y se iza en el tope del mástil del bote.

La isla Pavón es la que, en la carta de Fitz-Roy lleva el nombre de Islet Reach y pertenece, por donación que de ella le hizo el gobierno de la nación, al capitán Piedrabuena. Mide, más o menos, dos kilómetros de largo, comprendiendo pequeñas porciones de tierra, situadas en sus extremos, y que se convierten en islas, cuando la marea o la creciente es grande. Su anchura mayor pasa de trescientos metros. En el centro está situada la población principal, que consiste de cuatro pequeñas piezas unidas y un corral para el ganado y los caballos. A la isla se llega por el costado sur, cruzando un brazo de río de 50-60 metros de ancho, pero que pocas veces puede seguirse recto, sino al sesgo, lo que hace que el vado mida ciento cincuenta metros. Además, sólo en el tiempo en que la bajante es muy grande, se puede cruzar a toda hora, pues cuando las mareas toman mayor fuerza, sólo es posible hacerlo durante el reflujo. El canal del norte es el verdadero canal del Santa Cruz, ancho allí de más de 300 metros; corre con una velocidad mínima de cinco millas, siendo esta anormalmente menor cuando las grandes mareas ejercen hasta este punto su influencia, y atajan las aguas que descienden de los Andes; entonces la isla se anega casi completamente.

En una pequeña huerta, los habitantes de la isla cultivan algunas legumbres, tales como papas, nabos, rábanos, coles, lechuga, que adquieren todas un tamaño notable.

La vida que aquí se pasa es monótona, pero la visita que hacen de cuando en cuando los indios tehuelches, que llegan en procura de la industria europea, a los cuales van acostumbrándose de tal manera que ya les es muy sensible pasarse sin ellos, proporciona distracción a sus habitantes, tomando compensación, al mismo tiempo, del sacrificio que hacen los que viven en este punto.

La agradable temperatura y la poca humedad contribuyen a que, en este paraje, no se sufran graves enfermedades, aun cuando las transiciones barométricas y termométricas sean muy notables, en ciertas ocasiones, y esto hace que, si bien las comodidades no son aquí abundantes, por lo menos la salud se robustece, y no se desea mucho el bullicio enfermizo de la ciudad.

Diciembre 22-28.—Esta semana la empleamos en arreglar los víveres y los objetos que debemos emplear en la ascensión del río, y disponemos el bote para recibirlos; se le hacen cajones, y lo calafateamos. Luego envío los marineros a ayudar en la descarga del buque, que ha venido a fondear frente a las Salinas.

Festejamos la Noche Buena, reunidos todos en la isla, acompañados del capitán, recordando a los que estimamos.

En la tarde del veintiocho, decimos adiós a la goleta, que lleva a Buenos Aires las colecciones formadas durante los dos meses que han transcurrido desde mi salida de ese punto, y el anuncio de que pronto emprenderé la marcha hacia los Andes.

En las observaciones practicadas en estos días y las que he adquirido en épocas anteriores, puedo convencerme de la verdad de los párrafos siguientes de Musters, que reproduzco aquí, porque mis datos son el fiel reflejo de los suyos, y si los consignara podíaseme acusar de plagiario. Además, me anima el deseo de que la obra del valiente esplorador inglés sea más conocida por mis compatriotas.

«Fué un error singular el de los españoles en formar una población en el Puerto San Julián, descuidando las ventajas mayores que proporciona Santa Cruz. Las llanuras y las islas de este último presentan buenos terrenos pastosos y de labranza, lo mismo que asiento para un pueblo seguro contra las repentinas invasiones de los indios; por lo que respecta a la conveniencia para una estación de embarque, no hay comparación posible entre ambas localidades, porque los buques pueden vararse en Santa Cruz, en sitio resguardado, con la marea; en cuanto a la madera, en busca de la cual hizo Viedma su expedición, se encuentra en abundancia, ascendiendo el río».

Pero si Santa Cruz es más favorecida que otras regiones de Patagonia, no se deben hacer muchas ilusiones sobre los elementos de lucro que pueda suministrar. La precipitación puede arruinar a los que, sin preparación, se dirijan a este punto donde la labor que da resultado es dura y difícil.