Yanco, el músico

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Yanco «el músico» (1921)
de Henryk Sienkiewicz
traducción de Nicolás Tasín

YANCO «EL MUSICO»


Nació enclenque, raquítico. Las vecinas, reunidas alrededor del lecho de la recién parida, sacudían la cabeza, observando ora a la madre, ora al hijo. La herradora, más entendida que las demás, púsose a consolar a la enferma.

—Aguarda—dijo—; voy a encenderte un cirio bendito. Estás apañada, comadre; lo que debes hacer es prepararte para el viaje al otro mundo y llamar a un cura para que te despache.

—Y al crío—dijo otra—es menester bautizarlo inmediatamente, pues ni tiempo va a dar a que llegue el señor cura. Todavía gracias a que no se nos muera moro.

Y así diciendo encendió un cirio, tomó en brazos a la criatura, rocióla con agua y dijo:

—Yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y te impongo el nombre de Yanco. Y ahora, alma cristiana, ya puedes volverte allá de donde viniste.

Pero el alma cristiana no tenía grandes deseos de volver al lugar de donde había venido, dejando en la tierra su cuerpecito descarnado. Al contrario, comenzó a agitar cuanto pudo sus piernecitas y a llorar; pero de tan lastimero modo, que decían las comadres: —¡Es cosa de reírse; maúlla como un gatito!

Mandaron por un cura. Fué, hizo cuanto el caso requería, y luego se marchó.

La paciente fué mejorando, y al cabo de una semana ya pudo reanudar su trabajo. El chiquitín maullaba todavía; pero, al fin y al cabo, maullaba..., y así, maullando, llegó a los cuatro años, en cuya edad, cual si se viera libre de embrujamiento, empezó a crecer, aunque míseramente, muy poco a poco, hasta alcanzar el décimo año de su menguada y ruin existencia.

Era un chicuelo tostado por el sol, con la panza abultada y las mejillas enjutas. Los cabellos, de estopa, casi blancos, le caían por delante de los ojos; unos ojos claros y desencajados que parecían mirar en el vacío.

En invierno se escondía detrás de la estufa apagada, y allí se quedaba llorando de frío y de hambre cuando la madre no tenía qué echar en el puchero. En verano iba por esos mundos de Dios con una camisa ceñida con un cintajo y un desvencijado sombrero de paja, por debajo del cual miraba, levantando la cabeza como un pajarillo.

La madre, pobre asistenta que vivía día por día, como una golondrina bajo tejado ajeno, le quería quizá... a su manera; pero con frecuencia le zurraba. A los ocho años, Yanco ayudaba ya a los pastores, y cuando en casa no había ni un mendrugo, íbase al bosque a buscar setas. ¿Cómo fué que no le devoraron los lobos? Sólo Dios lo sabe.

Era un muchacho pusilánime que, según costumbre de todos los rapazuelos campesinos, se chupaba el dedo cuando oía hablar a los demás.

Nadie creía que llegase a grande, y aun menos que su madre pudiese hacer de él algo de provecho, porque, en realidad, no servía para nada.

Cómo fué no se sabe; pero por una cosa sentís una irresistible inclinación: por la música. Por todas partes oía música, y, ya mayorcito, sólo en la música pensaba, siempre en la música.

Si lo mandaban al bosque con las ovejas o con un cestito para recoger bellotas, volvía a casa con el cesto vacío y exclamaba: —¡Madre mía, y cómo cantaba todo en el bosque! ¡Uy! ¡Uy!...

Y la madre le interrumpía: —¡Aguarda, aguarda; soy yo quien te va a cantar una cosa!—y le cantaba cierta canción sobre las costillas.

Chillaba el infeliz; prometía no hablar más de música: pero ni por un momento dejaba de pensar en los sonidos y armonías que en el bosque oía.

Pero ¿qué es lo que oía?... ¿Lo sabía él acaso?...

¡Los pinos, los abetos, los brezos, las encinas, los pájaros; todo, todo cantaba en el bosque; el bosque entero cantaba!... ¡Hasta el eco!... En los prados cada hierba cantaba también, y en el huerto los gorriones piaban tan recio, que al oírles temblaban las cerezas. Al anochecer poníase a escuchar las voces que llegaban del villorrio y le parecía como si todo el villorrio cantara... Cuando lo mandaban a extender estiércol, oía cantar el viento al pasar por entre los dientes del bieldo... Una vez que estaba así, con el pelo revuelto, escuchando embelesado los mugidos del viento, quitóse el capataz el cinturón y le dió con él unos azotes, como recuerdo. Pero todo, todo fué en vano.

La gente le llamaba Yanco el Músico.

En primavera se escapaba de casa para irse al borde del arroyo melodioso, y de noche, cuando croaban las ranas en los charcos y cantaban los gallos, de pie sobre los setos vivos, él no podía dormir, con el oído siempre en acecho. Dios sabe qué armonías descubría en todas aquellas voces.

La madre no lo llevaba nunca consigo a la iglesia, porque en cuanto el órgano rompía a tocar y empezaba a oírse el coro de suavísimas voces, se le cubrían de niebla los ojos al pequeñuelo, cual si mirasen asomados al otro mundo.

El sereno del pueblo, que para ahuyentar el sueño contaba las estrellas o conversaba con los canes, veía con harta frecuencia la camisilla blanca de Yanco camino del mesón. Pero Yanco no entraba en el mesón; quedábase por allí muy cerquita, y, pegadito a una pared, poníase a escuchar.

Dentro bailaba la gente, y un muchacho cantaba: ¡Ay, ay, ay! Oíanse las voces de los mozos y el restregar de los zapatos y el violín que cantaba muy meloso: Comamos, bebamos, cantemos..., mientras el contrabajo, con voz profunda, le respondía:

Como Dios quiere, como Dios quiere... Las ventanas resplandecían de luz; las vigas del techo parecía que temblaban, que tocaban, que cantaban; y Yanco no se cansaba de escuchar.

¡Oh, qué no habría dado él por poder poseer un violín como aquél, que tocase tan meloso Comamos, bebamos, cantemos!... ¡Qué cosa más rara esos maderos cantores! ¿De dónde los sacarán?... ¿Quién los construirá?... ¡Oh, si una vez, siquiera una vez, pudiese él tener uno en la mano! Pero no; al pobrecillo sólo le era dado poder escuchar el del mesón..., hasta que se oía la voz del sereno: —¡Vete a casa, diablillo!

Entonces se alejaba a toda prisa, con los pies descalzos, y en la obscuridad y en el silencio de la noche distinguía ya lejanas la voz melosa del violín: Comamos, bebamos, cantemos..., y la profunda y majestuosa del contrabajo: Como Dios quiere, como Dios quiere...

Era para él una gran fiesta el día que podía oír música, ya fuese en un casamiento o en la fiesta de las mieses. Terminadas las tocatas, subíase encima de la estufa y allí permanecía horas enteras pensativo, ensimismado, con los ojos relucientes como un gato.

Ingeniándose, llegó a fabricarse un violín con una erin y una corteza; pero aquel violín no quería tocar tan bien como el del mesón; tocaba, sí, pero con voz muy ronca y apagada, como un ratón o como un mosquito. Sin embargo, rascábalo todo el santo día, desde el amanecer hasta que se acostaba, a pesar de recibir por el dichoso violín tantos y tales mojicones, que ya tenía la cara hecha una alcachofa de puro magullada. Pero..era así de natural.

Yanco enflaquecía visiblemente; el pelo se le enmarañaba cada día más; los ojos se le ponían grandes, y a menudo se le llenaban de lágrimas; el pecho se le hundía, y se le ahuecaban las mejillas...

No se parecía en nada a los demás muchachos; a quien se parecía era a su violín de corteza, que apenas chistaba. Además, el hambre le iba extenuando, porque cuando no tenía pan—y era con frecuencia sólo se alimentaba de zanahorias crudas y... de aquel.inmoderado afán de poseer un violín de verdad.

Aquel afán no le llevó por buen camino.

El criado del palacio solariego sí que poseía un violín de verdad, y a veces, por la noche, lo tocaba un rato para recrear a la señorita camarera. Yanco iba de puntillas hasta la puerta de la despensa para contemplar el violín, que estaba colgado en la pared de enfrente. Mirábalo embelesado, con arrobamiento, como si se tratara de un objeto sagrado...

¡Oh, si una sola vez siquiera pudiera él tenerlo entre las manos para examinarlo bien!... Y sólo de imaginarlo ya se le derretía de gusto el corazón.

Una noche la despensa estaba desierta y no se veía a alma viviente en toda la casa, pues los señores se hallaban en el extranjero y el criado debía de encontrarse en un sitio apartado del inmenso caserón—quizá en las habitaciones de la señorita camarera—. Hacía ya rato que Yanco estaba contemplando el objeto de sus ansias; la luna llena entraba a raudales por la ventana de la despensa, yendo a dibujar en la pared un gran cuadro luminoso. El cuadro aquel se corría poco a poco hacia el violín, hasta que, por último, le iluminó de lleno. Lo que más relucían eran las partes salientes del instrumento, y tan resplandecientes resultaban, que Yanco no las podía mirar. Con la luz aquella todo se veía con la mayor nitidez; los costados ondulados, las cuerdas, el mástil, las clavijas relucían cual luciérnagas en la noche de San Juan, y a lo largo del violín colgaba, cual plateado galón..., el arco. ¡Qué bello, qué fantástico era todo aquello! Yanco lo contemplaba con arrobo y avidez.

Acurrucado debajo de los arbustos, con los codos apoyados en las puntiagudas rodillas y abierta la boca, miraba, miraba sin pestañear, miraba siempre. En momentos se sentía sobrecogido de miedo; en otros, una fuerza irresistible lo empujaba hacia adelante. ¿Era acaso un hechizo? Parecía que el reluciente violín se fuese acercando... ¡Sí, debía de ser un hechizo!...

En aquel preciso instante sopló el viento, y en el susurro de las hojas oyó Yanco distintamente una voz que muy quedo le decía: —¡Ve, Yanco; no hay nadie en la despensa; ve, Yanco!...

La noche era clara y transparente... En los árboles del estanque comenzó a cantar el ruiseñor en trinos, ora dulces, ora estridentes, que decían: S —¡Anda, Yanco, cógelo!...

Un buho prudente y juicioso revoloteó en torno a la cabeza del pequeñuelo, chillando: —¡No, Yanco; no vayas, no lo toques!...

Pero el buho desapareció y las hojas de los arbustos volvieron a susurrar: —¡No hay nadie en la despensa!...

Relució de nuevo el violín... El mísero cuerpecito empezó a moverse, y el ruiseñor silbó otra vez: —¡Anda, Yanco, cógelo!...

Ya la blanca camisilla avanza hacia la despensa; ya no se destaca en el fondo obscuro de los arbustos; ya está rozando el umbral..., y al cabo de un segundo se borra su silueta, quedando tan sólo un piececito fuera, que al fin también desaparece.

Oyese ya dentro de la despensa la anhelosa respiración de aquellos pulmones... Es inútil que venga el buho a gritar de nuevo: —¡No lo toques!...

Las ranas, como asustadas, rompen a croar allá en el estanque; pero cesan en seguida, y cesa el ruiseñor de trinar y las hojas de susurrar. La noche se obscurece.

Entretanto, Yanco se arrastra por el suelo de la despensa, poco a poco, despacito, con un miedo atroz, que le crispa las manos y los pies y le hace silbar el aliento en la garganta...

Mientras estaba fuera sentíase como en su propia casa, como un animalito silvestre metido en un matorral; pero ahora, en la lobreguez de la despensa, le parece como si hubiera caído en una trampa. Un relámpago que cruza el horizonte ilumina de improviso la despensa y al chiquillo, que, caminando a gatas, avanza con la cabeza levantada.

Mas el relámpago se apaga, y la Luna se esconde tras una nube, y todo queda en las tinieblas.

De repente óyese un sonido lúgubre, triste, como si alguien tocara las cuerdas del violín, y... en seguida la voz recia de un hombre soñoliento que grita desde un rincón: —¿Quién es?...

Yanco suspende el aliento; pero la recia voz repite: —¿Quién es?...

Una cerilla se enciende, y..., ¡Santo Dios!, óyense golpes, gritos, sollozos; «¡Jesús, misericordia!» Y ladridos de perros, y voces, y ruidos por toda la casa, que se va alumbrando con las velas que acuden de todas partes, llevadas en alto por gente soñolienta.

Al día siguiente, Yanco fué conducido ante el juez. ¡Iban a juzgarlo como ladrón? Naturalmente.

El alcalde y el juez lo miraron de arriba abajo, rígidos y severos, cuando compareció ante ellos, chupándose el dedo, desencajados los ojos por el terror, chiquitín, macilento, molido a golpes... Pero ¿qué castigo darle, si aun no había cumplido los diez años, si apenas se sostenía de pie?... ¿Meterlo en la cárcel?... ¡A pesar de todo, había que tenerle un poco de lástima! ¡Ea! ¡Que lo coja el sereno y que le dé unos azotes para que se le quiten las ganas de robar!

Y llamaron a Stach, el sereno.

—Tómalo por tu cuenta y procura que guarde memoria de su pecado.

Sacudió Stach la bestial cabezota, cogió al chiquillo como si fuera un gato y lo llevó debajo del brazo hasta el henil. Yanco no entendía ni una palabra de cuanto le sucedía; pero tenía un miedo cerval y no se atrevía a chistar; sólo miraba, miraba, cual pajarillo cogido en la red. Pero cuando Stach, después de tenderlo sobre el heno, le hubo dado con su correa brutalmente el primer golpe sobre las carnes, no pudo aguantar y gritó: —¡Madre!

Y a cada azote que le lastimaba el cuerpo gritaba el infeliz: —¡Madre!... ¡Madre!...

Pero con voz más acabada cada vez, hasta que, por último, enmudeció. ¡Pobre mísero violín destrozado!

¡Estúpido, malvado Stach! ¿Quién les pega así a los niños? ¡Y era aquél tan pequeño, tan enclenque y enfermizo! ¡Si apenas se sostenía!...

Fué la madre por él y tuvo que llevarlo en brazos; al llegar a casa lo acostó. Ya no se levantó más el pobrecillo. Al tercer día ya casi no respiraba, agonizando quietamente debajo de su raído cubrecama.

Chillaban las golondrinas al revolotear por entre las cerezas del huerto contiguo a la casita; un rayo de sol entraba por la ventana, abierta de par en par, iluminando con áurea claridad aquella cabecita hecha una borra y aquel semblante exangüe... Era el rayo aquel como un camino por el que el alma del angelito subía al cielo. Y era un gran consuelo que, al menos en el momento de la muerte, se le abriese aquella senda ancha y luminosa a él, cuya vida había sido un senderito tan angosto y tan lleno de abrojos...

Aquel pecho extenuado todavía respiraba un poquitín, y aquel lívido semblante parecía absorber aún la música que por la ventana entraba.

Anochecía; las mozas del villorrio regresaban de los prados cantando alegremente: ¡Oh, sobre la pradera, sobre la verde pradera!... Y del arroyo llegaba como un gorjeo, y la campana de la iglesia dulcemente tañía. Y Yanco, moribundo, escuchaba aquella música por la postrimera vez... Junto a él, sobre la cama, yacía también su violín de corteza.

De pronto la carita del niño agonizante se iluminó, y sus labios, en un temblor convulsivo, murmuraron: —¡Madre!

—¿Qué quieres, hijo mío?

—¡Madre! Dios Nuestro Señor, ¿va a darme en el cielo un violín de verdad?

—Sí, hijito; te lo dará, te lo dará—exclamó la madre.

A Pero no pudo decir más, porque el corazón se le despedazaba dentro del pecho.

—¡Jesús, Dios mío!—gimió la infeliz.

Y cayó desplomada sobre el baúl, estallando en desesperados sollozos, como una loca.

Cuando alzó la cabeza miró a su niño; los ojos del musiquillo estaban abiertos e inmóviles, y tenía la cara seria, lívida, afilada.

El rayo de sol también había desaparecido...

¡Descansa en paz, Yanco!

Al cabo de unos días regresaron de Italia los señores del palacio solariego. Volvió la señorita y el caballero que le hacía la corte.

Dijo el caballero: —Quel beau pays que l'Italie!

—¡Y qué artista es allí la gente!— añadió la señorita. On est heureux de chercher lá—bas des talents et de les proteger...

Sobre la tumba de Yanco susurran los abetos.

FIN