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taba un poco más á su antigua señorita, la doliente Antonieta, la dama de pálidos colores que no tenía más que nervios en vez de sangre debajo de la piel.

¡Ah! ¡Qué hermosa pareja hubiera hecho con Juan, ella, la hermosa muchacha de anchos hombros, atrevido seno y talle fino y esbelto sobre caderas vigorosas! Juntos, no hubieran tenido miedo á la vida y la hubieran mirado de frente, ella, la morena de labios rojos, y él, el rubio de ojos de acero templado por el Bol. ¡Ay! Todo aquello era quimérico é imposible. Y Berta concluía pensando que sólo una aristocracia debía ser reconocida ; la belleza en la mujer y la fuerza inteligente en el hombre.

Después de todo, no razonaba tan mal para ser una hija de campesinos, una antigua criada, aunque educada en el castillo en condiciones particulares, de lo que estaba agradecida á su modo.

En esto también tenía, acaso, razón. Su caso no era único ni excepcional, sino muy común. Para hacer compañía á un niño rico se coge uno pobre, hijo de criados ó de lo que en otro tiempo se llamaba un vasallo, y se ayuntan esas dos existencias; pero el uno es el caballo y el otro el cochero.

Todos los derechos de un lado y todos los deberes del otro. Aquí, todos los caprichos; allí, todas las sumisiones. Si el niño pobre está triste y echa de menos el bosque y el horizonte, sus padres le reprochan aquella tristeza como una ingratitud. Lo que se hace por él es por caridad, por su bien, por su interés.

Ese niño recogerá todas las migajas que caigan de la mesa en que se sienta su dueño; migajas de pan ó migajas de saber; con las cuales alimentará con abundancia su cuerpo lo mismo que su alma.

¡Qué error! Aquel niño pobre aprende la bajeza; la ciencia, la falsa ciencia que sorprende al vuelo y á re-

En la paz.—2