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En la carrera: 03

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En la carrera
de Felipe Trigo
Primera parte
Capítulo III

Capítulo III

Lunes, al fin.

Pero... ¡las once!

El perínclito Mesonero Romanos volvió a acurrucarse debajo de las sábanas, un momento despertado por Esteban, y éste se levantó con enorme voluntad.

Sintió en el comedor a la Burra y a Cerrato, que almorzaban de vuelta de unas clases para ir a otras, y almorzó también. Doña Rosa, enlutada y triste, viuda con un chico, y a quien todavía un ojo le lloraba, dábale al nuevo huésped consejos:

-Usted, don Esteban, no debe hacer la vida que esos otros. Júntese aquí con don Luis y don Manuel -claro es que ella decíale su propio nombre a la Burra-, que son formales. ¡Ah, si supieran sus pobres madres de ustedes!

Casi una madre le pareció al joven, en su honrada emoción de hoy, esta señora grave, alta, seca, medio cana. Margot, además, no estando los otros, servía los platos con muy dulce honestidad, y el comedor mismo recibía del hondo patio un difusa y como eucarística luz de sacristía.

Cogió la Burra una manzana (que se guardaba siempre para luego, porque tenía el defecto de ser algo glotón), y los tres se fueron a San Carlos.

A Esteban, en la Anatomía, le sorprendió la extensión del aula y el número de alumnos. Ni pasaban lista ni preguntaban. «En el Instituto, en Badajoz...» ¡No, bah! ¡Renunciaba a su manía comparativa! A las dos, sala de Disección. Y demasiado fuerte todo esto en San Carlos, ciertamente. Ya en la clase habían mostrado una pieza artificial, de músculos, que parecía un kilo de ternera.

Iba casi temblando, entre Cerrato y la Burra. El olor a muertos y a cloruro, que le perseguía desde que entró en el edificio, acentuósele al subir la escalinata, y su impresión en el vasto anfiteatro fue un pasmo de terror y de grandeza. Enorme aquello: cuarenta, cincuenta mesas de mármol... En cada una un cadáver, o un pedazo de cadáver, y tres o cuatro estudiantes con blusas negras y amarillas. Sábanas ensangrentadas y cubos que iban recogiendo las picaduras de carne, de labios, de dedos... Una cabeza sin piel lucía un ojo desprendido en la caverna musculosa de la órbita; en el otro conservaba el párpado y aparecía guiñado horriblemente... ¡Oh, aquel ojo, aquel ojo..., que le miraba siniestro desde la eternidad, que le miraba con un trágico furor, como diciéndole en nombre de todos los muertos: «¿Tú también vienes a ultrajar nuestro reposo?»

Esteban serenábase con un esfuerzo enorme, por no revelarles su emoción a la Burra y a Cerrato, que le observaban. La Burra, además, fanfarrón, aunque siempre grave, tocó una pelvis podrida, limpióse apenas la negra sangre con el paño y cogióse de la boca, con los mismos dedos, el cigarro... ¡Cochino!... Querían que todo lo viese. Un cadáver entero de mujer, flaco, como la mayor parte de los que bajaban de las clínicas, extenuados por el mal y la miseria; tenía rapada la cabeza, los senos como dos piltrafas, las caderas puntiagudas y los órganos pubianos, igualmente afeitados a cortaduras y a raspones, cárdenos y saniosos..., con una horrenda y repugnante tirantez amoratada de larga costra medio seca... Era la primera vez que veía Esteban tan ostensiblemente la intimidad de una mujer, y se acordó con asco de Martirio, de Olvido, de Piedad... de la Merengue también, que le había parecido casi linda... ¡Cómo deploró no haberla resistido!... Del corazón, del estómago, levantábasele una especie de formidable decisión de no volver a acostarse con ninguna.

-¿Será vieja? -le inquirió a Cerrato.

-No, joven. Veinte años a lo más. ¡Mira! -y Cerrato giró hacia él la cabeza de la muerta, sin arrugas en la faz, donde semidormían los ojos, como hondas y cuajadas ceras grises.

-¿Los tiene azules?

-Color pizarra -mostró Cerrato, alzándola un párpado.

El párpado quedó levantado, y el ojo, rugoso y fuliginoso, estrábico con respecto al otro. Esteban se volvió. Pidió en seguida, con tal de salir de este alcázar macabro, lleno de sol y cristales, que le enseñasen las clínicas. Subieron, y algo se le suavizó la emoción tremenda con las camas limpias, con el orden, con la blanca caricia de las hermanas, que le habló de Dios sobre tanto desastre inmundo de la carne. Rezó, y se le soltó una lágrima. Recordó a su madre..., y pensó que era muy dura para él esta carrera de médico que, porque lo fue su padre, habíanle elegido los demás... Bien, se resignó. La encontraba heroica, augustamente terrible, como una lucha de la Verdad frente a la Vida y la Muerte.

Podría decirse que salió de San Carlos... «consagrado». Las pobres gentes que cruzaban por la calle a la alegría del sol y de los árboles parecíanle muñecos sin sentido. Creerían que iban a vivir eternamente, sin darse cuenta de que llevaban debajo de las ropas estos ascos de cadáveres. Le extrañó cómo la Burra pudiese florear a una modista. Le dijeron que había una novela, La Altísima, donde Felipe Trigo recogía y ennoblecía y hacía triunfar, con respecto a la carne misma de la vida, todas estas mismas emociones, y creyó, sin antojo alguno de leerla, que la Altísima y su autor tendrían que ser unos poéticos farsantes como aquellos otros novelistas y novelas que le dieron tiempo atrás ideas tan falsas de Madrid... Por último, lleváronle a enterarse de los precios de una blusa, de los libros, de los huesos y de un estuche de disección, todo lo cual iba a comprar al día siguiente.

No comió carne... en la cena. La sopa de macarrones con queso de bola, rallado, le recordó la amarilla grasa y las peladas tibias de los muertos. La charla general le entretuvo. Por novedad, comía con ellos Antonio Mazo, que solía comer siempre en los cafés y no parecer por casa en semanas. Estudiaba también Medicina, último año, y... (ni estudió ni habíase matriculado siquiera en ninguno). Hijo único de ricos y mayor que estos paisanos, llevaba una vida de «juerga sorda», misteriosa, solitaria, aparte de los demás..., sin perjuicio de presentarle a su padre en cada junio cuatro sobresalientes.

-¡Qué hombre más celebre! -solía decir la Burra- ¡Lo gordo va a ser cuando este año acabe... y le llame algún enfermo en Badajoz!

Pero lo decía en secreto, que le guardaban todos, a cuenta de la admiración que infundíales su diplomática reserva y su elegancia, y aun la especie de paternal protección que, en sanos consejos y advertencias, este Antonio singular les dispensaba. Jamás aludíase, si no era en voz baja y entre paréntesis, a que... (¡no tenía aprobado un solo año!). Doña Rosa misma y Margot creíanle casi doctor. Él le disponía al pequeñín de doña Rosa todas las purgas de azúcar de cerezas.

-¡Qué hombre más célebre!

Al acabarse la cena, y enterado Antonio Mazo de que a Estebita lo llevaron «a niñas» los tres golfos y que iba a adquirir lo preciso para emprender formalmente el estudio, lo metió en su habitación, seguido por la Burra, y «abundó» en la misma opinión de doña Rosa: «No debía reunirse con ellos: ni estudiaban una jota ni... estudiarían.»

-¡Con Luis y con éste, hombre! Y toma, ten, que voy a regalarte..., ¡verás!

Le dio una blusa nueva, libros nuevos, un estuche de disección flamante y un cajón de huesos que yacía bajo la cama. Todo lo que, por única vez, había comprado él en el primer curso. A la Burra le tenía prestado un esqueleto. Ayudó la Burra, y llevaron los efectos al gabinete de Esteban.

-¡Oye, oye! -rebelóse Eduardo, en su pulcritud de estudiante de Leyes, viéndolos entrar con el fúnebre equipaje-. ¡Lo que es los huesos, no! ¡O los escondes! ¡Qué conchi, tener aquí esa porquería!

Rogó que los confinase Esteban en su mesita de noche, a fin de que no rodaran por el cuarto entre los guantes y las cosas, y la Burra desocupó el mueble de zapatos e instaló los huesos. Pero no cabía la calavera, y la dejó sobre el mármol.

Eduardo se marchó con Morita y Fagoaga.

-¡Mira! -habíase disculpado con el amigo y compañero de cuarto-. Ya que tú te has puesto, ¡estudia!... Yo voy a empezar en febrero, ¡como un bárbaro, eso sí! ¡Después de todo estamos casi a quince!

El casi tragábase unos días. Se estaba a 10, nada más. Esteban, Cerrato y la Burra, en el comedor, y con mantas liadas a las piernas, pusiéronse a estudiar. La mesa era una hermosa y amplia pieza chapeada. La lámpara tenía tres bombillas. La Burra mojaba en vino pastas que habíanle sobrado de los postres... Y Esteban, mirando los huesos que los compañeros habíanse situado ante libros, concedíale a última hora su atención a la puerta de la calle. «¡Sereno! ¡Sereno!», oía llamar. Se abría la puerta de tiempo en tiempo; sonaban en la escalera ruido de gentes que subían y... ¡no! ¡Nunca eran los otros!

Dando las doce, Luis se levantó con disciplina militar. Le secundó la Burra, mansamente, y, desoyendo las exhortaciones de Esteban, que habría querido hacerles continuar hasta la una, hasta las dos, hasta que volviesen los otros, metiéronse en la alcoba y cerraron los cristales.

Inspirábale un infinito terror a Esteban aquel opuesto lado de la casa adonde caía su alcoba. Desde la escalera acá dormían la patrona y éstos, y Margot, por la cocina; pero desierto y negro lo demás de allí adelante..., en donde él iba a figurarse, por lo oscuro, el muerto del ojo desprendido... Tenía miedo, en fin; un miedo inconfesable, lleno por el horror de San Carlos. ¡Él, que siempre había dormido cortina al medio con su madre y con su hermana!

Sin aguardar a que la Burra y Cerrato se durmiesen (porque luego no se atrevería a aventurarse por el pasillo), apagó la lámpara y llegó a sus habitaciones con un fósforo.

-¡Oh, Dios! -entró por el gabinete de un salto. La funda blanca del sofá, en la sala, parecía la sábana de un muerto.

Había cerrado tras sí, y no osaba entrar en la alcoba por la calavera. Quedó crispado en este abandono frío, con la luz de la bombilla por única compaña. Madrid antojábasele un gran pueblo cruel, sin corazón, sin cariño, sin piedad. Para sentir los ruidos de la calle, entreabrió el balcón, y le helaba el frío. Al poco volvió a cerrar.

Se sentó y fumó.

Dolorosamente meditaba en cuán mal se hace no dando a cada uno, para determinadas carreras, una especial educación. Esto debió preverlo su cuñado, ya que no su buena madre. Era, normalmente, él poco más que un niño de teta, a quien de pronto se suelta de los mimos y las faldas, lanzándolo, en un tren, a este hundimiento en un cuarto solitario, tras aquella carnicería macabra..., diabólica, espantosa, del... anfiteatro.

Levantándose, quitó de la percha una camisa, que simulaba, con una gorra encima y unos pantalones debajo, un hombre ahorcado.

¡Cuánta trascendencia, en mitad de su amargura vergonzosa, veíale a la irreflexión de su cuñado, de su familia, por culpa de la cual sufriría él aquí esta angustia indominable! Tanta, que podría determinarle el porvenir, con la fuerte fatalidad tristísima de lo que es irremediable, precisamente, por corresponder a la categoría de lo infinitamente baladí e infinitamente bochornoso. Así, él, ¡ah, contradicción!, heroico, hallábase afrontando su pánico, frío y mudo ante las evocaciones de los muertos antes que correr a despertar a los amigos y contarles su miseria, antes que ir a suplicarle un socorro de campaña maternal a Doña Rosa..., antes también que obedecer para con su propia madre al impulso de escribirla: «Dejo mi carrera por cobarde»... ¡Nunca, nunca..., jamás! Pero así, al propio tiempo, rendíase a la evidencia de que, contra toda honrada voluntad que le aferró al deber, esta noche, esta noche, si volviera Eduardo, iríase con Eduardo al infierno mismo, con tal de retornar juntos a la hora de acostarse.

La persuasión le desolaba, definitiva y absoluta, como imponen estas absurdas cosas las entrañas... Sería un estudiante más que no estudiase, sujeto a la compañía de Eduardo por la pusilanimidad..., yendo, con violencia o sin violencia, a donde no importaba...; acostándose a las tres... sin asistir a las clases...

Fue otra vez a cambiar de posición la camisa, que antes dejó en la silla: una manga caía hasta el suelo, como el brazo inerte de un cadáver. Además, bajo la mesa había un gato negro disecado..., y lo volvió de espaldas.

¡La una! Los otros no llegarían hasta las tres. Resolvió emplear la larga espera estudiando, y cogió la Anatomía... Pronto la cerró. Sus láminas reavivábanle la pavorosa evocación de aquel anfiteatro..., de aquel picadillo terrible de carnes y de piel..., de la mujer afeitada..., de hombre que tenía el ojo recolgando..., de la calavera también, aquí, en la alcoba. Creía que entre las dos cortinas, por el suelo, se le pudiese aparecer la calavera caminando a saltos de su articulado maxiliar.

Volvió a levantarse y empujó al gato detrás de una butaca, pues dijérase que le arañaba suavemente el pantalón. Procuró en seguida distraerse escribiéndole a la novia. Luego leyó todas las cartas de la novia. De poco en poco volvía la vista a la cortina, a la puerta de la sala, detrás y a la butaca..., para convencerse de que no asomaban dedos por debajo y de que no era verdad que el gato sacase el rabo en rítmico zigzás...

Oyó la una y media, las dos, las dos y cuarto... La noche, hueca, negra, imponente, silenciosa, seguía cruzando lenta por la estancia, como el manso caudal interminable de un río sin fondo y sin orillas por álveo de un molino del infierno. Sí, Esteban había visto, de noche, abandonados y siniestros molinos negros del Guadiana, sobre el agua negra, cuyo recuerdo veníasele aquí maldito a su emoción. Últimamente se entretuvo en cuentas. Restando y sumando, comprobó que había gastado, entre las compras y el jaleo de los pasados días, trece duros. Sin embargo, el obsequio de Mazo era importante: pagada y todo la patrona, sobrábanle..., ¡qué enormidad!..., cuatrocientas setenta y cinco pesetas. Lo que hubiese tenido que invertir en sus preparativos del curso. Y convenían los billetes con la nota del papel:


Blusa ................................... 15 pesetas
Estuche de disección ............ 60 pesetas
Huesos ................................ 40 pesetas
Libros .................................360 pesetas
                             ____________________

Total ..................................475 pesetas


Oséanse, ¡noventa y cinco duros!... ¿Se los devolvería a su madre?... Lo tendría que meditar. Por una parte, Antonio, en un momento de apuro, pudiese querer sus libros para venderlos o empeñarlos..., y por otra, parecíale bien reservarse la suma para ir gastando mensualmente un algo más durante el año en pañuelos, bastones, pitilleras extraplanas...

Repentinamente, se le erizó un poco el pelo. Un ruido. ¡El reloj dando las tres!... Y casi en seguida, ¡ah, por fin!... Y la respiración libertada de Esteban le llenó el alma de frescuras... Llegó Eduardo. Venía solo, con sus puños impecables, con sus flamantes gemelos de oro y venturina. Habíanse enzarzado los otros dos con unas «negras»...

-¡Chico! Pero... ¿te has llevado estudiando la noche?

-Sí. Sabes que... ¡como tengo atraso de estos meses!

Se acostaron, y no se durmieron, charlando, charlando, hasta las cinco.

Luis y la Burra fueron incapaces de levantar a Esteban a las sietes para la Física y la Química, en la Universidad. Le recogieron a las once, hora de la Anatomía. Madrid, transformado en el corazón de Esteban la noche antes, causábale una impresión de sala de disección colosal que olía a amoníaco. A borrársela no bastó ni su paseo por la tarde con los dos buenos compañeros. Vio el Retiro y el barrio de Salamanca. Con la proximidad de la noche íbale invadiendo la inquietud de este dilema: o pasársela como la anterior o irse con Eduardo y Fagoaga y Morita a la holganza y al asco aquel de la Merengue. Los dos últimos habíanla visto y le habían traído sus recuerdos. Entre una y otra cosa detestables, halló la salvación: acostarse a las nueve, desde la mesa misma, y tratar de dormirse mientras velasen en el comedor la Burra y Luis, y Margot y doña Rosa en la cocina...

Tal lo hizo. A Margot le dio el encargo de despertarle a las cinco para estudiar de madrugada, disculpándose con los otros dos a cuentas «de un hábito adquirido». Mas fue viendo desesperadamente que no lograba el sueño. A las doce, cuando sintió que los amigos se acostaron..., él se hallaban excitadísimo, y sufrió la sensación lamentable de pavor y de abandono. Volvió a encender la luz.

En vano quitó de aquí la calavera por la tarde, llevándola tras de la butaca, con el gato. Figurábase que el gato y la calavera reñirían: una endiablada lucha muda, irritadísima, de mordiscos y arañazos. En la disección había visto esta mañana un cráneo abierto, sin sesos, aserrado en redondel y con los colgajos de peloso cuero caídos sobre el rostro y un fuerte busto de marinero tatuado y sin cabeza y sin piernas. Además, vio arrancar un hígado de un vientre... ¡Todo esto danzaría por las tinieblas en cuanto apagase la luz!... Y, sin fuerzas para afrontar el dilatado espanto de la noche, saltó de la cama y dirigióse a la cocina, buscando una botella. Él, que no bebía jamás, bebióse media de tres tragos. Y así, vuelto a la cama, logró dormirse borracho..., pesadamente, entre mareos que hacíanle andar alrededor de la habitación...

Ni sintió llegar a Eduardo, a las cuatro, ni consiguió Margot, a las cinco, despertarle... Pero sí a las siete, zarandeándole, la Burra. Se levantó aturdido aún, con mal cuerpo...; sintió más el frío del agua en la jofaina y de la niebla y la escarcha por las calles, y asistió a la Universidad. ¿A qué, sin embargo, si no había estudiado las lecciones?

Tratando de corregir esto en la nueva noche, estudió con los amigos, y a las doce, tras un ensayo de permanecer en el comedor, recurrió al vino prontamente. El esqueleto que tenía la Burra aparecíasele en la oscuridad de los cristales. Se fue a su cuarto y se durmió..., borracho.

El éxito hízole repetir el mismo juego en los días siguientes. Sólo que, al quinto, advirtió con pena que se le estragaba el estómago y que no le quedaba la cabeza para estudiar ni pensar...

Odió a Madrid con toda el alma. Harto de ver calles y paseos con Luis y con la Burra, penetrado de frío hasta los tuétanos, deambulaba cada tarde bajo el peso de un aburrimiento colosal. A los coches y palacios y alegrías incomprensibles, sólo él profundizábales su fugacidad y su limitación de anfiteatro..., de muerte. Luis prefería, por cálculo de higiene, las grandes caminatas por el campo, por las cercanías del Hipódromo, por Vallecas, por los dos Carabancheles..., al sol. ¡Qué burla de campo y de sol al lado de los extremeños! Porque lo singular en la reacción de Esteban era que todo lo de la corte, gentes y cosas, que al llegar le obsesionaban como parecidas en una amplificación magnificente a las de Badajoz, impresionábanle, al fin, con una vil desemejanza rabiosa, irreductible..., en otra obsesión evocadora de plácidas sencilleces que hubiera él para siempre perdido. Por volver a Badajoz hubiera dado medía vida. Consideraba el número de días que faltaban hasta junio, y ahogábasele el corazón en la inmensidad del tiempo y de esa insípida ciudad que hubiese antes de matarle de tedio y desafecto. Nadie le conocía, ni nada le importaba a él. Hasta los buenos camaradas de allá, del Instituto, volvíanse aquí egoístas, recelosos. Le había propuesto a la Burra cambiar de alcoba, pretextando su intimidad con Luis, y ni uno ni otro accedieron: en primer lugar, alegaban que ellos dos pagaban menos junto al comedor, y cuando les allanó el obstáculo la aclaración de que él sería quien siguiese pagando igual, a pesar del trueque, disculpábase la Burra con reparos sobre si Eduardo resultábale o no engreído por demás con su apellido de estirpe y sus pujos de elegancia... En cuanto a Mazo, la Burra también había descubierto la arteria de su generosidad; al explícarle a Esteban: «¡Bah, te ha regalado los libros y esas cosas porque eres también de Badajoz, como él, y busca que le guardes el secreto de su estudio! ¡Mira si me las negaba a mí, que le he sacado el esqueleto a fuerza de rogar, y haciéndome más falta!»