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En la carrera: 04

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En la carrera
de Felipe Trigo
Primera parte
Capítulo IV

Capítulo IV

A pesar de todo, con la Burra hallaba su triste corazón la mayor comunidad de sentimientos. Luis, que en el grado fue su competidor de premios y de honores, continuaba siendo aquí un estoico, tan indiferente a su humildad y a la aspereza de esta vida emocional que rodeábalos como atento al ideal de su carrera. Pálido, pequeñito, serio y con un prematuro y largo bigote lacio color castaña, aun sólo llevándoles tres años a ellos dos, no hablaba más que de la Anatomía... En cambio, cuando, sentados por el Retiro o en cualquier piedra del campo, Esteban y la Burra poníanse cordialmente a recordar de sus familias, de sus casas respectivas, de Badajoz y de Alanje, ni los miraba siquiera...: cogía un bicho de la hierba y se dedicaba a examinarlo, arrancándole las patas.

En casa, igual: Luis Cerrato era el único impasible, a la hora de la cena, ante las airadas discusiones que les afrontaban Esteban y la Burra a Fagoaga y a Eduardo. Morita, mientras, dábale pellizcos a Margot. Dos bandos: el de los defensores de Madrid, y el de los de la provincia. Esteban acusaba a Madrid de no tener murallas, ni río como el Guadiana, ni torres como la de San Juan. Los otros recomendábanle que viese la de la calle de Atocha. La Burra osaba blasonar del balneario de su pueblo. Doña Rosa, que nació en Logroño, intervenía contra la corte algunas veces.

Pero esta noche, en la animación del vino, con que ya iba disponiéndose para su fúnebre borrachera de después, Esteban creyó notar que no siempre a Margot le enojaban los pellizcos de Morita. Le asaltó una idea... «Si esta muchacha, al menos, quisiera acompañarte por las noches...» Ni fea, ni guapa, con su carita de rubia granujienta. Daba igual. Aunque tendría él que enmascararlo de otra cosa, por no delatarle su insigne cobardía, tratábase, nada más, de un servicio, de que le acompañara, en rigor. De los noventa y tantos duros, sería capaz de ofrecerla la mitad, por todo el año. Y dejó que la Burra siguiese defendiendo la provincia. Se le acercó Margot con la ensalada, y él jugó diestramente el codo contra el muslo de Margot, que tuvo apenas una sonrisa de extrañeza. Miró a Margot desde entonces confiadísimo.

A las diez, el plan no le parecía tan realizable. Llamada Margot al comedor, al silencio del estudio «para que le trajese las zapatillas del cuarto», volvía a encontrarla honrada y seria, sin Morita. A las once, lleno ya de grandes dudas, se dirigió a la cocina con el fin de insinuarse. No se atrevió. Explicarla sus temores le pareció ridículo. Además, de tanto pensar en... «lo que pudiese suceder» cuando éstos se acostasen, el misterio de los muslos de Margot habíale ido librando de aquellas repugnancias de la muerte. ¡Muerta, sí, muerta aquella pobre! Carne podrida que nada tenía que ver con la viva carne de Margot! Ilustrándose con un ejemplo, pensó en la sandez que fuese comparar una rosa seca encontrada en la basura con una rosa viva, abierta en el rosal.

De todas suertes, no había hecho sino duplicar su dolor de imposible, a las doce; su dolor por el pánico frío de soledades, y por la renuncia de la rosa viva y rubia que era Margot. ¡Bah, Morita habíale dicho en días pasados que la ofreció dinero inútilmente! Resignóse contemplando la botella. Bebió, bebió más de la mitad, para apagar también esta vez su excitación amorosa. Aguardó el efecto, y se trasladó a su habitación y se acostó.

Todo le giraba en torno. Había bebido mucho. El mareo, en cuanto cerraba los ojos, le hacía creer que hundíase blandamente con la cama por los aires. Luego sufrió angustia del estomago, y lleno de un sudor frío, tuvo que levantarse a devolver el vino en el cubo del lavabo.

Fue una desdicha. Sereno al poco, sus miedos le tornaban, más ingrato ante la imposibilidad de tolerar el vino nuevamente, y la de distraerlos estudiando, tal como le había quedado la cabeza. Lloró. Comprendió que no podría continuar en adelante tal sistema de imbécil narcotismo, y le aterró definitiva la consideración de las innumerables noches que tendría que pasar en desvelo y en tormento. Recordaba a Badajoz, a su novia, a su madre y a su hermana. Vio, por último, que su entrega a tanta infantil debilidad... ¡se le aumentaba!

Indignado, se levantó, fue al gabinete y cogió con rabiosa y brava desesperación la calavera; la palpó, la miró...; en seguida le dio al gato disecado un puntapié que le hizo chocar contra la puerta. ¡Sí, nada de temores! Poníase las zapatillas, y estaba confirmándose en que iba, ahora, en busca de Margot, no por procurarse cobardemente compañía, sino... por ella, por ella, ¡como un hombre! Encendió un cigarro, a fin de guiarse con su lumbre en las tinieblas.

Pero al llegar a la cocina le volvió el desfallecimiento. Hacíale temblar el frío y el ansia por Margot. Ante su puerta entornada, porque el cuarto era tan chico que apenas si cabía un catre, el gran misterio del amor le subyugó. Olía a ajos, y no cedía la puerta, apuntalada por detrás con una silla.

-¡Margot! ¡Margot! -llamó suave.

Trataba de apartar la silla, entrando el brazo. Imposible. Atrincherábase a su vez contra la cama.

-¡Margot! ¡Margot!... ¿Duermes, Margot?

-¿Quién anda ahí? -lanzó la muchacha despertando.

-¡Soy yo, Margot! ¡Ábreme!

-¿Y quién es usted?

-Esteban. ¡Ábreme, Margot!

-¿Y qué quiere?

-Nada..., ¡verás! ¡Ábreme, Margot!

-¡Vamos, hombre! ¡Ya está usted largándose!

Y como esto lo dijo ella casi a voces, Esteban suplicó violentando más la puerta:

-¡Calla, mujer! ¡Abre un momento!

-¡Qué calla ni qué abre, concho! ¡Pues bueno fuese! ¡Que ya se está largando!

Esta vez, lo desabrido del rechazo no le permitió dudar que despertaría la gente. Le temió al escándalo. Comprobó unos segundos de silencio que nadie habíale oído aún, y deslizó en retirada:

-Me voy, no te incomodes... Pero si tú quisieras ir a buscarme, te daría...

-¡Cuerno!

-¡Bueno, adiós! Conste que he venido a que me hicieses un té. ¡Si no quieres, déjalo! ¡Es que me ha hecho daño la cena!

Encendió para el regreso una cerilla. Iba aterido. Iba, principalmente, avergonzado. Acababa, estúpidamente, de atentar al honor de una muchacha. Entre su emoción de bochorno y miedo, érale dormirse más imposible que nunca. En el gabinete imaginaba al gato echando sangre, como si lo hubiese herido del puntapié. Obstinábase en resolver la situación de una vez, para siempre. Le bastaría vivir en donde constantemente velase alguien por las noches. Por ejemplo..., imprentas, boticas que nunca se cerraban, funerarias o un cuartel de la guardia civil... Podría ofrecerse en las boticas para el servicio de día, y ahorrándose además el pupilaje. El inconveniente era que no sabía despachar... Otros sitios en que de noche andaba todo el mundo en vela..., ¡ah, sí! ¿Por qué no irse de huésped a una casa de prostitución? Pagaba allí catorce reales, y por dos más, por seis más, le admitirían... con derecho solamente, claro es, a la comida y al cuarto..., ¡lo que le importaba!

La idea, algo estrambótíca, brindábasele no del todo inaceptable. Por lo pronto resolvió dormir con la Merengue esta noche. Consultaríala el proyecto. Quizá en la misma casa hubiera un cuarto aislado... Terminó de vestirse, cogió del baúl la cartera de billetes y llamó al sereno por el balcón para que le abriese la puerta.

Era la una. El aire helado de la calle le aterió. Púsose a buscar la de Tudescos, y se perdió en el viejo laberinto de este barrio. Encontrábase borrachos y mujeres descocadas que se le ofrecían con palabrotas. Pintadas, inmundas, le dieron asco. Entonces se encaminó hacia Fornos, esperando encontrar a los amigos. Llegó... y no estaban.

El lujoso café, bien abrigado, tenía gran animación. Sentía hambre. Pidió un bistec. Había mujeres, más que audaces algunas, con los grupos masculinos de las mesas. Abundaban los fracs, entre los hombres, de vuelta acaso del Real.

Una infinitamente dulce sensación de compañía y de comodidad fastuosa, sobre todo, íbale invadiendo. Frente a él, con un señor, había una bella dama que le miraba insinuante. Era más guapa que la Juana de Candelas. Le miraba, le miraba... Él la miraba, la miraba, devorando su bistec. Comprendía, en este Fornos de dorados y de estatuas y de luces... que no todo Madrid era el anfiteatro de San Carlos. Pronto se fue el señor, dejando sola a la dama, y ésta le sonrió. ¡Ah! Tembló el corazón del joven. Debieron de temblarle también en su cartera los billetes. ¡Íntegros se los daría a una mujer así, de... maravilla, como las de Apolo, y que debía pedir cien duros!

¡Si supiera ella, engañada al verle con su bistec, que no tenía más que noventa duros para un año, y que no había venido por otra elegante razón... que el no poder dormirse de miedo!

Nuevamente la divina mujer le sonrió, con señas. ¿Le llamaba? ¡Le llamaba! Esteban, turbado deliciosamente, fue como a la atracción de un abismo.

-¡Hola!

-¡Hola! ¡Siéntate, hombre -le acogió con gran llaneza la espléndida morena-blanca, que tenía muy negro el pelo y en bandós.

Pasaban dos de frac, y se pararon a decirla cosas al oído. Esto acabó de confirmarle a Esteban la alcurnia de ella. Es decir, que, estudiante o no, su conquista... era del reino de los fracs y los palacios. Miraba a la puerta con ganas de que entraran y le viesen Morita y Fagoaga y Eduardo.

-¡Qué solo estabas! -díjole por fin la espléndida.

Y charlaron. Ella tenía que hablar con el caballero que salió. Cuestión de una hora..., de menos, porque esperábala en un coche. Mas, si quería Esteban, a las tres podrían citarse. Camila (su nombre) vivía en la calle de Barbieri, en un pisito. Le daría la llave... ¡Si él la daba cualquier cosa en prenda de que iría!... Y lo negro de sus ojos, lo rojo de sus labios, el blanco deslumbrador y puro de sus dientes, pusieron al muchacho en condiciones de darla..., no cualquier cosa, sino la vida y el alma que encontrase en un bolsillo. Sacó el reloj. ¡Cuán poco tenía que ver esta viva mujer maravillosa con aquella pobre muerta de San Carlos!

-¡Toma!

-¡No! -esquivó ella, dándole la llave, al tiempo que le tiraba del pico del pañuelo-. ¡Este pañuelo! ¡Que, además, me lo regalas!

Era uno de los comprados en la calle del Príncipe, verde lagarto, con argollitas de salmón. Camila se levantaba.

-Cuarto segundo, ¿sabes?... Llegas y entras. Si tardo algo, te acuestas... Pero no, no tardaré. A las tres en punto.

-Bien -vaciló el mísero estudiante, cayendo en la realidad del conflicto en que podía ponerle esta belleza-. Pero vamos a ver, Camila..., ¡yo no soy rico!..., cuánto querría usted... por ¿comprende?

-¡Ah, qué rico! ¡Que no es rico!... Hombre..., ¡cuatro duros!

Echó a andar, y el joven quedóse estupefacto. Era coja Camila, coja en toda regla..., con muleta que había tomado del diván al despedirse. Pero aún volvió a mirarle desde lejos, al salir, y Esteban comprendió que bien valdríalo todo aquella cara.

Sintió no haber mirado si llevaba dos zapatos. ¿Le faltaría una pierna?... En fin, de todas suertes, se explicaba que siendo tan bonita, no tuviese las tarifas de las de los palcos de Apolo. Además, de cuatro duros a cincuenta o a cien..., ¡un buen pico!..., ¡querría decirse que él, por cuatro duros, iba a disfrutar de una belleza mutilada -de desecho-, pero belleza y bien belleza!

¡Caramba con los desechos de Madrid! También el día de la corrida decían que eran desechos de Veragua los toros, y hubo que verlos.

«¡Hombre, pero que tenga siquiera las dos piernas», deseábase a la tres menos minutos, pagando el gasto.

Puesto que el lance le salió harto más barato que temió, tomó un coche. A la calle y media, ¡pum!..., la de Barbieri. No la imaginaba tan cerca.

Llamó al sereno y subió. Hubo de chocarle, en la escalera, sólo con su cerilla larga desde el primer piso, su audacia inverosímil... Venía a una casa extraña, donde pudieran asesinarle, y maldito si te importaba ni le inquietaban los muertos de San Carlos. En el principal izquierda, una chapa anunciaba un almacén; y enfrente decía un cartel manuscrito:


NO LLAMAR

ESTA PUERTA ESTÁ CONDENADA


El letrerito «se las traía».

En otras circunstancias habríale hecho correr despavorido, con el pelo en punta, como un loco...; y, ¡psch!, continuó su ascensión guapamente.

En el segundo derecha, abrió. Creyó que iba a encontrar gente despierta, compañeras o criadas de Camila, y le detuvo el silencio negro del pasillo. Vio una llave de luz, y encendió. Marchó desorientado, pero sin miedo, confiándose contra toda clase de fantasmas en la enorme llave del portón, defensa mejor que una escopeta, y se halló en un comedorcito. La casa no tenía aspecto de ser grande. Iba encendiendo bombillas sin saber dónde meterse. Dio en la cocina y vio un cuarto pequeño con cama, sin criada. En el pasillo otro cuchitril vacío; en fin, un lindo gabinete, un tocador y una alcoba de lujo, con gruesa alfombra y lecho de damasco. No había más habitaciones ni nadie en la vivienda.

Se sentó y seguía asombrándose de estar absolutamente solo en plena noche y en una casa extraña, sin miedo... Esto, aparte la vibración de sus entrañas por la linda coja que vendría (¡hombre, que tuviese las dos piernas!), estaba proporcionándole una gran tranquilidad con respecto al porvenir. «El miedo era, pues, una simpleza desterrable con otra emoción un poco fuerte o con una firme voluntad.»

Hízole un bien el advertir en el bajo de un ropero un par de botas... y otro par en un rincón: luego tenía Camila las dos piernas... puesto que tenía los dos pies.

Sonó el timbre, imperioso. Salió el joven y se encontró con Camila, que le retornó a la habitación tranqueando en la muleta. Soltada ésta y el abrigo, la bella incomparable quedóse en un ceñido lujo de heliotropo que le moldeó en la marquesita los dos muslos. Cortés y bondadoso... y además, así sentada, sus dos pies asomábanse al borde de la falda sin defectos.

-¡Eres un buen chico! ¡Puntual!

-¡Sí! ¡Y tú también! -repuso Esteban indicando el relojillo de la mesa-. ¡Las tres y cinco!

Y como ella advirtió el mágico embeleso y la gran curiosidad llena de recelo y compasión que alternativamente al joven estábalo infundiendo con su faz y su cojera, se apresuró a explicarle:

-Tú, quizá, nunca me habías visto en Fornos, de pie, otras noches, ¿verdad?... ¿Te habías fijado en que soy coja?... Pues, hijo, hace dos años; en una juerga, de un vuelco de automóvil, se me partió esta rodilla, y los médicos dijeron que, habiendo de quedárseme sin juego, cómo quería yo la pierna, recta o algo doblada. Preferí lo último, porque una pierna tiesa al sentarse... y sobre todo en la cama... ¡En la cama, tú veras, no se me nota!

Le cogió y fue a atraerle y a besarle, pero él pidió, libre ya de su gran preocupación:

-¿A ver? ¿Y cómo tienes la rodilla?

-¡Mira! -dijo ella alzándose la falda.

-¡No! ¡Digo la otra! ¡La mala!

-Pues ¡la mala! ¡Si es ésta, tonto! ¡Mira las dos!

Las medias bronce, caladas. Las figas de grandes lazos por encima. Dos piernas perfectas, como para un escaparate. No había ni la menor diferencia entre las dos.

Esteban cayó en los brazos de la hermosa. Si era de desecho, él, sintiéndolo por ella, bendecía este ligero defecto que ponía a su alcance a la que dos años antes les cobraría miles de pesetas a los de frac y automóvil...

-Oye -díjole al notar que le impulsaba ella a la cama, después de un tremendo beso de su blanda boca de perlas y coral-, lo que me estaba admirando es lo confiada que eres... Si llego a ser un ladrón, te robo...

-¡Ah! ¡qué simple! Pero ¿te crees que una no distingue?... ¡No tienes tú facha de ladrón!

Le alzó en su regazo, y pusiéronse los dos a desnudarse. Temblaba Esteban, a cada seda y a cada lazo, cada vez más íntimos, que a ella le iba descubriendo de reojo...