A prueba/Capítulo 7

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Capítulo 7

-Señora -empezó esta tarde Luis Augusto, en el mismo cenador de pensamientos, y sobre el mismo mármol versallesco del sofá-, le debo a usted enorme gratitud, y le debo inmensa admiración a esa obra de Dios que es Josefina. Heroica y razonable, usted me entendió y me complació; enamorada ella, sin -duda, pudo obedecerla; y artistas, supremas artistas ambas, supieron salvar el difícil trance con ideales y discretísimas poesías. Mi corazón, como le decía en la carta, saluda a la adorable; mi alma entera a usted, Carlota, madre abnegada, madre de tanta inteligencia y de tal instinto delicado, que bien, tras lo de anoche, me es dado esperar que siga noblemente comprendiéndome.

-¡Gracias, Luis Augusto! -rindió Carlota con dulce dignidad.

No alzaba ella los ojos, y eran estas las primeras palabras que le dirigía a aquel cuya presencia habíala impuesto un silencio de violentísimo deber cumplido. Por cuanto a Josefina, no había aparecido en el jardín.

Complacióse Augusto de advertirla a la dama su solemnidad de reina triste, y prosiguió:

-Lo hecho, amiga mía, es digno por mi parte de una estimación sin nombre ni medida, por cuanto que ello constituye un caso insólito en el mundo; un caso único, absolutamente nuevo, y lleno de grandeza, a no dudar, en la historia de las más francas y honorables gestiones de una boda. Puesto en él, yo faltaría cobardemente a la hermosa sinceridad que nos impulsa, si no añadiese aún que no puede bastarnos con la prueba efectuada. No, no puede bastarnos, ni a mí ni a Josefina; no puede bastarle a la felicidad que buscamos ella y yo en el matrimonio.

-¡Cómo, Luis?

-Sí, señora. Perdóneme, mas yo estoy en la obligación estrecha de guiarlas. Quedamos la otra tarde en que este proceder no es más que la innovación de una serie de estúpidas costumbres, y cúmpleme consignar que, justamente por ser sistema nuevo, mi línea de conducta ha de irse definiendo por tanteos. Como en toda novedad, las deficiencias surgen según vase planteando; y así, Carlota, yo, que en nuestra pasada entrevista juzgué del todo suficiente ver desnuda en su espléndida belleza a mi adorada, anoche, meditando, meditando, he llegado a persuadirme de que necesito más... de que necesito más... ¡bastante más, señora!... si no he de dejar en el aire la dicha eterna de los dos, de ella y mía, y por mía exclusivamente la responsabilidad del triste engaño bien posible.

-Usted dirá! -repuso atónita Carlota.

-Señora, lo diré, y bien sabe Dios que lo que tengo que decirla no es sencillo. Para escucharlo, recuérdese bien, ante todo, las cien razones de moral que expuse el otro día. Resumámoslas en ésta, por ejemplo, si no prefiere que se las vuelva a repetir una por una; «en toda relación o contratación humana, el previo convencimiento de los medios que se aportan para el fin, es importantísimo». Cada cual debe saber lo que pone, y lo que acepta. Si no, en uno ambos, o en los dos estaría implícito el engaño, consciente o inconscientemente, y el tal contrato será desde su origen anómalo y absurdo. ¿Qué podría decir quien lanzándose a una empresa agrícola, y arriesgando para ella un capital, encontrase que su socio había contribuido únicamente con tierras vírgenes de tanta bella y fértil apariencia como resultase luego su esterilidad al explotarlas? En el fatal efecto de ruina irremediable, advertirá usted, señora, la insensatez de tal asunto, sin que valga más que a disculparla, cuando mucho, la torpeza: el desengañado seguiría con su pesada obligación por todo el tiempo del convenio; y esto es una crueldad legal inconcebible y una injusticia evidente, de las cuales se deduce, según antes afirmé, la inmoralidad de todo contrato en que le falte a cada cual, y del otro con respecto a cada uno, la plena conciencia de sus medios. Pues bien, Carlota, el matrimonio, encantador y delicado contrato de dos vidas, tiene por base el amor, y por objeto las delicias amorosas. Además, no es un contrato temporal, sino perpetuo. La inmoralidad de una contingencia siquiera de equivocación en él, resulta formidable; y más aún, imperdonable, indisculpable, si uno de los futuros cónyuges, que yo lo fuera en este caso, por su experiencia prolongada del amor y de la vida no pudiese alegar torpeza o candidez que al fin hiciese perdonable su imprevisión en el asunto.

Hay, por otra parte, señora, una fatalidad humana, por culpa de la cual, las más bellas mujeres, como quizá las tierras de aspecto más frondoso, no son por esa sola condición externa las mejor dispuestas a su fin. La belleza es la condición del amor, no ha de negarse: pero la emoción amorosa deja de ser frecuentemente patrimonio y aptitud de la belleza; y si esto es así, como lo es, yo me pregunto ahora, igual que me lo he preguntado en la pasada noche, sin cesar, con la obsesión de la cegadora beldad de Josefina: ¿Residirán en la insuperable estatua de prodigio de mi amada, se despertarán por la carne y por los nervios de esa virgen-mujer de maravilla todas las perfectas y exquisitas emociones del amor?... ¡Si a la pregunta esa hay, Carlota, quien pueda contestarme, que conteste!!

-¡Oh, Luis Augusto! -replicó en vago aturdimiento y por única respuesta la señora.

Admiró Luis Augusto una vez más la inocencia de ella, que aún tal vez no alcanzaba a adivinarle, y hasta la celebró en su intimidad, puesto que así no se habría dado cuenta tampoco del involuntario equívoco ofensivo que a él le resultó en las últimas palabras. «Si hay quien pueda contestarm...» ¡oh, pura, virgen, Josefina, niña... ¿quién, cómo lo iba a haber?

-Carlota -la acosó por fin- ¿no me comprende?

-Sí, en...-vaciló ella. -¡No, no le comprendo!

-Pues, digo... vuelvo a decir, que hombre a la moderna, hombre de mi tiempo, rico yo, rica y joven Josefina, apasionados los dos, en nuestra boda yo no busco, ni ella tampoco puede buscar, otras cosas que la gloria y la armonía del amor en toda su amplitud, en su ideal, en su colmo de perfección y delicia y mi experiencia y mi conciencia oblíganme a velar por la íntegra consecución de tal anhelo. De mí, sé lo bastante para fiarme en que lo puedo realizar. De ella sólo sé que es bella, y ella lo sabe también; pero ignoro, como ignora, sin que por sí propia pueda decírmelo jamás, si en efecto su belleza de los cielos está hecha por Dios mismo en modo tal que pueda temblar en todas las pasiones; y siendo esto de una importancia capital, de tanta o más que el haberla visto desnuda para la artística evidencia de mis ojos..., en ella, en ella, en su hija, en mi amada, quiero, Carlota, poder saberlo por mí mismo!

-¡Cómo!... ¿Poder saberlo? ¿De qué modo? -inquirió la noble dama alarmadísima.

-Del único posible, Carlota, amiga mía; del único posible. Con su posesión, antes de casarme.

La estupefacción no dejó a Carlota decir una palabra, por lo pronto. Luego, protestó:

-¡Oh, Augusto! ¡Caballero! ¿Qué pretende?... ¡Debo decirle que se engaña! ¡Debo decirle que... jamás! ¡No podía pensar que tal perfidia hubiese envuelta en su conducta!

-¡Perfidia! -recogió el noble amargamente, con tal hondo acento de dignísima bondad, que hubo de afectar desde luego a la indignada. -¡Señora!... ruego a usted que considere este detalle: si yo fuese un pérfido seductor sin alma, y no un hombre que procede según las grandes lealtades del amor y de la vida, en vez de suplicarle a usted esto que intento, y cara a cara y no ignorando que así tengo que afrontar las clásicas y enormes resistencias del prejuicio, habríame sido harto más fácil recurrir con la niña candorosa al dulce engaño halagador por las frondas de este parque. Interróguela, y ella no podrá decir que yo haya deslizado en sus oídos la más leve insinuación indecorosa. ¿Es éste el proceder de un hombre serio, o no lo es, amiga mía?

Fuerte el argumento, en realidad. Por no ceder, Carlota no supo contestarle.

Y él, concentrándose en su lógica, reafirmó:

-Debo insisitir en que, casándonos Josefina y yo por amor, o sea por el único móvil racional del matrimonio, en este libre y verdadero matrimonio de elegancia a que aspiramos, a ella, y a mí muy principalmente, gran refinado en toda suerte de aventuras amorosas, nos importa dejar sabido de antemano que hay en cada uno de nosotros mismos la perfectísima aptitud para la perfecta realización de tal propósito. La fealdad plástica, como la imperfección emocional, me son intolerables. Extraordinariamente bella Josefina, justo es que yo quiera también probar si es la exquisita apasionable de mi ensueño. Esta es la cuestión, Carlota. Para averiguarlo bien, nos bastarán algunas noches. Y en colmo de lealtad, quiero advertirla a usted que la menor desilusión en la experiencia, tornaríame a renunciar a nuestra boda: esto conviene que no lo olviden usted y Josefina, puestas a aceptar.

-Puestas a aceptar... ¡Oh puestas a aceptar... Pero, ¿usted, Augusto, cree que eso sea posible?

-¿Por qué no, amiga mía?... Y en todo caso, si ustedes creyesen lo contrario, sólo me restaría partir, rogándolas que siquiera viesen la alta y delicada intención de mi conducta, y con el dolor del bien perdido en esa niña idolatrada; pues que no puedo dudar, por más que previsoramente quiera cerciorarme, de que su beldad y su juventud deben guardar en el fondo a la exquisita apasionable. En todo ello no habría habido más que un conflicto entre el honor y la pasión; pero el honor, señora, bueno es hacerla notar que no es sino un concepto artificioso y falso creado por los hombres.

-¡Oh, por Dios! ¿Cree usted eso, Luis?

-Completamente. Y aun no creyéndolo, tendría al menos que creer que es un algo imbécilmente rival del amor humano, al que molesta o engaña o destroza casi siempre. En nuestro caso, por ejemplo, él tendría la culpa de la infelicidad de Josefina, ya que me adora ella, y nos habríamos perdido mutuamente por no haber podido realizar una simple prueba razonable.

-¡Simple prueba! ¡por favor! -tornó a comentar en repetición de frases la azorada.

Y él recogió con viveza.

-Simple. Intranscendente. Se lo afirmo yo, Carlota; y no obstante, indispensable. Con sólo acudir a sus recuerdos, quizá, o si no a las confidencias de amigas de usted, si usted es franca tendrá que concederme que hay mujeres de tal temperamento de frialdad, a pesar de su tierno amor por los esposos, que el material contacto con ellos las inflige cada vez un tormento de indiferencia de obediencia, si no un real martirio de martirios. Cualquiera de ambas situaciones, comprenda usted el desastre que indujese en las bodas de un hombre como yo, que se casa sólo por creer haber visto en su amada... al amor mismo, a la mujer más bella y sensible de la tierra. Esto como consideración de consecuencias; y en cuanto al miedo por el fantasma del honor, tranquilícese con que otro honor hubiese de cubrir al de la buena Josefina, en trance de fracaso: el honor mío, de noble español, de caballero: yo, efectivamente, empeño a ustedes el secreto bajo todos los prestigios de mi nombre!

-Bien; mas no sería tan sólo eso, Luis; sino, además, la contingencia de abandono si en la prueba... si en... la prueba... (ah, sí, a prueba! ¡a prueba!... rara es la palabra, pero a prueba hay que decir que quiere usted esta boda)... si en la prueba, digo, la pobre Josefina resultase... no agradable para usted. No ya sólo por el lado del honor que implica escándalo, sino por el que dejan en confirmación de la deshonra los rastros materiales, ella, sobre haberle perdido a usted, no podría casarse tampoco ya con nadie, de un modo decente.

-Eso, es verdad, señora mía, y no hay por qué negarlo; pero tan previsto lo tenía yo, desde mis reflexiones de anoche, que puedo ofrecerla desde luego la natural derivación consoladora. Veamos, los dos casos: que su hija, como espero, corresponde en su emoción a su belleza: perfectamente, entonces, triunfo de los dos, mi mujer por siempre y mi ideal; que no, que no corresponde porque su complexión es apacible; pues también perfectamente... ¿qué habría perdido de su porvenir en esta prueba? ¡nada, sino al revés, también ganar!... saber ya que no tiene aptitudes, que no tiene temperamento de casada, y libremente poder pensar, ella que no necesita el matrimonio como amparo de riqueza, en una vida independiente y noble, consagrada a otros placeres. ¿A qué casarse, entonces?... El dilema, Carlota, como ve, no puede ser más favorable aun para ella: si sirve, mía; si no, de nadie, cierta ya de que no casándose se ahorra los enojos, las fatigas, las que pudiéramos llamar molestias repugnantes de servir de indiferente esclava a un hombre por una obligación incautamente contraída!

Volvía a ser de una gran fuerza al raciocinio, y Luis Augusto, al observar el profundo efecto de convicción en la señora, quiso dejarla bajo el peso abrumador de tal verdad.

Se levantó, y se despidió, añadiendo generoso:

-Señora... piense además que todavía otra contingencia de... sucesión, pudiese formarle a nuestra prueba un contratiempo si (y usted debe saberlo, usted que ha vivido en Londres y en París), si no existiesen tan eficaces como múltiples maneras de impedirlo. Eso queda por mi cuenta, y puede en tal sentido dejar fiado a ella enteramente el candor de Josefina. ¡Adiós, Carlota! Igual que la otra tarde, parto a esperar sus decisiones. Sólo me resta indicarle que, por ser más grave la cuestión, no me extrañará que se tome al resolverla todo el tiempo que le plazca. Por cuanto a la forma, lo dejo a su elección; un yate, por ejemplo; un yate alquilado para emprender con Josefina un paseo de cinco días, de siete días por el mar. Cuando viajábamos juntos, observé que es tan fuerte como yo contra el mareo.

La dio la mano, y la atribuladísima señora la estrechó en silencio.

Partió.

Cruzó el parque gentilmente, dignamente.