A prueba/Capítulo 8

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Capítulo 8

«Sí; ellas optan por el yate, en cuanto al modo -utilizando ahora también mi indicación!»

Y pensado esto, con la prisa de llegar, puso a toda marcha el automóvil, dejando carros atrás, espantando mulas y borricos por la angosta carretera.

Era él un gran demonio de nobleza y de bondad que guiaba a su placer, como a este coche,

el candor de aquellas damas!

Habiéndole dicho el conde Almeida de Alburquerque que en Oporto encontraría a un señor que podía alquilarle un yate, se iba a Oporto.

Llegó, y efectivamente, lo alquiló.

Dos días después estaba el yate esperando en aguas de Lisboa. Frente a Belem, en mitad de la bahía. Era blanco, fino, de dos palos y con un magnífico salón y tres estancias. En la proa tenía esculpida en oro una Sirena.

Dos tardes empleó Augusto (consagró) en el arreglo de la estancia principal. Flores, muchas flores, entre el lujo de las sedas. Lecho imperial, y encima un dosel de guirnaldas en que podían a voluntad encenderse un solo farol rosa o cien bombitas de colores. Agotó todas las camelias de dos tiendas y tres huertos. Pidió a Valencia más.

Una ilusión... el bello y blanco buque cuya orden era tener siempre las calderas encendidas.

«Sí, sí -repetíase Luis Augusto; -como aquella noche por mi indicación de las estatuas, optarán por lo del yate».

En efecto, dada la delicadeza de Carlota, ella encontraría violento someterse a aquella dura prueba de la entrega de su hija llamándole al palacio, teniendo que autorizar el impudor con su presencia -porque, claro que no tendría más remedio que verlos por el día.

-Capitán -decíale Luis al del buque. -¿Están los fuegos vivos? ¿Estamos siempre listos a zarpar?

-Siempre, señor, cuando disponga. A no importa qué hora del día o de la noche.

-Muy bien... o de la noche. De noche, probablemente! ¡Cualquier noche! ¡El viaje habrá de resolverse en un minuto!

Juntos, sentados bajo el puente, fumando habanos y bebiendo whiski, trazaban itinerarios con las cartas delante de los ojos.

Luis prefería no tocar en tierra alguna, buscando climas templados y hallándose constantemente en alta mar. Prevaleció, pues, por tres días, el rumbo a América, rectos como hacia Nueva York hasta la mitad del Océano.

Sin embargo, más experto el capitán, le aconsejaba al menos la vista de las costas, de los floridos islotes que pudiesen ir formándoles por África un encanto en la azul serenidad del plenilunio.

Porque, en efecto, si no tardaban, les iba a coger la luna llena en todo el viaje.

Pero... tardaban, si tardaban, ¡qué demonio!

Tres días.

Seis días.

Once días.

Tornaba al yate cada tarde, el impaciente, y revisaba sus vastas provisiones de champaña. Luego dedicábase a mirar a la quinta de su amor con los gemelos.

Unos prismáticos excelentes, que le permitían ver las araucarias rama a rama; que le permitían ver las ventanas altas del palacio entre la fronda, y hasta la playa de conchas y arenitas donde un falucho estaba siempre amarrado a su cadena. Pero nadie, nadie jamás en el falucho. No paseaban Carlota y Josefina. ¡No las veía jamás!

¡Las pobres estarían pensando como locas en aquella ofrenda de la virgen!

Bien. Reconocíalo el griego. ¡Condición un poco fuerte!

O mejor, más que un poco fuerte. Y así reconociéndolo, no quería ni por un instante turbar con su visita la que debiera ser libre y espontánea resolución de las señoras.

Pero a la doceava tarde ¡oh, dicha!, cuando iba muriendo dulce la luz de la bahía, cuando al par que el sol agotaba sus últimos reflejos salía la luna bella y grande por Oriente, él con sus prismáticos divisó en la playa de conchas y arenitas un algo seductor: desamarrado el falucho, cargaba maletas y baúles... ¡muchas maletas! ¡muchos baúles!... y eran d'Acosta el lanchero y la doncella de Coimbra quienes dirigían la maniobra...

Miró un rato. Confirmaba. No quiso esperar más.

-Capitán -díjole al del yate; -¡prepárese a levar anclas!

-¿Cuándo?

-¡Pronto!¡No lo sé! ¡Antes de dos horas! Desde luego, mande que reciban y retiren un equipaje que va a venir... ¡que ya viene de camino!

Lo comprobó con los gemelos. El falucho, efectivamente, allá lejos, ya se separaba de la playa.

Él bajó la escalera, a toda prisa, y tomó un bote. Habíase pasado aquí la tarde entera, y no podía dudar que en el Hotel Palace le aguardaba la carta de Carlota... ¡y quién supiese si la propia Josefina!

¡Oh!

Al tocar a tierra quiso aún ver el falucho. Se había dejado a bordo los prismáticos. Además, la luz agonizaba, y la pequeña embarcación navegaría perdida entre otras mil por el inmenso puerto.

Llegó al hotel.

No tenía carta. Lo inquirió de Godfrin, del hostelero, de los mozos...

Resolvió esperarla, puesto en el balcón. Sin duda le enviarían la carta al mismo tiempo y con el mismo que llevaba al yate los baúles... las galas del amor para el amor. El, en efecto, lo único que había hecho desde que tuvo el barco disponible, fue avisarlas, con dulce laconismo: «El yate espera enfrente de Belem, se llama Golondrina, y su capitán Santos de Ribeiro».

Sino que... la carta no llegaba.

Dos horas. Un infierno.

A las nueve y media, cenó, y envió a tomar noticias del yate.

Godfrin volvió diciendo que no había llevado nadie los baúles.

¡Cosa extraña!

Pasó una horrible noche de tortura.

Se durmió al amanecer... y hasta quiso la fatalidad que fuese entonces cuando tuvo Godfrin que despertarle por la carta.

¡Había llegado, al fin! ¡la había llevado un marinero!

Rompió el sobre, y leyó:


«A bordo del Santa Cruz. Tres de la mañana de hoy miércoles.
«Amigo Luis Augusto: cuando lea ésta, mi hija y yo habremos partido de Lisboa con rumbo a América.
Por muy fuertes que juzgue sus razones, hasta el punto de no haber podido o sabido rechazarlas, y aun de haberlas seguido para una de sus pruebas, las mías, sentimentales, que quizás no lo serán, pero que son también invencibles, impídenme acceder a esa otra prueba que usted encuentra absolutamente indispensable.
Adiós; en nombre propio y en el de mi hija, debo decirle que no dudamos al menos de su caballerosidad y que esperamos mucho de ella siempre que se acuerde de nosotras.


Su affma.
Carlota».

¡Diablo! Luego...

Luego el equipaje aquel se dirigía hacia el Santa Cruz... hacia otro buque!...

Luis restregábase los ojos.

¡Diablo! ¡Diablo!

¡Si él, forzando máquinas, saliese con el yate en pos de...

Sino que, ¿a qué?

Sobraban dudas, comentarios, nuevas intenciones: la respuesta se la daban concluyente con el hecho de partir.

¡Diablo, sí!... Pero, que... ¡diablo!

¡Lástima de amor, lástima de dicha, lástima de posible excelente matrimonio estorbado por una simple prueba razonable!

Porque... claro es que sin tales pruebas, él no habría aceptado ni aceptaría jamás la inmensamente transcendente alianza cuya equivocación le duraría lo que la vida!

¡Oh, no!... ¡Voilá! ¡Filósofo ante todo!

Se echó a la almohada, mandó cerrar las puertas, y trataba de dormirse.


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Y aquella tarde, pensando en las viajeras, pensando en las camelias y el champaña almacenados en el lindo yate que ya esperaba inútilmente la fiesta del amor y del candor, llamó a Godfrin y le previno:

-Mira, puesto que la francesa aquella dices tú que es linda, y puesto que también dices que lo es otra alemana y otra holandesa, ve y dilas a las tres que las aguardo en el yate. Explícalas. Noventa botellas de champaña, Cordon Roux. Adviértelas que iremos a resultar adonde gusten.

¡Un desastre! Por un lado las honradas. Por otro los honrados que quieren ser algo previsores.

Así el mundo le forzaba al vicio y al desorden..., a la orgía...

«Llamé al cielo, y no me oyó!...» -se limitó a declamar como el Tenorio.

¡Voilá!