Aita Tettauen/Tercera parte/II

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Tercera parte - Capítulo II[editar]

Y he aquí que el noble y sabio Príncipe me dice: «Pues eres tú creyente fervoroso, y a más de esto sabio en cosas mil de la tierra y del cielo, y tienes el don de elocuencia y gran influjo sobre las gentes, puedes prestar ahora un gran servicio a la causa del Mogreb. Te vas a Ojos de Manantiales, donde tienes tu casa y estancia de tu comercio, y ves si es cierto que están los habitantes inquietos y afligidos porque algunos riffeños revoltosos han cometido el delito de pillaje o saqueo... Entérate de si las familias huyen de la ciudad temiendo ya la entrada de los españoles. Tengo por cierto que los judíos tratan de ir al campo cristiano en son de embajada para pedir a O'Donnell que no se detenga y se haga dueño de Tettauen, sin otro fin que proteger las vidas y haciendas de ellos, de los que recibieron las Escrituras, para venderlas después a precio vil».

-Cierto es -repliqué yo- que Dios ordenó a los judíos que explicaran el Pentateuco a todos los hombres y no lo ocultaran. Mas ellos comerciaron indignamente con los santos libros... Pero un doloroso castigo les espera.

-No les hables ahora de castigos -dijo vivamente el Príncipe-, ni pongas en tu lenguaje rencor ni amenaza, porque a decir verdad, están las cosas para que pongamos en práctica la conocida regla de ciencia vulgar: Sé como el caracol en el consejo y como el ave en la acción. Usarás con los hebreos un lenguaje benigno y amistoso, induciéndoles a permanecer tranquilos, sin ningún temor, y enterándote bien de sus pensamientos y de sus planes, que por muy escondidos que los tengan en el arca de su hipocresía, tú hallarás modo, con tu lenguaje astuto, de sacarlos afuera.

No fue preciso que me dijera más el augusto Príncipe, y decidí partir a la madrugada... En Ojos de Manantiales reanudo mi trabajo epistolar, tres días después de lo que anteriormente referí. ¡Loor al victorioso! Oíd lo que digo: en cuanto llegué a este santo pueblo, no me di paz para ponerme al habla con los tetuaníes pudientes y con los judíos altos y bajos. La verdad, a todos les hallé muy cariacontecidos. Respecto a saqueo y desmanes de los montañeses, supe que sólo en el Mellah (barrio de los hebreos) habían cometido algún desaguisado. Recorrí toda la ciudad; vi en algunas calles cofres y líos de ropa, señal de que algunas familias partían; no traté de disuadir a nadie, pues me habrían echado en cara que yo he mandado a los míos a Fez para rescatarlos de todo mal...

En mi casa, sin más compañía que la de la esclava que quedó para mi servicio, he sentido la opresión del silencio, como losa que pesa sobre mi espíritu. La soledad de mi vivienda, días antes embellecida y alegrada por seres queridísimos, dábame la impresión de estar emparedado en anchurosa tumba... No había más ruidos que los que yo llevaba en mi memoria: la risa jovial, cristalina, de mi adorada Puerta de Dios (Bab-el-lah), en quien cifro todos mis cariños; el habla dulce y discreta de mis otras dos mujeres, Quentza y Erhimo, a quienes tengo también grande afecto, y más que nada el pisar rápido, la inquietud traviesa y los chillidos deliciosos, como piar de pájaros, de mi hijo Ali Ben Sur y de mi encantadora niña Luz-il-lah, a quien Dios hizo archivo de todas las gracias. La fatal guerra me ha obligado a separar de mí estas prendas queridas. Confinadas en Fez hasta que vuelva la paz, mi pensamiento vuela sin cesar a donde ellas moran, y trato de endulzar el amargor de la ausencia con la miel del recuerdo... Mi casa vacía de aquellas voces, vacía también de tan bellas imágenes, arroja sobre mí la pesadumbre fría de sus paredes, que no me deja respirar... Sea Dios benigno, y no me prive de mis mujeres y mis hijos. Ellas son buenas, recatadas, hacendosas. Superior inteligencia y bondad resplandecen en la sin par Puerta de Dios, dotada por mí con largueza y estimada en doscientas onzas españolas.

Me sobrepongo a la emoción para tomar disposiciones urgentes. Reviso mis papeles comerciales para encontrar confusión en ellos cuando la paz vuelva a nuestro pueblo; escribo a Fez ordenando que permanezcan allí los camellos hasta mi aviso; dispongo que salga un propio con este mandato, y por él envío a mis hijos y a mis mujeres cajitas con amorosos regalos. Entrada la noche, me entrego al descanso; sueño con los tiros que oí en la batalla junto a los pantanos... oigo los alaridos de Abu-Riala... corro perseguido por cristianos que quieren hacerme prisionero... despierto en las angustias de mi huida fatigosa... cojo un rosario, y en ferviente oración recibo los consuelos de Allah, que con mano suave alivia mi corazón del anhelante susto... Por la mañana, después de los rezos y abluciones, salgo a recorrer la ciudad; visito una tras otra mis tres casas alquiladas, para saber si las abandonan sus habitantes; si alguno de ellos, al huir, ha dejado la puerta mal cerrada; si en los pasadizos de las calles hay hacinamiento de paja y estiércol. Me tranquilizó el ver que mis buenos inquilinos permanecen en la ciudad. A los tres endilgué un largo discurso sobre el peligro de los incendios en tiempo de guerra, y otro con diversidad de razonamientos para llevar a su ánimo la persuasión de que jamás entrarán los españoles en nuestra ciudad. Por las caras que ponían oyéndome, entiendo que les convencí. Son hombres de grande inocencia, por lo que Dios tendrá piedad de ellos.

Despachados estos asuntos, me dirigí al Mellah. Mi primera visita fue para Yakub Mendes, traficante en piedras preciosas, mi amigo desde que me establecí en Tettauen. Encontrele muy afanado, con su mujer y sus hijas, recogiendo todo el material valioso que posee, aljófar, topacios, esmeraldas... Hacían paquetitos chatos que pudieran fácilmente ser cosidos en la ropa interior, para transportar consigo toda su riqueza en caso de forzosa partida. A Yakub y su familia prediqué la tranquilidad, la confianza en el Mogreb para desembarazarse de los españoles; pero no conseguí calmar su inquietud. Fácilmente había convencido a los pobres, que no tienen nada que perder; pero a los ricos, ¡Allah me conforte!, no podía convencerles. Díjome Yakub que él conocía bien la fuerza de los españoles, por haber recorrido la Península sin fin de veces, y vivido en Córdoba, Sevilla y Madrid luengos días, y que no podía tener confianza en las fuerzas desorganizadas del Mogreb. Tan cierto era que O'Donnell entraría en Tettauen como que el Sol sale hoy, mañana y siempre; y el día de la entrada de los vencedores, lo que no habían saqueado los riffeños, lo saquearían los soldados de O'Donnell, a quien aplicó con malicia un refrán hebreo que dice: ni ajo dulce ni todesco bueno. Díjele yo que no es el General español de origen tudesco, sino irlandés, y él afirmó que lo mismo da, pues no tiene sangre andalús, sino de raza goética y normándica, que es la que más aborrece a Israel... En esto llegó a la casa un vecino de Yakub, llamado Ahron Fresco, usurero y comerciante en especias y gomas de sahumar. De lo que hablaron uno y otro colegí que la noche anterior habían celebrado una junta, en la cual se debatió si debían pedir a O'Donnell que les amparase contra los riffeños. No prevaleció tan traidora proposición, y por ello debemos dar gracias a Dios. ¿Pero quién se fía de esa gente? Con razón dice el Libro Santo: La confusión reina en los juicios hebreos, y sus acuerdos son como los remolinos del aire.

Sobre mis dos amigos descargué yo un diluvio de elocuentes razones, incitándoles a que por ningún caso solicitaran la protección del infiel español. Cuando más enardecido estaba yo en mi retórica, llegaron Tamo y Noche, dos hebreas de aquella vecindad, muy guapas, que tiraron de mí familiarmente para llevarme a su casa. No pude esquivar la premiosa invitación, y pasando del tugurio de Yakub al de Ha Levy Seneor, padre de las antedichas, este, su mujer Hanna y las hijas, hablando los cuatro a la vez con desacorde griterío, me contaron que la noche anterior habían asaltado su casa tres desalmados riffeños, quitándoles veinte duros en moneda macuquina española, catorce pesetas columnarias, diez napoleones, y que por milagro (no quiso Dios que dieran con el escondrijo) no les aliviaron de la moneda de oro que guardaban. Después se surtieron de ropa blanca; lleváronse los dos chales mejores de Tamo, los zarcillos de Noche, que eran de filigre de Córdoba, y unas belghas (babuchas bordadas de oro). Traté de aplacar su enojo diciéndoles que desde hoy se reforzará la guarnición con gente de confianza, y que todas las puertas de la ciudad se adornarán con las cabezas de los saqueadores... Sin detenerme a escuchar sus lamentaciones airadas, me fui en busca de mi amigo Simuel Riomesta, hombre rico, influyente sobre la caterva de Israel, y pensaba yo que persuadiendo a este, los demás quedarían desarmados de su coraje y repuestos de su miedo.

Iba yo por la calle más angosta y puerca del Mellah, para salir a la casa de Riomesta, cuando me sentí llamado por fuerte voz de mujer. Era Mazaltob (Afortunada), hebrea viuda de más que mediana edad, que desde su puerta echó sus gritos en mi demanda. Trafica en bálsamos por ella misma compuestos, y tiene fama de hechicera o mágica, por su acierto en adivinanzas y su buena mano para curar enfermos con garatusas y oraciones, ayudadas de zumos de hierbas y raspaduras de huesos. En su juventud fue, según oí, más cautivante por sus decires agudos que por su hermosura. Lo que me habló fue de esta manera: «Te he llamado para decirte que la otra mañana, estando yo en prado de Almorain arrecogiendo herbas, topé a un mancebo ferido, que me demandó agasajo... Yo lastimosa le truje a mi casa, aonde me dijo ser español. Su nombre es Juan el Pacificante, y tié semblan de profeta... Anda en perjudicación de la paz, y del campo cristiano echáronle por sus perdicas, y agora viene acá para que aproclamemos la paz y no la guerra... Él es bueno, es sencillo, y el habla tiene bonica española, que adulza el oído. Entra y verasle».

Sospeché que el español de que me hablaba Mazaltob era espía, o algún perdulario hambrón que viene so color de renegar para que le demos de comer. Insistió la hebrea en que su huésped no era nada de esto, y para calmar mis recelos me dijo: «Tú, que de achaque de españolerías sabes más que nadie, habla con él y asóndale... Yo no te asiguro que sea profeta; pero sí que por el su semblan y por su voz cantora lo parece. ¿No hubieron los cristianos un profeta que se llamó Juan? Pues cata que este es lo mesmo, o que viene en figuranza de quillotro...».

-El profeta cristiano que dices es el que llamamos Yahia, hijo de Zacarías, varón de extremada virtud. Este será todo lo contrario: un pillastre, un embustero... Pero si, como dices, viene del campo de O'Donnell, no será malo que yo le coja por mi cuenta y le interrogue. Llévame pronto a la presencia de ese mancebo predicador de paces, que con verdades o con imposturas algo ha de decirnos que pueda sernos útil.

Cogiéndome del albornoz me metió adentro por obscuro pasadizo hasta una estancia humilde, y oliente a comida pasada, donde paredes y mueblaje parecían trasudar materia grasienta. Adelantose ella por otro pasadizo, y luego volvió con estas razones: «Se ha quedado adormilado. Hoy anduvo luengas horas por la cibdad, calle adelantre, calle adetrás, y ha venido con cansera... Pero puedes entrar y verasle. Todo en él yace como muerto, menos la respiración, que vela como guardián en las puertas del rostro, boca y nariz, y ella es la que avisa cuando el ánima ida quiere volver a su casa». Entré con Afortunada en una estancia que de un patio sucio y ahumado recibía la luz, cernida por cortina roja, y sobre una cama que alzaba poco del suelo vi una estirada figura de hombre, derechamente tendida en todo su largo. Era el durmiente de poquísimas carnes y de más que mediana estatura, bien formado de esqueleto y miembros, por las partes que de él se veían. Pecho y brazos tenía vestidos de una kmiya, y sobre ella un caftán amarillo rayado, que se recogía en la cintura y muslos, dejando ver las piernas al aire. Su cabeza me pareció perfecta; bello y afilado el rostro, con una barba leve, que más parecía pintada que nacida. Barba y pelo eran negros, y el color de la piel como el de madera de olivo, con ligero bruñimiento y lustre de cosa embalsamada.

Yo me senté, pues muy a propósito hallé un taburete junto a la cama. Mazaltob me dijo: «Hablemos en voces altas para que se acuerde», y rompió en gritos... No pasó mucho tiempo sin que el dormido despertara, lo que sucedió abriendo él los ojos, y quedando rostro, cabeza y cuerpo en completa inmovilidad. Primero vio y miró a su patrona, después a mí, y su mirada estuvo posada en mí largo tiempo, sin querer desclavarse de mi faz... Hablele yo en árabe preguntándole a qué había venido, y él no respondió con discurso, sino con una rápida incorporación, clavándome otra vez los ojos, negros y con luz como los carbones encendidos. De veras me hizo pensar en el profeta cristiano Yahia, hijo de Zacarías, en quien Dios puso el signo de su predilección, y de él dice el Libro Santo: Escogido fue para enseñar a los hombres la paz.