Aita Tettauen/Tercera parte/III

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Tercera parte - Capítulo III[editar]

Como no daba señales de entender el árabe, le hablé en su lengua, obedeciendo a Mazaltob, que me decía: «Háblale en español bonico y de son pacible». Sentado en el lecho, Yahia, sin pronunciar palabra, me tocó en el brazo, en la rodilla, como si quisiera con el tacto completar el examen que sus ojos hacían de mi persona. Por fin oí el metal de su voz. A mi pregunta de si le gustaba nuestra tierra, contestó que le agrada porque en ella todos los hombres se tratan de tú, señal de la completa igualdad ante Dios, y porque el Islam y el Israel practican su fe sin estorbarse el uno al otro. Esta paz entre las religiones le sorprendía y le encantaba. Después me dijo: «Oigo tu lenguaje como una música triunfal, y veo tu rostro como un rostro amigo».

A mi pregunta sobre los motivos de su peregrinación, respondió que había huido del campo español porque le agobiaba el alma el espectáculo de la guerra, y la ferocidad con que unos y otros hombres acuden a matarse. La guerra va contra la Humanidad, como el amor en favor de ella. Las armas destruyen las generaciones, que son reedificadas en el seno de las mujeres. Puede la Humanidad vivir sin armas; sin mujeres no vivirá... En verdad declaro que esto me pareció dictado por la más alta sabiduría. No pensé lo mismo después, cuando dijo cosas tan sin sentido como estas: «Por tu cara y gesto, por la forma de tu nariz y de tus labios, así como por la voz y el mirar luminoso, mi pensamiento te liga con tu noble familia». Sin duda la mente de Yahia era una extraña mixtura de pensamientos celestiales y de bajos yerros humanos, porque tras una hermosa invocación a la paz como ley superior de los hijos de Adán, soltaba este desatino: «Tú no quieres la guerra, ni bajarás con arma homicida al campo de O'Donnell, porque en el campo de O'Donnell está tu hermano». Sin duda quería decir que entre todos los nacidos existe el lazo de hermandad, y verdaderamente concuerda esto con lo que dice la Escritura: «No hacemos diferencia entre los enviados de Dios. Todos los que adoramos un Dios Único y le tememos, vamos a ti, Señor, y entraremos en los jardines de inefables delicias».

Por fin, requerido a darme noticia de los planes de los españoles y de los medios que traen para combatirnos, dijo que él, después de haber sido voceador de la guerra, había pasado por la gran revolución de su espíritu, viniendo a detestar lo que antes adoraba. En el Ejército tenía muchos amigos, y en Madrid dejó personas muy amadas, que también eran afectas a la tradición guerrera y a las glorias de su patria. Él no estimaba esas glorias como legítimas, y buscaba otras en armonía con la Naturaleza humana, deseando ver extinguida la ferocidad, los instintos de destrucción... Suspira por la paz, por el amor entre todos los humanos y la universal concordia... No estaban estas ideas en desacuerdo con las mías, pues yo pienso lo propio, si bien entiendo que todavía no ha llegado el tiempo en que nos convenzamos los hijos de Adán del desvarío de las guerras. Yahia tan pronto iluminaba con resplandores divinos nuestra conversación, como la obscurecía con disparates manifiestos. Preguntome si había estado yo en la acción de los Castillejos; respondile que no, y él dijo: «Razón tuve en creer que no eras tú el que vimos, vivo primero, muerto después. Nos alucinó el terror de aquellos espectáculos de matanza, y en sueño nos visitaron imágenes ensangrentadas de los seres queridos».

-Aunque tu misión en el mundo -le dije-, más bien es ver fantasmas que predicar la paz, dame una idea de los planes de O'Donnell, que algo has de saber, si en el campamento cristiano tenías amigos. ¿Crees tú que los españoles romperán y desbaratarán la grande hueste marroquí que les cierra el paso a esta ciudad?

-La romperá y desbaratará como el cuchillo deshace esas paredes de cañas con que cercáis vuestros huertos. El moro es valiente, pero no sabe nada de artes de guerra. Sus armas son primitivas, o de sistemas diferentes si algunas tienen modernas. Los hombres no saben formar cuerpos tácticos, y el valor, en vez de concentrarse y unificarse, tiende a esparcirse y desmenuzarse en infinidad de actos aislados. No hay Jefes, no hay Generales, no hay organización, no hay cabeza... Imposible la victoria del Mogreb.

No pude contenerme. Levanteme, y con voz colérica le mandé callar... le amenacé si no callaba. Él con humildad, inclinando la cabeza, respondió: «Me has pedido mi opinión y te la he dado. En mi opinión he puesto la verdad: nunca pensé que la verdad te ofendiera».

-¿Te atreverás a sostener delante de mí que O'Donnell se abrirá paso hasta la ciudad y entrará en ella?

-Sin ofensa para ti ni para el Mogreb, yo digo que O'Donnell entrará en Tetuán antes de ocho días. Sus planes, como de General que todo lo calcula, y que pesa y mide toda contingencia, son infalibles.

¡Loor al Dios Único! Comprenderás, noble señor, cuánto me indignó el vaticinio del desquiciado Yahia. Le increpé con altas voces, y si no estuviéramos en ajena casa, habría castigado su atrevimiento... Todo lo que le dije fue en lengua árabe, porque el español que sé no me sirve para incomodarme. Él se quedó en ayunas de mis imprecaciones, y yo salí de la estancia ofendiéndole con el gesto desdeñoso tanto como con las palabras. En el pasadizo estrecho, camino por donde divagan los malos olores, me detuvo Mazaltob, y poniéndome en el pecho sus manos crasas, me dijo: «No hagas ofensión a Yahia, ni le amotejes con griterío, porque él es bueno y hate dicho verdad... Tan cierto como ahora es día, Donnell entrará en Tettauen... Ven y veraslo agora en sinos que nunca marraron». Desmayada no sé cómo mi voluntad, dejeme conducir a un aposento, en el cual tenía la oficina de sus inmundos hechizos. Vi fuego en un anafre, agua en varias redomas; vi lagartos vivos, papeles con endiabladas escrituras, y un círculo de metal con signos astrológicos, que giraba entre agujas negras y verdes. «No quiero, no quiero ver tus artimañas sacrílegas», grité desprendiendo mi albornoz de sus uñas. Y ella a mí: «Cuando te profeticé, años ha, que serías rico, que de onde vien el Sol vernían para ti ochenta camellos menos uno, e ainda te dije que en tal luna te serían dados doscientos ducados de oro, bien lo creíste, y bien se enjubiló tu ánima viendo que era verdad mi adivinancio, con merced del Alto Criador».

-Déjame; no creo nada -repetí, anhelando zafarme de ella; pero no me valió mi deseo, porque la maldita me puso delante una tableta con sin fin de rayas y garabatos, los cuales, vistos al revés, eran la propia figura del número 18, y debajo estaba escrita en arábigos caracteres la palabra Tzementhash (diez y ocho). Me mostró luego una redoma con agua teñida de amarillo, en la cual flotaban varias hojuelas de plantas... Agitó la redoma; corrían las hojuelas dentro del agua como traviesos pececillos, y una salió a la superficie tiñéndose de color de rosa... Pues bien: la cifra y este juego de las hojuelas en la redoma querían decir que el día 18 de Schebah (mes corriente en el calendario judiego) entrarán los españoles en Tetuán. De sus profanas manipulaciones, invocando a Satán, sacó Mazaltob la siniestra profecía, y se obstinaba en que yo había de creerla. Ella, como profesora en brujerías y artes satánicas, lo creía o afectaba creerlo, diciendo: «Que muerta me caiga yo ahora mesmo si no es la vera palabra de Dios que el día 18 de Schebah serán ellos en Tettauen, El Donnell y El Prim... Créeslo tú; mas no lo dices por no adolorar a los tuyos».

«¡Guárdeme Allah Misericordioso de las asechanzas de Satán el Pérfido, el Corruptor de Adán y de toda su prole!». Con esta exclamación arrojé de mi lado a la impostora, dándole un empujón que la hizo vacilar sobre sus pies como la estatua sacudida por terremoto, y salí de su casa. En la puerta, mujeres hebreas y chiquillos de la misma casta gritaban: «¡Paz, paz!» azuzándome con burla. Seguí mi camino sin echar una mirada sobre tan ruin caterva, y doblando la esquina me dirigí a la casa de Riomesta, una de las pocas que en el Mellah reciben al visitante con olor de sahumerios, y así previenen nuestra respiración en favor de los dueños. En el patio estrecho me recibió la hija de mi amigo, Yahar (Perla), hermosa joven que cautiva por su ideal blancura. Díjome que su padre estaba en la Sinagoga, donde tenían reunión los Principales para tratar de su defensión... Añadió la buena moza que había venido una orden de Muley El Abbás, prohibiendo a las familias tetuaníes ausentarse de la ciudad. Nada de esto sabía yo; mas lo tuve por cierto, y la medida me pareció acertada, pues la fuga de los ricos era mayor pánico de los que quedaban, y fomentaba el ladronicio y pillaje...

¡Loor al Grande, al Dueño de todo el Universo!... Estas novedades desviaron mis propósitos del camino que llevaban, y prometiendo a Yohar que volvería para platicar con su padre, salí del Mellah, y me fui en busca de los moros de más cuenta y poderío, cuya opinión necesitaba conocer. Visité a Brisha, después a Erzini y a Ibn El Mefty, que son los más acomodados. Los tres me dijeron que la orden de Muley Abbás les parecía bien; pero que ellos no la obedecían, mirando sobre todo a la seguridad de sus familias. Se marcharían, pues, desafiando las iras del Kaid, pues maldito lo que confiaban en que la plaza, con cañones viejos, artilleros inhábiles y una guarnición insubordinada, pudiera defenderse y amparar los intereses de sus moradores. Que estas manifestaciones llenaron mi alma de tristeza, no es menester decirlo. Religión ¿dónde estás?... ¿Qué víbora se anida en el pecho de los que debieran ser tus defensores? ¿El egoísmo y el ansia de guardar las riquezas tienen su asiento donde antes lo tuvieron las virtudes? ¿Qué haces, Allah potente, Allah Soberano el día de la retribución?... Andando de calle en calle, la suerte me hizo topar con uno de mis más respetables convecinos, El Hach Ahmed Abeir, natural de Tánger, establecido en Tettauen, el cual me saludó cariñosamente en español, pues esta lengua es muy de su agrado, y sabiendo que la poseo, en ella me habla para ejercitarse y no darla al olvido. Díjome que aunque todos los pudientes salgan, él se quedará, suceda lo que sucediere, conforme a los designios de Allah Fuerte y Misericordioso. Más temía de los soldados riffeños que guarnecen la plaza, que de los españoles que amenazan meterse en ella.

Por no enojarle, creí de mi deber aparentar cierta conformidad con Ahmed Abeir, a quien debo acatamiento, pues son grandes el respeto y cariño que todos, pobres y ricos, le tienen en la ciudad. La conversación recayó luego en los judíos, de quienes podía temerse que hicieran algo destemplado y fuera de la decencia. Díjome que él hablaría con el Rabbí, y que no descuidara yo el apaciguar a Riomesta y a otros pudientes del Mellah... He aquí por qué torné a la Judería, donde tuve la desgracia de volver a encontrarme con la embaucadora Mazaltob, acompañada del borriquero que la sirve, un hebreo revejido, sarnoso y casi enano que se llama Esdras Molina. La nigromántica, que a Satán tiene por maestro, entregaba al dueño del asno líos de ropa para que los transportase a un huerto próximo al Santuario de Sidi Sideis... Al verme, soltó con áspero chillido la brutal sentencia extraída de sus diabólicas alquimias: 18 de Schebah... y se metió como escurridiza culebra en la casa de Ahron Fresco. Solo ya frente a Esdras, le detuve, conteniendo por el cabezal a su tranquilo burro, que me agradeció la parada. Sabía yo que aquel desdichado escuerzo de Israel había vivido en Ceuta algunos años; que desde Cabo Negro andaba rastreando la retaguardia del Ejército de O'Donnell, ya para merodear lo que cayese, ya para traficar con los proveedores, llevándoles limones y naranjas, tal vez alguna pieza de caza... Los cantineros y él se entendían, y recíprocamente se ocultaban sus latrocinios y contrabandos... Aunque no confiaba en que de los envilecidos labios de Esdras saliese la verdad, le interrogué... Si su borrico hablara, me daría quizás informes más verídicos que los de su amo; pero como el animal callaba su hondo pensamiento, con el otro tuve que entenderme, recordando aquel sabio versículo del Libro Santo que dice: La boca del mentiroso deja escapar la verdad.

Pidiéndome que le anticipara el precio de las declaraciones que me haría, y aflojadas por mí dos pesetas columnarias, Esdras me contó que los españoles habían desembarcado un tren de batir, cañones relucientes al sol, y unos montajes tan bonitos que daba gloria verlos. Pero él, Esdras, lo había examinado bien. ¡Todo farsa y aparato de mentira! Los cañones eran de un metal que parecía latón, y el día en que con ellos se hiciera fuego, los artilleros saldrían volando por los aires... «Ainda, no tien polvra -prosiguió el borriquero-. La polvra de cañón que vino de España en el barco que trujo los mantenimientos, no arde en el Marroco, porque el aire y el fogo del Marroco son otros fogos y otros aires... Yo lo sé, yo lo entiendo... Ainda, la Reina española Isabela dice que no quié guerra más; que la guerra aumenta sus pecados, y los clergos de España perdican que no más guerra...». Acabó su informe diciendo que los españoles no harían ante los muros de Tettauen más que una simulación de batalla, y se tornarían para su tierra... Esto dijo aquel indino, cuya palabra oí con repugnancia... Pero algo hay de verdad en lo de que la pólvora española no arde en África tan bien y con tanto fogonazo como allá, por ser nuestro aire diferente de aquel; opinión que oí manifestar a un sabio de aquí, muy docto en cosas físicas y matemáticas...

Te cuento, señor mío, estas particularidades, porque me encomendaste que al par de los hechos de la guerra pusiese en mis cartas copia fiel de la opinión de la gente. Opinión larga hallarás en mis renglones, sabio y prudente señor, para que juzgues por ti mismo lo que aquí sucede. La resultancia de todos estos hechos y opiniones no la sabemos. Es locura querer penetrar los santos designios. Concluyo por hoy repitiendo estas sublimes palabras del Profeta: «Si Dios no contuviera a las naciones unas con otras, la tierra sería corrompida. Los beneficios de Dios no se manifiestan en las naciones, sino en el Universo...». Y yo digo: «Si Dios da la victoria a los infieles, es porque así conviene al Universo. La justicia nos será conocida el día de la resurrección... Esperemos tranquilos ese día».