Al primer vuelo/XVIII

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XVII
Al primer vuelo
de José María de Pereda
Capítulo XVIII: Bajo el tambucho
XIX

Capítulo XVIII

Bajo el tambucho

Creo que se nos desmaya, Cornias... Era de esperar... El horror, el frío... ¡Desgraciada de ella... desgraciado de mí... desgraciados de todos, si esto ocurre antes de llegar tú a recogernos! Ya no podía más... me faltaban palabras para alentarla; fuerzas para sostenerla... y para sostenerme yo mismo. ¡Qué situación, Cornias! ¡Qué cuarto de hora tan espantoso! Anda más de prisa... Ten firme... Aquí, sobre este banco... ¡Santo Dios! ¡si me parece que sueño!... Arrolla la colchoneta por esa punta para que sirva de almohada... Así... Ahora convendría reaccionarla; pero ¡cómo?... Con qué tenemos; pero ¡cómo? vuelvo a decir... Destapa ese otro banco y saca cuantas ropas haya dentro del cajón... ¡En el aire!... Yo, al armario de las bebidas alcohólicas... ¡Inspiración de Dios fue el conservarlas aquí!... ¡Y se resiste la condenada vidriera!... Pues por lo más breve... ¿para qué sirven los puños?... Hágase polvo este cristal, y el armario entero si es preciso... Este ron de Jamaica es lo más apropiado... Una copa también... Ampara tú esto de los balances, sobre la mesa... pero dame primero una toalla de esas para secarme las manos, que chorrean agua... ¡Qué ha de suceder con esta chaqueta que es una esponja?... ¡Fuera con ella!... Vete echando ron en la copa... Venga ahora... Pero aguárdate que la enjugue antes la cara... ¡Dios de Dios! ¡que yo no pueda hacer aquí lo que es más necesario... casi indispensable!... aflojarla estas ropas empapadas... quitárselas de encima. ¡Si me fuera dado ver y no ver; maniobrar con los ojos cerrados!... La copa enseguida... Ron en las sienes... en las ventanillas de la nariz... entre los labios... ¡Pero si con ese talle tan oprimido no pueden funcionar los pulmones!... Yo bien veo dónde está la abertura de la coraza... pero ¡no sería una profanación poner las manos ahí?... ¡No se me caerían de las muñecas?... Y hay que hacer algo por el estilo, y sin tardanza... Por la espalda si acaso... justo: la misma cuenta sale... Tu cuchillo, Cornias... Ayúdame a ponerla boca abajo... ¡Dios me dé uno suficiente!... Por si acaso, el filo hacia arriba... Ya está cortada la tela del vestido... Ahora las trencillas del corsé... y estos cinturones... Esta es obra más fácil... Trae aquel impermeable y tiéndele encima de ella y de mis manos, que no tienen ojos... Así... Ya queda el tronco libre de ligaduras... a volverla ahora de costado... ¿Ves cómo respira con menos dificultad?... Más ron enseguida... ¡en el aire, Cornias! Le siente en los labios... Ten la copa un instante mientras la incorporo yo... Así... ¡Nieves!... ¡Nieves!... Dame la copa tú. ¡Nieves!... un sorbito de esta bebida para entrar en calor... A ver, poquito a poco... Allá va... ¡Lo paladea, Cornias, lo paladea... y entreabre los ojos! ¡Sea Dios bendito!... Otro sorbo más, Nieves, hasta apurar la copa, aunque le repugne a usted: es esencia de vida... ¡Ajá!... Prepara otra, Cornias, por si acaso... Mira, hombre, ¡todavía conserva en el pecho parte de las flores que se había prendido esta mañana!... Sobre que se están cayendo... Toma. No las tires: guárdalas en ese armario abierto... por si pregunta por ellas... ¿Se siente usted mejor, Nieves? ¿Quiere usted otro poco de la misma bebida para acabar de reaccionarse?... ¡Mira, Cornias, qué fortuna en medio de todo! Ya vuelve en sí... ya está en sus cabales... ¡Bendito sea Dios!

El pudor, que es el sentimiento más afinado en la naturaleza de la mujer, fue lo primero que vibró en la de Nieves al recobrar ésta el dominio de su razón. Notó la flojedad del cuerpo de su vestido, mirose, le vio desentallado, reparó en el impermeable que la cubría los hombros; Y con una mirada angustiosa preguntó a Leto la causa de ello.

-Lo he rasgado yo -respondiola el mozo, tan ruborizado como la interpelante-, porque era de necesidad abrir por algún lado para que usted respirara con desahogo.... y elegí ese lado de atrás por parecerme menos... vaya, menos... y aun eso se hizo, al llegar al corsé, bajo el impermeable que no se le ha vuelto a quitar a usted de encima. ¿Es cierto, Cornias?

Cornias dijo que sí; y Nieves bajó la cabeza, estremeciose, y se arropó con el impermeable. Estaba pálida como un lirio, casi amoratada; chorreábale el agua por cabellos y vestido, y había una verdadera laguna en el suelo de la cámara; porque Leto, por su parte, era una esponja inagotable, de pies a cabeza.

-Ahora, Nieves -la dijo éste casi imperativamente, pero traduciéndosele en la voz y en la mirada la compasión y el interés de que estaba poseído-, va usted a hacer, sin un momento de tardanza, lo que debió de haberse hecho en un lugar de lo poco que yo hice... porque no me era lícito hacer más: está usted empapada en agua, está usted fría; y eso no es sano: hay que quitarse esa ropa... ¡toda la ropa! enjugarse bien, friccionarse si es preciso, y volverse a arropar: yo no tengo vestidos que ofrecerla a usted, ni en estas soledades han de hallarse a ningún precio; pero tengo algo seco, limpio y muy a propósito para que pueda usted envolverse en ello y abrigarse... Vea usted una... dos... tres grandes sábanas de felpa... dos toallas... unas pantuflas sin estrenar, algo cumplidas de tamaño; pero donde cabe lo más, cabe lo menos... Otro impermeable... ¿Se acuerda usted de la tarde en que les enseñé estas prendas visitando ustedes esta cámara? ¡Mal podía imaginarme yo entonces el destino que les estaba reservado para hoy! En medio de todo, bendito sea Dios, que menos es nada... Conque a ello, Nieves... y tome usted antes otros dos sorbos de ron para rehacerse un poquito más... No insistiría, porque sé que le repugna este licor, si tuviera usted quién la ayudara en la tarea en que va a meterse; pero, desgraciadamente, tiene usted que arreglarse sola, y hay que cobrar fuerzas... Vamos, otro sorbito... y tú, Cornias, ¡listo a pasar un lampazo por estos suelos!... Vea usted bien, Nieves: sobre la mesa pongo, para que las tenga usted más a la mano, las sábanas, las toallas y las babuchas... Allí queda el capuchón impermeable; y la botella del ron para el uso que la indiqué antes y la recomiendo mucho, en este armario... Después se pasa usted a aquel otro banco que está seco, y se acuesta un ratito... Para su mayor tranquilidad, voy a correr las cortinillas de los tragaluces... No hay ojos humanos en el yacht capaces de un atrevimiento semejante; pero usted no tiene obligación de creerlo... ¿Ve usted? Después de corridas las cortinillas, queda sobrada claridad para lo que tiene usted que hacer... ¡Ah! por si le ocurre llamar mientras esté sola aquí adentro: esta puerta de entrada tiene un cuarterón de corredera: observe usted cómo se abre y se cierra... Por aquí puede usted pedir lo que necesite... ¡Listo, Cornias, que apura el tiempo!... Conque ¿estamos conformes, Nieves? ¿Hay fuerzas? ¿Sí? Pues a ello sin tardar un instante. Y ¡ánimo! que Dios aprieta, pero no ahoga.

Nieves, que había estado con la mirada fija en Leto, sin perder una palabra, ni un movimiento, ni un ademán del complaciente muchacho en su afanoso ir y venir, cuando le tuvo delante, a pie firme y en silencio pidiéndola una respuesta, se la dio en una sonrisa muy triste, pero muy dulce.

Enseguida se llevó ambas manos a la frente y se estremeció de nuevo, exclamando:

-¡Dios mío, qué ideas me acometen de pronto, tan negras, tan raras!... ¡qué sobresaltos, qué visiones!... Estoy como en una pesadilla horrorosa... Mi pobre padre, tan tranquilo y descuidado en Peleches; yo, sin saberlo él, aquí ahora, de esta traza, en este mechinal... y un momento hace... ¡Dios eterno!... Leto... yo estoy viva de milagro... yo he debido de ahogarme hoy.

-No, señora, -respondió Leto muy formal.

-¡Que no? Pues si no es por usted, primero, y por la destreza de Cornias enseguida... confesada por usted mismo cuando le veía acercarse...

-Cornias ha cumplido con su deber, como yo he cumplido con el mío; pero usted no podía ahogarse de ningún modo...

-¿Por qué?

-Porque... porque no: porque para ahogarse usted era preciso que antes me hubiera ahogado yo, y después el yacht con Cornias adentro, y después los peces de la mar, y la mar misma en sus propias entrañas, ¡y hasta el universo entero!... porque hay cosas que no pueden suceder ni concebirse, y por eso no suceden... Y ¡por el amor de Dios! esparza usted ahora esos tristes pensamientos, como yo esparzo los míos... que son bien tristes también, y muy mortificantes y muy negros, y conságrese sin perder minuto a hacer lo que la tengo recomendado; porque no da espera. Tiempo sobrado nos quedará después para hablar de eso... y entregarme yo a la Guardia civil para que, atado codo con codo, me lleve a la cárcel, y después me den garrote vil en la plaza de Villavieja.

-¡A usted, Leto?

-A mí, sí; porque, en buena justicia, debió de haberme tragado la mar en cuanto la puse a usted en brazos de Cornias.

-Pero ¿habla usted en broma o en serio? -le preguntó Nieves, contristada con el tono y el ademán casi feroces de Leto.

-Pues ¿no ha conocido usted que es broma para distraerla de sus visiones? -respondió éste fingiendo una risotada de mala manera, abochornado por su imprudente sinceridad-. Lo que la repito en serio es que urge quitarse todas esas ropas mojadas.

-¿Y las de usted? -le dijo a él Nieves viendo cómo le chorreaba el agua por las perneras abajo-, ¿ son ropas mojadas?

-Las mías-respondió Leto,-no hacen daño donde están ahora: somos antiguos y buenos amigos el agua salada y yo... Además, ya están casi secas y acabarán de secarse al aire libre, adonde voy a ponerlas enseguida con el permiso de usted. Vamos a ir empopados, y cuento con llegar al puerto en tres cuartos de hora; echemos otro hasta el muelle: la hora justa desde aquí... Téngalo usted presente para hacer su toilette... y hasta luego.

Con esto salió de la cámara, cerró la puerta y voceó a Cornias, que ya estaba esperándole con la maniobra aclarada y la sangre helada aún en sus venas con el recuerdo del espantoso lance que no se le borraría de la memoria en todos los días de su vida.

Se izaron las velas, se puso el Flash en rumbo al puerto, y cayó su piloto, no en su embriagadora obsesión de costumbre en casos tales, sino en las garras crueles de sus amargos pensamientos. Volaba el yacht cargado de lonas, arrollando garranchos y carneros, saltando como un corzo de cresta en cresta y de seno en seno, circuido de espumas hervorosas, juguetón, ufano... ¿Y para qué tanta ufanía y tanta presteza? Para tortura del pobre mozo, que veía en la llegada al puerto la caída en un abismo sin salida para él... Mirárase el caso por donde se mirara, siempre resultaba el mismo delincuente, el mismo responsable: él, y nadie más que él fue débil complaciendo a Nieves, sin consentimiento de su padre, en un antojo tan serio, tan grave, como el de salir a la mar a hurtadillas y con, el tiempo medido; fue un mentecato, un majadero, haciendo valentías en ella, sin considerar bastante los riesgos que corría el tesoro que llevaba a su lado; fue un irracional, un bárbaro, rematando sus majaderías con la bestialidad que produjo el espantoso accidente... No lo había dicho en broma, no: merecía ser entregado por la Guardia civil a los tribunales de justicia, y agarrotado después en la plaza pública, y execrado hasta la consumación de los siglos en la memoria de don Alejandro Bermúdez y todos sus descendientes. Y si don Alejandro Bermúdez y la justicia humana no lo consideraban así, ni el uno ni la otra tenían sentido común ni idea de lo justo y de lo injusto... ¡Que Nieves vivía! ¡Y qué, si vivía de milagro, como había dicho muy bien la infeliz? Su caída había sido de muerte, con el andar que llevaba el barco; y en esta cuenta se había arrojado él al mar... Si se obraba el milagro después, bien; y si no se obraba... ¿qué derecho tenía él a vivir pereciendo ella, ni para qué quería la vida aunque se la dejaran de misericordia? Esto no era rebelarse contra las leyes de Dios; era sacrificarse a un deber de caridad, de conciencia, de honor y de justicia. Él la había puesto en aquel trance; pues quien la hizo que la pagara. Esta era jurisprudencia de todos los códigos y de todos los tiempos, y de todos los hombres honrados... ¿Comprometes la vida ajena? Pues responde con la propia. ¿Qué menos? Esto entre vidas de igual valor. Pero ¿qué comparación cabía entre la vida de Nieves y la vida de Leto? ¡La vida de Nieves! Todavía concebía él, a duras penas, que por obra de una enfermedad de las que Dios envía, poco a poco y sin dolores ni sufrimientos, esa vida hubiera llegado a extinguirse en el reposo del lecho, en el abrigo del hogar y entre los consuelos de cuantos la amaban; pero de aquel otro modo, inesperado, súbito, en los abismos del mar, entre horrores y espantos... ¡y por culpa de él, de una imprudencia, de una salvajada de Leto!... Lo dicho: aun después de salvar a Nieves, quedaba su deuda sin pagar; y su deuda era la vida; y esta deuda debió habérsela cobrado el mar en cuanto dejó de hacer falta para poner en salvo la de su pobre víctima... Todo esto era duro, amargo, terrible de pensar; pero ¿y lo otro, lo que estaba ya para suceder, lo que casi tocaba con las manos y a veces se las inducía a dar contrario rumbo a su yacht? ¡Cuando éste llegara al puerto, y hubiera que pronunciar la primera palabra, dar la primera noticia, las primeras explicaciones, aunque por de pronto se disfrazara algo la verdad que al cabo llegaría a conocerse?... Don Alejandro, sus servidores y amigos... la villa entera, la misma Nieves, después de meditar serenamente sobre lo ocurrido... cada cual a su manera, ¡todos y todo sobre él!... Merecido, eso sí, ¡muy merecido! Pero ¿dónde estaban el valor y las fuerzas necesarias para resistirlo? Hasta con el mar se luchaba y en ocasiones se vencía; pero contra la justa indignación de un caballero, contra el enojo de sus amigos, contra la mordacidad de los malvados y contra el aborrecimiento de ella... ¡Oh, contra esto sobre todo!... Aquí no cabía ni hipótesis siquiera. Antes que tal caso llegara, aniquilárale Dios mil veces, o castigárale con la sed y la ceguera y todas las desdichas de Job: a todo se allanaba menos a ser objeto de los odios de aquella criatura que le parecía sobrehumana.

Después de subir Leto tan arriba en la escala de lo negro, sucediole lo que a todos los espíritus exaltados movidos de las mismas aprensiones: que no pudiendo pasar de lo peor ni teniendo paciencia para quedarse quietecito donde estaba, comenzó a descender muy poco a poco, para cambiar de postura; y de este modo, quitando una tajadita a este supuesto, y un pellizquito al otro, y dando media vuelta al caso de más allá, fue encontrando la carga más llevadera y el cuadro general a una luz menos desconsoladora.

Para mayor alivio de su pesadumbre, al abocar al puerto se halló de pronto con la carita de Nieves asomada al cuarterón de la puerta de la cámara, mirándole muy risueña, con una rosetita arrebolada en cada mejilla y cierta veladura de fatiga en los ojos... El alma toda se le esponjó en el cuerpo al aprensivo mozo. Aquellos celajes tan diáfanos, tan puros, no eran signos de la tempestad que él temía...

-Ya está usted obedecido -le dijo-, en todo y por todo. ¡Si viera usted qué bien me encuentro ahora! Siento hasta calor, y he cobrado fuerzas... Pero huelo a ron que apesto... Lo peor es que no puedo manejarme a mi gusto, porque estoy lo mismo que un bebé: en envolturas. Además, el capuchón por encima.

Leto bajó un poco la cabeza y apretó los párpados y las mandíbulas, como si tratara de arrojar de su cerebro alguna idea, alguna imagen que, contra su voluntad, se empeñara en anidar allí.

-Bien sabía yo -dijo por su parte y sólo por decir algo-, que el remedio era infalible; sobre todo, aplicado a tiempo... Y aunque yo me privara del gusto de verla ahí tan repuesta, ¿no estaría usted mejor descansando sobre el almohadón que no se ha mojado?

-Ya lo he hecho durante un ratito -contestó Nieves-; pero me he levantado para preguntarle a usted una cosa que ha empezado a inquietarme bastante... Como yo hasta ahora no he tenido el juicio para nada... En primer lugar, ¿por dónde vamos ya?

-Entrando en el puerto.

-Y cuando lleguemos al muelle, ¿cómo salgo yo de aquí, Leto? Porque no he de salir en mantillas. ¿Ha pensado usted en esto también?

-También he pensado en eso -respondió Leto devorando el amargor que le producía el recuerdo de aquel caso, que era la primera estación del Calvario que él había venido imaginándose-. En cuanto lleguemos al muelle, irá Cornias volando a Peleches en busca de la ropa que usted necesite... Se dirá, para no alarmar, que se ha mojado usted, no lo que ha sucedido...

-Me parece muy bien, y en algo como ello, había pensado yo para salir del primer apuro. Después, Dios dirá... ¿no es así, Leto?

-Así mismo,-respondió éste algo mustio otra vez.

-Pues yo creo -dijo Nieves notándolo, que hacemos mal en apurarnos por lo menos, después de haber salido triunfantes de lo más... Dios, que me oyó entonces, no ha de ser sordo ahora conmigo... para una pequeñez; porque después de lo pasado, todo me parece pequeño, ya, Leto... ¡muy pequeño!... hasta el enojo y las reprensiones de papá... ¡Virgen María! Me veo aquí sana y salva y hablando con usted, vivo y sano también, y me parece mentira... ¡Qué horrible fue, Leto, qué espantoso! ¡En aquella inmensa soledad!... ¡qué abismo tan verde, tan hondo... tan amargo!...

Amargos y muy amargos le parecieron también a Leto aquellos recuerdos que él quería borrar de su memoria, y por ello pidió a Nieves, hasta por caridad, que hablara de cosas más risueñas.

-¡Si no puedo! -le respondió Nieves con una ingenuidad y un brío tan suyos, que no admitían réplica-. Estoy llena, henchida de esos recuerdos, como es natural que esté, Leto... porque no ocurren esas cosas todos los días, ¡ni quiera Dios que vuelvan a ocurrirle a nadie! Me mortifican mucho calladitos allá dentro, y me alivio comunicándolos con usted... ¡y usted quiere que me calle!... Pues caridad por caridad, Leto: también yo soy hija de Dios... ¿Le parezco egoísta? ¿Le importuno? ¿Le canso? ¿Va usted a enfadarse conmigo?

¿Habría zalamera semejante? ¡Enfadarse Leto por tan poca cosa, cuando sería capaz!... Pidiérale ella que bebiera hieles para quitarla una pesadumbre, y hieles bebería él tan contento, y rescoldo desleído. No se atrevió a decírselo tan claro; pero como lo sentía, algo la dijo que sonaba a ello y le valió el regalo de una mirada que valía otra zambullida. Enseguida dijo Nieves, volviendo a pintársele en los ojos la expresión del espanto:

-Todo lo recuerdo, Leto, como si me estuviera pasando ahora: qué tontamente desprendí las manos del respaldo para llevármelas a la cara, cuando sentí el chorro de agua en ella; la rapidez con que caí enseguida, y la impresión horrorosa que sentí al conocer que había caído en la mar; lo que pensé entonces y lo que recé; el desconsuelo espantoso de no tener a qué asirme ni dónde pisar... ¡Ay, Leto! si tarda usted dos segundos más, ya no me encuentra... Me hundía, me hundía retorciéndome desesperada... ¡qué horror! Cuando me vi agarrada y suspendida por usted, me pareció que resucitaba... Después empezaron los peligros de ahogarnos los dos por mi falta de serenidad para seguir los consejos que me daba usted... Empeñada en asirme a usted, como si estuviéramos los dos a pie firme sobre una roca... Pero ¿quién puede estar serena entre aquellos horrores, Virgen María! Después ya fue otra cosa: a fuerza de suplicarme usted y hasta de reñirme, ya logré colocarme mejor y dejarle más libre y desembarazado... a todo esto, alejándose el yacht, y usted explicándome por qué lo hacía... después todas sus palabras para darme alientos, hasta que el barco volviera por nosotros... ¡si volvía, Leto, si volvía a tiempo!, porque a pesar de sus palabras, demasiado conocía yo lo que pasaba por usted: las fuerzas humanas no son de hierro; y aquella espantosa situación no daba larga espera... Recuerdo la alegría de usted cuando vio el yacht encarado a nosotros; sus temores de que a Cornias no se le ocurrieran ciertas precauciones, y el barco, por demasiada velocidad, pasara a nuestro lado sin poder recogernos; y su entusiasmo cuando vimos caer las velas una a una, quedarse el barco desnudo, y al valiente Cornias de pie, con la caña en la mano y conduciéndole hacia nosotros hasta ponerle a nuestro lado, dócil y manso, y creo que hasta risueño... No parecía barco, sino un perro fiel que iba en busca de su señor. ¡No he de recordarlo, Leto? ¡Pues es para olvidado en toda mi vida por larga que ella sea?.... Como lo que usted dijo en cuanto llegó a nosotros el yacht, y el pobre Cornias, pálido como la muerte, se arrojó sobre el carel con los brazos extendidos... ¿Se acuerda usted, Leto?

Leto, con la frente apoyada en su mano izquierda y el codo sobre la rodilla, no respondió a Nieves una palabra. Estaba aturdido, fascinado, quizá por los recuerdos que evocaba el relato; quizá por el acento conmovedor y la expresión irresistible de los ojos de la relatora.

La cual, después de contemplarle con cariñosa avidez unos momentos, añadió:

-Pues yo sí: «¡A ella, Cornias; a ella sola!» Mal andaba yo de fuerzas entonces, ¡muy mal!... no podía andar peor; pero me hubiera atrevido a jurar que estaba usted gastando las últimas en ponerme en manos de Cornias... ¡Ay, Leto! Yo creía que en determinadas ocasiones de la vida, estaban excusados los hombres de ser galantes con las damas; pero, por lo visto, la regla tiene excepciones; y una de ellas me ha tocado a mí hoy, por dicha mía... ¡Y quiere usted que eche de la memoria todos estos recuerdos, o que los conserve y me calle!... Y a todo esto -añadió, observando la emoción hondísima del original muchacho (que tenía que ver entonces, desgreñado, en cuerpo y mangas de camisa, aún no bien seca, y los pantalones más que húmedos todavía)-, ¿dónde está Cornias?... Yo quisiera verle.

Como el yacht continuaba navegando en popa y no había que tocar la maniobra, Cornias iba a proa sentado al borde del tejadillo del tambucho, con los brazos cruzados sobre el pecho, la cabeza algo caída, pálido el color, y los ojos completamente en blanco; porque todo su mirar era entonces hacia adentro, donde le hervían las imágenes terribles de los recientes sucesos en que le había alcanzado tan importante papel.

Acudió a la llamada enérgica de Leto, el cual le dijo:

-La señorita desea hablarte: baja.

Y bajó al fondo del pozo. Allí levantó la cabeza, y enderezó lo más que pudo la mirada al ventanillo de la puerta; y tal efecto le produjo la expresión dulce y melancólica de la carita de Nieves, incrustada en el hueco, y el cariñoso interés con que le miraba a él, al ínfimo Cornias, que comenzó a inflar los carrillos y amagar sollozos; con lo cual Nieves se enterneció también algo, y ninguno de los dos articuló palabra.

Observado por Leto y queriendo dar fin a la escena que tan dificultosamente empezaba, con el pretexto de que andaba el yacht en las proximidades del muelle, pidió permiso a Nieves para enviar a Cornias a su sitio; y la dijo en conclusión:

-De eso ya hablarán ustedes otra vez.

Fuese Cornias y preguntó Nieves a Leto:

-¿Tan cerca estamos ya?

-En cinco minutos llegamos...

-¡Ay, Dios mío!-exclamó Nieves, palideciendo algo,-¡qué hormiguillo me entra ahora!... ¿Será miedo?

-Hay para tenerle, -contestó el otro tiritando en su interior.

-Pues ánimo -repuso ella con la voz algo insegura-, y pensemos en lo más para no temer lo menos. Antes se lo dije también. Y ahora me vuelvo a mi escondrijo, hasta que pueda salir de él vestida de persona mayor... ¡Ah!... se me olvidaba -añadió después de haber retirado un poco la carita del ventanillo-: he visto en el armario unas flores iguales a las que llevaba en el pecho esta mañana, si no son las mismas...

-Lo son, -respondió Leto hecho una grana, como si le hubieran achacado el robo de un panecillo.

-Pues ¿cómo están allí? -preguntó Nieves gozándose en el bochorno de Leto.

-Porque se le estaban cayendo a usted del pecho cuando la tendimos desmayada sobre el banco... y le dije yo a Cornias, después de recogerlas con mucho cuidado, que las guardara.., por si preguntaba usted por ellas.

-Muchas gracias, Leto, aunque ya no me sirven. Puede usted tirarlas, si le parece.

- ¡Eso no! -contestó Leto sin pararse en barras, acordándose del lance del Miradorio-. Bien están donde están, puesto que usted no las quiere.

-Y ¿no estarían mejor -preguntole Nieves, con una sonrisilla que hablaba sola-, en otra parte... por ejemplo, con cierto clavel rojo, en el mismo libro, como apunte de dos fechas importantes?... En fin, al gusto de usted... y hasta luego... y corrió la tablilla de cuarterón.

-¡Lo propio que yo estaba pensando! -exclamó Leto para sí-. Dos fechas: el principio y el fin; porque esto es ya el acabose... ¡Cornias! -gritó de pronto-. ¡Arría!

Arrió Cornias el aparejo que le sobraba al balandro; y así continuó éste deslizándose hasta atracarse a los maderos del muelle, con la misma precisión que si llevara medidas a compás las fuerzas y la distancia.