Al primer vuelo/XIX

De Wikisource, la biblioteca libre.
XVIII
Al primer vuelo
de José María de Pereda
Capítulo XIX: En la villa
XX

Capítulo XIX

En la villa

Dos pescadores que estaban trajinando en un bote cercano al muelle, vieron la llegada del Flash y el estado en que venía Leto; cómo salió Cornias enseguida escapado hacia Peleches; cómo el hijo de don Adrián, descompuesto y airado de semblante, no sabía lo que se hacía, y, en ocasiones, hablaba palabras sueltas con alguien que estaba encerrado en la cámara; cómo volvió Cornias después a todo andar, con un gran envoltorio entre brazos y acompañado de «la Gitana de Peleches» (así llamaban a Catana las gentes de Villavieja); cómo entregó Cornias a la andaluza el envoltorio, estando los dos en el yacht; cómo la andaluza y el envoltorio pasaron a la cámara; cómo Cornias tornó a subir al muelle y tomó a escape el camino de la villa; cómo no tardó un cuarto de hora en volver, con otro lío que puso en manos de Leto; cómo al cabo de otro cuarto de hora y salieron de la cámara la señorita de Peleches, muy elegante, y Catana con otro envoltorio que goteaba; cómo, después de darse la mano la señorita y Leto, muy afectuosamente, y de cambiar algunas palabras, Cornias cogió el lío que goteaba, y, echándosele al hombro, salió del yacht con las dos mujeres; cómo Leto desde abajo y la señorita desde el muelle, volvieron a despedirse con la mano, de palabra y con los ojos; cómo los tres desembarcados se fueron por el camino del Miradorio, y Leto se encerró en la cámara con su correspondiente lío, para salir, un buen rato después, mudado de pies a cabeza y vestido «de cristiano»; cómo anduvo trajinando en el yacht... y cómo, en fin, reapareció Cornias en el muelle, sudando el quilo, sin pizca ya de negro en los ojos, y bajó al yacht, y se quedó en él, y se marchó Leto hacia su casa... con un manojito de herbachos y de flores ruines en la mano, pero que debían tener algún mérito, por el cuidado con que las guardó en un bolsillo. Todas estas cosas y la cara de susto que notaron en la señorita, en la gitana y en Cornias, y de veneno en el hijo de don Adrián, tan alegrote de suyo, pusieron la curiosidad de los pescadores en una tirantez insoportable. Por lo cual, en cuanto se perdió Leto de vista, ya estaban ellos al costado del balandro acosando a Cornias con preguntas.

Cornias era sobrio de palabras naturalmente, y en aquella ocasión fue hasta mezquino; pero como aún tenía el susto bien patente y lo visto por los pescadores no se veía a todas horas en un yacht como aquél, de vuelta de un paseo por la mar, la mezquindad de las respuestas agravaba el aspecto del asunto. Pronto cayó Cornias en esta cuenta; y para salir del paso honradamente, despilfarrose un poco más, barajando de mala gana, a media voz y de medio lado, sin desatender su faena «una virada en redondo», «mucha trapisonda», «garranchos como arena» y «los rociones hasta la cara». Replicáronle que cómo pudieron empaparse los demás y quedar él tan enjuto como estaba a lo cual, y viéndose cogido por el medio, respondió que no había más, y que bastante era para lo poco que les había costado y lo menos que les importaba.

Idéntica explicación había hecho a don Adrián, por encargo de Leto, al pedirle ropa con que mudarse éste; pero don Adrián lo creyó a puño cerrado desde luego, y no pasó más allá de lamentar el caso, dar a Cornias el equipo que le pedía, y rogar a Dios en sus adentros que no ocurrieran cosas semejantes cuando fuera en el balandro la señorita de Peleches, de la cual nada había dicho el mensajero de Leto al boticario; mientras que los pescadores, con más datos a la vista y mayor experiencia que don Adrián en achaques de aquel género, y maliciosos de suyo, se forjaron el lance a su capricho; y dándole por cierto, le narraban diez minutos después, con minuciosos detalles, en la taberna de Chispas, delante de varias personas, entre ellas la criada de don Eusebio Codillo que iba en busca de la media azumbre diaria de clarete que se bebía en la casa entre los seis de familia.

Esto ocurría a las doce y media, minutos arriba o abajo: a la una menos cuarto se sabía en casa de las Escribanas (que ya tenían, por Maravillas, conocimiento de la salida de Nieves a la mar, sola con el hijo del boticario) que el uno y la otra, por andar de remosco en el balandro, habían caído juntos al agua, de donde salieron con muchas dificultades; que ella había venido desnuda en la cámara, y él a medio vestir un poquito más afuera... Eso, al llegar al muelle; porque antes, sabe Dios dónde vendría.

Rufita González supo más que esto a la una en punto. Supo que, habiendo salido Nieves de la mar sin conocimiento, hubo necesidad de desnudarla y darla friegas en todo el cuerpo, para que volviera en sí, y dárselas con un esparto sucio, por no haber allí otro recurso de que echar mano. Y lo que decía Rufita a las tres Indianas babeando de indignación:

-No lo siento por ella, la verdad, ni por el parentesco que nos une, ni tampoco me extraña; porque, con el modo de vivir que traía la muy pindonga, en eso había de venir a parar... o en cosa peor que también puede haber sucedido... ¡vaya usted a saberlo!.. ¡Ay, si tenía yo buena nariz cuando despreciaba sus arrumacos! «Que no te dejas ver, Rufita... que vengas a menudo por aquí... que te echo mucho de menos... que entre personas de familia debe haber mucha unión y mucho cariño... que a comer... que a refrescar... que no seas ingrata ni orgullosa...» ¡Pícara lagarta sin vergüenza del demonio! ¡Como si fueran de juego los motivos que yo tenía para despreciarla!... Pero por quien siento el escándalo es por mi pobre primo carnal, Nachito: tan joven, tan guapo, tan caballero y tan poderoso; porque le pone en redículo, después de las voces que han echado a volar ella y su padre, sobre casamiento arreglado de los dos primos. ¡Para ella estaba, la muy escandalosa! ¡En eso piensa el hijo de mi tío Cesáreo! Por otros caminos más decentes y honrados han de ir, si Dios quiere, las miras de mi pobre primo... Y si no, al tiempo... Pero ellos están haciendo creer otra cosa para ver si cuaja... ¡Como no cuaje! Que cargue, que cargue con el zagalón de la botica... y gracias que no lo tenga el gandulón a menos, porque para ella sobra, ¡Ja, ja, ja, jaaá!

En la Campada se recibió la misma historia, con nuevas ilustraciones, a las dos; y todos los Carreños cayeron sobre ella como una piara de cerdos sobre un costal de patatas: a dentellada limpia entre gruñidos de placer.

Los Vélez, que lo supieron a las dos y media, lo tomaron en tono muy diferente. Don Gonzalo miró a Juanita con cara de compasivo menosprecio; Juanita, en ademán de profetisa triunfante, miró a su hermano Manrique; y Manrique, que estaba mirando al suelo, según costumbre, y columpiando una pierna cruzada sobre la otra, bajó un poquito más la cabeza y corrió la mirada dos rendijas hacia el sillón... Enseguida leyó Juanita en alta voz una revista de Asmodeo, como para desinfectar la casa y endulzar los paladares; y no volvió a mencionarse allí el nombre de los Bermúdez, cuanto más el inaudito suceso que en aquellos instantes corría de boca en boca por toda Villavieja.

Don Claudio Fuertes le pescó en el Casino, muy atenuado y confuso, porque delante de él nadie osaba decir todo lo que sabía. Pero como era evidente que algo había sucedido, alarmose y corrió a la botica para averiguar lo cierto. Don Adrián sabía ya para entonces algo más de lo que le había contado Cornias: sabía que Nieves iba también en el yacht, y que también se había mojado; y esto lo sabía porque Leto había creído de necesidad contárselo en justificación de su invencible disgusto, y por temor de que su padre supiera por otro conducto toda la verdad y la creyera. El pobre boticario estaba transido de pesadumbre. «Nada tenía de particular el caso en sí, aislada, concreta y separadamente, eso es»; pero considerando que Nieves había salido aquel día a la mar por primera vez y sin permiso ni conocimiento de su padre, ¡qué no estaría pensando y sintiendo a aquellas horas su bondadoso y respetable amigo el señor don Alejandro Bermúdez Peleches, si era sabedor de todo? Por aquí, por aquí le dolía al apacible don Adrián entonces; y como Leto se quejaba también del mismo lado, y ninguno de los dos tenía serenidad bastante para presentarse en Peleches con aquellos temores sobre el alma, Fuertes les reprendió la cobardía, y les dio razones que les obligaban a lo contrario: si lo sabía don Alejandro, para disculpar Leto a Nieves y disculparse él mismo honradamente; si lo sabía y no le daba importancia, para que viera que tampoco se la daban ellos; y si nada sabía, tanto mejor para todos. Él subiría aquella misma tarde a Peleches a la hora de costumbre, como si nada hubiera pasado, y esperaba que hicieran ellos lo mismo: que no faltaran a la tertulia de la noche. Le pareció de necesidad también informar y prevenir a los amigos de don Alejandro, para que no se dieran por entendidos del suceso con él por sí aún le ignoraba, y que se hiciera la propio con las personas que fueran llegando a la botica, como ya habían llegado algunas, en demanda de datos ciertos acerca de lo que se propalaba por la villa.

De acuerdo los tres sobre este punto y los demás allí tratados, don Claudio salió de la botica para volver al Casino. Cerca ya de él, le alcanzó Leto y le dijo:

-Lo que acaba usted de saber en la botica no es ni sombra de la verdad; y como quiero que usted la conozca, porque me parece que debe de conocerla, y aquí no podemos hablar en reserva, lléveme usted a su casa, si tiene un cuarto de hora disponible.

Estando la casa de don Claudio a dos pasos de allí, y habiéndole metido las palabras de Leto en mucho cuidado, en un instante llegaron a ella y se encerraron en el gabinete que servía al comandante retirado de despacho y de dormitorio.

-Como lo que usted ha oído en el Casino, -comenzó diciendo Leto a media voz y espeluznado-, y lo que se estará propalando a estas horas por toda la villa, no son más que conjeturas sobre lo que vieron dos boteros en el yacht atracado al muelle, y algunas palabras que tuvo que decirles Cornias para engañarles el hambre, necesito yo, para alivio y desahogo de mi conciencia, declarar toda la verdad a un amigo tan honrado y tan discreto como usted. Mi padre no sabe más que lo que yo he querido que sepa, y el público ¿quién podrá adivinar hasta dónde llevará las invenciones?

Y le refirió el suceso con los más minuciosos detalles.

Don Claudio le escuchó sobrecogido; y no pudo menos de alabar, con su corazón de soldado viejo, el generoso rasgo de Leto.

-No haga usted caso -replicó éste notoriamente mortificado con el elogio-, de ese detalle del cuadro; porque le juro, a fe de hombre de bien, que no hubiera salido a relucir si hubiera podido explicar sin él el salvamento de Nieves...

-Pero, alma de Dios -le dijo Fuertes para sacarle del negro desaliento en que le veía sumido-, ¡cómo se ha de prescindir de ese detalle si en la situación en que usted se halla y para el caso que usted teme, es él toda la cuestión?

-¡Toda la cuestión?

-Toda la cuestión, Leto, o yo no sé lo que traigo entre manos. Si por excesiva condescendencia, primero, y después por una distracción de usted, estuvo Nieves a punto de perecer, y usted la salvó con riesgo de la propia vida, ¿qué mil demonios le ha quedado a deber al señor don Alejandro ni al lucero del alba tampoco? Ahora, que la lección le sirva de escarmiento y que haya su sermoncito con espantos para arreglar a él la conducta venidera, ya es distinto, y hasta me parecería muy al caso; pero, esto ¿qué le quita a usted ni qué le pone?

Leto, con la cabeza baja, se atusaba las barbas, miraba al suelo sin ver lo que tenía delante de los ojos, y no daba señales de convencerse. Volvió Fuertes a machacar sobre el mismo yunque, y nada: Leto sin resollar. Al cabo se enderezó y dijo:

-Eso que a usted se le ocurre es algo; pero no todo ni la mitad siquiera; y apurándolo, un poco, nada.

-¡Nada?

-Mire usted, señor don Claudio: yo quiero dar por hecho que don Alejandro Bermúdez, al enterarse de todo, no solamente me disculpa y me perdona, sino que me sienta a su mesa; que, Nieves se queda tan satisfecha y tranquila como si nada la hubiera ocurrido, y que a mí no me duelen pizca los comentarios irrespetuosos y las fábulas y las zumbas de las gentes... ¿quiere usted más? Pues con todo ello quedaba la cuestión, para mí, en el mismo punto en que ahora se halla.

-¿Qué es lo que pretende usted entonces? ¿Qué es lo que quiere?

-Lo que quiero yo -respondió Leto con los ojos espantados y la melena erizada-, es que considere usted que la hija de don Alejandro Bermúdez, yendo confiada a mi cuidado en un barquichuelo gobernado por mí, por una imprudencia mía ha estado a punto de perecer... ha debido de ahogarse... ¿Puede usted considerar esto? Pues imagínese usted ahora que esa criatura se hubiera ahogado esta mañana, como debió de ahogarse, don Claudio, como debió de ahogarse, se lo vuelvo a repetir... y póngase usted en mi lugar por un instante...

-Hombre -dijo aquí don Claudio frunciendo el ceño y atusándose nervioso los bigotes grises-, tomadas por ahí las cosas, cierto que no era envidiable la situación de usted al volver a Villavieja.

-¡Qué volver! -exclamó Leto con la más candorosa naturalidad-. No habría tal vuelta; porque Nieves no habría perecido sin perecer antes yo que la sostenía... Pero ella, ella, don Claudio, ¿por qué había de perecer así? Este es el caso tremendo; lo demás son accesorios que no tienen otra importancia que la que reflejan de él. ¡y quiere usted que no piense en ello... y que no me horrorice al pensarlo? Pues suponga usted, por último, que se entera del suceso don Alejandro. ¿No es natural que este buen señor se meta en las mismas suposiciones en que yo acabo de meterme? ¿No es natural que, metido en ellas, se horrorice también? Y ¿no es natural igualmente que me tiemblen a mí las carnes, por miedo a esos justificadísimos horrores del señor de Bermúdez? Llámeme nervioso, chiquillón y visionario, como me lo llamó usted en la botica por muchísimo menos de lo que ahora sabe... Este clavo podrá arrancarse mañana u otro día, o me iré acostumbrando a él; pero, hoy por hoy, se le regalo al hombre más duro de entrañas; y a ver cómo se las arregla con la herida.

Don Claudio Fuertes, que había continuado atusándose los bigotes, con la cabeza algo gacha y los ojos muy parados, en cuanto acabó de hablar Leto metió las manos en los bolsillos del pantalón y dio media docena de paseos maquinales, sin rumbo determinado y mirándose las puntas de los pies. De pronto se detuvo, se encaró con Leto, y rascándose suavemente la cabeza con dos dedos, le habló así:

-O yo no soy perro viejo, o me he olido hasta la calidad de ese clavo, cuanto más la hondura de la brecha que ha abierto en usted. Natural es que le duela, natural es que usted se queje; pero como le duele a usted en varias partes, porque el clavo es largo y atraviesa muchas cosas sensibles, confunde usted los dolores; y a veces, creyendo estar quejándose del bazo, resulta, para el que oye, que lo que a usted le duele es el hígado... A mí me dejan sin cuidado esas equivocaciones, que ni siquiera me sorprenden, porque, como lo he dicho, soy perro viejo y hace dos meses que andamos juntos; pero no a todos les sucederá lo mismo; y por lo que pueda tronar, le aconsejo que haga de tripas corazón cuanto antes... y sobre todo en Peleches.

Se le cambió el color oyendo esto al hijo del boticario, de resultas de un aleteo y dos volteretas de algo que sintió en las honduras del pecho; protestó con energía de la sencillez de su pesadumbre, y rogó a don Claudio que se explicara con mayor claridad, para acabar de entenderle y de desengañarle; pero el comandante se hizo el sueco, y con dos golpecitos en la espalda y otra cordial alabanza de su valeroso arranque, dio por terminada la entrevista, despidiéndose de Leto «hasta la noche» y recomendándole mucho que no faltara.