Al primer vuelo/XX

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XIX
Al primer vuelo
de José María de Pereda
Capítulo XX: En Peleches
XXI

Capítulo XX

En Peleches

Rayana la hora de comer, don Alejandro Bermúdez hizo un montón con las cartas que había escrito en toda la mañana sin levantar cabeza; se restregó las manos muy satisfecho, como aquél que alivia la conciencia de un gran peso; dio unas pataditas para desentumecerse mientras guardaba las gafas de oro en el estuche, y salió del gabinete a la sala; precisamente en el mismo instante en que entraba Nieves en ella para ir al suyo, en traje de campo, algo agitada de respiración, y hubiera jurado don Alejandro que un tantico desencajada de semblante y despeinada, a lo que podía verse por debajo del ala del sombrero, muy caída sobre los ojos...

-¡Torna! -dijo Bermúdez, parándose delante de ella-: ¿habías vuelto a salir?

-¿Vuelto? -repitió Nieves muy azorada-. Sí... no... Vengo ahora, papá.

-¿De dónde, hija?

-Pues de pasear...

-¿Desde que yo te dejé?...

-Desde que tú me dejaste. Cabal.

-¡Canástoles con el paseo! Pues ¿hasta dónde has llegado?

-Hasta... hasta donde siempre... sólo que, verás, me estuve en el banco en que tú me dejaste en la Glorieta, lee que te lee hecha una tonta, y me bajé después muy despacio hasta el Miradorio... Viéndome allí ya, como estaba la mañana tan hermosa, alargué el paseo hasta cerca del muelle; pero cuando más descuidada estaba, oigo el reló de la Colegiata, me pongo a contar, ¡Dios mío! y cuento las doce. Entonces tomé la cuesta muy corriendo; y por esa me ves algo agitada. ¿Te he hecho esperar, papá?...

-No, hija; esperar, precisamente esperar... no.

Mientras Bermúdez respondía así, con aspecto y ademanes de extrañeza, Nieves, inquieta y nerviosa, le miraba... le miraba... como codiciando algo que no se atreviera a pedirle.

-¿Me dejas darte un beso? -le preguntó al fin.

Y sin aguardar la respuesta, con los ojos empañados y casi llorando, se colgó del cuello de su padre.

-Pero, hija mía -le dijo éste, costándole trabajo desprenderse de ella-, ¿a qué vienen esos extremos ahora? ¿qué te pasa?

-Nada, papá, -respondió Nieves dominando su emoción-; sino que como nunca me ha ocurrido... venir sola tan tarde, y te habré tenido con cuidado... Me lo perdonas, ¿verdad?

-¡Si no he salido de mi gabinete en toda la mañana, alma de Dios, ni contaba con que estuvieras tú fuera de casa!... ¡qué cuidado ni qué?... Ahora lo sé porque tú me lo dices...

-Pues tanto mejor entonces -dijo Nieves esforzándose por echar el punto a broma-. De todas maneras, me perdonas el pecadillo, ¿no es cierto?

-Naturalmente -respondió Bermúdez sin acabar de salir de su extrañeza ni cesar de mirarla de arriba abajo-. Pero, mujer -añadió tras una breve pausa-: ¿dices que no has vuelto a casa desde que nos separamos en la Glorieta?

-Sí.

-Pues si yo juraría que te había dejado allí vestida de color de barquillo, y ahora lo estás de blanco con rayas azules.

Aquí tuvo Nieves que emplear toda la fuerza de su buen ingenio y de su voluntad, para fingir una carcajada con que salir del apuro en que la puso la observación de su padre.

-¡Estás en tu juicio? -exclamó después de reírse bastante bien.

-¡Yo lo creo que lo estoy! -respondió su padre empezando a dudar-. Y ¿por qué no he de estarlo?

-Porque lo del vestido que dices, fue ayer.

-¡Ayer?

-Ayer, sí... ¡Cuando yo te lo aseguro!

Don Alejandro concluyó por encogerse de hombros.

-En fin... ¡si tú lo aseguras!...

Y no se atrevió a decir más.

En la mesa tampoco fue Nieves, en opinión de su padre, la de todos los días. Comió muy poco y se distraía a cada paso. Don Alejandro no la quitaba ojo.

-¡Canástoles! -pensaba sin cesar-. En esa cara hay algo de extraordinario: ese mirar no es suyo, ni ese color, ni esa expresión de sobresalto, ni... ni ese vestido es el que llevaba puesto esta mañana paseando conmigo, ¡ea! aunque lo diga quien lo diga... Hasta en el pelo, ¡canástoles! si me apuran un poco, encuentro ya algo que me extraña: parece más apelmazado y obscuro...

También le llamaba mucho la atención Catana. Juraría que se cruzaban entre las dos ciertas ojeadas recelosas de tarde en cuando... Además, la rondeña paraba en el comedor lo menos que podía, huyendo siempre de encontrarse con la mirada de su amo. Acosó a Nieves a preguntas sobre una multitud de cosas traídas por los cabellos, y las respuestas fueron siempre al caso; pero... pero aquel tonillo de voz, aquel reír a veces sin venir a pelo, o aquella seriedad marmórea cuando estaba indicada la risa... Nada resultaba natural; todo, todo era pegadizo y contrahecho allí... Nieves no había sido nunca aquello.

La sobremesa fue más breve que de costumbre. Se le antojó al padre que la hija estaba deseando levantarse, y se levantó él para darla gusto.

-Voy a anticipar un poco la siesta hoy -la dijo por disculpa-, porque con el madrugón y la tarea de esta mañana, me estoy cayendo de sueño.

En cuanto Nieves se fue del comedor, llamó él a Catana con una seña; y llevándosela al rincón más escondido, la preguntó por lo bajo:

-¿Qué tiene la niña hoy?

La rondeña recibió la pregunta como el diablo una rociada de agua bendita, y contestó bajando mucho la cabeza:

-Ná, zeñó...

-¡Yo digo que tiene algo! -afirmó con energía desusada el manso Bermúdez.

-Po zi zu mercé lo zabe, zabe má que yo.

Y no dio más lumbres la rondeña, ni tampoco la cara una sola vez, por más que se la buscaba don Alejandro con gran empeño en cada pregunta que la hacía.

Con todos estos misterios, se le aguzaron las aprensiones. Se encerró en su cuarto y se dio a cavilar sobre ellas. Peor. Hasta los granitos de arena se le antojaron montañas. La intranquilidad le consumía. Era indispensable poner a Nieves en la precisión de aclarar aquel misterio; pero ¿cómo? ¿por buenas? ¿por malas? ¿mandándola venir? ¿yendo él a buscarla? Y si resultaba al postre que todo era una pura alucinación suya y que Nieves tenía razón, ¿qué pensaría de él? ¡Qué disgusto para la pobre niña!... Pero ¿y si había algo?

En estas dudas mortificantes, salió de su cuarto y se dirigió poco a poco y refrenando mal sus impaciencias, al saloncillo donde suponía que estaría ya Nieves, y estaba, en efecto, haciendo labor, en su sitio de costumbre, junto a la puerta del balcón. Hora y media permaneció allí Bermúdez sin adelantar un paso en sus proyectos. Midiendo y pesando gestos, palabras y actitudes de Nieves, a ratos se afirmaba en que sí, y a ratos le parecía que no. No sabiendo a qué atenerse, abstúvose de indagar por derecho cosa alguna, y salió del saloncillo tan a obscuras como había entrado en él, pero menos intranquilo; porque viendo y oyendo a su hija, le parecía imposible que en ella cupiera misterio por el cual debiera él alarmarse.

-Supongamos -pensaba andando hacia su gabinete-, que hay algo que no quiere declararme ahora: ¿qué será todo ello? Alguna niñería de las suyas que me hará reír cuando se descubra... Por de pronto, ese dolor de cabeza de que se me ha quejado y dice que siente desde esta mañana, ya justifica su inapetencia y ciertas salidas de tono que parecen distracciones: si a esto se añade el sobresalto y la agitación con que la pobre vino al mediodía desde el muelle, y que lo de Catana puede ser una aprensión mía, nada más que una aprensión, y lo del vestido... ¡Canástoles!... esto del vestido es de lo más raro que puede darse; ¡pero lo afirma de un modo!...

A las seis llegó don Claudio, como todos los días... Y también en don Claudio vio Bermúdez algo de sospechoso y de alarmante: también miraba y hablaba con recelo, como si anduviera a media luz en el terreno que pisaba. No parecía sino que iba a una visita de duelo, y que intentaba conocer el estado de los ánimos para acomodar al de ellos el temple del suyo propio. ¿Cuándo se había visto cosa igual en el despreocupado comandante?

-Hoy nos quedamos sin paseo, don Claudio -habló Bermúdez sin quitarle ojo para no perder el más mínimo gesto de su amigo-; digo, me quedo yo.

¡Ni la menor señal de extrañeza en don Claudio Fuertes! ¡Como si le pareciera excusada la noticia!

-Pues lo siento, -respondió algo retrasado, pero maquinal y fríamente.

-Nieves anda algo malucha hoy... y no saliendo ella...

Tampoco le sorprendió esta otra noticia al señor don Claudio Fuertes. Como si contara ya con ella, dijo muy sosegadamente a su amigo:

-Cosa de nada, por supuesto, sin consecuencias...

-Un dolor de cabeza -repuso don Alejandro, mirando de hito en hito al otro-, que cogió esta mañana...

-¿En dónde? -preguntó don Claudio después de carraspear.

-En el paseo -respondió Bermúdez, sin dejar de mirar a su amigo-. Le alargó algo más que de costumbre, y volvió un poquito sofocada.

-¿De dónde?

-¡De donde!... Pues ¡canástoles! del paseo; ¿no se lo estoy diciendo a usted?

-Quería yo decir que por dónde había paseado.

-Pues por donde acostumbra cuando yo no voy con ella: por estas alturas... hasta el Miradorio... Primero habíamos paseado juntos por la costa hacia la mina... Yo la dejé leyendo en la Glorieta, y me vine a casa a despachar mi correspondencia atrasada... Cuando acabé, al mediodía, la vi entrar en su gabinete, de vuelta del paseo y muy apurada, porque no sabía que era tan tarde... Por lo visto se enfrascó en la lectura; y con la agitación y el sobresalto... y el sol... ¡Si yo la contaba en casa dos horas hacía!

Aquí ya se reanimó don Claudio y volvió a su tono y maneras habituales:

-En resumen -dijo a su amigo-, que por efecto del paseo, o del sol, o de su apuro por creer que estaba usted con cuidado, o por un poco de cada cosa, Nieves llegó con dolor de cabeza y sigue con él.

-Justamente, -respondió don Alejandro, muy sorprendido por lo súbito del cambio en el humor del comandante.

-¿Y por supuesto -añadió éste-, estará levantada y tan campante?

-Tan campante y levantada -repitió Bermúdez-, y haciendo labor en el saloncillo.

-Pues ¿qué pito tocamos aquí nosotros entonces? -exclamó Fuertes hecho un cascabel-.

-Vamos a acompañarla y a darla conversación... Digo, si no la molesta, o yo no estorbo.

-¡Qué estorbar, hombre, ni qué canástoles! -respondió Bermúdez que no deseaba otra cosa desde que había pescado algo también en don Claudio. A ver si a fuerza de acumular factores allí, salía siquiera una chispa de luz. -Ya estamos andando.

Y se fueron los dos al saloncillo.

En el cual no ocurrió nada, absolutamente nada de que pudiera tirar el avispado Bermúdez para descubrir lo que andaba buscando.

Hasta que, ya de noche, llegaron a la tertulia el boticario y su hijo... y le hundieron un codo más en el piélago de sus aprensiones. ¡Qué cara la de don Adrián, y qué voz, casi llorosas, y qué aspecto tan cobardón y azorado el de Leto! Ni el uno ni el otro articularon palabra clara al saludar a don Alejandro; y Dios sabe qué término hubiera tenido aquella escena a no desenlazarla don Claudio Fuertes de este modo:

-Aquí, caballeros, no hay otra novedad que un levísimo dolor de cabeza que ha cogido Nieves esta mañana en un largo paseo, a pie y al sol: una verdadera temeridad... cosas de chicas jóvenes, muy fiadas de su resistencia. Pero ya está casi bien, y desde hace un instante, de codos en ese balcón, tan entretenida que ni siquiera les ha oído llegar a ustedes.

Los dos farmacéuticos parecían haber revivido con las oficiosas advertencias de don Claudio Fuertes; pero, en cambio, el receloso Bermúdez entró en nuevas confusiones, porque si sospechoso le había parecido el aire de las palabras del comandante, más sospechosos le resultaban los efectos causados por ellas en el ánimo de los dos Pérez. No podía negarse que existían cuatro fenómenos, cuatro cosas raras, cuatro síntomas extraños, que, aunque independientes entre sí, convergían en un punto común a todos ellos: el caso misterioso de Nieves. Si a Nieves le había ocurrido algo, Catana, Fuertes y los dos farmacéuticos lo sabían. Esto ya era un hallazgo: el de un camino nuevo y más llano para ir en busca de la verdad. Pero ¡qué pena le daba el haberle descubierto! ¡De qué buena gana hubiera lanzado en medio de la tertulia el enigma de sus mortificaciones para que se le devolvieran aquellos amigos resuelto y aclarado en el acto: por caridad, si a las buenas se prestaban, o por deber, si le obligaban a usar de su derecho por las malas! Pero ¿y si no tenían bastante fundamento sus sospechas? ¡Qué campanada tan imperdonable! Optó por dejar las cosas como estaban, pero sin perderlas de vista.

En cuanto Nieves oyó pasos y barruntó que podían ser los de Leto, se salió al balcón y se puso de codos sobre la barandilla. Nada tenía el suceso de particular, porque la noche estaba, muy calurosa. Hízose la desentendida a la llegada de los dos Pérez; y sólo cuando la saludaron desde la puerta, se volvió hacia ellos para contestarlos, pero sin separarse de la balaustrada.

-Dispénsenme -les dijo-, que les reciba con tanta confianza, porque en lo obscuro y al fresco, como estoy aquí, se me alivia mucho el dolor de cabeza.

Don Adrián se atrevió a indicarla dos remedios infalibles para curarse de él, y Leto, para explicárselos mejor, se llegó hasta ella... Hablando, hablando, se fueron volviendo los dos de espaldas a la tertulia; y puestos ya ambas de codos sobre la barandilla, dijo Nieves a Leto, bajo, muy bajo:

-Papá no sabe nada.

-Ya lo he conocido -respondió Leto entre palpitaciones de su corazón y estremecimientos de sus fibras-. ¡Qué miedo traía de que lo supiera, Nieves!

-No sé -replicó la otra, tampoco muy firme de voz-, si hubiera sido mejor que lo supiera, porque está muy receloso; y ni encuentra sosiego el pobre, ni puedo tenerle yo viéndole así.

-¿De qué recela?

-Verá usted: sucedió lo que dijo Catana que podía suceder: que llegáramos a casa sin que él hubiera salido de su cuarto, donde estaba encerrado toda la mañana escribiendo. Ya se sabe, cuando coge una tarea de esas, que la coge de tarde en tarde, siempre hay que entrar a llamarle para comer. Pues bueno: llegamos sin que nos viera nadie, guardó Catana el contrabando de la ropa mojada, y yo me fui corriendito hacia mi gabinete; pero al entrar en la sala, ¡zas! salía él del suyo, y me pescó. Aunque muy sobrecogida, me disculpé bastante bien; y ya se había tragado el embuste que urdí en el aire, de un paseo muy largo después. de haber estado leyendo muchísimo tiempo en la Glorieta, donde él me dejó, cuando, hijo, mirándome y remirándome, se empeña en que el vestido que yo tenía puesto era distinto, ¡ya la creo! del que llevaba por la mañana... Tan cogida me vi entonces, que estuve sí canto o no canto; pero dominándome un poco, probé a negar, y negué, con la mayor desvergüenza, que hubiera cambiado de vestido en toda la mañana. Por de pronto le dejé en dudas y no aguardé a más. Pero ¡ay, Leto! cuando salí a la mesa... figúrese usted con qué ánimos saldría y con qué ganas de comer y con qué trazas; pues, por mucho que quise componerme y arreglarme de manera que se borraran las marcas de lo pasado, ¡eran tan hondas! Con todo esta y lo receloso que él había quedado, y, para ayuda de males, con el poco disimulo de Catana al servirnos, el pobre hombre se puso en ascuas y pregunta va y zancadilla viene, y ojeada a Catana y ojeada a mí. Se acabó aquello, yo no sé cómo, y empezó otra indagatoria en el saloncillo... hasta que se cansó, poco antes de llegar don Claudio. Y yo a todo esto, niega y ríe sin cuenta ni razón y muerta de pesadumbre por la violencia en que vivo y los malos ratos que estoy dando al pobre papá... Y, otra cosa, Leto, ¡qué sé yo lo que le pasará por la cabeza? Porque lo que menos sospecha él es la verdad; y como el caso es que yo he faltado de casa toda la mañana, y no quiero declarar lo que me ha sucedido, ni puedo convencerle de que no me ha sucedido nada... ¿No le parece a usted que lo más llano sería descubrirle?...

-¡No lo descubra usted, por todos los santos del cielo, Nieves! -la suplicó Leto con el alma entre los labios.

-Pero ¿por qué, hombre de Dios? ¿No le parecen a usted de peso las razones que le he dado?

-Sí que me lo parecen; pero yo también tengo otras que no dejan de pesar en contrario sentido.

-A verlas.

¡A verlas! Temo que le parezcan a usted razones de egoísmo, Nieves; porque lo cierto es que se dan un aire, así de pronto... En primer lugar, el señor don Alejandro es incapaz de que la desfavorezca; y al pensar de usted cosa que la desfavorezca; y al ver que usted sigue negando y ha vuelto a ser en todo y por todo lo que antes era, como volverá a serlo desde mañana, en cuanto esta noche duerma con sosiego algunas horas, que sí las dormirá aunque al principio la desvelen algo las pesadillas, se le disiparán todas las aprensiones y acabará por reírse de ellas. Le juro a usted que si yo no lo creyera así, le aconsejaría que esta misma noche le descubriera usted la verdad.

-Pero puede descubrirla alguien que la sepa, como ha de saberse, y venga por ahí con la mejor intención; o en la calle cuando él salga...

-Ya está previsto el caso y conjurado el riesgo en lo posible; y si no alcanza el conjuro... entonces será ocasión de explicárselo todo como se pueda, y de calmarle.

-¿Esa es una de las razones? -le preguntó Nieves.

-¿No le parece a usted de algún peso? -preguntó a su vez el otro.

-Lo que no me parece es egoísta...

-La egoísta va ahora -dijo Leto armándose de resolución-: óigala usted: el día en que el señor don Alejandro sepa lo ocurrido, se quedó el espacio sin aire y el cielo sin sol para mí.

-¡Qué exageraciones, hombre! Y ¿por qué?

-Porque ese día, en justo castigo, se me cerrarán a mí las puertas de esta casa.

Temió Leto que esta aclaración de las otras dos hipérboles sonaran demasiado recio en los oídos de Nieves, y se apresuró a decirla:

-La ruego a usted que no dé a estas palabras otro alcance que el muy modesto que llevan: las mayores bondades de usted conmigo no harán jamás que yo confunda los puestos ni las distancias: desde el suyo humildísimo goza el más pobre de la tierra los beneficios del sol y del aire que le dan la vida... No sé si habrá acabado usted de comprender lo que he querido decirla.

No le sacó Nieves de la duda con palabras, por de pronto, ni con un gesto, porque, si le hizo, Leto no pudo pescarle en medio de la obscuridad que los envolvía; pero tras un breve rato de silencio, oyó que le decía la hija de don Alejandro Bermúdez, siempre muy bajito:

-Tenemos fama de exageradores los andaluces; pero ¡cuidado que usted!... Y además de exagerador, es visionario: ¡pensar que han de dejarle sin aire y sin luz por un hecho que otros publicarían a voces para darse importancia!... ¿Por quién toma usted a mi padre, Leto? ¿Tantos harían por su hija lo que hizo usted esta mañana?

-¡Si eso -replicó Leto con mucha vehemencia-, no fue hacer Nieves, sino deshacer; enmendar en parte una brutalidad mía anterior. ¡Si lo saliente del caso ese no está en haberme arrojado yo al mar detrás de usted, sino en haber consentido en llevarla a escondidas en mi barco, y sido causa luego de que usted cayera! ¿Qué importaba ya mi vida, ni cien vidas que hubiera tenido disponibles, después de poner en peligro la de usted? Y por aquí, por este lado, es por donde habría de ver el caso don Alejandro, y le verá cualquiera que discurra con serenidad.

-¿De manera -observó Nieves con una ironía que se transparentaba perfectamente en el acento de la voz y hasta en el modo de volver la cabecita hacia Leto-, que si como fui a escondidas en su yacht y caí por culpa de usted, voy por encargo expreso de mi padre y caigo por culpa mía, en la mar me quedo sin auxilio de nadie?

-¡Eso no! -replicó Leto al instante y con una viveza que ardía-. Yo me hubiera tirado lo mismo detrás de usted; sólo que en ese caso el hecho hubiera tenido la poca importancia que no puede ni debe tener hoy.

¡Si Leto hubiera podido ver entonces la cara de Nieves!... En cambio oyó que ésta le decía:

-Es usted muy mal juez en causa propia, está visto. ¿Quiere usted dejar ese caso de mi cuenta? ¿Quiere usted que quede a mi arbitrio el descubrir o no descubrir a papá el misterio que con tantos afanes anda buscando el pobre?

-Yo no quiero más -respondió Leto-, que lo que usted quiera... Al fin y al cabo, entre usted y yo, la razón no puede vacilar...

-Será porque me pertenezca -replicó Nieves-. De todos modos, muchas gracias por los poderes que me da, y óigame dos palabritas en respuesta a aquello de los puestos para tomar el aire y el sol. En casos como el que citaba usted y temía que me ofendiera, no admito arribas ni abajos; porque, si a medirnos fueramos, ¿quién sabe, Leto, a quién le correspondería en justicia el puesto más elevado? Es posible que volvamos a hablar despacio de esto mismo... A mí no me pesaría. Por ahora, quédese como está el asunto; es decir, en que le he comprendido a usted, y en que no es el que usted merece el puesto con que se conforma para tomar el sol y el aire... Otra cosa: ¿oye usted la mar?... ¿No parece que está relatando la historia por lo bajo, para que se entere papá, y murmurando contra usted porque la dejó sin la presa que ya estaba devorando? Toda la tarde he estado sintiendo la misma ilusión en los oídos... ¡Pícara memoria, qué malos ratos me está dando!... Si yo pudiera arreglarla a mi gusto, borraría lo amargo en ella; y entonces ya sería otra cosa bien distinta... Temí que no, viniera usted esta noche, Leto. ¡Como le dejé tan preocupado y es usted tan... especial!... Por otra parte, casi sentía que viniera, pensando en que al verle entrar de pronto... ¡qué sé yo? ¡Depende de tan poco el que papá, con lo receloso que anda, me haga declararle la verdad! Por ese temor, en cuanto sentí los pasos de ustedes, me vine aquí con un pretexto... Lo peligroso para mí era la primera impresión. Además, tenía deseos de que habláramos algo. Ya ve usted, después de lo sucedido, ¿qué cosa más natural? Y ese poco que habláramos, no había de ser a gritos delante de la gente, ¿verdad, Leto?... Pues cuénteme usted ahora todo lo que le ha pasado desde que nos despedimos en el yacht.

¿Por qué extraña combinación de sensaciones y de ideas, llegó Leto a imaginarse entonces que, contemplados los enojos de Bermúdez contra él a través de la parrafada de Nieves, adquirirían proporciones colosales? En esta alucinación metido y disponiéndose a responder a Nieves, le sorprendió la voz del propio don Alejandro, diciendo desde la puerta del balcón:

-Niña, que te va a hacer daño el relente.

Los dos de la barandilla se volvieron cara adentro. Nieves, más serena que Leto, respondió al punto:

-Al contrario, papá: me va sentando muy bien.

-Se te figurará a ti -insistió secamente Bermúdez-; pero yo sé que te hace daño...

-Tiene razón don Alejandro -se permitió decir Leto como si tratara de congraciarse con él-. Dentro estará usted mejor.

Y pasaron los dos al saloncillo, donde se aburrían soberanamente los tres señores mayores.

La tertulia se acabó poco después...

Al bajar a la villa convinieron don Adrián y el comandante en que el pobre don Alejandro andaba en vilo. No había habido modo de interesarle en ninguna conversación. Leto no se había enterado bien de ello, porque se había pasado la mayor parte del tiempo en el balcón, «demasiado tiempo» en opinión, muy recalcada, de Fuertes; porque en la tirantez de espíritu en que se hallaba el buen señor, hasta los dedos se le antojaban «huéspedes.» También esto de los huéspedes se lo recalcó mucho don Claudio a Leto. El cual disculpó su conducta con el deseo que le manifestó Nieves de permanecer allí, por temor a las pesquisas incesantes de su padre, y de hablar sobre lo más conveniente para todos, entre decirlo o callarlo.

-Y ¿en qué han quedado ustedes? -preguntole, Fuertes con la mayor sencillez del mundo.

Tan escamado estaba Leto con la nariz del comandante, que se sobresaltó con la pregunta, pensando que iba enderezada a otra cosa de las que se habían tratado en el balcón y llevaba él guardadita en la memoria y paladeaba a ratos con avidez para endulzar los amargores de sus recuerdos de la mañana. Pero se repuso al instante, y contestó:

-En que ella haga lo que le parezca más prudente.

-Muy bien acordado, ¡caray! -observó entonces don Adrián Pérez deteniéndose para dirigirse a sus dos interlocutores, que también se detuvieron-. Verdaderamente la situación moral del excelente amigo, no es para prolongarla mucho tiempo... eso es... ni tampoco la nuestra, no, señor, ni tampoco la nuestra... Puede vencer las aprensiones que le inquietan; pero pudiera no... y las aprensiones comprimidas son pólvora que al fin revienta, ¡caray! y entonces, lo que pudo curarse con dos cuartos de ungüento, es una carnicería... Y hay que huir de estos extremos... eso es... mayormente cuando el asunto, bien mirado, bien mirado, eso es, no vale la pena, como en el caso presente; sí, señor, como en el caso presente. ¿De qué se trata en fin y remate?... Eso es, ¿de qué se trata? Pues, ¡caray! a todo echar, de una futesa... de una muchachada, eso es... Que el señor don Alejandro se entera de ella... se entera de ella, corriente... que se incomoda un poquito... eso es, y te echa a ti, Leto, un rifirrafe, y otro rifirrafe a su hija... Pues pongámoslo en lo más... y que haya rifirrafe: para mí igualmente, ¡caray!... y hasta para usted también, don Claudio... eso es, sí, señor, un rifirrafe para cada uno... ¿Y qué?... Por más vueltas que le demos, siempre saldrá en limpio, en limpio, eso es, lo que antes dije: una muchachada... que servirá de gobierno para en adelante, y que se acabarán esos recreos peligrosos para ella... ¡muy bien acabados, caray! ¡Ojalá tuviera yo influjo bastante para obligarte a ti a lo mismo! Eso es... Pues ya está el señor don Alejandro desfogado y satisfecho, ya estamos nosotros tranquilos, tranquilos y satisfechos igualmente, eso es, y las cosas en su centro, y la paz restablecida en Peleches. Pues pongámonos en el otro extremo, y que el señor don Alejandro comienza a ver torres y montañas, ¡caray! y a sospechar de todos. Ese caballero no merece, no merece, eso es, una mortificación tan grande por motivos tan pequeños: tan pequeños, sí, señor, si somos buenos amigos suyos, buenos amigos, ¡caray! ¿No le parece a usted, señor don Claudio?

-Al pie de la letra, señor don Adrián -respondió el comandante rompiendo la interrumpida marcha-, y me permito aconsejar a Leto que si la interesada no resuelve sus dudas en este mismo sentido, influya con ella con todo su prestigio, para que lo haga así, por la cuenta que les tiene; y a usted, Leto, en particular.

-¡Eso es, caray, sí, señor, eso es!

Y no se habló más del asunto, ni de otro tampoco en aquella ocasión, entre los tres tertulianos de Peleches.