Album de un loco: 31

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Segunda parte de Album de un loco
de José Zorrilla

La inteligencia[editar]

XV[editar]

LAS CRUZADAS
¡Dios lo quiere! (Lema de los Cruzados)

Cunde rápido el mal. Feliz estrella,
del Islam protectora, hacia Occidente
impele su fortuna viento en popa;
de sus fieros ejércitos la huella
hacia él avanza, como mar rugiente,
que, en marca creciente,
ni diques halla, ni barreras topa,
que pongan freno a su oleaje hirviente,
y playas y campiñas atropella.

Las olas vivas de su armada gente
oponiendo al progreso de la Europa,
amenazó desparramar sobre ella,
del fanático Oriente
la grey rapaz y la salvaje tropa;
y el Occidente, amedrentado un día,
a un tiempo oyó sus lelilís guerreros
resonar por Levante y Mediodía;
sus ejércitos vió de bandoleros
romper al par con bárbara osadía
por el mar y la tierra sus linderos,
y flotar el pendón del islamismo
por Calpe y Estambul al tiempo mismo.

A su doble invasión devastadora,
la civilización, que el cristianismo
empezaba a infiltrar germinadora,
y a nutrir en las vírgenes entrañas
de nuestra sociedad, tuvo en mal hora
que sumir en un torpe parasismo,
de su vitalidad, casi en la aurora,
el germen, para abrir nuevas campañas
y echar su ilustración, aun en la cuna,
bajo un trofeo militar de hazañas,
que rodea de sangre una laguna,
y de cuyas hazañas inauditas
las páginas extrañas
en renglones de sangre están escritas.

En su entusiasmo ardiente,
un oscuro y ascético ermitaño
fué el primero que alzó su voz valiente,
y señaló a la Europa por Oriente,
de la tormenta el inminente daño.
Su palabra, cual chispa candescente,
el fuego sacro de su fe ferviente
comunicó al pastor y a su rebaño.

Un papa, a quien despierta de repente
la voz de este ermitaño peregrino,
en su piadoso corazón cristiano
sobre la cristiandad sintió cercano
rugir el anunciado torbellino.
Desde la enhiesta cruz del Capitolio
el bélico clarín llamó a la guerra;
cada cristiano rey, desde su solio,
su eco de alarma repitió en su tierra;
de montaña en montaña,
de ciudad en ciudad, su eco gigante
corrió, desde el palacio a la cabaña,
la tierra occidental, como un solo hombre,
alzando en pie de guerra en un instante,
del Dios de paz en el augusto nombre.
¡Mahoma contra Cristo! anunció Roma;
y la cruz colocándose en el pecho,
pronta a lid por su fe y por su derecho,
gritó Europa: ¡Jesús contra Mahoma!

Como en Oriente, en la cristiana tierra,
bajo el sagrado nombre de cruzada,
de Dios en nombre se anunció la guerra,
la infausta lid se declaró sagrada.
Forzado a abandonar en esperanza
su civilización, con heroísmo
noble, pero con ciega confianza,
corrió a la santa lid el pueblo entero;
el monarca, el barón, el caballero
vendió su feudo y empuñó su lanza;
y el labrador, haciéndose soldado,
en alabarda convirtió su arado;
mas la sangrienta fe del islamismo
inoculó en la grey del cristianismo
su sed atroz de sangre y de venganza,
y su vertiginoso fanatismo.

El austero eremita solitario
en las chozas, que esconden los breñales,
el párroco rural en su santuario,
el Papa y sus romanos cardenales,
el Obispo y el alto dignatario
de la Iglesia en sus ricas catedrales,
y hasta el cantor errante y mercenario
en los fuertes y alcázares feudales,
doquier y en lenguas cien esto anunciaron
a los pueblos, que absortos lo escucharon:
«El que tome la cruz quedará exento
de toda obligación, pecho o gravamen,
libre de todo pacto y juramento,
su conducta anterior libre de examen;
su haber, familia y compromisos toma
bajo su inmune patrocinio Roma.
Al que lidiando en Palestina muera,
toda culpa mortal se le perdona;
de todas le hace remisión entera
Dios, y le da de mártir la corona.
¡Sus, pues! ¡A Palestina! ¡Dios lo quiere!
¡Feliz aquel que en Palestina muere!»
A esta lata indulgencia pontificia,
el deslumbrado vulgo creyó abierta
hallar del paraíso la ancha puerta,
y de su salvación la hora propicia.
Y el monje, descontento
de la calma claustral de su convento;
el casado, harto ya de ser marido;
el deudor insolvente, el feudatario
atrasado en su renta, el perseguido
por odio hereditario,
por canon sacro o por civil justicia;
desde el sinceramente arrepentido
hasta el penitente refractario,
quién con fe y devoción, quién con malicia,
llegaron a millares,
atestando de Roma los caminos,
a demandar al pie de los altares
el bordón y la cruz de peregrinos.

El vulgo es siempre bestia; el pueblo iluso,
si algún genio en el bien no le conduce,
del más preciso bien da en el abuso,
y en sus manos el bien males produce.
Aquella multitud desordenada,
compuesta de tan varios elementos
de vicio y de virtud; amalgamada
de entusiasmo en los férvidos momentos
de un alubión de heterogéneos seres;
monjes, labriegos, siervos, menestrales,
juglaresas impúdicas, mujeres
de virginales hábitos, hambrientos
mendigos, penitentes criminales,
trovadores, legistas, mercaderes,
ricos y pobres, jóvenes y ancianos,
galos, germanos, cántabros, ingleses,
catalanes, flamencos e italianos;
sin más lazo de unión, ni de intereses,
que la común creencia de cristianos,
sin otro conductor que una fe ciega,
sin otra protección que la divina,
esperando un milagro, que no llega
jamás a realizarse, se encamina,
desprovisto e inerme, a Palestina.

Mas ¡al que tienta a Dios, Dios le abandona!
Este iluso tropel de peregrinos
conquistó del martirio la corona
tal vez; pero de Europa a los linderos,
a manos pereció de bandoleros
húngaros y moravos asesinos.
¡Oh imprevisión! Doscientos mil latinos,
que, en su sagrada ceguedad, fiaron
al cielo en este mundo sus destinos,
por su fe alucinados, entregaron
su alma crédula a Dios, a quien tentaron,
y a los lobos su carne en los caminos.