Amalia/Aparición

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Aparición

Según las órdenes de Amalia ninguna luz se veía en la casa. Las puertas de las habitaciones estaban cerradas, a excepción de las que daban al río, porque por ese lado era seguro que no pasaba nadie de noche.

A su entrada a la pequeña sala Luisa vino a recibir a su señora, y el viejo Pedro asomó su cabeza por una ventana interior para ver que volvía sin novedad la hija de su coronel.

-¿No ha venido Daniel?

-No, señora: nadie ha venido después del señor Don Eduardo.

Pocos momentos hacía que la linda viuda y su gallardo amante conversaban siempre de sus amores y de sus promesas para lo futuro, cuando Pedro, que vigilaba el camino desde una ventana de su cuarto a oscuras, se asomó a la puerta de la sala, y dijo:

-Ahí vienen.

-¡Vienen! ¿Quiénes? -preguntó Amalia sobresaltada.

-El señor Don Daniel y Fermín.

-¡Ah! Bien, cuidado con los caballos.

-Daniel es nuestro ángel custodio, Eduardo.

-¡Oh, Daniel, Daniel no tiene semejante entre los hombres! -dijo el joven con cierto aire de vanidad, al tributar aquel homenaje de justicia al amigo de su infancia.

Vivo, alegre, desenvuelto como siempre, Daniel entró a la sala de su prima, cubierto con un pequeño poncho que le llegaba al muslo solamente, atada al cuello una cinta negra sobre la que caían los cuellos de su camisa, descubriendo su varonil garganta.

-Los amantes no comen; y esta bobería es una felicidad para mí -dijo, haciendo desde la puerta una cortesía a su prima, otra a su amigo, y otra a la mesa en que, como sabe el lector, estaban prontos tres cubiertos.

-Te esperábamos -dijo la joven sonriendo.

-¿A mí?

-Con usted se habla, señor Don Daniel -dijo Eduardo.

-¡Ah! ¡Muchas gracias! Son ustedes las criaturas más amables del mundo. ¡Y cómo se habrán cansado de esperarme! ¡Qué fastidiados habrán pasado el tiempo!

-Así, así -le respondió Eduardo meneando la cabeza.

-¡Ya ustedes no pueden estar solos un momento sin fastidiarse...! ¡Pedro!

-¿Qué quieres, loco?

-La comida, Pedro -dijo Daniel quitándose su poncho, sus guantes de castor, sentándose a la mesa y echando un poco de vino de Burdeos en un vaso.

-¡Pero, señor, eso es una impolítica! Se ha sentado usted a la mesa antes que esta señora.

-¡Ah! Yo soy federal, señor Belgrano, y pues que nuestra santa causa se sentó sin cumplimiento en el banquete de nuestra revolución, bien puedo yo sentarme sin ceremonia en una mesa que es otra perfecta revolución: platos de un color, fuentes de otro; vasos, sin copas de champagne; la lámpara casi a oscuras, y una punta del mantel cayendo al suelo, como el pañuelo de mi íntima amiga la señora Doña Mercedes Rosas de Rivera.

Amalia y Eduardo, que sabían ya la aventura de Daniel, dieron libre curso a su risa y vinieron a sentarse a la mesa donde Pedro acababa de poner la comida, a las diez de la noche, en aquella casa en que todo era romanesco y extraño.

-Y bien; antenoche te comprometiste con esa señora a hacerla ayer una visita y oír sus memorias; según nos lo dijiste anoche, ayer faltaste a tu palabra de caballero, pero supongo que hoy habrás reconquistado tu buen nombre.

-No, mi querida prima -dijo Daniel trinchando una ave.

-Has hecho mal.

-Puede ser; pero no iré a casa de mi entusiasta amiga, hasta no tener el honor de presentarme en ella con Eduardo.

-¿Qué? -preguntó Amalia frunciendo las cejas.

-¡Conmigo! -exclamó Eduardo.

-Pues no creo que haya aquí otro que se llame Eduardo.

-No pierda usted esa ocasión, señor Belgrano -dijo Amalia con ese tono y ese gestito que emplean las mujeres cuando quieren decir a su querido: «Dios lo libre a usted de hacer tal cosa.»

-Amalia, yo no he perdido el juicio todavía -le respondió Eduardo.

-A fe de Daniel que es una desgracia: yo no he conocido mucho juicio acompañado de mucha suerte.

-¡Ah!, ahora me explico tu excesiva fortuna -dijo Amalia, queriendo vengarse de Daniel.

-¡Cabal!, como dice el respetable presidente Salomón; y si Eduardo tuviera menos juicio sabría aprovechar la poderosa protección que se le presenta en la difícil situación en que vive; es decir, haría una visita a la hermana del Restaurador de las Leyes; leería con ella sus memorias; comería con ella antes que Rivera; se encerraría con ella en la sala mientras Rivera comía, y después... y después ya no habría que temer de Doña María Josefa, ni de nadie.

-Vamos, Eduardo, aproveche usted.

-Amalia, ¿no conoce usted a Daniel?

-¡Quién sabe si él tiene motivos para hablar así!

-Eso es, prima mía, eso es: nunca se hacen aberturas sino cuando hay presunción de que serán aceptadas. ¿Qué dice usted, Eduardo?

-Digo, Daniel, que me hagas el favor por todos los santos del cielo de mudar de conversación.

Amalia tenía una cara tan seria, y Eduardo había encapotado su mirada cuando habló a Daniel, que éste no pudo menos que soltar una estrepitosa carcajada que desarmó a los jóvenes haciéndoles conocer que se burlaba de ellos.

-¡Son impagables! -exclamó Daniel riéndose todavía-; Florencia es menor que tú, Amalia; yo soy menor que Eduardo, y sin embargo, Florencia y yo tenemos más juicio que ustedes, sin comparación; apenas nos enojamos tres veces por semana; pero eso es calculado por mí para tener tres reconciliaciones.

-¿Pero la haces sufrir, entonces?

-Para hacerla gozar, Amalia; porque no hay felicidad comparable a la que sucede al enojo entre dos personas que se aman de corazón; y si yo consigo que ustedes se enojen tres veces por semana...

-No, no, gracias, Daniel, gracias -dijo Eduardo con tal viveza que hizo sonreír de placer a aquella mujer querida, a quien quería ahorrarle la juguetona oferta de su amigo.

-Como quieras, yo no hago sino ofrecer.

-Y bien, Daniel, hablemos de cosas serias.

-Lo que será un prodigio en esta casa.

-¿Has sabido de Barracas?

-Sí, todavía no han asaltado la casa, lo que es una cosa prodigiosa en tiempo de la santa causa de los federales.

-¿Ha cesado el espionaje?

-Hace tres noches que no va nadie, lo que también es raro entre los federales; yo he estado esta mañana. Todo está en el mismo orden que lo hemos dejado hace quince días. He hecho poner una nueva llave a la verja; y tus fieles negros que cuidan la quinta duermen mucho de día para vigilar de noche; y si alguien va se hacen los dormidos, pero ven y oyen, que es lo que yo quiero.

-¡Oh, mis viejos criados, yo los compensaré alguna vez!

-Ayer los mandó llamar Doña María Josefa; estuvieron con ella esta mañana temprano, pero los pobres no han podido decirla sino lo que saben; es decir, que no estás en la casa, y que ignoran dónde te hallas.

-¡Oh, qué mujer, qué mujer, Eduardo!

-No, no es de ella de quien debemos vengarnos.

-Una cosa, sin embargo, conspira en nuestro favor.

-¿Cuál?

-¿Cuál? -preguntaron con prontitud.

-La situación pública. El Ejército Libertador está aún sobre la guardia de Luján, pero mañana 1º de setiembre seguirá sus marchas; Rosas no puede dar su atención sino a los grandes peligros, y nadie se atrevería a importunarlo con chismografía individual; la persecución que se te hace, y la que continúa sobre Eduardo, es simplemente parcial, y en baja esfera; no hay órdenes de Rosas para ello; y la Mashorca, y todos los corifeos de la Federación, no quieren tomar posición más determinativa hasta saber los resultados de la invasión. Así es que, desde el suceso del 23, no hemos tenido nada notable en los últimos quince días; pero esa desgracia fue ordenada por Rosas.

-¿Pero qué desgracia? -preguntó Amalia llena de inquietud.

-Es un hecho horrible, característico de Rosas.

-Dilo, dilo, Daniel.

-Oye: un Ramos cordobés, hombre pacífico, abstraído e insignificante en política, llegó a nuestro Buenos Aires el 21 del corriente, trayendo una tropa de carretas desde la campaña del sur. Su mujer dio a luz, en la madrugada del 23, un niño muerto, quedando en un estado muy delicado. Ramos salió a la calle a hacer las diligencias para el entierro. Un comisario de policía le detuvo en ella, fue con él a casa de Ramos, donde sin consideración al estado de la familia, empezó el más minucioso e indecente rebusco, descerrajando muebles, y sin perdonar los colchones de la enferma. Aunque nada halló, tuvo que cumplir sus órdenes. Intimó a Ramos que le siguiese; salió con él y su partida; le sacó de la ciudad y le condujo a San José de Flores. Entonces le hizo saber que iba a morir, y que «Su Excelencia el Restaurador de las Leyes le concedía dos horas, para ponerse bien con Dios». Las dos horas pasaron y Ramos fue muerto a pistoletazos por la partida.

-¡Qué horror! -exclamó la joven cubriéndose los ojos con sus manos-. ¿Pero, y la mujer? ¿Qué es de esa desgraciada, Daniel?

-¿La mujer? Se ha enloquecido, prima mía.

-¡Loca!

-Sí, loca, y morirá pronto.

Eduardo hizo señas a su amigo de que mudase de conversación. Amalia se había puesto excesivamente pálida.

-Cuando hayamos pasado esta época terrible -continuó Daniel-, y vivamos juntos tú y Eduardo, mi Florencia y yo, entonces te diré, mi noble prima, cosas horribles que han pasado cerca de ti y que las ignoras. Es verdad que entonces seremos tan felices, que quizá no queramos hablar de desgracia ninguna. Vamos a beber por ese momento.

-Sí, sí.

-Sí, bebamos por nuestra dicha futura -contestaron Eduardo y Amalia acompañando a Daniel con una copa de vino.

-Apenas lo has probado, Amalia, pero yo y Eduardo hemos hecho tus veces, y hacemos bien, el vino vigoriza, y dentro de un momento vamos a correr tres leguas por la costa de nuestro río.

-¡Dios mío! Esto me inquieta -exclamó Amalia-, a esta hora...

-Hasta ahora hemos salido bien, y bien saldremos en adelante -dijo Eduardo.

-¿Y si esa confianza fuera demasiada?

-No, amiga mía, no. Los hombres de Rosas nunca andan solos, pero sus comitivas nunca pasan de seis u ocho hombres.

-¡Pero ustedes no son más que tres!

-Justamente, Amalia, y es porque somos tres que los mashorqueros necesitarían juntarse hasta el número de doce; cuatro por uno; entonces la cosa podría ser dudosa -le contestó Eduardo con una confianza tal, que casi llegó a inspirársela a su amada; pero esto fue momentáneo: una mujer enamorada no duda nunca del valor de su amado, pero no quiere jamás que lo ponga a prueba, y Amalia le dijo prontamente:

-Sin embargo, ustedes evitarán todo encuentro, ¿no es cierto?

-Sí, a menos que no se le ocurra a Eduardo recordar un poco su viejo frenesí por la esgrima. Por no soportar yo el peso de la espada que él trae todas las noches, me dejaría dar con otra igual.

-Yo no uso armas misteriosas, caballero -le contestó Eduardo sonriendo.

-Así será, pero son más eficaces; sobre todo, más cómodas.

-¡Ah, ya sé! ¿Qué arma es ésa, Daniel, que usas tú y con que has hecho a veces tanto daño?

-Y tanto bien, podrías agregar, prima mía.

-Cierto, cierto, perdona; pero respóndeme; mira que he tenido esta curiosidad muchas veces.

-Espera, déjame acabar este dulce.

-No te dejo ir esta noche, sin que me digas lo que quiero.

-Casi estoy por ocultártelo entonces.

-¡Cargoso!

-Vaya, pues; ahí está el arma misteriosa, como la ha llamado Eduardo.

Y Daniel sacó del bolsillo de su levita y puso sobre la mesa una varilla de mimbre de un pie de largo, y delgada en el centro, y en cuyos extremos había dos balas de fierro de seis onzas a lo menos cada una, cubierto todo por una red finísima de cuero de Rusia, sumamente espesa; arma que tomada por una de las balas, se blandía sin quebrarse el mimbre, y daba un peso y una fuerza triple al otro extremo, al más leve movimiento de la mano.

Amalia la tomó al principio como un juguete, pero luego que comprendió todo su poder mortífero la separó de sus manos.

-¿La has visto ya, mi Amalia?

-Sí, sí, guarda eso. Debe ser terrible un golpe dado con una de esas balas.

-Es mortal si se descarga sobre la cabeza, o sobre el pecho. Ahora te diré su nombre: en inglés se llama life preserver; en francés casse-tête; y en español no tiene un nombre especial, pero le aplicaremos el del francés, que es el mas expresivo, porque quiere decir, como tú sabes, rompe-cabezas. En Inglaterra esta arma es muy común; en una provincia de Francia la usan también; y Napoleón la hacía llevar en varios regimientos de caballería. Para mí tiene dos méritos: el uno, haber salvado a Eduardo con ella; el otro, estar pronta para salvarlo otra vez si llega el caso.

-¡Oh, no llegará! ¿No es verdad que no se expondrá usted, Eduardo?

-No, no me expondré; yo temo demasiado el verme imposibilitado de volver a esta casa.

-Y dice bien, porque es la única de que no lo echan.

-¿A él?

-¡Toma! ¿Pues no lo sabes ya, mi querida prima? Nuestro respetable maestro de primeras letras no lo echó a empujones, pero lo echó a discursos. Mi Florencia le dio hospedaje una noche, pero yo lo eché de allí. Un amigo nuestro quiso tenerlo dos días, pero su respetable padre no quiso hospedarlo sino día y medio; y por último, yo no he querido tenerlo sino dos veces, y con esta noche son tres.

-Pero he estado una en mi casa -dijo Eduardo con cierto énfasis.

-Sí, señor, es bastante.

Amalia se esforzaba en sonreírse, pero sus ojos estaban bañados de lágrimas. Daniel las percibió y dijo sacando su reloj:

-Las once y media: es preciso volvernos.

Todos se levantaron.

-¿El poncho y la espada de usted, Eduardo?

-Se los di a Luisa, creo que los ha llevado a una pieza interior.

Amalia pasó de la sala a la habitación contigua, y de ésta a otra; ambas sin ninguna luz artificial, alumbradas apenas por la claridad de la luna que penetraba a través de los cristales de las ventanas que daban hacia el camino de arriba, que pasaba entre los olivos y la Casa Sola.

Eduardo y Daniel se cambiaban algunas palabras cuando sintieron un grito de Amalia, y al mismo tiempo sus precipitados pasos hacia la sala.

Los dos jóvenes se precipitaban a las habitaciones, cuando las manos de la joven los detuvieron en el dintel de la puerta de comunicación.

-¿Qué hay?

-¿Qué hay? -preguntaron los dos amigos.

-Nada... no salgan todavía... no salgan esta noche -les respondió Amalia excesivamente pálido y descompuesto su semblante.

-¡Por Dios, Amalia! ¿Qué hay? -le preguntó Daniel con su impetuosidad natural, mientras Eduardo se esforzaba por entrar a las habitaciones oscuras, cuya puerta había cerrado Amalia y parádose delante de ella.

-Yo lo diré, yo lo diré; pero no entren.

-¿Pero hay alguien en esas piezas?

-No, nadie hay en ellas.

-¿Pero, prima mía, por qué has dado ese grito, por qué estás pálida?

-He visto un hombre arrimado a la ventana del cuarto de Luisa que da hacia el camino; creí al principio que sería Pedro o Fermín, me aproximé para convencerme, y descubierta por ese hombre al acercarme a los vidrios, dio vuelta precipitadamente, se cubrió el rostro con el poncho y se alejó casi a carrera, pero al separarse de la ventana los rayos de la luna alumbraron su cara y le conocí.

-¿Y quién era, Amalia? -preguntaron los dos jóvenes.

-¡Mariño! -exclamó Daniel, mientras Eduardo se torcía los dedos.

-Sí, él era, no me he engañado. No pude contenerme y di un grito.

-Todo nuestro trabajo está perdido -exclamó Eduardo paseándose precipitadamente por la sala.

-No hay duda, he sido seguido por él al salir de lo de Arana-dijo Daniel reflexionando.

En seguida el joven se asomó a la puerta que daba al río, y llamó a Pedro, que acababa de salir de la sala con el servicio de la mesa.

El veterano se presentó en el acto.

-Pedro, durante comíamos, ¿dónde estaba Fermín?

-No se ha movido de la cocina después que guardamos los caballos en el cuarto caído.

-¿Y ni usted, ni él han sentido cosa alguna en el camino, o cerca de la casa?

-Nada, señor.

-Sin embargo, un hombre ha estado largo rato, al parecer, contra las ventanas del aposento de Luisa.

El soldado llevó las manos a sus canos bigotes y, fingiendo retorcerlos, se dio un fuerte tirón de ellos.

-Usted no lo ha sentido, Pedro. Eso ha podido suceder, pero es necesario mayor vigilancia en adelante; llame usted a Fermín y entretanto ponga usted el freno al caballo que él monta.

Pedro salió sin responder una palabra, y al instante entró el criado de Daniel.

-Fermín, necesito saber si hay hombres a caballo entre los olivos; y si no están ahí, quiero saber qué dirección acaban de tomar, y cuántos eran; si de allí han salido, no hará cinco minutos cuando tú llegues.

Fermín se retiró, y en el acto Daniel, Amalia y Eduardo pasaron al aposento de Luisa, y abrieron la ventana, de donde se descubría el camino y los cuarenta o cincuenta árboles que aparecían a tres cuadras de la casa, como otros tantos fantasmas que visitaban aquel solitario paraje.

Pocos minutos hacía que estaban observando el camino en la dirección a los árboles cuando Amalia dijo:

-¿Pero por qué tarda en salir Fermín?

-Oh, está ya a muchas cuadras de nosotros, Amalia.

-Pero si no ha pasado y sólo por aquí se va al camino.

-No, mi hija, no; Fermín es buen gaucho, y sabe que al animal que dispara no se le persigue de atrás; estoy seguro que ha bajado la barranca, y que a tres o cuatro cuadras ha subido y dado vuelta hacia los olivos por el camino de arriba... Allí está, ¿lo ves?

En efecto, a dos cuadras de la Casa Sola, orillando el camino a la derecha y dejando un poco a la izquierda los olivos, se veía un hombre sobre un caballo oscuro que a galope corto seguía el camino; y un momento después se oyó la voz de ese hombre que cantaba una de esas melancólicas y espirituosas canciones de nuestros gauchos, todas diferentes en la letra, y semejantes en la música.

Después se le vio parar el galope y tomar el trote hacia los olivos, siempre cantando. Perdióse luego entre los árboles, y pocos instantes después se le vio salir de ellos como una exhalación, repasando en un minuto el camino que había andado.

-Corren a Fermín, Daniel.

-No, Amalia.

-Pero mira, ya no se ve.

-Comprendo todo.

-¿Pero qué comprendes? -preguntó Eduardo, que carecía de ese talento de observación que poseía Daniel en tan alto grado, y que le había hecho conocer la ciencia del gaucho como la de la civilización.

-Lo que comprendo es que Fermín no ha encontrado a nadie entre los olivos, que se ha bajado, que ha buscado algún rastro, que ha encontrado frescas indicaciones de caballos que acaban de tomar la dirección que él lleva, y que sigue por ella a convencerse de su presunción.

En seguida volvieron a la sala, y no haría diez minutos que estaban en la puerta de ella que daba hacia el río, cuando divisaron a Fermín, que venía volando por la playa. Subió la barranca a trote largo y vino a desmontarse delante de la puerta.

-Ahí van, señor -dijo con esa indolencia característica del gaucho.

-¿Cuántos?

-Tres.

-¿Por qué camino?

-Por el de arriba.

-¿Has distinguido los caballos?

-Sí, señor.

-¿Conoces alguno?

-Sí, señor.

-A ver.

-El que iba delante es el picazo de galope trabado, que monta el comandante Mariño.

Amalia miro sorprendida a Eduardo y a Daniel.

-Bien: baja los caballos a la orilla del río.

Fermín se retiró llevando el suyo de la brida.

-¡Pero qué! ¿Se van? -preguntó Amalia.

-Sin perder un momento -la respondió su primo.

-¿Y cómo la dejamos sola, Daniel?

-Fermín se quedará, y él y Pedro nos responderán de ella.

-Yo debo acompañar esta noche al jefe de día; y tú dormirás en mi casa.

-¡Dios mío, nuevos trabajos! -exclamó Amalia llevando sus manos a sus ojos, y oprimiendo sus párpados, como era su costumbre en los momentos en que sufría.

-Sí, nuevos trabajos, mi Amalia, ya esta casa no nos ofrece seguridad, será necesario buscar otra.

-Pero vamos pronto, Daniel -dijo Eduardo con una impaciencia tan marcada y una expresión tan dura en sus brillantes ojos de azabache, que Amaba creyó adivinar su pensamiento, y le cogió la mano diciéndole:

-Por mí, Eduardo, por mí -con tal dulcedumbre, con tal ternura en su mirada y en su voz, que Eduardo, por la primera vez, tuvo que desviar sus ojos de los de ella, para que el león no fuera fascinado por la maga.

-Descansa en mí, mi Amalia -la dijo Daniel imprimiendo un beso sobre su frente, como tenía de habitud al despedirse de ella; de esa criatura tan bella, tan noble, generosa, y tan desgraciada al mismo tiempo.

Eduardo apretaba la mano de su amada, y al mismo tiempo Pedro le daba su poncho y su espada, renegando entre sí mismo de no haber podido saludar con su tercerola al que vino a espiar las ventanas de la hija de su coronel.

La despedida fue casi silenciosa: cada uno allí estaba animado de distintos deseos, de distintas emociones:

Amalia sufría por verlos partir; Eduardo, porque veía que cada momento se ganaba terreno Mariño; y Daniel, porque no podía volverse dos hombres y velar por Amalia en el camino de San Isidro y por Eduardo en la ciudad.

Al pie de la barranca saltaron sobre sus caballos, y Fermín recibió orden de permanecer cerca de Amalia, hasta las seis de la mañana.

En seguida partieron a gran galope por el camino del Bajo, mientras Amalia los seguía con sus ojos, elevados al cielo cuando húbolos perdido de vista, buscando el propiciar a la divinidad con los sentidos ruegos de su purísima conciencia, bajo aquel magnífico y sagrado templo de la Naturaleza, que pocas horas antes había escuchado la expresión de amor de dos almas formadas por Dios, la una para la otra, y en el peligro a cada instante de ser separadas para siempre por la mano del hombre.