Amalia/El jefe de día

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El jefe de día

-¡Es inútil, Eduardo! Vamos a reventar los caballos sin conseguir lo que deseas -decía Daniel, mientras que los caballos volaban.

-¿Y sabes lo que deseo?

-Sí.

-¿Qué?

-Alcanzar a Mariño.

-Sí.

-Pero no será.

-¿No?

-No lo conseguirás; y he ahí la razón por que me presto a tu capricho de que corramos como dos demonios por este camino, a riesgo de rompernos la cabeza de una rodada.

-Veremos si lo alcanzo.

-Nos lleva veinte minutos.

-No tanto.

-Y más.

-Al menos, diez hemos reconquistado ya.

-¿Y si lo alcanzáramos?

-A Roma por todo.

-¿Qué?

-Que le busco pendencia y lo atravieso de una estocada.

-¡Magnífica idea!

-Si no es magnífica, a lo menos es terminante.

-¿Olvidas que son cuatro?

-Aunque sean cinco; pero son tres solamente: él y sus dos ordenanzas.

-Son cuatro; Mariño, dos ordenanzas, y yo.

-¿Tú?

-Yo.

-¿Tú contra mí?

-Contra ti.

-En hora buena.

Tal era el diálogo de los jóvenes mientras hacían volar sus poderosos corceles; y ya habían andado legua y media de las tres que tenían que correr, cuando Daniel, que empezaba a temer que a tal carrera saliérase Eduardo con su loca idea, que era preciso evitar a todo trance, se aprovechó de la aparición de dos hombres a caballo que divisó hacia la derecha del camino, y que marchaban en la misma dirección que ellos.

-Ve ahí; allá van tres hombres, Eduardo..., a nuestra derecha... como a dos cuadras... ¿Los ves?

-Pero no son tres, son dos solamente.

-No; he visto tres... Es que están en línea con nosotros.

Eduardo no oyó más, y dio vuelta su caballo en dirección a los jinetes que distaban como quinientos pasos.

Sesgaba, pues, el camino, perdía tiempo, y era cuanto quería Daniel, que siguió siempre al lado de su amigo.

Los desconocidos, al ver a aquellos hombres que se venían sobre ellos a carrera tendida, tiraron las riendas a sus caballos, y esperaron lo que ocurriera.

Los jóvenes sentaron sus caballos a cuatro pasos de ellos; y Eduardo se mordió los labios al ver que eran un pobre viejo y un muchacho, los que le habían hecho perder cuatro o seis minutos de marcha recta; y sobre todo al comprender que había sido un artificio de Daniel.

Salir de su error, dar vuelta su caballo, y volver a tomar de nuevo la carrera, todo fue obra de un segundo.

Daniel, por ese cálculo frío con que sabía clasificar la importancia de los sucesos, equivocándose rara vez en su vida, tenía la seguridad de que no alcanzarían a Mariño llevándoles veinte minutos de delantera, en el corto camino de tres leguas; confiado en que el redactor de la Gaceta no era hombre de ir contemplando la Naturaleza, sino de correr aprisa para dejar cuanto antes aquellos solitarios caminos; y ya casi sin temor ninguno dejaba correr a Eduardo, persuadido de que no había otro inconveniente que el de dar una rodada, como lo había dicho.

Los caballos de Daniel eran superiores; de él era el que montaba Eduardo; pero al fin los pobres animales no podían andar tres leguas a carrera tendida, y poco a poco fueron desobedeciendo a sus amos, y perdiendo su fuerza.

Seguían, sin embargo, incitándolos, cuando el ¡quién vive! de un centinela llegó súbito al oído de los jóvenes; estaban bajo las barrancas del Retiro, donde se hallaban acuartelados el general Rolón, un piquete de caballería y media compañía del batallón de la marina que mandaba Maza, y que hacía la guardia del cuartel, pues que el batallón, como se sabe, había marchado el 16 de agosto para Santos Lugares.

-¡Gracias a Dios! ¡La patria! -contestó Daniel sentando su caballo, al mismo tiempo que el de Eduardo, de cuya rienda dio un tan fuerte tirón, que al brusco y desigual movimiento del animal casi saltó el jinete de la silla.

-¿Qué gente? -continuó el centinela.

-Federales netos -respondió Daniel.

-Pasen de largo.

Y ya volvía Eduardo a tomar el galope cuando una ronca y vibrante voz les gritó:

-Alto.

Los jóvenes se pararon.

Una comitiva de diez jinetes descendía por la barranca del cuartel de Maza.

Tres de aquéllos se adelantaron a reconocer los que venían por el camino del Bajo. Y examinándolos detenidamente estaban, cuando el resto de la comitiva llegó a ellos.

-Me debe usted un caballo, general -dijo Daniel con ese tono de confianza que sabía tomar en los momentos más difíciles, y con el que desarmaba al más malicioso y perspicaz, luego que conoció al general Mansilla, que hacía esa noche el servicio de jefe de día.

-¿Usted por aquí, Bello? -contestó el general.

-Sí, señor; yo por aquí, después de haber andado más de una legua por la costa del río a ver si daba con usted, pues que no lo he encontrado en las inmediaciones de ninguno de los cuarteles de la ciudad. No hay más: me debe usted un caballo, pues que el mío ya no puede más, después de lo que he corrido en su busca.

-Pero quedó usted en ir a casa a las once, y he salido a las once y cuarto.

-¿Entonces yo tengo la culpa?

-Por supuesto.

-Bien, me confieso culpado, y no reclamo el caballo.



-¿Y hay novedad, general?

-Ninguna.

-Pero yo le he pedido a usted que quiero ver nuestros soldados en sus cuarteles.

-He empezado por los del Retiro, y nos faltan todos los demás.

-¿Y se dirige usted ahora?

-Al fuerte.

-A que están dormidos.

-¡Toma! Alcaldes y jueces de paz; ¡hágame usted el favor, qué soldados!

-Bien, general, ¿qué camino va usted a llevar?

-El del Bajo, porque voy primero a la batería.

-Bien, nos encontraremos en la plazoleta del fuerte.

-Pero vamos juntos.

-No, general; voy a subir a la ciudad a acompañar a este amigo mío que pensó pasar la noche con nosotros, pero que se ha indispuesto.

-¡Toma! Si ustedes no sirven para maldita la cosa, los mozos de ahora.

-Eso es lo mismo que yo le decía a usted esta mañana.

-No pueden pasar una mala noche.

-Ya usted lo ve.

-Bueno, vaya ligero, y nos reuniremos en el fuerte; allí cenaremos.

-Hasta de aquí un momento, general.

-Ande pronto.

Eduardo hizo apenas un ligero saludo con la cabeza al general Mansilla, y subió con su amigo por la barranca del Retiro.

Diez minutos después Daniel abría la puerta de su casa: entraba en ella con su amigo; y poco más tarde, volvía a salir solo, cerraba la puerta y montaba de nuevo en su caballo; en su ágil, nuevo y brioso caballo, el mejor de cuantos había en la poblada estancia de su padre.

Al pasar por el grande arco de la Recova vio al jefe de día y su comitiva que subía a la plaza del 25 de Mayo; y volvieron a saludarse junto a los fosos de la fortaleza, donde entraron después de las formalidades militares.

La noche seguía hermosa y apacible; y en el gran patio del fuerte, y en los corredores de lo que fue en otro tiempo departamentos ministeriales, apiñados estaban, fumando y conversando, todos los alcaldes y jueces de paz de la ciudad, con sus tenientes y ordenanzas; la mitad del cuerpo de serenos, y gran parte de la plana mayor; componiendo todos un número de cuatrocientos cincuenta a quinientos hombres.

Toda esa heterogénea guarnición de la fortaleza mandada esa noche por Mariño, según las disposiciones del general Pinedo, inspector de armas.

Imposible es describir la sorpresa del comandante de serenos al ver a Daniel en compañía del general Mansilla, cuando lo creía en ese momento en la Casa Sola, a tres leguas de la ciudad.

Daniel no sabía que Mariño estaba esa noche a cargo de la fortaleza, pero ninguna sorpresa manifestó su semblante; y comprendiendo la de Mariño, delante de él, dijo al jefe de día:

-Esto es servir, general: el señor Mariño deja la pluma y toma la espada.

-Eso es cumplir los deberes, señor Bello -le contestó Mariño sin volver todavía de su sorpresa.

-Y esto es vigilancia. Todo el mundo está aquí despierto -dijo el jefe de día.

-Lo que no hemos visto en parte alguna -agregó Daniel, acabando con esto de perturbar la imaginación de Mariño, pues que si Daniel había andado acompañando al jefe de día, no podía ser él a quien había seguido de lejos hasta la Casa Sola, tres horas antes; y quizá no sería Amalia aquella mujer que dio un grito en un cuarto a oscuras de esa casa. Así, Mariño se perdía en conjeturas; y mientras el general conversaba con varios jueces de paz, yendo con ellos a una de las habitaciones altas, donde había una mesa con algunos fiambres y botellas, Mariño no pudo menos de preguntar a Daniel, con esa indiscreción que acompaña siempre a los espíritus perturbados de improviso:

-¿Entonces usted no ha paseado esta noche solo, a caballo?

-Un poco.

-¡Ah!

-Estuve hasta las siete en casa del señor gobernador delegado, y antes de ir a juntarme con el general Mansilla di un paseo por esos lados del Retiro.

-¿Por el Retiro, en dirección a San Isidro?

-Pues, en dirección a San Isidro. Pero me acorde que tenía que hacer una diligencia por el Socorro, y dejé de repente mi paseo envidiando la suerte de uno que iba delante de mí, y que siguió sin tener que hacer diligencias.

-¿Adelante de usted?

-Sí, en dirección a San Isidro, por el camino de arriba -contestó Daniel con una candidez tal, que Mariño acabó de perder la cabeza, empezando a convencerse de que él mismo se había burlado a sí mismo.

-¿Qué quiere usted? -continuó Daniel-, nosotros no tenemos un momento nuestro.

-Así es.

-¡Oh, y si yo tuviera el talento de usted, señor Mariño! Si yo supiera escribir como usted sabe, mis desvelos entonces podrían ser útiles a nuestra causa; pero ando de aquí para allá todo el día y toda la noche, y maldito lo que hago en beneficio del Restaurador.

-Cada uno hace lo que puede, señor Bello -contestó Mariño, en cuya alma, más torcida que sus ojos, ni la lisonja hacía impresión.

-¡Cuándo estaremos en paz y veremos afianzados esos luminosos principios federales que usted propaga en la Gaceta!

-Cuando no haya ningún unitario descubierto, ni disfrazado -respondió el escritor federal.

-Eso es lo mismo que le decía yo esta tarde al señor gobernador delegado.

En ese momento un ayudante del jefe de día vino a llamar a Bello y a Mariño de parte de aquél.

Subieron.

Parados en redor de una mesa doce o catorce individuos tomaban una copa con el jefe de día. Pero ¡cosa rara, era la tercera o cuarta vez que vaciaban sus copas, y ningún entusiasta brindis federal había resonado bajo las bóvedas de aquel palacio, que escuchó en otros tiempos los brindis a la libertad y a la patria! Mariño llegó a tiempo de beber con ellos, pero tampoco dijo una palabra.

-Vamos, Bello, ¿qué toma usted? -dijo el general Mansilla.

-Nada, señor, nada de comer; pero beberé una copa por el pronto triunfo de nuestras armas federales.

-Y la gloria eterna del Restaurador de las Leyes -agregó Mansilla; y todos cuantos allí había bebieron su copa, pero en silencio.

-¡Comandante Mariño!

-Pronto, señor -contestó éste acercándose al general Mansilla, que le dijo, separado de los demás:

-Haga usted que toda esta gente se acueste; la cosa puede ser larga, y no es bueno que se fatiguen tanto.

-¿Hago levantar el puente?

-No hay para qué.

-¿Cree usted, general, que esta noche no haya novedad?

-Ninguna.

-¿Se retira usted ya?

-Sí; voy a visitar otros cuarteles, y me voy a dormir.

-Lleva usted un buen compañero.

-¿Quién?

-Bello.

-¡Ah, es una alhaja este muchacho!

-¿De qué, general?

-No sé si es oro, o cobre dorado, pero brilla -dijo Mansilla, sonriendo, y dando la mano a Mariño.

En seguida, bajaron por la grande escalera, y mientras Mansilla se reunía a su comitiva para montar a caballo, Daniel se acercó a Mariño y le dijo:

-Lo envidio a usted, comandante: yo quisiera tener también algún puesto donde poder distinguirme.

-¿Y sufriría usted por la Federación los desvelos que sufro yo?

-Todo: hasta las murmuraciones.

-¿Murmuraciones?

-Sí. Aquí mismo acabo de oír a algunos que criticaban algo de usted.

-¿De mí?

-Decían que no ha venido usted a la fortaleza hasta las once de la noche, debiendo venir a las siete.

Mariño revolvió los ojos, y se puso colorado como un tomate.

-¿Y quién decía eso, señor Bello? -preguntó Mariño con voz trémula de rabia.

-Eso no se dice, señor Mariño: se cuentan los milagros, sin nombrar los santos; pero hablaban de ello, y sería bien desagradable que esto llegase a oídos del Restaurador.

Mariño se puso pálido.

-Habladurías -dijo.

-Por supuesto. Habladurías.

-Sin embargo no repita usted esto a nadie, señor Bello.

-Palabra de honor, señor Mariño; yo soy uno de los hombre que más admira el talento de usted; y que tengo especiales motivos para estarle a usted grato, por el servicio que quiso prestar a mi prima.

-¿Y su prima de usted está buena?

-Muy buena, gracias.

-¿La ha visto usted?

-Esta tarde he estado con ella.

-He oído que se ha mudado de Barracas.

-No. Ha venido a pasar unos días a la ciudad, pero se vuelve pronto.

-¿Ah, se vuelve?

-De un día a otro.

-Vamos, Bello -gritó el general Mansilla ya de a caballo.

-Vamos, general; buenas noches, señor Mariño.

-Recomiendo a usted el olvido de estas habladurías, señor Bello.

-Ya no me acuerdo de ellas; buenas noches.

Y Daniel saltó en su caballo y salió de la fortaleza con el jefe de día; dejando a Mariño lleno de perplejidades y zozobra, sin poder clasificar bien a ese joven que por todas partes se le escapaba, y por todas partes se le entraba en sus negocios privados; a quien odiaba por instinto; y de quien no podía tomar una sola prueba, una sola indiscreción para perderlo.