Carlos VI en la Rápita/VIII

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VIII

Y que no tardé poco, ¡Dios me valga!, en reponerme de aquel espanto. No se vuelve de los bordes de la muerte sin que quede nuestra ánima suspensa y aterrada por algún tiempo. Miraba la media cara de la luna en el cielo, jugando al escondite entre celajes, y su claridad me daba horror, como cuando la vi en el fondo de la cisterna, llamándome a terrible agonía en las dormidas aguas. Diéronme a beber café, que me reparó con su calor el estómago y todo el organismo. Vi con gratitud el rostro amigable de El Nasiry, a la luz del candil que nos alumbraba en la estancia guarnecida de pajas hediondas; vi también el de El Ferrari, advirtiendo entonces que el buen señor es tuerto, y maravillándome de que con un ojo solo pueda escudriñar los espacios celestiales, y leer en ellos los obscuros enigmas de la Humanidad.

Pero nada me dio tanto gusto como ver y oír que ambos señores se despedían uno del otro, señal de que partíamos de aquel Fondac que, si no era ya mi Infierno, había sido mi Purgatorio, del cual salía mi alma bien purgada y limpia de cuantos pecados en la blanca Tetuán cometí. Siglos se me hacían los minutos que aún tardamos en apartarnos del horrible parador. Mentira me pareció que perdía de vista la casa inmunda, el pozo, la horrible cisterna y sus aguas dormidas, que fueron espejo en que me asomé y vi la eternidad. Adiós, Fondac lúgubre... ¡Que no me muera yo sin recibir la noticia de que te ha reducido a escombros un terremoto, o a cenizas un rayo del cielo!... Tan batanado, tan dolorido estaba mi cuerpo del diluvio de golpes y porrazos, tan agobiado de ansiedad y terror mi espíritu, que difícilmente podía tenerme en la silla. Desde Samsa no había dormido, ni en mi cuerpo había entrado más alimento que algunos sorbos de café... A cada instante encontrábamos grupos de moros que regresaban a sus aldeas después de la batalla, unos con la espingarda al hombro, otros inermes, todos andrajosos y escuálidos, con la tristeza pintada en el rostro. Al pasar junto a ellos, creía yo que me miraban con ira, como queriendo repetir en mí los pasados ultrajes. Yo dije a El Nasiry: «Menos temo en esta montuosa soledad a los chacales y hienas que a los hombres. Lleguemos pronto a donde yo encuentre descanso y paz». Mi buen amo me tranquilizó con dulces palabras.

El alba sonrosada nos aclaró el camino a la hora y media de salir del Fondac. Bajamos por despeñada cuesta; dejamos a la izquierda los caminos de Arsila y Alkazar-Kebir. El paso descendente de la mula, como tanteo de peldaños de desigual altura, me molestaba lo indecible, desguazándome todo el esqueleto... Vadeamos multitud de arroyos que bajaban turbulentos, batiendo en la carrera sus aguas achocolatadas. Y aquel paso entre pedregales no tenía fin. Ansiaba yo llegar al llano, que veía bajo las pisadas de mi mula; pero el llano no quería dejarse pisar, y burlaba la ansiedad de mis ojos hundiéndose más a cada paso que dábamos hacia él... Por fin, dormitando yo sobre la mula, llegamos a un lugar donde se hizo alto. Allí descansé un poco; me revolqué en el suelo, como los burros cuando se les libra de la albarda; comimos algo, y otra vez al tormento de la montura y del andar cadencioso. Llano adelante, vimos los montes que arriba se quedaban arrogantísimos con turbante de nubarrones. Contemplándolos tan hermosos, les eché mi despedida con la firme intención de no volver a pasar por ellos. Nada digno de contarse me aconteció en el resto del día, hasta que llegamos a esta aldea situada en medio de un extenso prado, donde se resolvió pasar la noche y reposar las molidas osamentas.

En Stchaidi, donde escribo, hallamos un amigo y cliente de El Nasiry, que no nos permitió armar la tienda, ganoso de aposentarnos en sus admirables chozas con techo de paja, las cuales eran mejores que algunas casas de Tetuán. Debió de decirle mi amo quién era yo y la razón del tapujo hebreo que llevaba, porque Bu S'liman, que tal es el nombre de aquel simpático y amable moro, me aposentó en un cuarto muy bueno, a flor de tierra sí, pero desahogado y limpio. La puerta era tan chica, que tenía yo que entrar a gatas. En un costado de la estancia me armaron cama blanda en horizontal nicho guarnecido de azulejos, y para mayor sorpresa mía pusiéronme una mesilla de ocho patas con utensilios de escribir, lo cual significaba que me tomaron por poeta o literato. No fue superior, pero sí abundante, la comida que nos sirvieron en otra choza más grande que la mía, rodeada de higueras, tártagos y mimosas. Reparé yo mi estómago, y luego me metí en el nicho, de donde por mi gusto no hubiera salido en tres días. Dormí menos de lo que me pedía el cuerpo; pero como El Nasiry resolvió prolongar la estadía para tratar con Bu S'liman y otros moros de un negocio de ganado, tuve tiempo de escribir dos o tres horas, y de coger después el sueño, empalmando sabrosamente la segunda tarde con la segunda mañana. ¡Ay, qué contentas quedaron mis carnes, y con qué devoción dieron gracias a Dios mis huesos atormentados!

Tánger, fines de marzo.- Aquel Bu S'liman que nos hospedó en Stchaidi, es alto, rubio, entrado en los sesenta años, saludable y fuerte, con sólo un achaque de la vista que le obliga al uso de antiparras de vidrios obscuros y gordos montados en cuerno. Dos chicos que nos servían de comer mostraban también en sus ojos la pitaña, mal endémico sin duda en aquel terreno pantanoso. Mujeres vi a lo lejos en chozas distantes, gordas, con tapujo de tela grosera y blanca, dejando ver las piernas coloradas de ancho tobillo. Unas lavaban ropa, y otras la tendían en retamas... No sé por qué me pareció renegado el tal Bu S'liman. No hablaba o hablar no quería lengua española; pero bien pude apreciar que la entiende. Al despedirnos, me hizo no pocas reverencias, singular contraste con las vejaciones que en las etapas anteriores del viaje sufrí... Tal vez el muy guasón de El Nasiry le ha dicho que soy algún rico personaje español disfrazado, o cercano pariente de Isabel II, que vengo a tomar nota de las grandes riquezas naturales del Imperio y de la suave condición de sus habitantes.

Con el descanso del cuerpo volvieron a mi ser la perdida inteligencia y la perdida fluidez del discurso. Así, cuando caminábamos hacia Tánger, por las lomas de suelo arenoso, entablamos mi amo y yo conversación amena, que de uno en otro tema nos hacía olvidar sabrosamente la tediosa longitud de la marcha. Tuve yo especial gusto en hacer recuerdo y enumeración detallada de los ultrajes que recibí en el campamento y en el Fondac, pintando con vivos colores el gran peligro en que vi mi existencia.

-En rigor, no debí yo acudir a salvarte -dijo El Nasiry, socarrón-, porque hallándote tan desesperado por la infidelidad de la blanca Yohar, más me hubieras agradecido el dejarte morir que el defenderte la vida. Los despechados de amor suelen en España curarse de su pena con un tiro en la sien o puñalada en el corazón, y otros hay que a la guerra van a que los maten. No debes, pues, alegrarte de tu salvación, sino sentirla. Mejor estarías ahora en el fondo de la cisterna del Fondac.

-No, no, amigo Nasiry, que aunque la traición de Yohar me destrozó el alma, y quedé muy afligido y dado a los demonios, no era tanto que apreciase mi vida en menos que el amor de la judía blanca. Necedad habría sido dejarme ir al Infierno o al Purgatorio, mientras Papo Acevedo se quedaba riéndose de mí... En el Fondac, entretuve mi mente algunos ratos con la blancura y suavidad de la piel de Yohar; pero si mil cosas dulces y amargas pensé de ella, no me pasó por las mientes ni por el corazón el deseo de volver a tomarla si el maldito Papo quisiera devolvérmela.

-Naturalmente -replicó mi amo y amigo-; que la caballerosidad y el honor, en los cuales veo yo como alambres o palitroques que componen la armadura de tu persona para mantenerla tiesa; el honor, digo, y la fanfarrona caballerosidad, no harían pocos remilgos si tú volvieras a tomar a la blanca paloma después de papujada por su segundo dueño el sephardim. ¡Buenos se pondrían tus antepasados si faltaras así al decoro y te pasaras por debajo de la pata los timbres gloriosos!...

-Abre los oídos, El Nasiry -dije yo-, para que me oigas bien lo que quiero contarte. Déjame que sea franco y que me vuelva atrás de lo que aquella tarde desembuché tocante al honor y la caballería. No tengo inconveniente en asegurarte que los vejámenes y atropellos que he sufrido me han hecho bajar la cresta de mi orgullo. Bien claramente veo que no somos nada, y que no existen otros males verdaderos más que el perder la vida, ser matado en plena juventud. Y si quieres que llegue a los extremos de la sinceridad, abre más los oídos y entérate de que cuanto te dije para rechazar los dineros de Riomesta y de Papo, debes tenerlo por no salido de mis labios... Pues siendo yo pobre como las ratas, y viéndome sin mujer y sin ningún medio de ganar la vida, ¿qué menos puedo hacer que tomar lo que me den, agradeciéndolo, si no a ellos, a ti, que has sido el promovedor de este donativo? Dame, pues, el socorro que para mi huida previnieron aquellos hermanos de Judas Iscariote.

-Eso sí que no haré -replicó El Nasiry, extremando su guasa hasta los mayores disimulos-, porque me lastimaste echando sobre mí, con palabras amañadas, la nota de entrometido y tercero; lo que me llegó tanto al alma, que ni te perdono tu lenguaje insolente, ni te doy los dineros, que ahora quedan para mí. Ya me advirtieron Papo y Riomesta, al entregarme la bolsita, que si en ti notaba repugnancia de coger dinero de judíos, me quedase yo con la bolsa y te abandonara con desprecio a tu pobreza enfatuada.

-Pues yo te juro, El Nasiry, por la salvación de mi alma, que no siento ya la menor repugnancia de tomar esos ochavos de plata y oro, ni creo que se ha de manchar mi mano al cogerlos.

-No, no, que ahora me salen a mí el honor y la caballería de un rincón donde los tiene guardados mi alma española, y aunque salen con algo de polilla y olor de cosa descompuesta, traen bastante poder para decirte que te fastidies por haberme ofendido... Tan caballero soy como tú, y poco va de Marruecos a España.

-Tú harás lo que quieras, El Nasiry -le dije poniéndome al tono de su marrullería-. La gratitud me hace tu esclavo. Si es tu gusto guardarte la bolsita que Riomesta y Papo te dieron para mí, hazlo en buen hora. Pero si acaso mudaras de voluntad y se te metiera entre ceja y ceja que yo tome la bolsa, venciendo para ello mi repugnancia, aquí me tienes dispuesto a satisfacer tus deseos, encerrando bajo siete llaves los escrúpulos que te lastimaron. Así lo juro, y te lo firmaré con mi sangre si fuere menester. En nuestra tierra dicen: cuando pasan rábanos, comprarlos... ¿Has olvidado este refrán?

-De sabiduría tomada de los rábanos, sólo recuerdo aquella que dice que no debemos tomarlos por las hojas.

Interrumpió nuestro coloquio la vista de Tánger que de improviso a nuestros ojos hubo de presentarse en una vuelta del camino. Quedé yo suspenso ante la ciudad mora, toda blanca, recostada en una colina verde; pero mucho más me sorprendió y recreó la imponente faja de mar azul que vi súbitamente surgir entre el cielo y la tierra. Era el Estrecho, que en aquel momento me pareció el Ancho, por creer yo que había más agua de lo regular entre los dos continentes, y que debían estar menos separados Mogreb El Andalus y Mogreb-El-Aksá. El aire diáfano aproximaba los contornos distantes. Señalando la costa frontera, El Nasiry me dijo: «Allí tienes la tierra de la caballería y del honor. ¿Ves aquel caserío que blanquea en la orilla del mar? Es Tarifa, donde Guzmán llamado el Bueno... ya sabes... Corre la vista hacia la izquierda, y verás blanquear otro pueblo. Es Conil... más acá verás un cabo... Es Trafalgar, donde los ingleses... ya sabes...».

¡Hermoso espectáculo!... ¡Confusión grande de los ojos y de la mente!... ¡En tan corto espacio, cuánta Historia!