Carlos VI en la Rápita/VII

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VII

Ya no había salvación; nos ahogamos en la onda de salvaje humanidad, empujada del pánico, del hambre y de toda suerte de locura... Ya no podíamos andar por dentro ni por fuera del inmundo corralón, sino con esfuerzo y braceo de nadadores, abriendo hueco entre la carne sudorosa. El aliento de la masa humana nos asfixiaba; el rumor de cólera y rabia nos enloquecía. Ya mi amo y yo, forcejeando en el interior, no encontrábamos a los criados moros, ni las caballerías, ni el café que habíamos dejado a medio tomar; ya íbamos y veníamos llevados de la onda; ya, por los gritos que proferían tantas bocas feroces de blancos dientes, y por la expresión terrorífica de tantos rostros negros y blancos, bruñidos del sudor, llegábamos a creer que también nosotros veníamos huidos del combate, y que traíamos en nuestras almas la furiosa rabia de la derrota.

Quiso El Nasiry congraciarse con los que más cerca teníamos en aquel penoso braceo en medio de la onda, y algo les dijo de la batalla y de lo mal que se había portado Allah con sus fieles creyentes. Los que le oían respondieron con voces famélicas más que patrióticas: tenían hambre, y querían repararse con algún alimento hasta que pudieran llegar a sus casas en remotos aduares. Otros vociferaron contra O'Donnell y Prim, renovando la ridícula leyenda del pacto entre españoles y demonios. Ya tenían los moros sometidos a los cristianos; ya el campo de éstos era una alfombra de cadáveres, cuando se desgajó el cielo vomitando diablos; resucitaron los cristianos muertos, y el Mogreb vencedor fue vencido por máquina sobrenatural... En la fuga, los heridos que traían fueron abandonados en el monte, donde los cuervos se encargarían de comérselos tranquilamente. ¡Felices los muertos porque subirían al paraíso de frescas aguas cristalinas!

Logramos al fin topar con Ibrahim. Éste nos dijo que antes que él pudiera evitarlo le habían quitado y abierto el fardo de una de las acémilas, el cual, como era cosa de condumio, pasó en un santiamén a las bocas voraces y a los estómagos hambrientos. No se incomodó El Nasiry al oírlo; antes bien mostrose conforme con el despojo, asegurando que a su intención caritativa se habían anticipado los ladrones... En tan apretada situación estábamos, sin poder entrar ni salir, ni recoger lo nuestro, ni escaparnos de tanta confusión y laberinto, cuando llegaron a nuestros oídos voces muy distintas de las desesperadas voces de la onda. Al mismo tiempo se arremolinaron los que llenaban el ancho corral, abrieron paso, y pude ver a un negro bokarique látigo en mano apartaba a un lado y otro la bárbara plebe, sacudiendo sin compasión sobre los estrujados cuerpos. Tuve la desgracia de que el látigo de aquel sayón me cogiera de lado a lado la cara, haciendo saltar de mi cabeza el bonetillo que la cubría. Lastimado de tal injuria, oí decir claramente al zurrador que diéramos paso y fácil entrada en el corralón al poderoso señor tal y tal, que venía de parte del Sultán para tratar guerra y paces.

Abriose al fin en la masa cavidad suficiente para que entrase un morazo montado en mula de tan alto aparejo, que el hombre parecía cabalgante en una torre. Tras él entraron cuatro más, caballeros en airosos corceles, y le seguía una escolta que en su mayor parte hubo de quedarse fuera. Con tal cuña, ya estábamos los de dentro en punto de ahogarnos de verdad. La suerte fue que el del zurriago, antes que su altísimo señor se apease, trató de despejar el local gritando: «fuera, fuera, canalla: dejad hueco al señor...». También a mí me tocó buena parte de esta nueva zurribanda. En fin, salió la chusma del corral, a borbotones o chorros, como el agua de sucio estanque al cual se abren las compuertas, y desde este punto ya respiramos y nos esponjamos, y yo pude hacerme cargo, por el escozor de mi piel, de los desastrosos efectos del látigo.

Pero como es invariable ley humana que vengan siempre enlazadas y cogidas del brazo las bienandanzas y las desdichas, sucedió en aquel caso que tras el peligro de ahogarnos en la ola de los vencidos, vino la suerte y buena coyuntura de que mi amo El Nasiry y aquel pomposo sujeto, emisario del Sultán, fuesen amigos. No hay que decir cuánto me alegré de verles saludarse y hacerse graciosas zalemas, celebrando su encuentro. Entraron luego los dos en el primer aposento donde estuvimos, y recostáronse en la paja muelle, único diván y revolcadero de personas que allí existía. Quedeme yo en el corral, entre caballos y mulas, y hasta la madrugada, cuando ya salíamos de aquel infierno del Fondac, no pude saber quién era el caballero del blanco alquicel tan bien escoltado de moros elegantes.

Dos o tres veces me recitó El Nasiry el rosario de los nombres de aquel señor, los que apunto cuidadosamente para que ninguno se me escape de la hebra en que van engarzados. Llámase el Kaid Abu Abdal-lah, Mohammed Sen Dris Ben Hammam El Ferrari. Según cuenta, Su Majestad el Sultán Sidi Mohammed Ben Adderrahman, viendo el mal cariz que tomaba la guerra, le llamó, y dándole sesenta mil ducados con que remediar al ejército, ordenole que al campamento se trasladase, y examinara el estado de ánimo y disciplina de las tropas, para ver si convenía proseguir la campaña o rematarla de plano con las más ventajosas paces que se pudieran obtener. Iba, pues, El Ferrari a tomar el pulso al enfermo, y por cierto que le encontraba dando las boqueadas, menos necesitado de medicinas que de los últimos Sacramentos. Sin duda el buen señor se haría cargo, por la desolación que allí veía y por lo que debió de contarle mi amo, de la soberbia tunda que aquella misma tarde había sufrido El Mogreb, y de la necesidad de acudir pronto al descanso de la paz, que el marroquí desea, y al español no le vendrá mal.

La oportuna llegada de aquel fantasmón fue venturosa para nuestra caravana, porque, despejado el patio, pudo mi amo recoger lo que quedaba de lo suyo y disponer que partiéramos inmediatamente. Esperanzas no teníamos ya de que pareciesen las dos acémilas que nos arrebató la ola en medio de la cuesta. La que desvalijada fue en el Fondac quedó en menos de un tercio de las vituallas que transportaba. Sólo permanecía completa la que llevaba el material de la tienda, ropa y algo de plata. Con pérdidas tantas, ya podía dar gracias a Dios nuestro amo El Nasiry por haber salvado las vidas de todos en aquel terrestre naufragio. Reunidos los sirvientes para la marcha, aún tuvimos que aguantar casi a obscuras dos chubascos más sobre los ya sufridos. El uno fue la plática larguísima del señor moro El Ferrari, uno de los hombres más habladores que he visto en mi vida. Por su caudal oratorio, le creímos enviado de Mahoma para implantar en el Mogreb el sistema parlamentario. El otro chaparrón nos lo proporcionó un Kaid de Fez, que vino en las últimas aguas de la ola y que resultó, como el otro, amigo de mi amo. Traía toda la rabia y resquemores de la derrota; pero también una honrada sinceridad digna de las mayores alabanzas. Hartándose del café rico con que obsequió a todos El Ferrari, dijo que los españoles habían hecho un esfuerzo grande para vencer, y que estaban cansados; pero que no había medio de luchar con ellos mientras el Mogreb no tuviese una mediana organización militar, y trenes de Artillería con personal entendido que la manejara y sirviera, así en el llano como en los pasos de montaña.

Urgía, pues, según Ben Hair, que así llamaban al de Fez, negociar una paz decente, para que volvieran los cristianos a su casa, y recogidos los moros en su solar, pensaran luego en adestrarse y prevenirse por si aquéllos volvían con nuevas pretensiones de conquista. Tal como hoy están las cosas, no puede el moro resistir las embestidas del cristiano, pues si perversa es la religión de éste como inspirada del Infierno, tiene en cambio artillería magnífica con la cual se remedia de la desventaja de su religión. La musulmana, que es única religión verdadera, no excluye los cañones, ni se opone al uso y buen gobierno de estas terribles máquinas; que bien claro nos dice el Profeta en su santo libro: «Sé ferviente en la oración, y Allah pondrá en tus manos el rayo con que podrás aniquilar al incrédulo». Con la voz rayo significó Mahoma piezas de grueso y mediano calibre de los mejores sistemas que los mismos incrédulos inventan y perfeccionan para guerrear unos con otros... Dichas estas cosas atinadas, tan del gusto de todo buen musulmán, nos dio cuenta minuciosa de la batalla, refiriendo los designios, los movimientos, las astucias y ardides de ambos combatientes, historia que no reproduzco porque no me tachen de prolijo y fastidioso. Nada olvidó Ben Hair de la pericia de Ros, Echagüe y Zabala, de la bravura temeraria de Prim, del tino y dirección admirable de O'Donnell. Reconocía las grandes dotes de sus enemigos, y los encomiaba sin quitar a los suyos su parte de heroísmo y de conocimiento, con lo que nos hicimos cargo los oyentes de la belicosa acción a que los moros dan el nombre de Bu-Sfiha, y los españoles el de Uad Ras, o más propiamente Uadrás.

Contaré ahora las obscuras tragedias mías y mis personales batallas, que no serían conocidas de ningún cristiano si yo no las escribiese aquí para desahogo mío y recreo del bonísimo Beramendi. Sabed, oh lectores fingidos y sin razón inventados por mi pluma, sabed que, dispuesta la partida, me ordenó mi amo, en la puerta misma del Fondac, que diese de beber a las mulas. Obedecí; llevé mis bestias al costado exterior del edificio, por el Este, donde están el pozo y abrevadero, y cuando quise sacar agua, vi dos espingardas arrimadas al brocal, y sobre él un espadón unido al tahalí. Con todo respeto cogí las armas para colocarlas en otro lado... ¡Cristo Padre! Nunca tal hubiera hecho. Aún no había puesto mi mano pecadora en aquellos instrumentos que sin duda eran sagrados, cuando una fiera con trazas de hombre saltó de en medio de la obscuridad, como tigre que acecha en el matorral, y dándome un fuerte manotazo, al que acompañaron las voces de ladrón, perro y no sé qué más, me derribó al suelo. Apenas caído, salieron no sé si tres o cuatro bestias humanas, y me levantaron en vilo sin que yo pudiera defenderme ni desasirme de tantas brutales manos que me cogían... Reuniéronse al instante muchos más, en número que a mí me pareció legión de demonios, y con griterío infernal, en habla riffeña, me pasearon en alto, éste me coge, éste me suelta, de todos golpeado, zarandeado y escarnecido... A mis voces acudieron Ibrahim y otro de los servidores de El Nasiry; mas nada podían dos hombres piadosos contra quince o veinte desalmados, que sólo tenían de humanidad el habla y la figura, y aun sobre éstas habría mucho que decir...

Pues nada menos querían aquellos monstruos que tirarme a una cisterna que a poca distancia del pozo abre su siniestra cavidad entre rocas. Yo no sabía que existiera aquel abismo hasta el momento en que, suspendido sobre él por las manos de mis verdugos, vi su temerosa hondura, y en el fondo un espejo de agua inmóvil, que reproducía el cielo, y en él la media cara de la luna que aquella noche entre celaje y celaje nos alumbraba. Fue un instante no más, dos segundos o tres de terror y angustia indefinibles. No caí al hondo, donde habría perecido, porque mi desesperación se agarraba con ferocidad a los cuellos, a los brazos de los mismos que querían arrojarme, porque hice presa con los dientes en alguna oreja, en algún trapo de turbante, y porque, al fin, mi noble amo acudió a mi vocerío angustioso y al veloz llamamiento de Ibrahim. Salvado fui de milagro, y esto lo debí a los astros del cielo más que a El Nasiry y a El Ferrari, que resultaron, por lo que voy a decir, instrumento providencial del prodigio de mi salvación.

Pues sucedió que mi amo y el noble mensajero del Sultán habían salido a la puerta a percatarse del firmamento, del cariz de la luna, de la dirección del rabo de la Osa, que los árabes llaman Aldebb al Akbar, de las alturas a que estaban sobre el horizonte otros grupos de estrellas, de la situación de Júpiter o Marte (no sé cuál) con respecto a las figuras zodiacales. Era El Ferrari, según supe después, muy experto en la astronomía empírica, y no pasaba noche sin que examinara los espacios siderales, no sólo por gusto de la contemplación de lo infinito, sino por atisbar los signos que relacionan el cielo y sus aspectos con los destinos humanos. Estaba, pues, El Ferrari dando a mi amo lección astronómica o astrológica, ayudado de un palo con que iba señalando cada familia estelar, y su sagaz conocimiento marcaba las señales anunciadoras de la paz entre España y el Mogreb, cuando llegaron a los dos señores mis gritos angustiosos y las voces de Ibrahim. Corrió primero El Nasiry a donde yo clamaba, pendiente sobre el abismo, mi vida separada de mi muerte por el espacio de un segundo, y quitándole a su amigo el palo con que a las estrellas apuntaba, con él dio en las espaldas de mis verdugos, echándoles por delante furibundas imprecaciones. A esto debí la vida... Y yo pregunto ahora: «¿qué hubiera sido del pobre Juan, si en el momento de salir yo con las mulas para darles de beber, no hubieran salido también los señores al campo raso, para escudriñar con miras mágicas los espléndidos signos del firmamento?». Por eso he dicho que las estrellas me salvaron... Algo tiene la magia cuando me vi obligado a bendecirla. ¿Cómo no, si de ella estuvieron pendientes mi vida y la paz del Mogreb?