Carlos VI en la Rápita/XXIII

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XXIII

Al día siguiente del suceso, más bien de la sabrosa espontaneidad del buen Arcipreste en el tabernáculo, se precipitó el curso de mi aventura con Donata, hasta llegar al punto que ella y yo deseábamos... En nuestras últimas cartas, y en una breve entrevista que tuvimos, ya después de anochecer, quedó concertado el plan de su evasión y fuga conmigo. No ocultaré que si la proximidad de mi dicha inundaba mi alma de gozo, no me veía libre de algún punzante recelo cuando pasaba por mi mente la imagen de don Juan Ruiz, a quien veía en las formas de su enojo antes que en las de su bondad. Recordaba el caso de fiereza que me había contado en el bodegón, y su poder en toda esta tierra, donde la muchedumbre de sus amigos y adeptos favorecerá sus venganzas. Y aumentaba mi intranquilidad la confusión en que me tiene la persona moral del Arcipreste, cuyo carácter verdadero no he podido penetrar en trato tan corto. En él veo cualidades excelentes, virtudes afeadas por el vicio, barbarie y talento en increíble mezcolanza, y otro revoltijo no menos extraño de orgullo feudal y supersticiones, de crueldad sectaria y democracia piadosa. Sin conocerle a fondo, ¿cómo discernir el sistema de defensa que debo emplear contra él?... Confiaba yo en que aportase mi amada nuevos datos para el estudio del personaje, que bien pronto había de ser nuestro mayor enemigo.

Para terminar la parte de mis aventuras fechadas en esta villa de Ulldecona, consigno aquí las resoluciones que adoptamos Donata y yo para la evasión y huida. Yo me despediré de don Juan a las diez de la mañana, saliendo con mi equipaje, en dirección a Tortosa y Tarragona, con toda la tranquilidad que simular pueda, y a la mitad del caminito, poco más, en una villa nombrada Santa Bárbara, me detendré, despachando para Tortosa la tartana con mi maleta. Acto seguido me personaré en la casa de un alquilador de coches llamado Manalet, y ajustaré otra tartana, en la cual me volveré a Ulldecona, a punto del anochecer, entreteniendo el tiempo de modo que no llegue aquí hasta las doce de la noche. Al pueblo me aproximaré, rodeando, hasta un sitio que llaman Los Olmos, por la parte del camino de la Cenia, a espaldas de la parroquia y casa rectoral. Allí, junto a unos molinos aceiteros, debo esperar con mi tartana; allí se juntará conmigo Erhimo, digo, Donata.

Tal es la parte mía en el plan; ved ahora la de mi cómplice. Donata, encargada de cerrar el portalón de la huerta, hará todo lo contrario, que es fingir que lo cierra y dejarlo abierto. Se acostará como siempre en el cuartito alto, donde también duerme Toneta. Ya cuenta con que ésta la favorecerá con su ayuda y su silencio. Recogerá en un lío toda la ropa que pueda llevar, y a media noche bajará descalza o con alpargatas, llevando para el perro queso y pan con que acallará los ladridos del honrado animal. Ya Sultán la conoce: es su amigo y no ha de hacerle ninguna mala partida en el crítico momento... Arriesgadillo es el complot; pero confío en mi buena estrella y aguardo lo que el destino quiera depararme... Adiós, Ulldecona; adiós, orgulloso Arcipreste, y que en la próxima noche sea pesado tu sueño y ligeras las sandalias de mi amante odalisca... Punto final. A ti me encomiendo, Beramendi amigo, para quien son estos desaliñados renglones.

Tortosa, Abril.- Entiendo que los divinos ángeles y San Antonio bendito, protector de los enamorados, se pusieron de nuestra parte en aquella memorable noche, porque todo el plan presupuesto quedó cumplido sin la más leve contrariedad. ¡Jesús mío, qué suerte! A la media hora de estar yo en la espera de Los Olmos con la ansiedad que puede suponerse, vi que de la obscuridad se destacaba un bulto, cargado con otro bulto menor, o lío de ropa. El corazón, antes que la vista, me dijo que era Donata. No hallo términos con que pintar mi alegría, y la priesa con que introduje a mi fugitiva en la tartana, y di al tartanero las órdenes de salir a escape. Comprenderéis, oh insignes Marqueses, Mecenas míos, que los primeros instantes de nuestra viajata fueron consagrados a la celebración del santo suceso, la divina libertad lograda con manifiesto auxilio del Cielo, y que el himno de júbilo y las felicitaciones consiguientes se confundían con amorosas ternezas, y con las caricias que a mi audacia consintieron la timidez y encogimiento de Donata. Luego se recogió ella en su piedad, rogándome que le permitiese rezar el rosario, a lo que no pude oponerme, por más que ni el rosario ni ninguna otra forma de devoción estaban en mi programa. Hícele mil preguntas, a las que contestó que, no creyéndose segura hasta pasar de Santa Bárbara, convenía que nos encomendáramos a Dios, dejando para las horas de tranquilidad las explicaciones y comentarios de lo que atrás quedaba y de lo que teníamos camino adelante. Hube de acompañarla en la enfadosa recitación del rosario, y en verdad, poco me importaba esta corta interrupción de nuestra dicha, teniendo ya en mi poder a la bella Erhimo, sacada por mi astucia del harem de don Juan Ruiz.

Antes de amanecer, pasado ya el lugar de Santa Bárbara, vi a mi Erhimo repuesta de su ansiedad y susto. Quise que satisficiera mi curiosidad en algunos hechos observados y nunca comprendidos durante mi residencia en Ulldecona, y empezó por aclararme el enigma de aquel misterioso casón de puerta heráldica, y del berrinche que allí había cogido el Arcipreste, el día de la voladura de los platos.

«Te habló de una vieja cócora y pleitista -me dijo Donata-, para desorientarte. En aquella casa están escondidos el Rey y su hermano. Nadie lo sabe. Yo y algunas de nosotras lo sabemos. En la casa vive una señora anciana, rica, noble, y no partidaria de la Causa. Mi tía es criada de la señora, que se llama doña Tiburcia... Él ha querido que don Juan se lance al campo con su gente; don Juan no estaba por eso. Insistió el Rey con malos modos, y de ahí vino el sofoco del Cura y la furia que desahogó en casa con nosotras... Una cosa te pido, Juan, y es que al llegar a Tortosa, a nadie hables del pueblo y casa en que están escondidos el Rey y Príncipe; que no debemos meternos a delatores».

Pareciome muy atinado y prudente este propósito de discreción, y allá se entendiera el Gobierno con aquel Rey de pega, que no sabía por dónde salir del pantano. Luego me informó Donata de algo muy interesante, que hasta entonces era otro enigma para mí. En Tortosa nos aposentaríamos en la casa de una prima suya, llamada Polonia, con quien sostiene relaciones de amistad cariñosa. Se criaron juntas, se quieren como hermanas. Viuda de un zapador, Polonia vive del corto rendimiento de una modesta casa de pupilos, puesta bajo los auspicios de la guarnición de la plaza: son sus huéspedes un capitán, el Músico mayor y uno o dos (en esto no estaba muy segura Donata) capellanes castrenses. Ya había escrito a Polonia notificándole su resolución de abandonar, por el procedimiento de la fuga, pues no había otro, la casa y el nada honroso patronato del Arcipreste. Segura estaba de ser bien acogida, y de que en casa de su prima podríamos trazar sosegadamente nuestros planes del porvenir. A mi recelo de que en aquel refugio nos alcanzase la persecución del celoso don Juan, opuso Donata esta afirmación tranquilizadora: «No temas, Confusio. No va el Arcipreste a Tortosa ni atado. Allí son pocos sus amigos, muchos sus enemigos, y hay unos cuantos que se la tienen jurada». Esto me dio un buen pie para pedir a Donata su opinión del carácter de don Juan. ¿Qué pensar de tal hombre? ¿Es bueno, es malo, o un plexo intrincado de cualidades recomendables y perversas?

«Es bueno -dijo la guapa moza-; todo lo bueno que puede ser el que no vive como es debido. La mala es Olegaria... envidiosa, egoísta, y además tan torcida y dañada de religión, que si se va a mirar, en nada cree: si no es atea, le falta poco... Piensa y dice cosas que hacen estremecer al Santísimo en su altar... Y no has visto otra más ambiciosa: todo lo quiere para sí... Te roba las estampicas, los pañuelos, las agujas y dedales, y hasta un bollo que tengas guardado para tu merienda... ¿Y golosa?... más que una gata. ¿Y acusona?... un horror. Ella es la que con sus chismes y cuentilorios trae revuelta a toda la familia». Bien claro me decía Donata que sus antipatías se concentraban en la rubia. Los motivos Dios los sabrá... Quedábame yo en el Limbo de mis dudas respecto al tipo moral del Arcipreste; y por más que reiteré mis preguntas, no pude obtener de Donata más que confusiones semejantes a las mías. «En conciencia -me dijo-, no puedo responderte como tú deseas. ¿Es bueno, es malo? Yo, pobre mujer sin mundo, no puedo darte sentencia fija sobre un hombre como ése, tan raro en sus sentires, en sus pensares y en sus entenderes. Como bueno, bueno, no es, digo yo, pues siempre está faltando, Juanico, faltando a lo que manda Dios, y haciendo faltar a los demás... Como malo, malo, no es tampoco, porque a lo mejor te saca unos arranques de hombre bueno que te dejan pasmado. Así es que no sé, no sé... Tú, que eres sabio, sabrás esto de que un hombre pueda ser malo y ser bueno... y de que haya bondades malas y maldades buenas...».

Camino adelante, repetíamos de vez en cuando las tiernísimas expresiones de nuestro afecto, al rodar trompicoso de la tartana; nuestra conversación se iniciaba con cualquier asunto, y siempre, sin saber cómo, derivaba hacia la familia, casa y asuntos del Arcipreste. Por esta razón me enteré de interesantes particularidades, que quiero consignar sin demora para satisfacción de mi amigo Beramendi, y de los ociosos que en edad próxima o lejana leyeren estas deshilvanadas aventuras. Pues, según las referencias de Donata, son muy variadas la procedencia, categoría y funciones de cada cabeza de ganado en la femenina grey del buen Hondón. Mujeres hubo allí que debieron al amor su ingreso en el hogar; mas esto no era lo común; mujeres hubo que entraron simplemente a servir; otras que eran hijas de antiguas servidoras; otras que llegaron inopinadamente sin más razón que la caridad del Arcipreste, gran amparador de huérfanas, y aliviador de viudas ahogadas, y de familias venidas a menos. No todas las muchachas que entraron con este carácter, dando a la casa vislumbres de hospicio, incurrieron en debilidad de amor con el Cura. Hubo casos rarísimos: feas que pecaron, y hermosas que salieron tan puras como habían entrado.

Comprendía Donata en la síntesis de familia a las que yo designaba, por su edad, en las dos clases de amas y sobrinas. Y resultaba que eran sobrinas algunas que yo tuve por amas, y al contrario; y otras, las más, no tenían nada de sobrinas por razón de parentesco. Por ejemplo, Carmeta, ya madura, era sobrina efectiva, hija de una hermana de don Juan; Toneta, la Dolorosa, era hija de Monsa, una de las más viejas amas, prima hermana de don Juan. Clasificadas por el lenguaje, resultaban los dos grandes grupos, aragonés y catalán, dominando el primero, porque de tierra de Teruel solían mandarle al poderoso Arcipreste remesas de lucidas zagalonas para que las amparase y pusiera en la carrera de matrimonio. Olegaria, la pérfida y venenosa rubia, es catalana, y no tiene vínculo de sangre con el patrono, ni con ninguna de sus amas o amadas de diferente edad y abolengo: vino al cotarro como de aluvión. Si la costumbre de no despedir a nadie acreditaba el buen corazón del Cura, por otra parte era grave mal, porque la familia crecía desmedidamente, con riesgo de choques y zaragatas. Por último, de sí misma habló Donata muy poco, y aún ignoraba yo totalmente su origen, el cómo y cuándo entró en la familia, y otros mil pormenores y circunstancias que eran sin duda de grande interés. A mis insinuaciones pidiéndole estas para mí preciosas noticias, se anticipó así: «No te impacientes, Juanico, que tiempo tenemos de hablar de todo, y de que yo te cuente lo que es fácil de decir y lo que no se dice sin trabajo y pena».

Nuestro viaje se acortaba por momentos, y a las primeras luces del día vimos un paisaje en que Donata reconoció las inmediaciones de Tortosa. Ya estaba cerca la caudalosa corriente del Ebro; ya se veían los cerros que circundan la histórica ciudad; ya llegábamos a nuestro refugio, y empalmábamos el fin de una vida con los comienzos de otra, que habrá de ser felicísima... Estimulados ambos por la frescura de la mañana y por el gozo que trae siempre un nuevo día, renovamos nuestro juramento de amor, y sellamos el pacto con arrebatadas ternezas. Libertad dijimos al salir de Ulldecona; voluntaria esclavitud proclamamos al enfilar el puente de barcas para entrar en la venturosa ciudad, que a Donata y a mí nos pareció la más bella y alegre del mundo... como que fue espejo en que nuestra felicidad se reproducía.

Y a medida que nos internábamos en la población, dejado el suplicio de la tartana, mayor alegría sentimos. Hízome admirar Donata la diligencia con que acudían los hombres a sus varias industrias y trabajos, la belleza y lozanía de las mujeres, la no menos opulenta hermosura de los frutos del suelo, que en el mercado acreditan la feracidad del vergel circundante... Estas impresiones, y el cielo azul, la luz vivísima que hacía sonreír a todas las cosas, y el caudal majestuoso del Ebro, penetraban en mí con las formas de amor, de esperanza.

Pensó Donata que antes de entrar en la que había de ser nuestra casa, situada en lo que llaman el Rastro, debíamos ir a la Catedral a dar gracias a Dios y a pedir a la Virgen de la Cinta que nos amparase en la vida nueva que emprendíamos. Me pareció muy bien. A la santa iglesia nos fuimos, la cual por fuera es de un greco-romano mazacote y pedantesco, interiormente bella, mística, ornada de primores artísticos y de ingenuas fruslerías costosas, que mueven a la devoción. La Virgen de la Cinta, ante cuya majestad estuvimos arrodillados largo rato, es linda, consoladora, de expresión divinamente afable. Ninguna imagen he visto que me haya cautivado tanto como ésta, ninguna que tan bien sintetice en su rostro la dulzura y la gracia... Nunca vi manos tan puras como las que muestran la milagrosa Cinta, ni cabeza en cuyo contorno brille con tan celestial resplandor la corona de estrellas.

Trabajillo me costó sacar a mi amada de la espléndida capilla. Por su gusto se hubiera estado allí todo el día reza que reza, sin acordarse de que hemos de alimentar nuestros cuerpos desmayados del insomnio. Salimos, y por calles para mí desconocidas, risueñas, animadas del hormigueo alegre de la vida tortosina, nos fuimos a la casa de Polonia, quien nos recibió poco menos que con palio; tan satisfecha estaba de tenernos en su compañía. Mi primera diligencia, después de tomar chocolate con lucido acompañamiento de tiernos bollos, fue salir a recoger mi maleta, y a despachar al tartanero de Ulldecona, breve ocupación en que me guió el asistente de uno de los pupilos de Polonia... Ésta nos instaló en lo más alto de su vivienda, donde estaríamos, según dijo, algo estrechitos, pero con preciosa independencia, aislados del bullicio de la casa. A mi odalisca y a mí nos agradó el aislamiento, y no nos molestó la estrechez, porque así estábamos más juntos el uno del otro. Mi querencia de las comparaciones me hizo ver en el palomar alto y recogido una reproducción fiel de aquel otro en que anidé con la blanca Yohar, por arte y gracia de Mazaltob y Simi...

Permitidme, oh nobles Marqueses, que guarde en mi mente y en mi corazón, apartadas del descaro de las cosas escritas, la tarde de amor... la noche de intenso descanso, de un dormir hondo y dulce...