Carlos VI en la Rápita/XXIV

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XXIV

Acordaron Donata y Polonia que comeríamos en la cocina, pues aunque somos huéspedes, nos consideramos de la familia. Este apartamento fue muy de mi gusto, y no porque nos molestaran los pupilos; al contrario, en ellos encontramos afabilidad y cortesía. El Músico es un ángel; el Capitán un aragonés de lo más corriente y francote que he visto en mi vida; el Castrense (no son ya dos, sino uno) un señor picoteado de viruelas, de mediana edad, un poco duro de semblante, pero sencillo y cariñoso en su trato, persona excelente, si no me engañaba el primer vistazo. Observo con gusto que mi Donata se afana desde hoy por ayudar a su prima en los trajines domésticos. En la cocina están las dos tan entretenidas, que da gusto verlas. Otra observación fugaz: Polonia es guapa, frescachona; pero no llega ni con mucho a la clásica belleza hispano-árabe de Donata-Erhimo.

Un día más, y sigo observando. El Capellán consagra diariamente un mediano rato al arreglo de las cuentas de Polonia. En un librito le va poniendo el gasto, sin omitir lo más insignificante y menudo, y por otro lado van los ingresos. Gracias a don Jesús Portela (que así se llama) la simpática patrona lleva sus negocios con admirable claridad y limpieza. No podrán decir lo propio las innumerables pupileras esparcidas por el ancho mundo. Mi dominante espíritu de comparación háceme pensar en Lucila y en el novio administrativo que le ha salido para enderezar su existencia hacia las ordenadas esferas de la Economía Política y Privada... Otra cosa: no sé de dónde habrá sacado mi buen Capellán que yo soy un gran teólogo, y que cuando llegue a Tarragona saldrá el Arzobispo a recibirme como a un enviado del Papa, o poco menos. Esta idea del buen Portela, me le pinta como un administrativo forrado de inocencia paradisíaca.

Sigo observando y enterándome de todo: el Capitán se empeña en llevarme a ver el Castillo, que desarrolla su imponente grandeza en los altos de la ciudad. Me dejo llevar y querer, y en los baluartes, oficiales de distintas armas se nos unen... Me cuentan el suceso de la Rápita, que aún no ha dejado de ser aquí la diaria comidilla de todas las bocas. ¿De qué se ha de hablar más que de la calaverada orteguista, del estúpido desenlace de aquel drama político, el peor aderezado y compuesto que nos ofrece nuestra Historia, primer teatro del mundo en sediciones y pronunciamientos?

Reproduzco una noticia breve, fugaz nota recogida de un testigo presencial, Teniente del Provincial de Tarragona: «Salimos de San Carlos. Ignorábamos a dónde se nos llevaba. Esto fue el día 2. Hasta entonces nada sospechábamos, o por mejor decir, ninguno de nosotros sacaba del corazón su vaga sospecha... Habíamos visto dos tartanas que iban delante de las tropas a regular distancia. Cuando el General a ellas se acercaba, se descubría con todo respeto y reverencia... Ya empezaba a correr un cierto run-run de boca en boca. Llegamos a un sitio llamado Coll de Creu, donde se hizo alto para comer... Formamos pabellones, y los soldados se quitaron las mochilas. En la vanguardia se sirvió la comida al General y a cinco o seis personas más, debajo de unos árboles... Yo no puedo referir lo que pasó... sólo diré que en nuestro batallón corrió de punta a punta una ráfaga de luz, de inspiración; nos pusimos todos en pie, abandonando las raciones; sonó toque de llamada; los soldados echaron mano a las mochilas. Nuestro Teniente Coronel nos habló a gritos: '¡Hijos, vamos vendidos!... ¡Viva Isabel II!' Yo no sé lo que pasó, vuelvo a decir. Sé que algunos soldados señalaban una nube de polvo en que iba Ortega con cuatro más, a galope tendido. Desaparecieron... Los del Provincial de Lérida nos contaron luego que a los desconocidos caballeros de la tartana les cogió el pánico cuando estaban comiéndose un pavo que llevaban entre papeles. Cada uno de ellos se arregló como pudo con un alón o pata, y comiendo iban cuando arreó disparada la tartana, y se perdió también en nube de polvo».

No se abren aquí las bocas más que para decir algo del desgraciado Ortega. Los que no hablan de su insensato alzamiento, hablan de su captura. A Ortega encontramos en la sopa y en la escudella; Ortega sale a relucir en toda charla de paseantes; Ortega, en la sala y en la cocina. En la de Polonia estábamos cuando entró a encender un cigarrillo en las brasas del fogón el castrense don Jesús Portela, y nos contó cómo había sido capturado el General en su fuga... Tan ciegos estaban él y sus compañeros de locura, que en vez de correrse a la costa en busca de un falucho que les llevara mares adentro, se metieron en el corazón de España. No podían desechar la ilusión de que el país se sublevaba por la Causa. Soñaban con el levantamiento general, con Madrid convertido a la fe montemolinista. Siguiendo este fantasma, se internaban de pueblo en pueblo, camino de su perdición. El hijo del conde de Sobradiel, ayudante de Ortega, era un valiente soñador que creía encontrar en cada pueblo lo que no encontraron en Tortosa... Todo su afán era llegar a Alcoriza, donde contaban con fantásticos auxilios del Barón de la Linde... Pero en Calanda se acabaron las ilusiones: los fugitivos chocaron con un alcalde que los reconoció y los puso debajo del recaudo de la Guardia civil... Todo esto nos refirió el Capellán, que acabó abominando del carlismo como ciudadano consecuente que milita en la Unión liberal, y debe su posición a Posada Herrera.

Pasa otro día, y se ensancha la esfera de mis amistades. Conozco y trato a sinnúmero de oficiales de la guarnición y de los batallones que en mal hora trajo de Baleares Ortega. Éste no tiene la cabeza buena, en concepto de muchos, y sólo así se explican sus inauditas rarezas y actos extravagantes. En Palma, cuando preparaba la desatinada expedición, iba de taller en taller, vestido de paisano, con botas, vigilando la compostura del armamento... Pues al traerle prisionero desde Calanda a Tortosa, los que le custodiaban sufrieron acerbas quejas y reproches del desgraciado General, irritado de las incomodidades inherentes a su triste situación. Pedía lo que no podían darle, y reclamaba lo que en aquellos míseros pueblos no existía. Es hombre de hábitos elegantes, hecho a los refinamientos del tocador. Le desesperaba el no poder mudarse de ropa. En Alcañiz pidió un traje negro de pana, y no hubo más remedio que hacérselo en breve tiempo. Vestir de negro, con botas altas de charol, guantes color lila, era un atavío muy del gusto de aquel hombre, a quien la conciencia de su buena figura y porte, y los éxitos sociales, inclinaban a la presunción.

Temiendo un arrebato de locura o despecho, los guardianes del General no le permitían afeitarse, con lo que movían mayores arrebatos de la presunción. La idea de estar feo y poco galán sacaba de quicio al hombre tanto como le irritaba su fracaso militar y político. Pero aún hubo de ser más vivo el enojo del pobre Ortega cuando se le sirvió la comida sin cuchillos ni tenedores, que esto es de rigor tratándose de presos en quienes se supone con fundamento la demencia suicida. La porquería de comer con los dedos le sublevaba; ponía el grito en el cielo; clamaba contra sus verdugos; protestaba de su buena intención patriótica en la empresa frustrada, y decía: «Yo haré saber a la Europa este bárbaro tratamiento que se da a un General español, por el hecho de querer traer a su patria la paz definitiva. Yo no soy carlista, no soy absolutista... quiero la fusión de las dos ramas, deseo ardiente de todo español honrado... Yo defiendo la causa fusionista, y por ella moriré, si así lo quieren mis enemigos».

¡Infeliz hombre! Mimado de la sociedad y favorecido de las damas, su buena figura y sus relaciones no habían tenido poca parte en los fáciles adelantos de su carrera militar. Era un caso del señoritismo endiosado, que desvanecido con los triunfos sociales, acaba por creerse un derecho y una fuerza. Fuerza ilusoria es, bomba de vidrio, fundida en salones y tertulias, y que al salir disparada de estas esferas, se estrella en mil cascos contra el primer muro que encuentra. ¿Verdad, amigo Beramendi, que Ortega no es más que una víctima del señoritismo, y que éste debe ser atado con cintas de seda para que nunca intente salir de los dorados espacios de la frivolidad al campo de la acción?

El risueño vecindario de Tortosa se entristece con la visión del próximo suplicio de Ortega. Empezó creyéndole criminal, y al fin le tiene por más merecedor del manicomio que del patíbulo. La execración y burlas injuriosas de los primeros días derivan rápidamente hacia la compasión. Dulce, Capitán General de Cataluña, ha llegado a Tortosa reventando de inflexibilidad. O'Donnell, desde África, ha dicho que no hay perdón, y en Madrid, el blanco corazón de Isabel se pone frenos para no dar lugar a la clemencia... Cuando nos aseguró el Capitán que el fallo cruel es inevitable, Donata y yo caímos en gran tristeza. Ortega no nos había hecho ningún daño. Dicen que el daño grande lo ha hecho al país; pero este perjuicio, si es cierto, se reparte por igual entre todos los españoles, y la porción que a nosotros nos toca es inapreciable por su pequeñez. Donata me dijo: «Vámonos a rezar a Nuestra Señora de la Cinta para pedirle que haga lo que no quieren hacer Dulce en Tortosa, O'Donnell en África y la Isabel en Madrid». Y yo, que cada día me siento más sumiso a la bella Erhimo, digo, Donata, le respondí: «Recemos a la Virgen para que entre la sentencia y el pecho de Ortega interponga su Cinta milagrosa».

En la capilla de la Virgen pasamos la tarde. Luego fuimos de paseo hacia la puerta del Temple y el Astillero, y en nuestra conversación, divagando lentamente, sentados al fin en un recuesto donde contemplábamos la majestuosa corriente del río, surgió un pequeñísimo punto de discordia que me ha hecho cavilar más de lo que yo quisiera. Ello fue que, en el ardimiento de mi pasión, me arranqué a declarar que es broma todo lo que he dicho de cantar misa, y que mi verdadera vocación es el vivir laico en la turbulenta lucha del mundo. En mi amada noté algo como desvanecimiento súbito de una ilusión. Largo rato permaneció callada y seria, mirando las aguas del Ebro. Comprendí que mi sinceridad no fue de su gusto. Lo que a mí me parecía muy natural, perturbaba sus ideas. Vi ante mí, o entre mi persona y Donata, un mundo extraño y anormal, que nunca pensé pudiera existir. La idea laica, con su natural secuencia de matrimonio y vida regular, no era de su gusto. ¡Monstruoso fenómeno de psicología artificial, obra de las direcciones equivocadas de la existencia!...

Emprendimos el regreso con cierta esquivez el uno del otro, y sólo hablamos de cosas insignificantes. La tristeza que el incidente descrito me produjo, se desvaneció por la noche viendo a mi Donata como siempre amorosa, quizás más que de ordinario, cual si quisiera desagraviarme. Por último, se franqueó del modo más lisonjero para mí, diciéndome: «Confusio mío, dejo aparte mis gustos en lo tocante a tu carrera. Seas tú lo que fueres, y cantes misa o dejes de cantarla, yo a ti pertenezco para toda la vida, porque tú has querido tomarme, y yo darme a ti con entera voluntad. Más te quiero cada día, y tan enamorada estoy de ti y tan cautivada de tus prendas, que si me faltara tu cariño, me faltaría también la vida». Con ardientes caricias pagué el regocijo intenso que me dio esta declaración, y ella la corroboró con nuevas ternezas, terminando nuestro nuevo pacto de amor en el alto aposento recogidito.

Repitió Donata al siguiente día sus oraciones a la Virgen de la Cinta para que se apiadase de Ortega, trayéndole el indulto, ya que ablandar no podía la dureza del Consejo. Éste fue de los que llaman ordinarios, y de él formaba parte mi compañero de vivienda, el capitán Albuerne, quien me contó que el pobre reo había protestado airadamente de no ser juzgado por un Consejo de Generales, como por su calidad le correspondía. Habló Ortega cuanto quiso, y leyó un escrito largo ante el adusto Tribunal; mas no pudo obtener clemencia, y fue condenado a morir, tremendo fallo que espeluzna. Dicen que esto es necesario para que subsista en su inmaculada doncellez la Disciplina Militar, y en ello convendríamos todos si no supiéramos que ya está bien violada de innumerables seductores, aunque se guarda como un dogma el convencionalismo de que substancialmente convivan la violación y la virginidad.

Despojado de la dignidad militar, Ortega no dejó de ser elegante en el mayor aprieto de su vida y en los preparativos para su muerte, y encargó un traje negro de paisano, según su particular gusto, bien ajustado, con botas altas, y capa corta, que airosamente llevaba. Preso en el Castillo, era el galán peripuesto, que se desvivía por que su presencia y figura fueran admiradas de cuantos pudiesen verlas. Ante el Tribunal como ante el público, su tribulación se aliviaba revistiéndola de cierta elegancia melancólica. Su romanticismo no le abandonó un instante. Después de sentenciado, soñaba con la evasión, con el indulto, emanado del tierno corazón de Isabel; confiaba en las vehementes gestiones de la Montijo y de su hija la Emperatriz Eugenia. Hacia estas empingorotadas damas volvía mentalmente sus ojos, paseándose en la prisión con su capita terciada, en gallardas actitudes.

Una noche más... El castrense, vestido de hábitos, lo que fue para mí una transfiguración de su persona, me propuso llevarme a ver a Ortega en la capilla. No quise acompañarle. Las barbaries de la ley me llenan de frío el corazón, incapacitándolo para execrar las de los malhechores.