Cuestión de ambiente/III

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Capítulo III - Miasmas de pantano[editar]

-¿Pero a quién ha salido esta chica? ¡Ay! Dios me dé fuerzas para resistir este golpe, que bien las he menester. ¡Esto es atroz! ¡Un caso así en nuestra familia! ¡Qué impudor! ¡Qué desfachatez! Esta hija me va a matar. ¡En nuestra casa, donde la pobre abuela Rita murió en opinión de santidad y todos siempre han sido tan buenos, tan buenos, que por concesión de Pío IX nos llamamos santos protectores de la abadía del Recuerdo! Si al menos fuese casada... (Esto se la escapó sin querer, y era el símbolo genuino de su modo de pensar.) ¡Con la educación que te hemos dado tu padre y yo -siguió-, parece imposible que hayas hecho lo que has hecho! -Y luego, con acento doloroso de egoísmo herido-: Cuando todo iba tan bien, esta chica viene a aguar la fiesta.

Tu hermano, matándose tal vez a estas horas; nosotros, deshonrados mañana cuando la gente sepa (porque en este dichoso Madrid todo se sabe) tus necedades e indecencias. ¡Bonitas nos pondrán! ¡Hay tanto envidioso! ¡Esto no se puede sufrir, es atroz... atroz!

La que así hablaba no era otra que la Excma. Sra. D.ª Rosa Álvarez de los Burgos, Condesa de Torres Altas, grande de España de primera clase, perteneciente por parte de su padre a la ilustre familia de los Álvarez de los Burgos, cuyo último vástago, hijo y heredero de la que al presente nos ocupa, el joven Marqués de Casa Baia, dio fin a su preciosa existencia levantándose la tapa de los sesos, después de derrochar su patrimonio, el de su mujer y buena parte del de sus amigos, y cuya historia, sobre ser muy posterior a la que narramos, es vulgarísima, aunque no me atrevería a jurar que algún profundo psicólogo no hallase en ella abundante filosofía y provechosa enseñanza.

Era doña Rosa (Rosina, como la llamaban sus íntimos) una morena alta, de buena figura y arrogante porte, ojos negros y relucientes, un poco pequeños; nariz remangada, aunque no mucho; tez fresca relativamente para su edad (debía de frisar en los cuarenta y cinco), pelo negro y abundante, donde seguramente habría numerosas canas a no estar cuidadosamente teñidas, y expresión afectada e insinuante. De prendas morales más valía no hablar, y no hablaríamos seguramente, a no exigirlo la claridad de la presente historia.

Nada diremos de la deficientísima educación que recibió en uno de los más célebres conventos franceses; pasaremos también por alto sus primeros resbalones de soltera, aunque sobre ellos tendríamos mucho que contar, y nos detendremos en el tercer período de su vida, o sea después de su boda con el Conde de Puente y de Casa Baia.

En honor de la verdad, hay que confesar que la época de mayor esplendor que alcanzaron las ya nombradas casas, fue en el tiempo que Rosina y su marido reunieron en sí sus títulos y preeminencias; y esto, aunque parezca extraño en personas de tan escasas dotes morales, tiene sencilla explicación, teniendo en cuenta que careciendo de toda virtud y de todo noble sentimiento, e incapaces de ninguna mira verdaderamente elevada, se habían compenetrado aquellos dos seres hasta formar un solo carácter, cuyas ideas, aspiraciones e ideales llegaron a estar perfectamente definidos y aun a realizarse en gran parte. Habían aceptado ambos la vida como un buen negocio en que eran socios, para cuya ventajosa realización necesitaban apoyarse mutuamente con su cariño y su respeto. No engañarse nunca para poder engañar a los demás, era su máxima; y, ciertamente, les dio buenos resultados.

Verdad que el vulgo la acusaba de algunos deslices; pero no menos cierto que nunca había dado ningún escándalo, cosa que la salvaba, pues en la sociedad actual no se condena el mal, sino el ruido que produce; y también verdad que si había existido el desliz, lo había ocultado tras un tupido cendal, que nada había trascendido al exterior. Sólo como un rumor de malas lenguas, en las que Dios nos libre de creer, diremos que se susurraba que las personas en cuyo obsequio descendía de su pedestal de inquebrantable virtud, eran casi siempre personajes de grandísimo influjo, y (horroriza pensar dónde llega la malicia humana) que el marido lo sabía y hasta daba su venia. Claro que el autor rechaza con indignación la calumniosa especie, que directamente va contra tan virtuosa señora y tan pundonoroso caballero. Lo que sí es indudable, es que aquellos dos seres habían dedicado su vida entera, no a la educación de sus hijos, no a hacer la felicidad de su hogar, sino a subir, subir, escalando las alturas de la posición, de la elegancia y de la fortuna, prefiriendo las satisfacciones de la vanidad a cualquiera otra, y no menos indudable que lo habían conseguido.

Ocupados en tan elevados quehaceres, no pudieron dedicarse, como fuera su deseo, a la enseñanza y dirección de sus hijos, por lo que ésta corrió a cargo de manos mercenarias que al primor llenaron su difícil cometido, haciendo del joven primogénito un perfecto sportman y de la niña una elegante damisela. Pero como en este pícaro mundo no existe dicha completa, algunos sinsabores vinieron a amargar la vida de tan simpático matrimonio. Ya el joven Marqués de Casa Baia (título que le cedieron sus padres en cuanto tuvo edad de llevarlo dignamente) demostró que, aunque heredero de la mayor parte de las cívicas virtudes paternas, le faltaban algunas en la vida privada para llegar al grado de perfección del autor de sus días, no siendo seguramente la de menos importancia la buena cabeza que éste había demostrado para la administración de sus bienes. Era, sin embargo, defecto del que con los años y la experiencia esperaban verle corregido. Lo que causaba su desesperación y les hizo más de una vez perder su calma egoísta sacándoles de quicio, fue la conducta verdaderamente incalificable de su hija. La distinguida joven, en vez de dedicarse a atrapar un buen marido (legítima aspiración de sus padres), se entregó con ahínco a emular a su hermano en sus aficiones a los violentos ejercicios corporales; pues si por la mañana montaba a caballo, patinaba por la tarde y aún la quedaba tiempo para hacer su aparición en paseo guiando cuatro fogosos caballos, con tan consumada maestría, que causar pudiera envidia al más hábil cochero inglés; y no se crea que era esto lo peor; aquello que más entristeció a los Condes fue ver que, en vez de charlar con los muchachos que por mejores partidos eran tenidos, pasaba las noches en los bailes con los pelagatos que más animada conversación poseían, y que también, desgraciadamente, menos posición y menos fortuna ostentaban y peor fama habían adquirido. Todo esto podía pasar como ligerezas; pero lo que revistió caracteres de excepcional importancia fue que lo comenzado por un flirteo de salón con Pepito Arnal, joven de buena familia, tronado, ligero, calavera y casado con una riquísima americana, tan celosa como opulenta, se fue agravando hasta tomar los caracteres de verdadera pasión.

Mucho contrarió esto a los señores de Puente, y, desde luego, con su experiencia del mundo vieron el remedio en la constante compañía de la madre y un viaje emprendido con oportunidad. Pudo más su egoísmo que la voz de la prudencia que tal viaje aconsejaba, y encontraron una solución elegantísima para aquel conflicto. Su hija era una neurasténica, y con el veraneo y los aires de Biarritz sanaría; aparte de que bien sabía ella lo que se debía a sí y a sus padres.

Llegó el verano, y durante él, Eulalia no vio a Pepito y hasta pareció haberle olvidado, y junto con él sus aficiones de sport, adquiriendo, en cambio, tan desmesurada afición a engalanarse y embellecerse, que se pasaba la mitad de su vida en casa de las modistas y perfumistas, donde sangraba la fortuna paterna. A pesar de aquellas sangrías, estaban los Condes encantados de tal solución; y en tan risueño estado de ánimo, después de su visita anual a París emprendieron el viaje de regreso a la corte, donde con harta satisfacción vieron a su hija seguir el mismo derrotero. Cuando, ya tranquilizados del todo al saberla coqueteando con Ignacio, se disponían a trabajar para que hiciese una buena boda, estalló la tormenta de modo inopinado. ¡Era atroz! Ella, su hija, la descendiente de Álvarez de los Burgos, de aquella familia en cuyo preclaro linaje se contaba doña Rita Álvarez de los Burgos y Figueras de la Reina, la abuela Rita, como ellos la llamaban, muerta en opinión de santa; donde una Condesa de Casa Baia se dejó matar antes que faltar a su marido; donde la honradez estaba hasta en el lema (tal vez único sitio donde con derecho podía estar): «Honrado vives, honrado mueres...», entregarse así al primer perdulario que pasaba por la puerta. ¡Oh, era atroz...! ¡Un hombre casado!

No parecía su interlocutora espantada ante aquella tormenta que estallaba sobre su cabeza, ni tampoco anonadada por las históricas citas (quizá por conocer su verdadero valor). Había tomado asiento en una cómoda butaca, colocado un mullido almohadón bajo la negra cabellera, bastante abundante por cierto, y paseaba sus ojos, de un castaño obscuro, con indiferencia por la habitación, yendo a detenerlos de vez en cuando en su madre, cuyas palabras oía como quien oye llover.

¡Bah!, ya se cansaría, y entonces podrían hablar de las soluciones.

Era la joven, al igual de la Condesa, morena, bien formada, de marcadas curvas y rostro bastante correcto, aunque sin ser ninguna maravilla. Vestía con exageradísima elegancia un traje de paño malva, bordado en seda y nácar del mismo color. Ni un cabello se había soltado de su peinado, ni un pliegue de su traje descompuesto; por el contrario, toda su persona revelaba tranquila calma. Columpiaba una pierna cruzada sobre otra, y llevaba de vez en cuando a su rostro, en que vagaba ligera expresión de melancolía, un gran ramo de gardenias que llenaba la estancia con su fuerte olor.

Alzó la joven sus obscuros ojos impregnados de melancólica indiferencia, fijoles en su madre con una límpida mirada, y con voz tranquila y lenta, habló así:

-Mira, mamá, déjate de reproches inútiles, y decide.

«¡Bastante tengo con mis penas! Yo haré lo que quieras. Si un convento, voy; si prefieres que me case, lo haré. Lo que te advierto es que ya no hay ni que soñar con un buen partido, o un muchacho tronado que tenga la manga ancha, o un cursi que por casarse conmigo pase por todo. -Luego, con desaliento-: ¡A mí todo me es igual ya! Lee este periódico. Oye:

«Ayer se embarcaron en el vapor Velos, de la Compañía Trasatlántica, los señores de Arnal (don José), cerrando por ahora su casa de Madrid y proponiéndose emprender un largo viaje por América, que durará probablemente algunos años, regresando luego para fijar su residencia en París.» ¿Has oído? Pilar, cuando se enteró, amenazó a Pepe con armar un escándalo y divorciarse dejándole en la calle con lo puesto si no salían en el primer vapor para América, y se fueron. Ya nada me importa.»

Iba la Condesa a responder indignada ante tal cinismo, cuando se alzó el portier y anunció un criado: «Los Duques de Alcuna».

-¿Juntos?

-Sí, señora.

-¡Jesús, qué raro! -murmuró; y luego, alto-: Que entren, que entren.

Eulalia se levantó de un brinco; arregló el cojín de la butaca. -No cuentes nada- dijo, y escapó por una puerta lateral al tiempo que llegaban ellos.

Después de los saludos de rúbrica hablaron de diversas cosas sin importancia, que en general les bastaban a llenar horas enteras de grata conversación, ora despellejando al amigo ausente, ya burlándose del anfitrión de la víspera, ya destruyendo alguna mal cimentada reputación; pero que aquel día, ¡cosa extraña!, no les bastaban para cinco minutos, a ellos, que tan envidiable fama de conversadores gozaban. Por el contrario, de vez en cuando se producía un embarazoso silencio, que amenazaba prolongarse demasiado. Si nos fuese dable penetrar hasta el fondo del alma de aquellos tres personajes, sabríamos que la ida de los Duques no obedecía a otro objeto que el de echar un vistazo sobre el lugar del suceso y ver el estado en que se hallaban los principales protagonistas. Retozábales en el cuerpo un insano deseo de averiguar, contenido no sólo por la buena educación, sino también por la completa seguridad de que si interrogaban nada sabrían. A su vez, la Condesa sentía la imperiosa necesidad de hablar sobre tan desagradable aventura, experimentando la ansiedad de que los otros la preguntasen; pues entonces, aunque no fuese más que por el placer de darles un disgusto, callaría. Con tan loable intención dejó escapar un suspiro, sin que sus visitantes se diesen por enterados; luego otro, que corrió la misma suerte que el anterior, y por fin otro -tan formidable, que pareció que el corazón se la escapaba por la boca-, y que no por eso alcanzó mejor éxito que los precedentes. Desesperada ante aquella indiferencia y por ese invencible prurito que tienen las personas frívolas de contar las cosas desagradables que suceden en la vida, a pesar de la seguridad de que a sus primos las penas que sufría les tenían sin cuidado, que ningún remedio la darían y que sólo deseaban saberlas para hablar todo lo mal que pudiesen de ella, con una voz que partía el alma, dijo: -¡Qué desgraciada soy! -Alzaron ambos vivamente la cabeza, y sus ojos brillaron. ¡Aquel era su triunfo! ¡El de su prudencia! ¡Qué victoria tan nueva para ellos y para cualquiera de su mundo, donde no existía ninguna de las virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza!

Aproximáronse cariñosamente a ella y volcaron sobre su abatido corazón el bálsamo de sus más dulces consuelos.

No sería tanto. Su amor de madre la hacía verlo con colores más sombríos que los que en realidad tenía.

¿Que no? Se lo contó ce por be, tal y como ella lo había oído de labios de su hija media hora antes. No omitió detalle por atroz que fuese, desde que se conocieron hasta el vergonzoso desenlace en casa de la modista.

-¿Pero allí mismo?

-Sí, hija, sí; allí mismo, pared por medio con las oficialas.

Después habló de los remedios. Un convento... A éste hicieron un gesto despreciativo. No, aquél no era. Casarla. Sí, sí; justo. Pero ¿con quién? En un gran partido no había ni que soñar. ¡El escándalo había sido demasiado público! Entre un cualquiera enriquecido o un muchacho de buena familia, aunque no poseyese gran fortuna, prefería esto último; pero ¿dónde se encontraba? Y corría prisa, corría prisa. Esto lo dijo con tan amarga ironía, que no hubiese sido más si de un extraño se tratara, dejándose llevar de la costumbre que se sobreponía a su amor de madre.

Tenía la absoluta seguridad de que sus oyentes no habían de sacarla de apuros..., y, sin embargo, se equivocó. Con profundo asombro escuchó decir a la Duquesa:

-¡Ya le tengo, ya le tengo!

-¿Qué?

-¡El marido, mujer, el marido!

-¿Quién?

-Ignacio Loidorrotea, mi primo.

-Pero... ¿querrá?

-Sí, sí; ¿no ha de querer? -le dijeron los dos a coro. Ellos hubiesen hecho lo mismo. Y era el único. De gran familia, buen muchacho, guapo, listo, podía llegar muy alto. Ella dotaría a su hija en ocho mil duros anuales. Nada, nada, cosa hecha; se encargarían de todo. O eran o no primos. Antes era preciso consultar su voluntad a la muchacha. No era cosa de casarla a disgusto para que fuera desdichada. ¡Qué responsabilidad!

Se la hizo venir. Entró tranquila; saludó sonriendo cual si nada de particular hubiese sucedido; oyó lo que la proponían, y aceptó, sin extremos de agradecimiento, como la cosa más natural del mundo; saltó después con suprema habilidad a otros temas de conversación, y así, tranquilos al ver resuelta la cuestión, sin tener que temer ya las desagradables consecuencias, transcurrió el resto de la tarde en grato palique.

Ya anochecido, cuando los elegantes Duques de Alcuna corrían, reclinados en los almohadones de su milord, en dirección al hotel que habitaban en el barrio de Salamanca, rompió ella el silencio, y por uno de aquellos fenómenos psicológicos a que tan aficionada se mostraba en las novelas, como si arrojara un peso de sí, dijo, encarándose con su marido:

-Si me creyeras (y él no sabe lo que ha pasado) le propondrías a Ignacio casarse sin explicarle nada. Te evitabas un mal rato.

Arrojando una bocanada de humo y encogiéndose de hombros, es fama que contestó el prócer:

-Como quieras...; ¡por mí...!