Cuestión de ambiente/IV

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Capítulo IV - Bochorno[editar]

Aquella vergüenza estaba realizada. El mundo, el dorado mundo donde tal infamia se había llevado a cabo, encogiose de hombros, sonriendo sarcásticamente. ¿Qué le importaba? ¡Uno más! A ninguno de aquellos seres que ahora le rodeaban en la vida íbales nada en su deshonra: nadie le quería, casi nadie le estimaba, y si, por rara excepción, alguien sentía por él vaga simpatía, la sobriedad de su carácter puso siempre infranqueables barreras a toda amistad. Pero ese caso no se daba. El mundo, haciendo criterio de sus aberraciones para juzgar moralmente, usaba como norma para explicar los actos de los demás sus propios actos; para buscar los móviles, sus propias intenciones, y para las ideas, las suyas, bien mezquinas por cierto.

Todos tenían el convencimiento de que a sabiendas aceptó su vergüenza, y que lo hizo gustoso por gozar de la posición y la fortuna que ahora disfrutaba.

Tomad mi nombre, hasta hoy inmaculado; tomad mi corazón henchido de bondad y de ternura; tomad mi alma toda, a cuya perfección dos personas nobles y santas dedicaron su vida entera; pero dadme una corona con que ceñir mis sienes; todos me aplaudirán; dadme oro, mucho oro con que sentirme anfitrión, y gritarán mis huéspedes inclinándose servilmente a mi paso: «¡Oh!, es muy bueno, buenísimo. Tiene un corazón de oro.» Eso pensarían. Eso harían.

Desgraciadamente para él, no se sintió anfitrión, y la sociedad toda propaló a gritos su deshonor; tal vez algún día cambiara de conducta y entonces le ensalzarían, sin importarles haberle antes denigrado. La murmuración arrojó su nombre por los suelos, pregonando a voces aquella infamia.

¿Quién sabe si la brisa transportará en sus ondas tal murmullo hasta aquel olvidado rincón del monte Igueldo, donde en dos blancas tumbas, rodeadas de silvestres flores y cobijadas por llorones sauces, que agitaban sus plateadas hojas a los suaves soplos de los aires del Cantábrico, dormían el eterno sueño de la muerte el caballero, todo nobleza, y la santa, toda bondad? ¿Quién sabe si al ver deshonrado al hijo de su amor, al ver manchado su nombre, siempre limpio, rechinarían entre las heladas piedras sus pobres huesos de dolor, en espera al día de la suprema justicia en que tuviera cada cual lo suyo y cesaran para siempre las iniquidades de los hombres?

Habían transcurrido ocho meses desde su boda, y aún las murmuraciones no cesaban. Hablaban de todos, seguros de que se había casado con pleno conocimiento de los hechos consumados. Forjaban a diario nuevas y escandalosas historias; no pasaba día sin que hicieran algún ingenioso chiste a su costa, y, sin embargo, en medio de aquella pestilente atmósfera, y quizá por ignorar en absoluto su existencia, era feliz, y no sólo dichoso, sino tan noble, tan bueno y tan honrado como cuando partió del feliz retiro donde, al lado de sus padres, pasó su juventud.

Se había casado realmente enamorado de su mujer, en el comienzo de una de esas pasiones sólo dables en persona de su carácter y antecedentes y que bastan a llenar el transcurso de una vida entera. Aquel amor tenía una explicación sencillísima, si se tiene en cuenta que Eulalia, aunque no era guapa, tampoco era fea; que él llevaba dos años de vivir aislado en un páramo de afectos; que así como la necesidad de crearse una familia le había hecho mirar a los Alcuna, a la primera prueba de interés que le dieron como a hermanos, la necesidad de amor le había de apasionar por la primera muchacha que con buenos ojos le mirase, y sobre todo, que los corazones jóvenes, sanos y vigorosos necesitan amar.

Después de su matrimonio, en vez de disminuir este amor, creció de día en día, y, cosa extraña, pareció ser correspondido. La causa podía hallarse sin gran trabajo. Alejado Pepe de ella, tal vez para siempre, dejándola como recuerdos un amor sin límites y un hijo, que pronto nacería y que por exigencia del mundo en que vivían había de llevar el nombre de un extraño; indiferente para con aquellos padres que tales sacrificios la imponían; guardando en el fondo de su ser tan sólo odio para la sociedad, que, siendo la verdadera causante de sus males, ningún remedio la daba para ellos, vivió los primeros días de su nueva vida fingiendo amor que no sentía, siendo, por el contrario, desprecio sin límites lo que experimentaba hacia aquel hombre que transigía con tal afrenta a condición de verse dueño de títulos y cuantiosos bienes; y allá, en el fondo de su corazón, sin querer, por supuesto, confesarse tal debilidad, una angustia infinita y un deseo inmenso de arrojar de sí aquellos convencionalismos que la ahogaban ahora y que tan de su gusto eran antes, para que ya que no la fuera dable correr tras el ausente amado, por lo menos llorarle y rendir culto a su memoria cual a la de un esposo inolvidable.

Al principio nada la extrañaron los extremos de cariño de su marido, pues dada la triste experiencia que de los humanos tenía, sabía bien que todos los sentimientos son susceptibles de fingirse, y que cuanto más fuertes e instantáneos sean, más facilidades hay para esta superchería; pero poco a poco, a medida que el tiempo transcurría, fue admirándose de que en vez de cesar tales demostraciones hasta convertirse en indiferencia o cortesía helada, parecían adquirir mayor fuerza para transformarse en pasión avasalladora.

Una vaga sospecha la asaltó. ¿Estaría aquel hombre enamorado de ella? ¡Imposible! Creer aquello hubiera sido sencillamente pueril. ¿Para qué la servía su experiencia del mundo? ¿Para dejarse engañar como una niña? Y sonreía con sonrisa dolorosamente escéptica, de mujer curtida en las mundanas luchas.

-Sí, sí, se casó conmigo.. . nada más que por mi dinero. ¡Lo demás, farsa! -Y trataba de penetrarse de aquella idea asiéndose a ella con verdadera saña. Fríos razonamientos la preocupaban. ¿Para qué aquel fingimiento? Jamás gastaba nada de su fortuna, nunca pedía nada. Sin embargo, la certeza seguía y se aferraba a ella.

Un nuevo hecho vino a conturbar su espíritu, haciendo oscilar esa seguridad.

Un día, meses después de su enlace, cuando, recién acabados de almorzar y quejándose ella de dolor de cabeza, mostrábase Ignacio más cariñoso que nunca, entró la Condesa de Puente con cara de pocos amigos, y sentándose, o mejor dicho, desplomándose en una butaca, empezó a lamentarse con lagrimosa voz. «Aquel año era malísimo: los arrendatarios de las fincas de Soria habían venido a pedirla con lágrimas en los ojos les perdonase un trimestre, pues de lo contrario se morirían de hambre; los precios de los trigos habían descendido mucho, la cosecha de uva, escasa...; en fin, un desastre. Pero lo peor (aquí bajó la voz la atribulada señora) era que el joven Conde, su hijo, se entretenía en «tirar de la oreja a Jorge», sin olvidar por ésta al bello sexo, sino mostrando, por el contrario, el alto concepto que de él tenía en el elegante hotel y el bonito coche con que a una de sus más bellas representantes había obsequiado, contrayendo en tan honestos y laudables recreos gruesas deudas, que, a creer lo que la dama dijo, ascendían a unos diecinueve mil duros, que los amantes padres, siempre dispuestos a cualquier sacrificio por sus hijos, tendrían que pagar. ¡Por eso la Condesa había corrido a desahogar su pecho en su hija, en aquel ángel, su consuelo, su único consuelo, y en su yerno, modelo de todas las virtudes! Si todos los hombres -terminó diciendo, echándole de paso una rociada de incienso- fueran como tú, entonces otro sería el mundo (y sin creerlo ella misma, decía la verdad). Después, con mil mimos y no pocos suspiros, formuló su pretensión. Era cosa delicada..., bien lo sabía ella; pero... se trataba de la honra de su hijo. De su hijo, por quien ella era capaz de todo, hasta de pedir limosna; y su voz tomaba inflexiones patéticas. -En fin, como vosotros ahora de recién casados necesitáis gastar poco... por este año, sólo por este año.... en vez de los ocho mil duros os daría cinco... si no os apura. Ya veis, después de todo, es vuestro hermano. Si no, yo no sé qué vamos a hacer. -Calló, paseando su mirada de uno a otro, pidiendo respuesta. Eulalia fijó sus pupilas en su marido y dudó un instante. ¿A ella qué más la daba? Pepe estaba lejos, muy lejos, con el inmenso mar por medio; ni aun sabía a punto fijo dónde; pero allí estaba su legítimo esposo, aquel a quien la Iglesia y la ley daban derechos sobre ella. No, imposible, no podía permitir que les rebajasen la renta. Aquel era su precio y había que pagárselo; para eso dio su nombre a cambio de oro; había pasado el tiempo de los regateos. Pero antes de que pudiese pronunciar una palabra, se adelantó él. -Sí, ¿por qué no? Estaba dispuesto. ¿Qué les importaban tres mil duros? Luego... para sus hijos; pero por el momento podían pasarse muy bien sin eso. -Los dos le miraron, y luego se miraron entre sí. «Es imbécil» -pensó la suegra, encantada del buen éxito-. «¡Se ha casado conmigo por amor!» -fue la idea que penetró en el cerebro de Eulalia, grabándose en él con letras de fuego, sin que pudiera darse cuenta de si aquella impresión sufrida fue dolorosa o placentera.

Los días sucesivos obraron en ella una lenta transformación.

-¡Se ha casado conmigo por amor!- repetía sin poder arrojar de sí tal creencia, sino, por el contrario, hallándola mezclada en todos sus pensamientos con desesperante pesadez. ¡Ah! ¿Conque aquel hombre que ella había tomado por un ser sin honor, sin corazón, por un malvado, en fin, no era más que un desdichado que la amaba? ¡Tal vez, quién sabe! Había sido la fuerza misma de su pasión la que le hiciera descender hasta prestarse a tan degradante papel. Porque su vergüenza era de él bien conocida. Estaba cierta. ¿Cómo no saberla, si había sido la comidilla de todo Madrid? ¿Si no hubo nadie en el transcurso de aquellos infaustos días que no hablase de ellos?

Luego en el mundo existía un sentimiento suficientemente fuerte para hacer llegar la abnegación de un ser bueno y noble (empezaba a creer tal a su marido, aunque no en la medida que lo era en realidad) hasta pasar a los ojos de todos por aceptar tan indigno puesto a cambio de la fortuna. ¡Y había seres capaces de tal sentimiento!

Aquella seguridad llevó a cabo una revolución en su alma. Seguía amando con locura al ausente, dispuesta a cualquier sacrificio por su amor; pero aquella pasión era muy otra que la que ella comenzaba a sentir por Ignacio. En medio de aquellas salvajes pasiones desatadas, en el revuelto mar de sus violentos sentimientos, su corazón dolorido, que al principio resistió indómito, aislado por completo, empezaba a flaquear, y sin darse claramente cuenta experimentaba una suave satisfacción al sentirse amada.

Luchó consigo misma algunos días, y por fin halló la fórmula que necesitaba.

Pepe era su esposo. Ignacio sería su hermano.

¿Qué la importaba a ella que la sociedad no sancionase aquellas ideas? ¿Acaso no veía ella violar a diario las leyes sociales por los mismos que las daban? La sociedad la era indiferente. Carecía de sentido moral. ¿Pues entonces?

Desde aquel día su vida varió algo. Mostrábase más cariñosa con su marido, y salvo ligeras crisis en que el llanto se desprendía a mares de sus ojos y los sollozos la ahogaban, crisis que estallaban sin causa alguna y que todos atribuían al delicado estado en que se hallaba, ningún trastorno alteró su aparente dicha. Transcurrieron así los días sin novedad: feliz Ignacio con lo que creía amor de su mujer, reposada ella en aquel que miraba ahora como a hermano, esperando ansiosa el día en que el hijo de su amado naciese.

Faltaba ya poco para ver realizadas sus esperanzas, y más dolorida y cansada que nunca, permanecía echada en la meridiana, con Ignacio a sus pies, cuando un criado entregó una carta a éste. Levantose para ir a leerla junto al balcón, cuyas maderas estaban entornadas, y una vez concluida la lectura, guardó la carta en el bolsillo y dirigiose a la puerta. Detúvole la voz de su mujer: -¿De quién es? -De la prima Julia Alcuna. Nos convida a comer hoy en familia -siguió con voz tranquila-; dice, con mucho empeño, que no dejemos de ir. La voy a contestar que no podemos, porque estás un poco mala.

-Hombre, ve tú: no seas tonto.

-Estando tú mala, no.

Insistió; ¿por qué no había de ir? Si no tenía nada. No quería dejarla sola. Si no era más que un rato, y ella tenía una novela nueva para leer. Nada, que sin remedio iría. Se dejó convencer. ¿Qué no haría por complacerla? Salió para contestar; y al quedar Eulalia sola, permaneció breve rato en ese extraño estado dé ánimo que consiste en no pensar en nada determinado. Salió de él experimentando violenta conmoción ante una pregunta que sin poderse explicar formuló su pensamiento. -¿Por qué no me ha enseñado la carta? Luego volvió a caer en indiferente perplejidad. ¿Qué tenía aquel sencillo hecho de particular para producirla tal impresión? Volvió su pensamiento a saltar de unos hechos a otros, fijándose en objetos y en palabras, sin poder, a pesar de sus esfuerzos, detenerse en nada determinado, sino pasando de ideas a ideas sin acabar de definir ninguna, al contrario, dejándolas envueltas en extrañas brumas, corriendo de imagen en imagen con un vértigo próximo a la imbecilidad o a la locura.

Al fin, de aquel penoso trabajo mental surgió la idea clara y concisa. ¡Ah!, necia, mil veces necia. Aquel maldito embarazo había debilitado su inteligencia. ¿Pues no había llegado a creer que su marido la quería? ¡Qué rabia! Haber supuesto a aquel tipo honrado, bueno, noble, un ser superior, en una palabra. ¡Ella que llegaba a considerarle el único entre todos los que conoció, digno de ser su hermano! ¡Su hermano... para apoyarse en él!

¿Sufrir? Ridículo. ¿Llorar? Necio. Si tenía dinero y posición, ¿qué la importaba lo demás? La única vez que en su vida había creído en el bien, la habían engañado miserablemente. Ya no la sucedería más; y reía, reía por no llorar.

Aquella lección cuya amargura no quería confesarse a sí misma, la serviría de enseñanza. En el fondo de todo corazón hay algo de romántico; ella no se contentaría con matarlo; ella haría más, mucho más...: ella extirparía el corazón.

Sin poderse explicar por qué, sentía rabia, una ira insensata que rugía en el fondo de su alma. ¡Si aquel hombre la era indiferente! ¡Si ella quería a Pepe! Se han estado riendo de mí, pensó; ya no sucederá más. Desde entonces se aislaría moralmente; no quería otra cosa que las satisfacciones de su orgullo y de su vanidad. Ellas habían bastado para hacer dichosos a sus padres. Ellas le bastarían también... Con toda claridad se ofrecían a su vista los sucesos, ahora que no tenía que juzgarlos por una norma creada por ella, sino por la misma que le había servido para juzgar siempre.

La llegada de aquel primo de los Alcuna, que hasta entonces vivió oculto Dios sabe dónde; la buena acogida que le dispensaron, pobre y todo, a pesar de ser personas que no admitían sino a los que venían precedidos de la fama y acompañados de respetable fortuna; la precipitación de Julia para presentarle en sociedad, el ser ella quien se metió a proponer la boda sin que nadie la llamase, el interés que por él mostró en todo, la frecuencia con que después de su boda les invitó, las múltiples visitas que les hacía, pero sobre todo aquellas profundas y ansiosas miradas que fijaba en Ignacio, sus provocativas sonrisas, el empeño de tenerle a su lado, y aquel retener su mano al hablar, eran pruebas que venían a corroborar su aserto.

La habían traicionado infamemente. Él no era tal primo de la Alcuna, sino su amante; y ella, mujer práctica ante todo, pensó en aquella boda para quitarse la carga de tener que sostenerle.

¡Mejor que mejor! Sería cínica. Fuera necios disimulos: ¿para qué fingir con aquellos ruines seres? Al hijo que naciera, ya le enseñaría lo que era el mundo para que no le engañasen como a ella. Ya no quería a nadie; sólo el recuerdo de Pepe guardaría, para correr a sus brazos el día de su regreso.

Como en aquel momento entraran su madre y su marido, bien ajenos por cierto al cambio operado en su espíritu, y se acercasen solícitos a ella, segura de que sus nervios, irritados como estaban, no la dejarían disimular sus sentimientos, les volvió la espalda. -Dejadme dormir. Estoy rendida -dijo con voz que, a pesar de sus esfuerzos, resultó estridente... y cerró los ojos.

¡La autora de sus días y el compañero de su vida!

¡Los dos seres que más debía querer en el mundo!

¡¡¡Tenía gracia!!! Al pensarlo plegaba los labios en una sonrisa de doloroso sarcasmo, mientras se detenía bajo sus largas pestañas su última lágrima.