De Cartago a Sagunto/XV

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XV

Defendiéndome del frío con mi gabán y la manta de viaje me tendí en un sofá de Vitoria, no sin requerir mi cachava, cuyo auxilio me pareció necesario en expectación de lo que ocurrir pudiera. Contra lo que esperaba, mi basilisco permaneció silencioso entre las sábanas, y a la media hora el rumor de su respiración me advirtió que se había dormido. Yo también descabecé algunos sueñecillos sobre el duro sofá.

Apenas entraron por las rendijas del balcón las primeras claridades del alba, me sorprendió la voz de Chilivistra en los tonos más dulces que usar solía cuando su magín recobraba el normal equilibrio: «¡Ay, Tito, ven! Hazme el favor. He despertado con terribles dolores en la paletilla derecha. ¡Ay, ay! Ya se me corren por la espalda hacia el costado. Acércate, dame unas friegas como tú sabes hacerlo, por toda esta parte. Anda pronto, que no puedo respirar».

Acudí a ella, y sin hablar palabra le di los deseados refregones, recordando que había estado en un tris el dárselos de acebuche. «¡Ay, Tito -me dijo plañidera-, qué arisco estás! Ni siquiera me preguntas cómo he pasado la noche. Yo he dormido algo, ¿y tú?... ¿Pero qué haces, tonto? ¿Te vuelves al sofá sin decirme nada? Llégate otra vez aquí y friégame más fuerte, que aún no se me ha quitado el dolor».

Mientras yo le raspaba la piel con verdadero ahínco, la fierecilla me habló de esta manera: «Ya recuerdo. Estás enojado por lo que pasó al acostarnos. Tú eres un gran pillo, y yo me disloco cuando me figuro que no me quieren... En mi cama tengo una de tus botas y en la tuya deben estar las dos mías. Vaya, no se hable más de eso, y veamos en todo ello la fuerza del querer. Se me metió en la cabeza que le pisabas el pie a Polonia; esta idea, y el decirme ella que eres muy guapín me sacaron de quicio».

Había pasado el arrechucho. La gata nerviosa pedía reconciliación con suaves mayidos. Como siempre prefiero la situación de paz a la de guerra, accedí a las paces para evitar mayores disgustos. Junto a ella dormí largo rato, y ya serían las nueve cuando me despertó con fuertes empujones, diciéndome: «¿No oyes tocar a misa? Levantémonos, vistámonos a escape. Hoy no me quedo sin misa, y tú irás conmigo, que buena falta nos hace a los dos».

Al volver de la iglesia, la simpática Polonia nos dio el desayuno en la planta baja de la casa, donde tenía taberna y estanco. Junto a nosotros tomaba la mañana el fornido carlistón en quien vi la noche antes las insignias de Teniente, el cual nos dijo que si a Durango íbamos él nos llevaría gustoso. De diez a once saldría en aquella dirección conduciendo un convoy de víveres. Aceptó Silvestra el galante ofrecimiento, y poco después emprendimos nuestra marcha en un carro de la impedimenta carlista. Nada de particular nos ocurrió en el camino. A la caída de la tarde, cuando ya nos aproximábamos al fin de nuestro viaje, paró el convoy junto a un robledal espeso. El Teniente, que iba a caballo, se acercó a nuestro carro y nos dijo:

«Antes de seguir adelante, quiero decir a ustedes que yo me quedaré a cenar esta noche en una casa de campo que encontraremos cerca de San Pedro de Tavira. Es la quinta de Aizpurúa, hoy propiedad de mi prima Pepita Izco. Sabiendo que son ustedes amigos de Pepita, les invito a que pasen allí la noche. Estoy bien seguro de que en ello tendrá mucho gusto mi parienta».

Al oír mi dama el nombre de Pepita Izco palideció, y su labio temblicón indicó la inminencia de otro estallido de celos. De un brinco descendió del carro; yo hice lo mismo, tratando de contener los bufidos de su enojo ante los soldados que ya se arremolinaban en torno nuestro. Sin cuidarse del público que en derredor teníamos, el basilisco agarrome las solapas del gabán y me increpó en esta forma desatinada y virulenta: «¡Malvado!, anoche, mientras yo dormía, concertaste con este Teniente... ya lo veo, ya... que te trajese a la casa de tu antiguo amor, Pepita Izco... ¡Bien, muy bien!... ¿Es ello propio de un caballero?».

Al decir esto me estrujaba, y llenando de arañazos mi rostro, me desanudaba la corbata. Yo no hice más que rechazarla con alguna violencia. El Teniente acudió a contenerla. Sofocado y casi sin aliento, apenas pude formular algunas palabras en mi defensa. «Esta señora está loca -afirmé-. Llévenla donde quieran. Yo me vuelvo a Ochandiano». Y dejando a Silvestra rodeada de los del convoy, fui a sacar del carro mi maleta, para poner en ejecución inmediatamente lo que había dicho. En esto, sentimos por el robledal toques de corneta y ruido de tropas. Era un destacamento de la división de Lizárraga, que según después supe iba a Portugalete.

Pronto se vio aquel trozo de la carretera lleno de soldados. El Capitán que mandaba a los de Lizárraga reconoció al instante a la fierecilla, y se fue hacia ella gozoso, saludándola con estas voces: «¡Oh, Chilivistra! ¿Tú aquí, mujer? ¿Qué te pasa, qué es esto?». Ella, lívida, las manos en alto, la boca espumante, vociferaba contra mí con los dicterios más atroces: infame, traicionero, burlador de mujeres honradas, enviado de Satanás...

En tanto, los del convoy me apartaban hacia otro lado, y por sus miradas y actitudes comprendí que todos se ponían de parte de la señora. Prodújose una confusión tan grande que no pude darme cuenta de lo que pasaba. Luego vi que el convoy se ponía en marcha, llevándose al basilisco en el mismo carro que hasta allí nos condujo. En pie seguía dando gritos, entre los cuales percibí estos acentos trágicos: «¡Matarle, fusilarle!».

El Capitán de la columna se llegó a mí, diciendo risueño y zumbón: «Hola, Tito, gran Tito, ¿viene usted a proclamar la República Pontificia?». Fijándome en él caí en la cuenta de que era un muchacho durangués, muy simpático por cierto, llamado Mendía y vecino de mi hermana Trigidia. Al reconocerle abrí mis brazos con efusión, diciéndole: «Amigo, deme usted un abrazo. ¡Qué alegría tan grande!».

-¿Alegría dice? -exclamó el Capitán-. ¿Y quiere abrazarme? ¡Pero si debe usted renegar de mí! Le tengo a usted por hombre sospechoso. Conozco bien sus ideas, y seguramente no viene usted aquí a cosa buena. Me veo, pues, precisado a detenerle. Venga usted conmigo.

-Deténgame y lléveme a donde quiera. Es usted mi salvador.

-¡Su salvador!... ¿Por qué?

-Porque al librarme de esa tarasca me ha sacado de la más horrenda esclavitud. Dice usted que me lleva preso, y yo digo que esa prisión equivale a mi libertad.

El Capitán ordenó a un soldado que llevase mi maleta, indicándome que a su lado marchara. Obedecí, y platicamos tranquilamente, andando por senderos para mí desconocidos. Cerrada la noche, entramos por ásperas cañadas entre matorrales espesos.

«Debe usted agradecerme, señor Tito -me dijo el Capitán-, que no le haya dejado ir a Durango, donde tiene usted no pocos enemigos; hay allí personas que desean cobrarle el bromazo que nos dio con aquella pamplina del Imperio Hispano Pontificio. Se ha librado usted de que le contesten al discurso con una tanda de cardenales... Además, le diré por si lo ignora, que su padre don Matías Liviano no está ya en Durango: hace un mes se fue con su hija Trigidia y sus nietos a Motrico, buscando mayor sosiego. Ignacio Zubiri está en el Cuartel Real de don Carlos».

La noticia de la ausencia de mi padre y hermana turbó un poco mi espíritu. Pero estas desazones, así como la idea de mi cautiverio, eran compensadas por la felicidad de haber sacudido el insufrible yugo de Chilivistra. A las dos horas de camino por terreno quebrado, vadeando arroyos y franqueando divisorias, empecé a sentir cansancio y desaliento, dándome cuenta de la gravedad de mi situación... ¿A dónde me llevaban? ¿Qué sería de mí entre aquellos hombres fanáticos, que subordinaban toda ley de humanidad a las absurdas pretensiones de un Rey de fantasía?... No estaba yo acostumbrado a las marchas militares sin descanso ni respiro. Aquellos sectarios de inflamado corazón y temple duro tenían piernas de acero. Para engañar el tiempo y la fatiga amenizaban la constante andadura con alegres cantorrios.

El Capitán callaba, y de rato en rato, con frase breve, hacía por estimularme a que pusiera mi paso perezoso al aire y compás de la columna incansable. Ladridos de perros venían a nosotros de una parte y otra, añadiendo las notas campesinas al tumulto de nuestras pisadas. Avanzaba la noche, fría y obscura, sin que el formidable aliento de los recios campeones, ávidos de tragarse las leguas y de medir con sus pies el terreno sin fin, diera señales de amenguarse. A la madrugada, ya era yo como un muerto que se movía por máquina... Al clarear el alba distinguí casas; vi algunos paisanos que salían a nuestro encuentro; oí terminachos y salutaciones en vascuence. Entrábamos en un pueblo. Mis pobres huesos dieron gracias a Dios.

«¿Descansaremos en este lugar?» -pregunté a Mendía. Y éste secamente me respondió: «Nosotros no descansamos; hemos de seguir a marcha forzada algunas horas más. Usted se queda aquí a disposición del Comandante de la Fortaleza. Se registrará su maleta y su ropa a fin de saber qué mensajes o encomiendas trae. Deseo que no resulte nada contra usted. Adiós, amigo».

En esto llegamos a una plazoleta empedrada y llena de baches. Vi acercarse a unos hombres de boina, embozados en sus capotes. Uno de ellos traía un farol que tristemente pestañeaba en la obscuridad, pues la aurora, mensajera del rubicundo Febo, apenas hendía los horizontes con sus dedos de rosa...

Metiéronme por angosta puerta en una tenebrosa estancia, y a la luz del farol macilento me tomaron el nombre, edad, profesión, etc. Mis respuestas se ajustaron completamente a la verdad. Luego hicieron registro escrupuloso en toda mi ropa, tentándola por una y otra parte, por si entre los forros sonaba ruido de papeles. Los que yo llevaba en el bolsillo, entre ellos mi credencial de Delegado Secreto y algunos apuntes, los entregué antes que me los pidieran. Después me quitaron las botas, sospechando que en ellas escondía algún parte o reservada confidencia. Iguales pesquisas hicieron en el sombrero.

Cuando el registro hubo terminado, el que parecía jefe de los tres que conmigo estaban, me dijo en mal castellano: «Aquí quedarte a las resultas de lo que contenga el contenido de estas papelorias». Sin más razones, reintegrado en el uso de mis botas, gabán y sombrero, lleváronme por un pasillo de dos ángulos y me metieron en un aposento cuadrilongo, donde vi, a la luz del consabido farol, por un lado un mal avío de estera, jergón y manta, y al otro una silla. En tan regio alojamiento me dejaron, recomendándome la paciencia con frases medio vascas, medio castellanas, y salieron cerrando la puerta con dos vueltas de llave y corriendo un cerrojo, que rechinó como risotada del Infierno.

Reconociendo aquel antro con fugaz mirada, pude apreciar en uno de sus muros una reja que daba al campo. El techo era de bóveda, las paredes renegridas, el suelo mitad de ladrillos, mitad de tierra. Mis pobres huesos me pedían el descanso, y yo lo pedí para ellos y para mi cerebro al hinchado jergón, que por ser de hoja de maíz tocó diferentes piezas de música cuando en él me acosté... Creo que de un tirón dormí todo el día y la noche siguiente. Anidaban en mi cárcel el tedio, la tristeza y la desesperación. Pero yo saqué del fondo de mi alma el caudal recóndito de mi estoicismo para defenderme de las ideas negras.

Corrían los días, sustrayéndome con su lentitud somnífera la noción exacta de su valor cronométrico. El único ser humano que me visitaba era una diligente abuelita, que me traía mi alimento por mañana y tarde: medio pan y una ración de rancho, no mal guisado, ni tampoco escaso. Mi carcelera, que no carecía de espíritu de caridad, solía dolerse de mí con palabras dulces y consoladoras dichas en una mixtura de vascuence y castellano que me hacía mucha gracia. Un día, no sé si al tercero de mi prisión, o al octavo o al quinto, me obsequió con estas frases que traducidas copio: «Mire, señor; le voy a traer, si usted quiere, a un curita del pueblo para que le vaya preparando».

-¿Preparándome?... ¿Para qué?

-No se asuste, señor. Nuestra fe nos manda que tengamos la conciencia siempre muy limpia de alas para poder volar hacia Dios cuando éste lo disponga. Nadie se ve libre de un torozón o de un súpito a la cabeza. Por eso le digo: ¿qué pierde con estar preparadito?

Llamaban a mi guardiana Maribatista, y era tan buena que de su cuenta me llevaba bizcochos, higos pasados, o alguna otra golosina para mi regalo.

La primera visita que me hizo el jefe de la Fortaleza no fue anterior al décimo día de mi cautiverio, según mis imperfectos cálculos del curso del tiempo. Entró en mi calabozo una mañana, regañando con áspero acento a dos tagarotes que le acompañaron hasta la puerta: «¡Pero qué brutos seis! -gritaba-. ¿No vus dije que metierais aquí un talburete? ¿Queréis que el preso y yo hablemosasentados en una sola silla?». Pronto trajeron una banqueta, y al punto quedé solo con el terrible fantasmón que en aquel instante disponía de mi suerte. Era un viejecillo seco, de alta estatura, de manos sarmentosas. Si por su habla y acento se me reveló como hijo de Castilla, por su edad entendí que era un veterano de la primera guerra, reducido en la segunda a ejercer funciones sedentarias.

Con rudezas de forma, tras de las cuales traslucí un fondo de humanidad y cortesía, me dijo el viejo carlistón que mis papeles entrañaban prueba plena de intentos alevosos contra la causa del Rey, intentos que sin duda venían de muy alto, por lo cual, él y sus compañeros habían decidido remitir todo el papelorio al General en Jefe, a fin de que éste resolviera lo procedente en caso tan grave. Añadió que aún estaba yo vivo motivado a que él no quería cerrar mi boca antes que Lizárraga, Elío o Dorregaray metieran sus dedos en ella, para saber de dónde venía aquella infamia de querer comprar a los jefes carlistas con el judío dinero liberal.

«Pues lléveme usted -dije yo con viveza-, lléveme pronto a presencia de uno de esos Generales, ante quien declararé, como ante usted declaro, que soy inocente y pruebas tengo de ello». La respuesta de mi cancerbero fue indecisa, con un dejo de sorna castellana: el General era quien había de decidir si se dignaba escucharme o si por primera providencia debía yo ser pasado por las armas... Ya me lo dirían para mi conocimiento y efectos consiguientes.