De Cartago a Sagunto/XVI

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XVI

No me afligieron más de la cuenta estos siniestros augurios. Envuelto en la toga de mi resignación, esperaba sereno las derivaciones probables de mi cautiverio. Además confiaba en el auxilio de mi divina Madre, que seguramente no me dejaría perecer a manos de aquellos bárbaros. Una noche desperté arrebatado de súbito alborozo y salté del jergón creyendo ver, viendo mejor dicho, el rostro inefable de Mariclío asomado entre los barrotes de mi reja carcelaria. Palabras fervorosas se escaparon de mis labios, y oí claramente esta contestación de la excelsa Señora, mil veces augusta:

«Nada temas, hijo: yo estoy al cuidado de ti. Imita mi paciencia, imita mi serenidad ante estas guerras tan inverosímiles ¡ay!, como verdaderas. Estamos dentro de un absurdo vestido de realidad, Carnaval sangriento. Escribiremos una Historia que no será creída por los venideros, y al leerla, si es que la leen, pensarán que hemos escrito cuentos disparatados para educar a los niños en la barbarie y en la imbecilidad».

Al recostarme de nuevo en mi jergón, dilucidaba yo con vagas cavilaciones si lo que había oído me lo dijo la Madre o me lo cantaron las armónicas hojas de maíz, gimiendo bajo mi cuerpo... Rodaron días sin otra visita que la de la señora Maribatista, amén de las que me hacían de noche alimañas audaces, ávidas de aprovechar los restos de mi pitanza. La viejecilla continuaba dadivosa y afable, y me entretenía con amena charla mientras trajinaba en mi calabozo haciendo una limpieza elemental. Rara vez al traerme la comida dejaba de añadir alguna fineza, y una tarde me obsequió muy gozosa con un pedazo de mazapán y un Niño Jesús de alfeñique, obra de las monjas vecinas.

Hecho a la soledad y a la meditación pasaba yo mis horas revolviendo el copioso archivo de mi vida pasada, rememorando mis adversidades y bienandanzas, trazando síntesis históricas para un libro que seguramente no escribiría nunca, y comunicándome por la fuerza expansiva de mi espíritu con seres que me habían divertido sin hacerme ningún daño: Leona la Brava, don Florestán, Graziella, José Ido, sin olvidar las pedantescas figuras simbólicas de Doña Gramática y sus vetustas compañeras.

Una noche, después de beberme una botella de vino blanco que a hurtadillas me llevó Maribatista, mi encendido cerebro me trajo la visita de seres, que si eran vivos fuera de allí, no eran dentro de mi calabozo más que simples fenómenos espectrales. El primero que entró fue Serafín de San José, el cual, fieramente, tirándome de los pies como para despertarme, me decía: «Si me hubieras traído contigo como Contador y maestro de Partida Doble, no te verías como te ves. Con la mitad del dinero que te dio el Gobierno para la compra de cabecillas, habríamos dado la paz a España... y con la otra mitad nos hubiéramos divertido tú y yo lindamente... Contando con este negocio ofrecí yo a Cabeza un aderezo de brillantes... Y ahora ¿qué aderezo le daré, como no sea una ristra de ajos?... ¡Ja, ja!».

Se me apareció luegoGraziella, dando el brazo a un bulto negro en quien vi un esbozo de la figura de don Hilario. La diablesa, con mirada burlona, se sentó junto a mí, produciendo en la paja del jergón un ligero estallido de risa. «Para que salgas de estos trances, Tito salado -me dijo-, voy a ponerte en el dedo del corazón el anillo de Astaroth, hijo de Astarté, la infernal divinidad que yo reverencio». Sentí en efecto el roce del anillo al entrar en mi dedo. El informe bulto negro tiró del brazo de Graziella, y ambos salieron dejando tras de sí los ecos o salpicaduras de una cháchara zumbona.

No fue aquella noche sino otra, cuando la ingestión de medio azumbre de chacolí, obsequio de Maribatista, me produjo la visión de un espantable murciélago que se coló por la reja, y después de chillar revoloteando junto al techo, se posó cerca de mí, deslumbrándome con sus ojos de fuego. Era el propio don Florestán, con su melena, perilla y pómulos pintados. De su hocico ratonil escuché estas grotescas manifestaciones: «Acabo de escribir al Séptimo Carlos una carta de su abuelo don Carlos María Isidro, en la que le dice que afane para sí todo el dinero que traes y te ponga en libertad, dejándose de más guerras y nombrándote su Chambelán Honorario».

En una de las siestas que yo comúnmente dormía, me fueron a ver Leonay Doña Gramática. Díjome la primera que ya era Duquesa de Mula, y que para evitar la fealdad de esta palabra, la concesión del título decía:Duquesa de la Mula del Nacimiento. Había tomado aDoña Gramática como aya o maestra del buen decir para no hacer mal papel entre la grandeza...

Segunda y tercera visita recibí del áspero Comandante castellano, y en ambas no hizo más que repetir o parafrasear lo que me había dicho en la primera. Una mañana fui sorprendido por bullicio de multitudes, congregadas en el campo que rodeaba mi cárcel. Más tarde, oí pasos y voces de tropas en acción. Sonaron tiros lejanos, algún tiro próximo, y a esto siguieron chillidos de mujeres no lejos de la reja de mi calabozo... Pensé que de aquella batahola podría resultar mi liberación; pero no fue así.

Al anochecer entró en mi celda el Comandante, seguido de tres descomunales guerrilleros, notificándome que el General de la División reclamaba mi persona, para someterme a un interrogatorio conforme había lugar en justicia.

«¿Puedo saber a dónde voy?» -le pregunté.

Y él, rígido y seco, me contestó repitiendo el cuento del loro: «Usted, seor Tito, irá aonde ó leven».

Laconismo tan áspero me enfadó; pero el estoicismo selló mis labios. Sacáronme al pasillo y del pasillo a la calle, donde vi grupos de soldados que se iban a poner en marcha. Despidiome el Comandante con una mirada lastimera y un saludillo militar. En cambio, los adioses de Maribatista fueron de ternura casi materna, con el aditamento de unas lonchas de jamón y unos bollitos, que me dio envueltos en un número de El Cuartel Real. Ya que la pobre mujer no pudo darme noticia del lugar a donde me llevaban, por ella tuve conocimiento del tiempo que había durado mi prisión. Cincuenta y dos días estuve recluido en aquel antro que, visto por fuera, se me representó cual un resto vetusto de construcción feudal. Como apenas podía yo tenerme a causa de mi dilatada inmovilidad, me metieron en un carro de víveres, atándome los pies para que no me fugara.

Y aquí me tenéis otra vez, llevado por valles y montes hacia lugares desconocidos, donde se decidiría la solución adversa o favorable que mi Destino me deparase. La noche era fría y clara, con hermosa luna creciente, cielo limpio, atmósfera de hielo. Un individuo de los que custodiaban el carro tuvo lástima de mí y me cubrió con una manta de munición. Al abrigo de ésta traté de adormecerme. Tocándome las manos y las sienes aprecié en mí un estado febril, y ello fue causa de que la pesada modorra me trajera visiones fraguadas en mi propia caldera cerebral, imágenes absurdas que al desvanecerse no dejaron rastro en mi memoria.

No sé decir a mis compasivos lectores en qué día y hora terminó el suplicio de mi segunda caminata, conducido por amenos valles y verdes montes en un convoy carlista. Sólo apunto que el sol alumbraba en el cenit cuando paró la caravana. ¿A qué lugar de Vasconia me habían llevado? No lo sabía. También ignoraba si el General que reclamara mi presencia era Lizárraga, Mendiri, Dorregaray o Cástor Andéchaga, pues estos cuatro nombres sonaron en mis oídos durante la penosa marcha.

Desatados mis pies, dos mozarrones me llevaron en vilo a un aposento bajo, espacioso y mal oliente. Yo no podía moverme, debilitado por la inanición y abrasado por la fiebre intensísima. En mi horrible turbación pude hacerme cargo de que me hallaba en un improvisado Hospital de Sangre. Así me lo revelaron gemidos, ayes dolorosos que a mi lado sonaban... Un hombre, que por las trazas era médico, se acercó a mí, y después de reconocerme minucioso, ordenó que me arropasen con mantas o capotes, prescribiendo brebajes de quinina y alimentación muy moderada.

Desde la visita del físico ceso en las referencias directas de mi persona porque estuve privado de conocimiento en largos días, conservando sólo un brumoso recuerdo de la horrenda sed, del amargor de la quina, y del repugnante gusto de los caldos que me daban.

Cuando mis sentidos empezaron a recobrarse, pude advertir que muchos de mis compañeros de Hospital se morían lindamente, y oí los azadonazos de los que a la parte de afuera les cavaban la sepultura. Otros, destrozados por las balas, venían a sustituir a los fenecidos... Mujeres, que parecían monjas por su parda vestimenta y luengos rosarios, andaban entre nosotros con blando pisar de alpargatas. Eran enfermeras bondadosas, calladas y solícitas.

Mi renacer a la vida fue un vertiginoso cavilar sobre la impía guerra civil, monstruo nefando que sólo me mostraba sus extremidades dolorosas. Dos Ejércitos, dos familias militares, ambas enardecidas y heroicas, se destrozaban fieramente por un quítame allá ese trono y un dame acá ese altar. No era fácil decir cuál de estos dos viejos muebles quedaba más desvencijado y maltrecho en la lucha. En sin fin de páginas de la Historia del mundo se ven hermosas querellas y tenacidades de una raza por este o el otro ideal. Contiendas tan vanas y estúpidas como las que vio y aguantó España en el siglo XIX, por ilusorios derechos de familia y por unas briznas de Constitución, debieran figurar únicamente en la historia de las riñas de gallos. Así lo pensaba yo en aquellas horas siniestras de mi vida, y así lo pienso todavía.

Ahora voy a dar a mis joviales lectores un plato de gusto, contándoles que una mañana fui conducido por las blandas mujerucas y algunos militares de indecisa graduación a una estancia del piso alto, ancha y luminosa, donde me dieron alimento escogido para fortalecerme en mí convalecencia. Diéronme también una cama bien mullida, y en derredor mío vi un mediano ajuar de cómodos mueblecitos. Encontrábame allí como el pez en el agua y mi sorpresa fue tan grande como mi alegría cuando un vejete modoso y limpio, de porte un tanto sacristanesco, y una monja gordita, risueña y algo cojitranca, me dijeron que ya no corría peligro de ser fusilado. Por mi vida se interesaban personajes altísimos, y aun damas y princesas. No necesito decir cuánto me holgué de aquel feliz cambiazo en mi destino... No riáis, parroquianos maleantes que entretenéis vuestra ociosidad con estas lecturas, no riáis y esperad lo que resta de mi cuento.

Mis nuevos guardianes no sabían qué hacer para facilitar de un modo grato mi reparación orgánica. Menudeaban las comiditas sabrosas, alternadas con tragos de confortantes licores. De añadidura, me asearon y compusieron, poniéndome muy elegantito. Por efecto de aquel dulce trato y de las cosas estupendas que pasaron ante mi vista, hube de reconocer en mí el trastorno más delicioso y la ensoñación más bella que yo había gozado en mi existencia de historiador y de poeta. A la hora de comer presentáronme cierto día una linda mesa pulquérrima con todo el aderezo de vajilla y cristalería que pide un yantar lujoso. Mandáronme sentar en el único sillón colocado a la cabecera de la mesa. Frente a mí, a bastante distancia, había un gran ventanal, y junto a él extensa hilera de figuras femeninas cuyos rostros no podía distinguir por estar ellas de espaldas a la vivísima luz del sol. La figura del centro, si no era Mariclío, se le parecía mucho.

Dada la señal de empezar la comida por mis guardianes, que permanecían en pie detrás de mí, avanzaron hacia la mesa dos señoras de las que formaban fila junto al ventanal. La una era la titulada reina doña Margarita de Parma, esposa de Carlos VII; la otra doña Isabel II, que aunque destronada conservaba su rango mayestático. Ambas señoras recibían de manos del maestresala y de la monja los platos exquisitos y me los servían con soberana gentileza... Yo no sabía qué decir ante tan inauditos honores, y por no estar callado repetí con turbada voz los famosos versos: Nunca fuera caballero-de damas tan bien servido...

Del grupo de las señoras, destacáronse otras para compartir con las Reinas el honor de servirme: eran la Infanta doña María Isabel Francisca, viuda de Girgenti, y doña Blanca, esposa de don Alfonso de Borbón y Este... Las Reinas y Princesas, así como las otras damas que ponían ante mí los ricos manjares, retirando después los platos ya vacíos, me agraciaban con sonrisas y donosos mohínes sin pronunciar palabra.

Inmóvil en su puesto ante el ventanón permanecía la Madre Clío, como presidiendo la escena de cuento infantil en que yo era estupefacto protagonista. No pude contener mis ganas de conversación, y desde mi sitial dirigí a la Madre estas regocijadas expresiones: «Te veo, Señora, sin distinguir claramente tu semblante augusto. Pero aunque no te viera te reconocería por el bromazo que me das, ordenando que me sirvan de comer testas más o menos coronadas y altísimas Princesas de sangre real. Ello es el signo fantástico de la soberana protección que concedes a tu siervo humilde, indigno amanuense de tus sacros Anales...».

¡Jesús, qué delirio! Por Júpiter y don Pedro Calderón, ¿soñar es vivir?... Dormí hondamente la mona, empalmando la tarde con la noche, y a la siguiente mañana, apenas me vestí y acicalé, llegose a mí con su blando andar de alpargatas mi monjita guardiana, y así me dijo: «Un ayudante del Teniente General don Antonio Dorregaray ha venido con el recado de que éste le espera a usted para conferenciar».

-¡Ah, no sabía...! -exclamé requiriendo mi gabán y sombrero.

-¿Pero no sabe que llegó anoche el General? ¡Pues poco ruido que hicieron las tropas al distribuirse en sus alojamientos! ¿Nada oyó usted? Claro... ha dormido entre tarde y noche diez y ocho horas seguidas...

Las últimas palabras de la buena señora fueron para decirme que estábamos en el valle de Luyando, y que corría la segunda quincena de Abril. Inmediatamente salí con el ayudante, que me llevó por la carretera, sorteando baches y montones de grava. A un lado y otro vi soldados que ocupaban caseríos y tiendas de campaña. En corto tiempo llegamos a un grupo de casas, entre las cuales se destacaba una con gran portalada señorial guarnecida de escudos. La muchedumbre de oficiales que vi al entrar, me indicó que aquél era el alojamiento del Teniente General Dorregaray. Subimos al primer piso, y el ayudante me metió en una estancia que parecía biblioteca, con alta estantería de nogal bruñido por el tiempo.

Retirose el ayudante, después de decirme que esperase un momento, y a los diez minutos de estar allí vi aparecer al caudillo carlista don Antonio Dorregaray, cuyo semblante conocía yo por los retratos que en aquella época prodigaban los periódicos ilustrados. Era un hombre fornido, membrudo, de negra y espesa barba partida, despejada frente y expresivos ojos. Desde el primer momento advertí en él cierta benevolencia mezclada de curiosidad. Hízome sentar frente a sí, junto a una mesa donde vi números de El Cuartel Real, una escribanía de cobre con plumas de ave mojadas de tinta, y algunos pliegos sueltos a medio escribir. Presidía la estancia un retrato litográfico de Carlos VII, montado en brioso corcel de flotantes crines, que lanzaba por narices y boca los vahos espumosos de su fogosidad.