De Cartago a Sagunto/XXI

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XXI

Con solícitos cuidados, mezclando en su lenguaje la expresión seria con la festiva, mi buen espolique se esforzaba en serenarme. Hízome tender en la cama, y sentado junto a mí apuró razones y cuchufletas para traerme a la percepción de la realidad. Yo le dije: «Quedamos en que tú eres El Sargentico. Bien:El Sargentico. Sobre eso ya no hay duda. Dime ahora cómo se llama este maldito pueblo donde estoy, pues mi memoria es esta noche como una jaula rota de la que se escapan todos los pájaros». Al oír el nombre de Tafalla, repetido tres veces por mi espolique, agarré el vocablo y me lo metí en la casilla más honda de mi cerebro.

«Ya me vuelve poco a poco el sentido -dije incorporándome en el camastro-. Tafalla es esta ciudad, y a ella hemos traído un muerto que se llama... ¡ah, ya me acuerdo!... el General Concha... Y ahora, Fermín, contéstame a otra pregunta. Pero has de prometerme, por la salvación de tu alma, decirme la verdad. Vamos a ver, ¿no crees tú como yo que estamos en una casa encantada?...».

-Como encantada por achaque de brujería o maleficio, no lo creo, señor -replicó mi espolique-. Ahora, si achacamos a encantamento el golpe de gente, el rebullicio, el entrar y salir de oficiales, curas, mujeres de toda laya... con perdón... todos pidiendo de comer, comiendo el que puede, éstos borrachos por el mosto, aquéllos por el meneo de los naipes... si es así, la casa de Irucheta está dada, como quien dice, a todos los demonios.

Con la grata conversación de El Sargentico, mi ánimo iba entrando en su normalidad. Sentí sueño, me metí en la cama, y cuando mi espolique quiso retirarse le ordené que se quedase a dormir en mi cuarto. Yo tenía miedo de que se repitieran las morbosas aberraciones que me atormentaron antes de media noche. En un sofá de enea arregló lindamente su cama mi escudero con dos mantas y un maletín que convirtió en almohada. Dormí algunos ratos. En mis instantes de desvelo agradábame oír a los serenos cantando las horas.

La del alba sería cuando hirió mis oídos una música dulcísima, un coro armónicamente concertado con voces agudas y graves, tan hermosas por timbre como por su cabal afinación, música deliciosa, solemne y mística, que a mi parecer pasaba por la calle cual bandada de angélicos cantores que al término de la noche se retiraban de la Tierra al Cielo. Embelesado por aquel divino cántico, en cuyas vocalizaciones distinguí el nombre y alabanzas de la Virgen María, me incorporé en el lecho y afiné mi oído para que no se me escapase ni un acento de tan incomparable salmodia.

«¿Qué es esto que oigo?» -pregunté a Fermín, notando que remuzgaba desperezándose.

-Señor -me contestó al momento-. ¿No sabe que estamos en la tierra de los cantores? Todo navarro nace músico antes que carlista. Eso que oye es el alba, como decimos por acá, un canticiomucho precioso que los serenos echan al retirarse, alabando a la Virgen Santísima. Sereno hay aquí que cuando suelta la melodia da quince y raya a los tiples de las iglesias... ¡Ay, señor, si hubiera usted oído a un chico del Roncal que vino a Pamplona poco tiempo ha!... ¡Aquello sí que era voz! Por gracia cantó algunas mañanas con los serenos, y los vecinos salían en paños menores a los balcones para oírle más a gusto. Voz de tenor tan fina y bien timbrada diz que no se ha oído jamás, como no sea en los coros que festejan al Padre Eterno. Por toda Navarra se corre que han venido unos maestros de Madrid para llevarle a cantar óperas en el Teatro Real.

Ya entraba la luz solar en la habitación cuando dije a mi espolique: «Mientras yo me levanto vete callandito a la cocina, manda que me aderecen la riquísima esencia de castañas que aquí llaman café, y me la traes con abundante leche bien caliente para desayunarme. Para ti pides el chorizo y panazo que te gusta. En cuantico que metamos ese lastre en el cuerpo recogemos nuestros bártulos, bajamos de puntillas sin que nadie nos vea, pagamos la cuenta, ensillamos el jaco y salimos pitando de esta condenada Tafalla».

Largo rato empleó El Sargentico en dar cumplimiento a mi encargo, y cuando me ponía delante el cocimiento de achicorias y la leche aguada, me dijo tranquilamente: «Bueno, señor: nos escapamos de tapadillo sin que nadie nos vea. Muy bien. Y ahora le pregunto yo: ¿a dónde vamos?».

La pregunta del viejo navarro me dejó suspenso. ¿A dónde iríamos? El problema era grave. Hallábame perplejo y atontado, discurriendo a qué punto del globo terrestre debíamos encaminar nuestros pasos, cuando un súbito estremecimiento como sacudida de terremoto me hizo saltar en la silla. Mas no fue temblor del suelo propiamente sino dos tremendos golpes en la puerta, los cuales, por la dureza de la percusión, debieron de ser dados con nudillos de piedra. «¡Ay! -grité-. No abras, Sargentico... Sí, sí; abre, que si no, puede que nos derriben la puerta».

Franqueada la estancia vi en el umbral una mujer de espigada estatura, vestida de luengos paños negros que caían hasta sus pies con pliegues estatuarios. La blancura de su rostro era blancura de alabastro, y su voz, como articulada por una boca de piedra, heló mi sangre cuando me dijo: «La señora doña Silvestra y el padre Capellán han ido a la iglesia de Santa María y San Pedro. Allí está también la soberana Madre. De su parte vengo a decir al señor don Tito, que le espera sin demora en aquel lugar: Clío necesita dar órdenes a su gentil muñeco».

Al decir la última palabra se apartó para darme paso. Yo alargué mi mano y toqué la suya: era de mármol... Temblé de frío y de pavura... Miré al Sargentico y vi que se santiguaba... «No temas -le dije tratando de sobreponerme a la turbación-. La Señora que me llama es mi Madre, es también la tuya, porque tú, Fermín, antes de estar a mi servicio y desde que estás en él, si no has escrito la Historia la has hecho. Todos hemos sido y somos modeladores de la vida de los pueblos».

Salimos, apoyado el uno en el otro, pues ambos flaqueábamos de las piernas... En la calle, cuando dije a Fermín que me guiara a la iglesia de Santa María y San Pedro, me sentí otra vez navegante en el piélago de las cosas suprasensibles. «Mejor -pensé avivando el paso-. Bien venido sea el mundo quimérico. Bendita sea la sinrazón que es casi siempre el molde de la razón».

Lo primero que vi al entrar en la iglesia y llegamos a una de las capillas, fue un delicioso absurdo que en pocas palabras refiero... ¡Ido del Sagrario estaba acabando de decir misa, con casulla encarnada! Al pronto dudé. Pero cuando se volvió de cara a los fieles para decir el ite, missa est, reconocí sus inequívocas facciones. Al retirarse el oficiante hacia la sacristía, calado el bonete y llevando en sus manos el sagrado cáliz, no pude reprimir las ganas de soltarle una chirigota. «Vaya, don José -le dije-, que sea enhorabuena: esto es mejor que ir a la compra».

Vi a Chilivistra surgir de un grupo de mujeres arrodilladas, y cuando iba hacia ella, una mano blanda me tocó en el brazo. Era la Madre, que me dijo con acento jovial: «Ven aquí, perdulario; ahora no te me escapas. Salgamos al pórtico y hablaremos». Se me presentaba Mariclío en la forma más humana, ajustada estrictamente al tipo de señora principal, como tantas otras que vemos en el mundo físico. No advertí en ella ni el menor asomo de figura olímpica ni de fantástica evocación pagana. Su rostro y porte eran los de una matrona hermosa, aunque algo madura. Llevaba un trajecito de merino y su mantilla negra; en la mano el libro de Jenofonte, Agesilao, impreso en griego, que yo pude ojear cuando Clío me visitó en la fonda de Cartagena.

Al salir al pórtico me llevó la Madre a uno de los poyos más distantes de la puerta, donde charlamos tranquilamente en el lenguaje más opuesto al que suelen usar las almas del otro mundo. «Esta vez, como siempre -me dijo-, has de cumplir fielmente mis órdenes. Forzoso es seguir los pasos de una guerra, que juzgo hermanando dos calificativos tan distintos y antitéticos como lo son de infantil y sangrienta. Creyérase, mi querido Tito, que estos niños grandes se matan por el gusto de la destrucción, y que el fin sin fin de las batallas, encuentros y emboscadas, no es otro que disminuir la población hispana. Vuestros políticos y vuestros guerreros estiman como el mal el crecimiento de la raza. Hay que matar, matar sin tregua para que se acorte el número de los españoles que viven y comen... Has visto, en sus diferentes fases, la guerra en el Norte. Conviene que la veas en el reino de Valencia y términos fronterizos de Castilla. Vete, pues, yo te lo mando, en compañía del buen Capellán padre Carapucheta y de la desdichada señora a quien sus conterráneos dan el gracioso nombre de Chilivistra».

Como yo, sin oponerme a sus mandatos, indicara que las genialidades de Silvestra me amargaban la vida, la excelsa matrona rebatió mis escrúpulos con estas sendas razones: «Has de persuadirte, hijo mío, de que en el carácter borrascoso y tornadizo de tuChilivistra tienes un perfecto símbolo de la vida española en el aspecto político, y estoy por decir que en el militar. Tan pronto es cariñosa y tierna como altiva y marimandona. El amor la dulcifica hoy, y mañana la endurece el orgullo. Inventa con lozana imaginación fábulas absurdas y acaba por creerlas. Se finge deshonesta sin fundamento real de sus mentirosos pecados. En ella habrás observado que al fuego del sentimentalismo sustituye rápidamente el hielo de los negocios menudos, todo ello sin criterio fijo, sin noción alguna de la realidad. En su desconcertada cabeza es un mito el Administrador de Rentas de Vitoria; mito es también ese marido errante, y por fin, personaje de leyenda es el hijo que busca».

Asombrado escuché el admirable juicio que en cortas razones hizo Clío de la histérica dama, y acabó de maravillarme con esta discreta síntesis: «Fíjate bien, hijo mío, y verás que con el sistema puramente Chilivistril, y conforme al voluble proceso mental de tu amiga, gobiernan a España las manadas de hombres que alternan en las poltronas o butacas del Estado, ahora con este nombre, ahora con el otro. También ellos invocan el sentimentalismo patriótico cuando les conviene, o se entregan a los espasmos del despotismo cuando no hallan salida por la vía patriótica, o sea la vía liberal. También ellos inventan historias para domar las fieras oleadas de la opinión y acaban por creer lo que engendró su propia fantasía. Tus gobernantes son creadores de mitos, y mostrándolos al pueblo andan a ciegas sin saber lo que quieren ni a dónde van... Resígnate, pues, a llevar contigo este emblema de la vida nacional en la cristalización que llamamos política militante. Chilivistra será para ti lección viva, que hora tras hora te mostrará los capitales defectos de tu patria, para que aprendas a precaverte contra ellos con la mira de que algún día seas llamado a gobernar la Nación».

El talento de la Madre, con ser divino y de tan extraordinarias luces adornado, no acabó de llevarme al convencimiento. Pero, sin dejar salir de mis labios la menor objeción, declaré que obedecería ciegamente sus mandatos. Donosa y risueña me dijo la Señora que en todo tiempo no me inspiraría conducta y acciones que no fueran para mi provecho, y con dulzura materna me encareció que desechase toda sensación de miedo cuando ella creyese necesario llamarme a su presencia. Respondile que la noche anterior me había sobrecogido el verme de improviso y sin preparación alguna frente a tan excelsa divinidad, y que asimismo me turbé horriblemente aquella mañana cuando recibí sus órdenes por la mensajera más clásica y más helénica que vi en mi vida: una estatua de mármol. «¡Pero, hijo del alma -exclamó la celeste Musa, soltando una deliciosa risa que también me pareció helénica-, si el recado para que vinieras aquí te lo mandé con la criada de la fonda!».

En esto, llegaron al pórtico Silvestra y el enigmático sujeto en quien se fundían las dos personalidades del cura Carapucheta y del filósofo simple Ido del Sagrario. Reunidos los cuatro, Mariclíose mostró impaciente y nos incitó a partir sin demora. En mis manos puso una carterita que contenía, según me dijo, cuanto dinero pudiera yo necesitar para un largo viaje. Antes de que preguntase a dónde íbamos, afirmó que Chilivistra y el señor Capellán marcarían nuestro derrotero. Preparado tenía un buen coche con cuatro poderosos caballos, que podríamos dejar cuando se nos presentase coyuntura de recorrer largos trayectos en ferrocarril.

Antes de emprender tan aventurada correría, no debía yo olvidar a mi buen espolique Fermín, ni al espejo de las cabalgaduras, el gallardo y sufrido Babieca. Pero la Madre, que todo lo había prevenido, declaró que a su cuidado quedabanEl Sargentico y mi corcel, agregando que ella guardaría y conservaría con toda solicitud al hombre y al bruto, para que yo los recobrase en el punto y hora en que tan dulces prendas me fueran necesarias. Llamé al escudero fiel, que a corta distancia nos oía, y con pocas palabras le enteré del acuerdo. Quedó muy complacido de servir, por plazo más o menos largo, a la más alta Señora que en estos reinos existe.

En fin, lectores de mi alma, que no sé si llamar severos o socarrones, sabed que me llevaron a donde esperaba el coche, que en él metieron los equipajes de los tres viajeros, que por un callejón cercano vi que se retiraba Mariclío entre dos estatuas de mármol vestidas con negras y ajustadas túnicas, que al Sargentico se le humedecieron los ojos al despedirme, y que a mis oídos llegó lastimero relincho de mi Babieca, encerrado en una cuadra próxima. ¡Adelante con la Fábula, adelante con la Historia! El coche partió a escape por la margen del río Cidacos. ¡Arre, caballitos, arre hacia lo desconocido, hacia las alturas, hacia los abismos, hacia el ensueño!...