De Cartago a Sagunto/XXII

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XXII

Como mi pobre cabeza tardó horas y horas en recobrarse de aquel vértigo, no me es fácil determinar el lugar y momento en que cambiamos el coche por el ferrocarril. Sí recuerdo que al anochecer íbamos en un tren mixto, de cuya dirección no pude enterarme hasta que Silvestra dijo que estábamos cerca de Las Casetas. Poco antes de esto, tras penosa lucha entre mi razón y mi fantasía, llegué al convencimiento de que no llevaba traje sacerdotal aquel don José, que en boca de Silvestra era el padre Carapucheta y en la mía el señor Ido del Sagrario.

En la estación que empalmaba la línea de Castejón con la de Madrid a Zaragoza, bajamos a restaurar nuestras fuerzas con el comistraje que dan las fondas ferroviarias, y entre una sopa aguanosa y un pollo más duro que la pata de un santo deliberamos sobre la ruta que nos convenía seguir. Opinó Chilivistra que debíamos continuar en tren hasta Calatayud, y de allí internarnos por Daroca hacia la provincia de Teruel. El don José, cuya delgadez era ya transparente, sostuvo la conveniencia de llegarnos por el ferrocarril hasta Guadalajara, donde él tenía que tomar lenguas acerca del asunto que a tales trotes le llevaba. Yo, Proteo Liviano, mensajero de los Dioses, envolviéndome en una serenidad majestuosa les dije que mi opinión era no tener ninguna, y que me dejaría llevar a donde la dama gordita y el caballero flaco determinasen, ora fuese a las delicias del Paraíso Terrenal, ora fuese al mismísimo Infierno.

De la deliberación de mis dos compañeros de viaje resultó que haríamos una paradita en Calatayud. Paradita fue que en la ciudad aragonesa que los antiguos llamaron Bílbilis, patria del poeta latino Marcial, estuvimos tres días. Ello sucedió porque nos metimos en una fonda con ánimo de pasar la noche, y apenas viose Silvestra bajo techo se puso tierna, indolente, mimosa, aquejada de esa insana languidez que sólo se cura con los melindres afectivos. Estábamos en la faceta de los arrumacos pasionales. Ya vendría la contraria. ¡Dios!

Respondí a los arrullos de mi amiga por mantener la paz en nuestra errante comunidad; yo no tenía prisa en cerrar aquel paréntesis de descanso, ni el bueno de don José mostrábase impaciente: pasaba todo el día recorriendo calles y visitando conventos... Al tercer día de nuestra parada le cogí a solas en su estancia y así le dije: «Ya mi cabeza está despejada y no le vale a usted su disfraz de capellán ni toda esa monserga que se trae. Usted es mi patrón, el gran filósofo Ido del Sagrario, sujeto que con ninguna otra criatura humana puede confundirse».

-Sí, señor: soy el que Vuecencia dice y no puedo ser otro -me contestó Ido un tanto lacrimoso-. Pero, francamente, naturalmente, ¿qué he de hacer yo si esa doña Silvestra se ha empeñado en que soy el padre capellán don José Carapucheta?... Veréis, Ilustrísimo Señor: fui a Vitoria buscándole las vueltas a la pobre hija que me robaron, y me encontré a doña Chilivistra. Esta señora... ya sabe usted que está loca perdida... me metió en el enredo de vestirme de cura para poder penetrar con seguridad en el riñón de Navarra... En el riñón entramos y del riñón salimos. Luego se nos apareció esa madama Clío, sabedora de todo lo que ha pasado en el mundo y de lo que ha de pasar, y gracias a la supradicha madama, que mil años viva, me veo junto al hombre del gran poder, quien seguramente me llevará a donde encuentre lo que busco.

-Sí, sí, no tenga usted duda: rescataremos a Rosita -dije yo pavoneándome al recobrar mi papel de consolador de todos los afligidos.

-Pues bien, Ilustrísimo Señor. Si ahora vamos Vuecencia y yo a doña Chilivistrilla, y le decimos que yo no soy el padre Carapucheta sino el marido de Nicanora, verá Vuecencia cómo le tiembla el labio y nos pega a los dos.

-No le diremos nada; descuide don José. Y si para mantenerla en su engaño fuese menester que dijera usted misa en cualquiera de los pueblos por donde hemos de pasar, la dice usted, yo le ayudo, ella la oye, y pax Christi.

-Amén... Ahora hablemos de otra cosa. Si esa señora se obstina en ir al Maestrazgo, no cuenten conmigo. He pasado estos días enterándome de las cosas de la guerra, y sé que toda esa parte de Teruel y Albarracín es un volcán. Francamente,naturalmente, no he venido yo al mundo para que me fusile un Cucala, un Bonet, u otro de esos bárbaros matarifes.

-Estamos conformes. ¿A dónde quiere usted que vayamos?

-A donde dije en la estación de Las Casetas. A Guadalajara, Ilustrísimo Señor.

-Pues allá iremos. Yo convenceré a doña Silvestra.

Al día siguiente habríamos llegado a la ciudad que goza fama de ser el emporio de los bizcochos borrachos, si a mi Silvestra no se le hubiera metido en la chola hacer otra paradita en Alhama. Seguía la racha voluptuosa. Ya me iba yo cansando de paraditas, mimos y empalagos de sentimentalismo dulzón. Y gracias que en todas las estaciones siguientes no propuso más que otras dos paradas, una en Medinaceli para ver el sepulcro de Almanzor, otra en Sigüenza porque había hecho promesa de ofrecer sus pías devociones a la gloriosa mártir Santa Librada... Con estas lentitudes, ya corrían los primeros días del mes de Julio cuando entramos en la capital de la Alcarria.

Apenas instalados en la posada de donde parten las diligencias para Brihuega y Pastrana, olvidó Chilivistra su terca obstinación de visitar el Maestrazgo, país entonces erizado de peligros que en su magín enfermo se revestían de formas románticas. Ilusionada por nuevas ideas imaginó que sería muy divertido dar un vistazo al país donde se cría la exquisita miel y a los verdes oteros poblados de aromáticas hierbas... A todas éstas, el pobre Ido andaba desatinado por la población, donde no le faltaban amistades y conocimientos. Díjome una tarde que había tenido noticias desconsoladoras; mas para confirmarlas era preciso que fuéramos a Huete.

A Chilivistra no le pareció bien abandonar la región melífera. Antojósele además tomar las aguas de La Isabela, en Sacedón, que según decían eran excelentes para conservar la tersura del cutis. En estas disputas acerca del punto a donde debíamos ir pasaron dos días más. Por fin determiné yo alquilar un buen coche para irnos por el camino de Pastrana hacia la provincia de Cuenca, después de asegurar a Silvestra que cuando despachásemos un asunto particular del señor Capellán la llevaríamos a zambullirse en las aguas de La Isabela.

De mala gana emprendió la vizcaína el viaje, y por el camino nos daba la tabarra volviendo su enojo contra el padre Carapucheta, de quien decía que iba siempre huroneando los conventos de monjas, con las cuales a hurtadillas se refocilaba. Oía con resignada humildad estas cosas el bueno de Ido, cuya inquietud y zozobra se mostraban en lo escuálido del rostro y en el crecimiento de la nuez.

Rodando por desiguales caminos llegamos a Huete avanzada la mañana de un luminoso día de Julio, y don José, apenas nos quitamos el polvo en el parador de Santa Clara, encaminose al monasterio del mismo nombre, situado a corta distancia de nuestro alojamiento. Más de dos horas permaneció el manso filósofo en la casa monjil, conferenciando con una tal Sor Inés de la Transverberación, prima carnal de Nicanora.

En el largo tiempo que pasamos esperando a Ido, noté que a Chilivistra le tembliqueaba el labio. Ya venía la racha de la impertinencia borrascosa. «Bonito papel estamos haciendo -me dijo- tapándole los vicios a este capellán que parece una mosquita muerta y es un tenorio de monjas. Opino que debemos dejarle aquí, marchándonos nosotros hacia La Isabela, donde encontraré el remedio para estos granitos que me han salido en las piernas. Míralos, Tito, y te convencerás de que me son precisas aquellas aguas, que instaló Fernando VII para pulimentar la epidermis de su segunda mujer, la Reina doña Isabel de Braganza».

Hice cuanto pude para contener y amansar a Silvestra con blandas razones. Llegó por fin el buen Ido, consternado, y llevándome aparte discretamente me dijo: «Ilustrísimo Señor; ya sé a ciencia cierta que mi adorada Rosita está en Cuenca, en una casa de esas que llaman... con perdón... mancebías públicas, y yo llamo templos del escándalo».

-Pues vámonos allá, don José -repuse yo-, y salvaremos de la infamia a esa sacerdotisa de Venus.

No necesito decir los artificios amorosos que puse en juego, halagos que prodigué y patrañas que discurrí, para convencer a Chilivistrade que debíamos ir a Cuenca. Con todo, momentos hubo, a poco de arrancar el coche, en que don José y yo estuvimos a dos dedos de ser abofeteados por el basilisco; poco faltó para que sus blancas y afiladas uñas se clavaran en mi rostro. La lucha duró hasta que el sueño y la fatiga rindieron a la fierecilla, andados ya dos tercios del camino. Nocturno fue aquel viaje y fecundo en molestias de todo género. Ya era más de media noche cuando entramos en Cuenca. Nuestros pobres huesos y nuestros desmayados espíritus tuvieron descanso en la mejor fonda de la Carretería, parte llana de la ciudad.

Al siguiente día, 12 de Julio, fecha que no se me olvidará mientras viva, el molimiento de nuestros cuerpos nos retuvo en las ociosas lanas más tiempo de lo que acostumbrábamos. Levantose Silvestra de mal talante, que manifestaba con agrias y descomedidas voces, y agarrando sus libros de rezos y su rosario requirió mi compañía para ir inmediatamente a la Catedral, pues quería prosternarse ante el sepulcro del bendito San Julián, Obispo de Cuenca.

Salimos los tres y nos dirigimos por la Carretería hasta una vetusta puente sobre el río llamado Huécar, la cual une la ciudad vieja con los arrabales. Como poseo un gran sentido topográfico, andando me enteraba de la estructura de aquella ciudad celtíbera, visigoda, arábiga o no sé qué, asentada en varios montículos rocosos. El conjunto del viejo caserío escalonado en diferentes anfiteatros, donde al parecer los cimientos de unas casas pisaban las techumbres de las otras, era de lo más pintoresco que yo había visto en mi vida. Pasado el puente entramos en una calle que, según me dijo Ido, se nombraba de Las Cocheras. Allí nos separamos; el filósofo torció a la derecha en busca de las casas públicas y pecaminosas, donde creía encontrar a su desdichada hija. Chilivistray yo, por la empinada y tortuosa ruta que nos señaló don José, subimos hasta la Catedral.

Aquel día estaba mi basilisco en la plenitud de sus vesánicas impertinencias. Por la menor cosa reñíamos. Si tropezaba yo en un pedrusco (y hay que ver, señores, lo que eran aquellos empedrados, los partidos losetones y los peldaños puntiagudos), se ponía furiosa y me increpaba de esta manera: «Hoy estás cargantísimo. No se puede ir contigo a ninguna parte... Claro, ¡como no te dejo ir con el bigardo del Capellán Carapucheta a jugar con las monjitas!... A mí no me toques, no me des la mano, que yo sola sé andar muy bien. No tengo las piernas de trapo como tú».

El interior de la Catedral me impresionó grandemente por la majestad y elegancia de sus líneas ojivales, diluidas en un doble misterio de silencio y obscuridad. El presbiterio y el ábside me parecieron espléndidos, las verjas magníficas. Silvestra oyó dos o tres misas en diferentes capillas, y luego estuvo arrodillada largo rato ante el altar de San Julián, un armatoste greco-romano del estilo más antipático y pedantesco. Beatas vejanconas no cesaban de llegarse a los mármoles del sepulcro para besuquearlos y llenarlos de babas. Apenas se apartó del altar mi basilisco para marcharnos, adelantose a darle agua bendita un hombre de buena estatura, vestido con decorosa modestia, de negra barba, pelo rizoso, facciones de varonil belleza y edad como de cuarenta o cuarenta y cinco años. Al acercarme yo, le oí decir: «¿No me reconoce usted, Silvestra?». Y como ella dudara observándole, él prosiguió: «Soy primo de Delfina Gay, y en su casa nos hemos visto algunas veces, ¿no se acuerda? Mi nombre es Avelino Palomeque».

-¡Ah! ya, ya, Palomeque -dijo Silvestra agradeciéndole con su más delicada sonrisa- ¿Es usted de aquí?

-No, señora; yo nací en Toledo. Pero estoy en Cuenca desde muy niño y en ella tengo mis negocios: dos fábricas de harinas y los molinos de San Antón.

Salimos los tres. El gaznápiro de Palomeque iba junto a Silvestra, dándole conversación, y a mí ni me saludó ni me hacía caso. Le pagaba yo este desaire con la moneda de mi desprecio. Mirándole bien recordé haberle visto en la casa de Delfina y en la tienda de ataúdes. Era un carlistón rabioso, fanático, muy cerrado de mollera. Al llegar a una calle, que luego supe se llamabade Caballeros, tan pendiente que por ella había que andar a gatas, se paró el cerril carcunda y dijo estas palabras, volviendo su rostro hacia mí como para que yo me enterase bien:

«No pasarán dos días, y casi estoy por decir que no pasará ni uno, sin que entren en Cuenca las tropas del Ejército Real del Centro, mandadas por Sus Altezas los Serenísimos Infantes don Alfonso y doña María de las Nieves. Creo que no ha de hacer resistencia este pueblo donde hay pocos liberales, y esos pocos tontos de remate... Si usted teme el fuego y las balas, póngase en salvo hoy mismo, señora doña Silvestra. Puede usted refugiarse en mi casa, donde estará más segura que en ninguna parte. Soy viudo y vivo con mi madre, mi hermana y una hija mía de catorce años».

Luego seguimos bajando hasta la plaza de San Vicente. Palomeque invitó a Chilivistra a comer en su casa aquel día, anunciándole que iría a buscarla a la fonda. El basilisco, con no poca sorpresa mía, aceptó diciendo al carcunda que se arreglaría deprisa y corriendo para no faltar a la hora.

Solos otra vez Silvestra y yo, nos dirigimos a la fonda por la puerta que llaman del Postigo. Íbamos a escape, yo silencioso, ella punzándome con sus acres intemperancias. «Aprende, tonto -me dijo-. Ese caballero sí que es fino y galante. Tú, en cambio, eres un avefría y no sabes tratar con damas». Poco después de las doce llegó Palomeque a nuestro alojamiento. Silvestra, bien apañadita de ropa y pergeñada de lindos accesorios, sin omitir ninguno de los retoques de su bella faz, se fue con él, dejándome en una soledad deliciosa.

Cuando Ido no había vuelto de sus diligencias, me lancé solo por las calles de la ciudad baja, después de comer. Por un momento se me ocurrió volver a la Catedral para pedirle a San Julián que me concediera el inmenso favor de librarme para siempre de la fémina mortificante y tornadiza. Pero me detuvo el extraordinario movimiento que notaba en las calles: iban y venían hombres y mujeres en actitud de recelo y alarma. Acerqueme a un grupo y no tardé en conocer la causa de tal agitación. Del pueblo de La Cierva, distante unas cuatro leguas de Cuenca, había llegado una mujer con la noticia de que allí y en Pajarón estaban los carlistas: la mar de batallones, con unos llamados zubabos que parecían fieras, y el don Alfonso y la doña Blanca. En otro grupo oí que de Palomera, distante sólo una legua, acababan de llegar emisarios que también anunciaban la presencia de las bárbaras legiones.

Antes de amanecer caería sobre Cuenca la turba desmandada, feroz y hambrienta, y se haría dueña de la ciudad riscosa si las peñas y los corazones no le oponían una brava defensa.